Portada de la novela de Thomas Pynchon

Entre aquellos inofensivos–tan norteamericanos–letreritos verdes de la carretera también se puede morir. Horrible muerte por degollamiento-mutilación-instantánea. Quién lo diría. Allí están los carteles parados al lado de la autopista 95 esperando a sus víctimas. Esta vez fueron 14 noctámbulos regresando de un casino en Connecticut.

Manejando  hacia la salida 11 de la 287, rumbo a Port Chester. Voces en el teléfono desde Cajamarca: el carnaval. Las horas que pasan mientras leo y me piden un café, dos cafés. Las hojas que se pasan, los cuadraditos capítulo tras capítulo. Es Gravity’s Rainbow: matemáticas, fórmulas, personajes entrecruzados, trozos de vidas, símbolos de la guerra, voces, canciones, búsquedas entre los escombros, recuerdos, pedazos que arman el todo pero que se pueden leer como pedazos y como todo. ¿Qué son las memorias? ¿Qué son los recuerdos? ¿Qué es una risa? En la pista, frente a casa, en mi barrio, juego baloncesto y fútbol con un niño. Disparo con una pistola de plástico que arroja aritos de colores.

En Japón se esperan más desastres. Paz, tranquilidad, rebotes aquí y allá, malas noticias, buenas noticias. Cielo despejado, se va el frío, cambian la hora (ni bien se termina de deshacer el hielo ya hay que adelantar el reloj. Salvajada) ¿Qué es el pánico? ¿Qué es un terremoto? La foto de un anciano con los ojos entrecerrados al lado de los escombros; y la foto de unas ancianas en un botecito remolcado por un grupo de soldados, como si ellas fuesen las guardianas del templo, las portadoras de flores, las madres de la patria. Una voz me habla de Belgrado y de mirar atrás, de volver a hacer lo mismo, de olvidar, de mantener la distancia. Un e-mail en el teléfono–extraña sensación de leer el correo en la pequeña pantalla– me da muy buenas noticias desde una frontera en España.

Ya es de noche, pero de hoy recuerdo bien el silencio del pasto durante la mañana y la tarde, pasto que está allí, a la espera al verano. Recuerdo el cielo sin tormenta, calmado. Un lugar en el espacio, mi lugar. El lugar de tantos otros que miran y no ven lo que yo veo; o que no miran porque no necesitan mirar. Preguntas. A dónde nos llevan las interrogantes, las dudas, las ganas de triunfar, de llegar a donde nadie ha llegado.

Un mapa hecho solo de esperanzas. En esa foto de la ruma de los automóviles–uno sobre otro llenos de lodo– se puede ver miles de horas de trabajo, se pueden ver miles de horas de personas creando, imaginando soluciones a problemas, inventando problemas. «Dios está harto» dice alguien durante el almuerzo mientras observa el lodo que avanza sobre las casas y los puentes en el televisor. El viejo tema de la venganza. Como si ahora importara la venganza, como si pudiera el hombre sentarse a planificar una respuesta diferente a la perversa sensación de que, no importa lo que hagamos, todo está de muchas maneras enlazado con la carta marcada de la suerte.

En The New Yorker leo un artículo sobre uno de los alumnos de William James, Hall, descendiente directo de peregrinos del Mayflower, anfitrión de Freud y de Jung en su primer viaje a los Estados Unidos–fascinado por el psicoanálisis–y un mentiroso empedernido. Se debe a Hall la leyenda de William James encontrándose con Freud y saludándolo como  «un tipo muy sucio». Tal era la percepción de Freud entre los científicos erupeos de la época: el «cochino» de Freud y sus asquerosas teorías de interpretación de los sueños.

Notas sobre el libro de Pynchon: Imágenes, algunas fascinantes; información que se desplaza por la página amarrada con la ficción, con la descripción de estados de ánimo, de personajes que vagan enmedio de la guerra, de paisajes oscuros y mañanas iluminadas pero sin futuro. Como los inviernos fríos pero con sol. Esos soles magníficos que no nos calientan.