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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Virgilio

La isla y los libros

Esta semana he publicado esta entrada en mi blog NEWYÓPOLIS en FronteraD. Trata sobre la experiencia de leer en la ciudad de Nueva York.

Foto por PerrySt-Flickr.

Un libro viejo mirándote desde un escaparate. ¿Cómo resistir la mirada de un libro viejo que uno quiere leer? Ese libro viejo te mira y entonces ¿qué más puedes hacer? De niño fui un mal lector. Le he echado la culpa al dinero escaso, pero la verdad es que mis aficiones literarias en Lima se redujeron a las recomendaciones de uno que otro amigo, a títulos que pescaba en la televisión o en alguna película. Fui un pésimo lector. Pasé de Julio Verne a Gabriel García Márquez y me conformé con una que otra novela de autores latinoamericanos. Me entusiasmaba demasiado Alfredo Bryce Echenique. No sabía leer a Borges. Nunca leí a los griegos ni a los latinos. Ya en Nueva York cometí la estupidez de preguntarle a un amigo que me hablaba de Esquilo «¿Los dramas se leen?»

Pero en Nueva York, con libros viejos y baratos en cada barrio ¿cómo no hacerle caso a los libros? Esta es una ciudad donde basta tener un poco de tiempo libre para disfrutar el día tumbado al lado de un ventanal, leyendo en librerías de anaqueles bien surtidos (No como en Lima, donde abres un libro y un empleado corre a pedirte que pases por caja antes de osar leerlo) En esta ciudad de millones de impacientes lectores, quedan aún librerías suficientes, pequeñas y grandes tiendas desperdigadas en sus diferentes barrios. Pero la madre de todas ellas, el paraíso de los libros usados, es Strand.

La primera vez que entré a Strand fue a un local que ya no existe, en Fulton Street, cerca del puerto de Manhattan y en pleno centro financiero. Una banderola roja flameaba en la entrada y sus «18 millas de libros» (ese es el eslogan de la tienda), parecían haberse apoderado de cada rincón. Era un local húmedo, inapropiado para tanto papel amontonado. Poco tiempo después se abrió el renovado segundo piso del ahora único local, a dos cuadras de Union Square. Strand es una librería modelo, siempre está abarrotada de gente. Cada vez que entro en ella me vuelve la fe en esta ciudad: en Nueva York aún leemos. En esta metrópoli apurada aún es posible entablar discusiones literarias con alguna persona en el tren subterráneo, aconsejar a un extraño tal o cual libro, tomarnos un café mientras preguntamos con amabilidad al vecino, o al pasajero que lee concentrado en el bus ¿qué tal es ese libro? Recuerdo a una enamorada judía, a la que abordé en un restaurante de esos que abren 24 horas, después de la medianoche, para decirle que me gustaban sus bucles pelirrojos. Después de una sonrisa de agradecimiento, ella me soltó su primera pregunta, mirando la edición de tapa blanda de la novela–comprada en Strand–que yo apretaba contra mi sobretodo: «¿Estás leyendo a Faulkner?» Era su autor favorito.

Ahora observo los libreros de mi casa y el signo de Strand está en muchos de esos tomos que el amor por la literatura me ha obligado a adquirir (¿Cómo resistir la mirada de tantos libros hermosos?) Son libros que fueron comprados a menos de la mitad del precio original, a veces con la ventaja de alguna nota conveniente de un buen lector, y en ocasiones con la dedicatoria de un padre cariñoso, un buen amigo o un amante. Allí están mis tomos de tapa dura de la Everyman’s Library: allí leí a Joyce por primera vez. También los cuentos de Rudyard Kipling–qué magnífica experiencia la lectura de The Man Who Would Be King–y las obras completas de Oscar Wilde–difícil resistir la carcajada con The Importance of Being Earnest. En esa misma colección, comprados a menos de ocho dólares, vino Mrs. Dalloway y To the Lighthouse, la imprescindible novela de Virginia Woolf. El enriquecedor diario de Mircea Eliade vino de los anaqueles de Strand, igual que The Sacred and the Profane. También la autobiografía de Ingmar Bergman, The Magic Lantern; y la biografía de Emir Rodríguez Monegal sobre Borges. Hay mucha poesía (Keats, Heaney, Lee Masters, Matthew Arnold, Auden, Plath) y libros que me iluminaron la vida: Macbeth en la edición de la Signet; The Complete Plays of Sophocles editado por Moses Hadas; las traducciones de Dryden y de Allen Mandellbaum de The Aeneid y la de Maude de War and Peace; y History of My Life de Giacomo Casanova (el tomo 1 y 2) De allí también salieron mis libros de ensayos de Eliot, de Pound, de William Carlos Williams; y esa interesante guía por el universo de la buena literatura que Harold Bloom me autografió una tarde con letra tembleque: The Western Canon.

En alguna página de las obras completas de Borges, saboreé hace tiempo un ensayo donde Emanuel Swedenborg pronosticaba que el paraíso prometido por Dios es un espacio para que conversen las almas de quienes fueron buenos lectores en vida. Gracias a mi experiencia en Nueva York, a sus libros usados y a Strand, creo estar cada vez mejor preparado, por si alguna vez me toca llegar a esa eterna tertulia celestial imaginada por el iluminado Swedenborg.

El desembarco

Eneas enmedio de la batalla

William Styron se llamaba, era arrogante y medía siete pies. Cuando sus manos azotaron las aguas de Normandía llevaba diez días desde que probara el último postre de manzanas de su madre y sin embargo su gusto aún era espléndido y su fuerza descomunal. Había crecido entre los atardeceres fértiles del lago Huron y los campos de frejoles negros donde aprendió el arte de la caza. Su padre le había enseñado a matar y también lo llevó hasta el puerto para despedirlo cuando marchó con su regimiento hacia la guerra. “Hazlo por tu patria, William” dijo el viejo Styron y William dejó atrás la leche de la madre, aspiró por última vez el aroma de la nación americana y subió con sus botas relucientes al barco. Irradiaba valor entre esas cejas tibias bajo las cuales descansaban sus ojos.

Habían pasado muchas tardes desde aquella primera en que empezaron a cruzar el océano y William había aprendido a ganarse el respeto de los hombres y sobre todo la amistad de un compañero del que ahora era inseparable. El fiel George Plimpton, querido, loco, siempre dispuesto a dejarse embaucar por la tosca felicidad animal y pueblerina de William. Buen jugador de fútbol como William si bien lo suyo no eran los deportes–en los que también destacaba sobre los demás hombres–, sino la guerra. Los compañeros miraban a William hacerse de las armas y aprendían, lo escuchaban hablar de América y aprendían. Se necesitaba tener la cabeza bien centrada y no tenerle miedo al futuro para hacer lo que él hizo: Decidió ser el primero en saltar a la playa de Normandía.

Y allí venían los americanos, haciendo bailar el agua de la playa,  jubilosos en el ánimo de la victoria, sintiendo la presencia de sus héroes cerca de sus hombros, levantando la vista gloriosa hacia su estandarte, bendiciendo las estrellas y las bandas, el trapo azul, blanco y rojo. Saltó y corrió hacia la playa sin que lo rozaran las balas, recordó que su madre lo había bendecido para que ésto no suceda. Con esa certeza levantó su arma, buscando los venados de Michigan escondiéndose detrás de las dunas de Normandía, y empezó a disparar. Así una bala fue a dar en la nuca del general Richard Kruspe, padre ejemplar, buen soldado, héroe nazi, que creyó volver a ver a su familia hasta que el trueno salido del cañón de William alcanzó sus muelas y la lengua se le volteó entre los dientes. De nuevo Styron dirigió su arma y sintió la voz de su madre, que amó a Lincoln alguna vez, que llenó la casa con retratos de Roosevelt, fuerte, mostrándole la dirección de las balas que salieron hacia los ojos del jugador de dados teniente Rudolf Diesel, buen amigo pero mal amante, y entraron por ambos y terminaron con sus sueños de bicicleta en las colinas de la alta Bavaria, con sus recuerdos al lado de su novia y su primer encuentro con Hitler, que le dedicó una sonrisa y le acarició el cabello. Diesel cayó pesadamente con la mandíbula partida y cubierto de sangre sobre la arena empapada de la playa. William siguió haciendo sonar sus botas sobre el agua, que se abría espantada a su paso; y apuntó a la garganta del capitán Lotte Reiniger, creyente del poder curativo de la cebada, que pensaba en los ojos de una puta francesa cuando lo alcanzó la bala y ésta penetró bajo el paladar y en el hueso del cerebro, hizo un hueco en el cráneo y salió hacia el cielo con las voces de sus memorias de una noche parisina y de cenas familiares con chocolate caliente. Cayó pesado el cuerpo de Lotte, que había ganado kilos desde la ocupación pero aún pensaba regresar a su vida militar en Nederselters; se torcieron un poco sus huesos y crujieron mientras caía reventado sobre la sangre de otros hombres que morían con él, otros buenos nazis, buenos alemanes.

Entonces lo vio acercarse a la playa Wermer Kohlmeyer, que venía ese día al encuentro de su muerte. Diecinueve años después que lo anunciaron a la vida las campanadas de la iglesia de Santa María en Geifswald; y en lugar de correr como el cobarde Karl Mai, hijo de Mittweida; Wermer le salió a encarar y le puso el fusil a Styron mirándole la cara. Pero había algo en la voluntad americana de Styron que no dejó que la bala lo alcanzase, o era como decía la profecía que bien conocía su madre,  que si bien su hijo William dejaría el cuerpo en esa guerra no era aún su hora; o fue quizá el aura invencible de los pioneros polacos que poblaron los Grandes Lagos y que guiaban la mano de William en su nueva lucha de independencia contra los soberbios prusianos,  que mejoraron los reflejos aprendidos entre las matas de maíz persiguiendo a los venados en Michigan, oliéndoles el rastro, los que espantaron las balas de Wermer para que Styron pudiese reaccionar y cargar su fusil contra el alemán, que no entendió como este gigante americano pudo evitar morir y lo esperó con los brazos a un lado, resignado, como se debe esperar la llegada inevitable de la muerte cuando se tiene suficiente valor, hasta que William Styron apuntó al pecho y las balas corrieron hacia el corazón del músculo sangrante y cortaron en dos los ríos rojizos que alimentaban su cuerpo, las venas tiernas del muchacho que había aprendido a ser más fuerte y más hábil en las peleas del sábado sobre los pajonales del establo con sus siete hermanos y que en las aulas de filosofía y de historia halló las razones para amar a su ejército y a su país, como lo quería su padre Gerd Kohlmeyer, próspero mercader de sal y como lo quiso antes que él su bisabuelo Sepp Kohlmeyer, herrero de los ejércitos prusianos, de quien decía la leyenda de la ciudad que había salvado de morir al rey, cuando éste intentaba escapar con su caballo tras una escaramuza de los suecos pomeranios.

Así cayó en la tierra pesadamente el cuerpo de Wermer Kohlmeyer y su angustia se sintió en las campanadas tristes de la siguiente misa de domingo en la iglesia de Santa María, que bañaron la tristeza de su familia, las memorias amables de sus maestros en Greifswald y se escucharon sobre las ondas lívidas de las cercanas aguas del Báltico, junto con las noticia de la irrupción de América en la guerra y los vívidos fantasmas de la derrota del 18.

Ya entonces, ciego de victoria, pisando con sus botas los restos de alemanes que murieron al principio de la incertidumbre con gestos en el rostro reconciliables seguramente con las dudas de su buen catolicismo; el giganteWilliam Styron miró detras suyo y vio los dientes bien alineados de George Plimpton, sus hombros dulces que giraban detrás de él esperando su abrazo y le sonrió para decirle que estaba salvado, que habían alcanzado la playa y que otra vez, mientras esperaban la llegada de la muerte, podían ser felices.

Con Eneas en la 57

Camino a paso rápido por la calle 57. Estoy matando el tiempo en el mejor sentido posible. Salgo de mi clase de latín, y me dirijo hacia la estación del subterráneo para tomar el tren hacia Lehman. Ya me han empezado a entregar las primeras páginas que necesitan ser diagramadas para el Bronx Journal.

Según los informes de la radio esta mañana, el clima iba a ser bondadoso. Sin embargo, tengo las manos heladas.

Nunca había entrado al local de Borders en la esquina de la 57 con Park Avenue. Encontré el libro que reseñaron con tanto desprecio en el NY Times Review : My Unwritten Books de George Steiner. Se me ocurre que es posible adaptar ese camino de la envidia de los personajes hacia sus creadores. En la foto de la contraportada se le ve muy viejo al señor Steiner.

Nota, clase de mitología: ¡Qué hija de puta la Venus! Y las hermanas de Psique ¡Pirañas!

White Teeth de Zadie Smith, por recomendación de una profesora feminista de la escuela de idiomas, resultó ser el primer libro en inglés que leí ya viviendo en Nueva York. Me atrae la carátula anaranjada y abro la primera página para encontrar un epígrafe tomado de una novela de E.M. Forster que estuve leyendo en enero: Where Angels Fear to Tread. Leo las dos primeras páginas de la novela y me sorprende la facilidad para leer la misma página que en el 2001 me tomó tanto trabajo. La prosa de Smith es ingeniosa si bien después de haber leído a Rushdie, Smith ya no sorprende.

La diosa me comenta lo que yo ya sé. Hay fuerzas mucho más grandes que la voluntad. Allí no te puede dar apoyo ningún librito de auto ayuda. Pienso en la tarde de ayer, en la otra parada más placentera sobre el grass de Central Park. La vida te entrega sueños y ellos se te van escurriendo conforme caminas. Cuando abres la bolsa para ver los que te quedan a veces sólo descubres el reflejo de tus arrugas.

Martel explica cómo nació Life of Pi: Derrotado y en la India, frustrado al no haber podido darle forma a una novela histórica ambientada en Portugal, se tomaba un café. Se disponía a marcharse cuando un anciano se le aproxima y le ruega que lo escuche, que quisiera contarle una historia «capaz de hacernos creer en Dios». Presto un poco más de atención a los tacazos de las mujeres que caminan por la calle 57. En el subway, por lo general, todos usan zapatos planos o zapatillas.

Tom O’Hanlon se acerca hasta la puerta de mi oficina y me narra su epifanía de las ocho de la mañana:

 

Venía desde la casa manejando y maldiciendo todo lo que tengo que hacer hoy, y de repente se me ocurrió pensar que mi día nunca podría ser tan malo como el que le esperaba a Eliot Spitzer

Y de todo el escándalo, de los cristales rotos de la carrera política de Eliot Spitzer, como de las cenizas, resurge el próximo gobernador del estado de Nueva York: ¡Nuestro gobernador es el primer gobernador negro (el tercero en la historia de los EEUU) y es ciego (el primero en la historia de los EEUU)!

Se vienen buenos tiempos en Albany.

Y a la deliciosa prostituta inspiradora de sus infidelidades, no han dudado en crucificarla con titulares en el Daily News y el New York Post. Como si no bastase que el NY Times nos haya otorgado el enlace a su página en myspace, donde ella resume su infancia difícil, los abusos a que fue sometida. El New York Post llena su portada: Conozca a la ramera que provocó la caída de Spitzer.

Otra nota (esta vez de mi clase de latín ¡Qué bien que escribe Ovidio!):

hoc opus, haec pietas, haec prima elementa fuerunt
Caeseris ulcisci iusta per arma patrem.

 

Aeneid, the Mandelbaum translation



Virgilio leyéndole La Eneida al emperador Augusto.

Pero para sufridas Dido: encamotada, hierve de fiebre al ver al troyano moviendo los pectorales, campechano, echándose flores con la pinta de aventurero, de conquistador. Al parecer nadie le avisó que Eneas estaba haciendo sólo una parada técnica, que después de la meadita y de contar su historia (estaba triste, se le acababa de morir el papá) tenía pensado seguir viaje para Italia.

Así que Eneas siguió hacia el sur, como ya había sido planeado. Los dioses se rieron de su pequeña ambición de formar una familia, cumplir el papel del esposo cariñoso. Te esperan tantas mujeres Eneas, tantas aventuras. No te hagas de rogar. Las diosas le dicen que empaque, que no diga nada y zarpe de una buena vez. Dido se mata por amor mientras Eneas en alta mar sigue al viento, a fundar su imperio.

¿Qué imperios nos esperan a nosotros Sirius? ¿Me sigues? ¿Has movido la cola? ¿Esa es tu manera de decirme que sí? No creo que nos espere nada, para decirte la verdad. No nos ha sentado nada mal quedarnos aquí con nuestra Dido, sentar cabeza, recuperar fuerzas. No me molesta tumbarme en la cama a echar la siesta, preparar la comida, darte de comer al plato, sacarte a pasear tres veces al día.¡Ah, vida burguesa!

Hoy le dije a mi Dido que quiero viajar con ella.¿A dónde más? ¡A Italia! Esta mañana en Borders, estuve hojeando un libro sobre los restos de Pompeya. Buenas reproducciones de los frescos en las paredes, fotos de los caminos de piedra y del coliseo reconstruido. Recordé que alguna vez me saqué las sandalias sólo para sentir que estaba caminando «sobre» las piedras de un camino romano. Recordé también las playas de Sorrento, la vista del Adriático desde el malecón hacia la playa. Me gustaría viajar con ella y llevarla en el bote que recorre la costa amalfitana. Me ha abrazado fuertísimo, me ha entendido.

Eneas en el infierno se encuentra con Dido. Ella esquiva la mirada, fija los ojos en el suelo y por más que él le suplica («es tal vez la última oportunidad que tendremos para hablar») y le dedica toda una stanza (No parece mucho, pero el lacónico Eneas pocas veces le dedica más de una línea a alguien que no sea su viejo Anquises) Dido lo ignora, y sigue sufriendo.

Se me ha quedado grabada–no entiendo bien por qué–, la cara de cojudo con la que Caronte acepta llevar a Eneas. Primero lo encara con rabia, le dice que ya estuvo bueno que dejase pasar, muy a su pesar, a unos cuantos hijos de dioses, pero que él mejor que se de la vuelta, que ni sueñe que lo va a pasar al otro lado. Sin embargo el miserable se rebaja toditito cuando la sacerdotisa le enseña el regalo para Perséfone. «¡Sólo soy un simple barquero!», debe de haber pensado el pobre Caronte, resignado a que algunos privilegiados puedan moverse a sus anchas por el infierno.

Walking Uptown Manhattan


Hay ciertos días en que es necesario bajar la cabeza y seguir caminando. Por cierto que el clima no está malo, es más, me ha venido un repentino deseo de ser libre mirando los edificios desde los ventanales de Hunter. El viento es de color gris, pero los vestidos son de todos los colores. El aire es más fresco, se siente bien recuperarse de la fiebre. ¿En algunos trenes la calefacción es distinta que en otros? No sé por qué ayer me asfixiaba a la misma hora y ahora he viajado fresco y hasta con algo de frío. He llegado con exagerado adelanto.

Una muchacha es de Georgia y yo creía que su acento era británico. Por alguna razón cree que por haber terminado la maestría de literatura debo escribir con un inglés muy bueno. Mirando los grabados del libro de Blake me han dado ganas de adquirir la edición crítica de la Norton.

Quedan pendientes algunas cosas en mi clase de diseño. A los estudiantes les ha gustado recibir una variedad de ejercicios pero voy a seguir intentando darles material. Hay algunos trabajos muy creativos. Creo que las mejores tarjetas de presentación que he visto hasta hoy, lo cual demuestra que se les puede tener fe. Haremos una clase adicional lo cual nunca he hecho antes.

Con el cabello corto, lluvia en Johnson Avenue, bajando por la colinita de Riverdale. ¡Qué difícil resulta encontrar un lugar para estacionarse cerca de Lehman College! Pareciera que todo el barrio se ha comprado un auto desde el año pasado.

El exámen de latín, más sencillo de lo que yo esperaba. Las respuestas se pueden deducir si tienes un conocimiento medio de la cultura clásica. La gramática es la parte más difícil pero para poder cumplir sólo queda memorizar y memorizar. No hay otra. Hemos visto la cuarta declinación.

Toda la historia de Cadmos viene a pelo: Fundador de Tebas, hermano de Europa, mandado por su padre a buscar a la hermana, secuestrada por Zeus. De los dientes de la serpiente sagrada, sembrados en la tierra, nacen cincuenta guerreros que luchan entre ellos. Con los cinco que sobreviven se funda Tebas, pero la familia real de Tebas siempre estará condenada por Ares que llorará la muerte del animal y esconderá su maldición a Cadmos al ofrendarle a su hija Harmonia como mujer. Las Nereidas, las 50 hijas de Nereo con Doris (hijos de Pontus y de Oceanus) Tres Nereidas son las más importantes. De ellas la más famosa es Galatea por la cual pierde la cabeza Polifemo y, Anfitrite, esposa de Poseidón.

Es preciso el comentario de la profesora Bernardo. Siendo feo Polifemo era tan vanidoso como el bello Narciso. Qué gran ejemplo de la relatividad de la belleza y de la estupidez de la apariencia. Hay una chinita en la clase, de apariencia muy bonita. Hay muchas mujeres mayores y un bigotón que llega arrastando los pies. No se le ve tan cansado pero tiene la apariencia de ser alguien mortalmente cansado. El hombre más cansado que he visto en Hunter.

Una larga caminata por Lexington, camino a la 86. Hay tantas cosas que ver en la ciudad, cada calle es tan distinta, tan llena de detalles. Creo que si me propusiera conversar con alguien cada día sería aún más interesante. Debe haber muchísimas historias entre tanta gete que sube y baja las escaleras. El mexicano que sirve los hot dogs no me quiere recordar cómo se llama la col hervida. «Repollo» contesta muy serio. No se le puede replicar nada.

Eneas entra al infierno acompañado de la sacerdotisa, Caronte acepta cruzarlo en su barca luego de ver el presente que lleva consigo: la rama dorada. Debí haber leído La Eneida antes de leer el Infierno de Dante, ahora voy a tener que releerlo. Estoy escribiendo otra vez.

Paterson revisited, 10 de febrero

Si bien quienes defienden la ambición de William Carlos Williams de escribir un poema épico que utilice el habla de los Estados Unidos, han querido consagrarlo como el más norteamericano de los poetas del siglo XX; su poema Paterson consigue las mejores imágenes y versos en aquellas líneas donde se proyecta más allá de los bordes de su país.

Tras sus diatribas contra Pound y contra T.S Eliot, a quienes algunas veces calificó de decadentes europeos y de traidores who had run far and wide sniffing at the trees, barking their profundities to each other , el quinto libro de Paterson–que no constaba en la idea original y que Williams añadió en 1958–, es la recreación del River of Heaven (título del quinto libro en los manuscritos originales) y una mirada nueva a la Comedia de Dante.

Pound concibe sus Cantares como una versión universal de la Comedia, como la gesta de una tribu–la humana–que ha trascendido los bordes de Europa. Eliot abriga sus versos más luminosos con el aliento de Virgilio y de Dante. Williams, tras haber agotado su búsqueda de las musas entre las pulcras bibliotecas de los suburbios, da con ellas entre su maltratada colección de poesia clásica. Su quinto libro, con certeza, describe las impresiones del doctor Paterson saliendo del monótono infierno de Rutherford y entrando al Paraíso.

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