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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Lima

[Humillantes]Escenas de barrio

 

Tómbolas del alma en que, a dedo, dos capitanes te designaban como el malazo. Primero escogían a los que tiraban bola. Después a los más o menos. Al final: el relleno. El grito de victoria cuando te vinieron a buscar, un sábado. Necesitaban uno más, te traían el short y la camiseta rojas. Corrieron hacia la canchita del colegio Lisson. Fue un mal partido, haces lo que puedes. Tu corazón palpita, aceptas: No sirves para el fútbol.

*

Los viejos de Yi eran dueños de la bodega donde comprabas figuritas para el álbum de moda: Érase una vez el hombre, Sankuokai, El porqué de las cosas. Yi, y los que se juntaban contigo en la esquina de Los Mineros con Los Mecánicos, eran tres o cuatro años más grandes. Tú los escuchabas. Se te ocurre decirle a Yi que no diga «mierda», que no diga «putamadre». Tus viejos te han enseñado a no decir malas palabras. La cara con la que te mira. Eres una lorna.

*

Al maricón de César no le gustaba perder. Sacaba pa fuera el poto fofo que ya tenía a los ocho años. Su mamá, en asquerosa complicidad, lo llamaba.  «Cesiiiiiitar, a comeeeer», gritaba la vieja desde la casa y el pavo triste se iba corriendo. Y nosotros teníamos que quedarnos con uno menos en el equipo.  A veces era su pelota y se la llevaba. No le gustaba perder al huevón.  Por eso una vez en su casa, me robó mis canicas. Se llevó mis dos cholones y varias ojo de leche. No dije nada. Supuse que a los tramposos les llega la venganza en algún momento. Tal vez hoy.

*

«Agárrate uno, si este huevón tiene varios», dice Bolvo. Y tú le crees porque el papá de Edmundo es político y seguro que le sobra la plata. Y después llega Edmundo y dice «¿Quién se ha choreado un casete? Habían seis» y tú tienes que comerte la vergüenza y sacar el casete de la maleta donde lo habías metido. Y Bolvo se caga de la risa.

*

Dicen que su papá es gerente de los caramelos Ambrosoli, pero al Loco Güili lo único que le vacila es la droga y la hermana del Tío Chivo. Hace tiempo que no lo ves, pero esa tarde en que estás en la redondela del parque con tu amigo de la universidad, el Loco Güili aparece. Quiere invitarte un preparado en un botellón de Coca Cola, casi vacío. Se ve feo y caliente. Cuando ustedes dicen que pasan, Güili les grita que «si se creen más que él». Se calma y les pide 20 soles para ir a comprar unos quetes a Santa Felicia. No tienes plata pero tu amigo le da un billete de 20. Güili jura por su madrecita que va a regresar, compra al toque y ya viene. Ya viene.

*

Javier te cuenta que se corre la paja con el sostén de su mamá. Y te mira preguntándote si tú también. Lo más normal. No sé qué cara habrás puesto. Tú te corrías la paja con las calatas en blanco y negro de Caretas que colocabas en fila sobre la alfombra de tu casa. Y con la última página de la revista Zeta que Rucho escondía bajo el colchón del catre en Jaquí. Además,  la vieja de Javier es muy fea y muy gorda, piensas «¿Cómo va a ser?»

*

La pobre Blanca se fue sin decir chau. Quién le manda contarle a la novia de tu hermano que eran enamorados. Que si podían ir al cine los cuatro. Tenías muy presente la historia del primo tuyo al que la empleada acusó de haber embarazado. Blanca te quería quitar el jebe cada vez que te lo ponías. Unos años después volteaste tu cama y encontraste un corazón de lapicero del tamaño del colchón, con tus iniciales y la de ella. Extraño es el amor.

 

 

 

 

Al fin de Lima


Estacionó el automóvil y se bajó. Desde allí se veía, a la distancia, la ciudad cubierta de arena. Las dunas habían avanzado con lentitud y persistencia durante tres años y, finalmente, a principios de octubre, la habían sepultado.

Mirando hacia el este se podía ver la enorme antena que levantaron. Apenas la punta. Los cerros con cuya vista había crecido ─eriazos, grises, bañados de neblina, como una correa ajustada alrededor de la ciudad, algunos llenos de gente─ estaban tapados. Con ellos habían desaparecido las últimas señas que acompañaban esos recuerdos con los que siempre había contado para permanecer cuerdo.

Él volvía desde el extranjero en los inviernos para recordar cómo fue su vida en Lima. Lo hacía mientras caminaba entre la neblina, con amigos, a veces desde las oxidadas unidades de trasporte público, apoyado contra los vidrios. Otras veces a paso lento por las calles estrechas y empedradas del Centro, bajo las arboledas de Miraflores o en los malecones de San Isidro y Magdalena, observando la silueta de San Lorenzo y El Frontón, la raquítica sombra en que se convertía La Punta desde la cima de los acantilados.

Antes de que Lima muriera sepultada ya era insano vivir allí.  Sus residentes fugaron en manadas multitudinarias hacia los pueblos del norte: Trujillo, Chiclayo, Chimbote—que se extendieron con mejor suerte porque los fugitivos limeños ya habían aprendido en carne propia las consecuencias del desorden urbano—; y hacia el sur: Ica, Nazca, Chala, Camaná, Mollendo —que se beneficiaron del aporte de algunas industrias y negocios administrativos que se marcharon sin ánimos de gastarse más de la cuenta en la mudanza (quizá con una mínima esperanza de que algún milagro rescatara a la ciudad de la arena).

Otros se alejaron lo más que pudieron: más allá de las montañas: Huaraz, Huancayo, Ayacucho, Cajamarca, Cuzco, Tarapoto, Iquitos, millones que llegaron abrazando la idea de recomenzar en otro sitio distinto.

Los exiliados que se fueron mucho antes del final ya sabían — porque conversaban con los muertos o porque creían saber interpretar la humedad del cielo en las hojas de coca— que no volverían jamás a ese lugar.

Esa tarde en que salió de su automóvil a observar el silencio, habían desaparecido los campamentos de los negociadores de tierras. Desde el auto comprobó la perfecta soledad del paraje. Es que en los tiempos del cataclismo se asentaron quienes imaginaron en este desastre una oportunidad magnífica para el negocio. Esos (¿gallinazos?) desafiaron al viento brutal, imaginando, en las pausas del paracas, que su paciencia y fortaleza les traería la fortuna. Sin embargo, pronto empezaron a escucharse los rumores: esos malevos envalentonados, ansiosos por hacerse ricos lotizando el descampado que alguna vez fue la gran metrópolis, caminaban sobre la arena hasta que se perdían. Nunca se supo de ellos. Hubo sobrevivientes testigos─muy pocos, los suficientes para llenarnos de miedo─ que dijeron haber visto a los agujeros abrirse a los pies de los hombres. El grito que aquellos desdichados proferían mientras se los tragaba la arena era el sonido del horror.

Quienes vivían aún pendientes del destino de Lima llegaron a creer que la arena que la cubrió tenía vida. Se convencieron de que la calamidad había sido planificada, de que se trataba de un acuerdo pactado —entre quién sabe qué fuerzas o qué dioses—  para tragarse a esa ciudad y preservar el espacio donde ella estuvo. Parte de ese plan era también disuadir a los fugitivos, convencerlos de la inutilidad de volver.

Para eso sirvieron aquellos rumores que se esparcieron pronto: los que definían el cataclismo como la consecuencia inevitable. Ya nadie hablaba más de la peculiar belleza de la capital—que él recordaba con claridad, tal vez porque venía de lejos— sino de cómo Lima se fue transformando en una nueva Gomorra.  Nadie hablaba de la voluntad de celebrar, de las fiestas: de toros, de gallos, de fútbol, la parrillada, la anticuchada, la noche cálida en que los amigos se reencontraban en las esquinas. No se mencionaba sus parques donde los novios remoloneaban, ni las risotadas de sus bares. Tampoco el canto de las palomas que acompañaba a los hombres y mujeres hasta en los barrios más bregados de cemento.

Extraño: nadie parecía querer recordar aquel descalabro espectacular que eran los fuegos artificiales y el humo de la Navidad y el Año Nuevo.

De Lima solo se mencionaba la vileza, el polvo que se pegaba a su gente.

Él la recordaba. Muy bien. Miró el desierto, la planicie uniforme. Muy pronto llegará el día en el que nadie escribirá una línea más sobre esa ciudad. La fantástica Lima se irá disolviendo: como Ilión. Pronto ella solo existirá en su memoria y los hijos de sus hijos no le creerán cuando lean lo que solo él puede escribir acerca de ella.  Es más, si los trajera con él, si los obligara a observar lo que él entonces está viendo, esa vista solo sería aquello que ve allí: nada.

Hostal Antún en Hermano Cerdo

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Escribir el cuento «Hostal Antún» me ha tomado algunos meses. Quisiera creer que el extenso trabajo de edición y reescritura ha contribuido a mejorar la idea original. No lo sé. De lo único de lo que estoy seguro es que es un placer verlo tan bellamente publicado. El cuento aparece hoy aquí en la prestigiosa revista literaria digital mexicana Hermano Cerdo. Espero que les guste.

El humor amenazado

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Alguna vez dibujé una historieta de varias páginas en las que el personaje principal era Alberto Fujimori.

Había una orgía en la casa del embajador japonés, a la que él no había asistido porque tenía un plan de última hora. El plan consistía en tirar en el carro con una de sus trampas frente al mar de la Costa Verde. Hasta allí llegó Montesinos (recibiendo la maldición de Fujimori por el coitus interruptus) para anunciarle la toma de la casa del embajador japonés por los comandos dirigidos por Nestor Cerpa Cartolini. Nadie parecía saber cómo solucionar la crisis. Sin embargo Fujimori (asociando la toma con la reciente visita al Perú de la supermodelo Claudia Schiffer) recibió la respuesta, que le fue revelada durante un sueño húmedo: allí, él se imaginaba convertido en la toallita higiénica de la modelo alemana. Entonces, gracias a la visión inspirada por la vagina de la Schiffer, tuvo la brillante idea de cavar un túnel y rescatar a los rehenes.

Dibujar la historieta me había costado un par de semanas de trabajo, entre el dibujo y el entintado. Estaba lista y pensaba publicarla en el siguiente número de la revista Resina. Llevé las páginas sueltas al trabajo. Más o menos a las 10 de la mañana, el vigilante de la empresa llamó a mi oficina. Dijo que tenía que salir a la calle a conversar con unos oficiales que estaban haciendo preguntas sobre mi auto.

Salí a la calle y, a una media cuadra de la empresa, frente al parque Mariscal Castilla en Lince, vi a varios patrulleros, motos y unos 20 oficiales uniformados rodeando mi automóvil estacionado. Me presenté y el que parecía dirigir el operativo, me exigió que abriera la puerta. El oficial tomó del asiento del copiloto las páginas sueltas de mi historieta. Tuve que explicarle el contenido, mientras me observaba con el ceño muy fruncido: que las arengas emerretistas eran lanzadas mientras se interrumpía la orgía en honor al emperador japonés, que la presencia de Fujimori convertido en toalla higiénicharliehebdo2ca era una prueba más de mi pésimo sentido del humor.

Al final, el oficial me miró con una sonrisa socarrona que nunca supe si era apreciativa o de absoluta burla por mi trabajo. Dijo que «tenga cuidado». Los veinte oficiales se treparon a sus patrulleros y a sus motos y desaparecieron.

Nunca supe qué pasó esa mañana. Tal vez fue la culpa de algún vigilante alarmado, que llamó a la policía. Supongo que imaginó que en ese auto estaban las pistas que necesitaba el gobierno para desarticular a los últimos reductos de la subversión. Claro que me gustaría creer que quien me denunció fue un fujimorista que pasaba por allí, desencantado por encontrar a su líder dibujado calato.

No era la primera vez que pasaba por una situación similar. En quinto de secundaria, alguien me denunció con el padre director por dibujar caricaturas y escribir historias satíricas. Alguien me dijo que el denunciante fue un profesor sin sentido del humor. Otros me dijeron que fue un compañero de clase con alma de espía y de sobón. Nunca lo supe. Un día me encontré en el despacho del Reverendo Padre Gastón Garatea Yori, explicándole que la idea de que el gobierno de Alan García estatizara al colegio Recoleta para convertirlo en un mercado popular, tal vez por una tara congénita, me provocaba mucha gracia. El director me explicó que no iba a recibir ningún castigo pero que era aconsejable que me abstuviera de escribir ese tipo de historias dado que otros (profesores) no compartían mi sentido del humor.

Recuerdo esto hoy que un par de fanáticos ingresaron repartiendo tiros a la casa de la revista satírica Charlie Hebdo y mataron a doce humoristas. La risa está con la bandera a media asta.

Doce humoristas asesinados sí es motivo para ponerse serios. Hace muy poco Sony detuvo el estreno de una película porque recibió amenazas de Kim Jong Un. La risa es tan inexplicable como la muerte. Sin embargo, nadie en su sano juicio pondrá en duda cuánto la necesitamos.

El humor amenazado: vaya manera de comenzar el 2015.

Viajar a Tombuctú

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Viajar: algunos vivimos y morimos fascinados por la sola idea del viaje.

Viajar puede significar escapar, como en la triste experiencia de inmigrantes que tuvieron que dejar una patria. Pero viajar también puede ser aproximarse, por voluntad propia, a quienes viven distinto.

Rossana Díaz Costa, en agosto de 1993, estaba sentada en un andén de la estación de trenes de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia. Quería llegar al Atlántico cruzando el Pantanal, atravesando Brasil. Viajaba con una amiga que se había enamorado con locura la noche anterior. Esa amiga se llamaba Rosario, y estaba abrazada al oso de peluche que le regaló su novio de muchos años al despedirla en Lima. Lloraba por un joven de chaqueta de cuero negra que le había dado un beso antes de dejarlas en el andén boliviano. Lo había conocido la noche anterior en una calle de Santa Cruz. Había bailado con él en una discoteca, y aquella mañana creía estar cometiendo una traición de amor al abandonarlo para seguir viaje con Rossana hacia Brasil.

La historia era tan patética que era mejor no pensar en esas lágrimas que ahogaban al muñeco de peluche. Rosario caminaba por un lado del andén y Rossana –un poco harta– se había sentado en una banca, a esperar el tren. Ahí me vio.

Estaba ciega porque no le gustaba llevar los anteojos cuando se quería sentir cool ¡Era su gran viaje de aventuras por Sudamérica! Yo estaba pensando en lo feas que eran todas las chicas de Santa Cruz que caminaban por los alrededores de la estación. De pronto, me fijé en una muchacha desarreglada (pero cool) que se veía bonita y jiposa con su cabello largo, que miraba a los demás con interés. Me acerqué, cargando mi morral –con el que también planeaba llegar hasta Sao Paulo y vivir más de un mes– y observándola. Entonces me di cuenta de que la conocía. La había visto antes ¿pero dónde?

Me acerqué tanto que al final ella venció a la miopía y me reconoció.

Yo también: era la estudiante que asistía a las clases de guión de cine del amigo de Pablo Neruda: Domingo Piga, héroe del teatro experimental chileno, profesor de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Lima. Nos saludamos con emoción, con extrañeza por la casualidad. Habíamos comprado boletos para el mismo tren. Los dos nos íbamos a Brasil en viaje de aventuras. Rossana me contó con rapidez la telenovela de su amiga Rosario, la gordita que en ese momento apachurraba contra su abundante pecho al peluche que le regaló su novio limeño, mientras lloraba por un nuevo amor. Nos reimos de ella juntos. El tren boliviano –apellidado Bala– se demoró todo lo que podía hasta la frontera con Brasil y aquello nos dio tiempo para extendidas conversaciones, sentados en las gradas del vagón del tren, con las puertas abiertas a las vías del ferrocarril, mirando un desordenado paisaje de plantaciones y de vegetación interminable hasta la frontera.

En Sao Paulo nos despedimos pero ya éramos amigos. Dos años después recorreríamos tres países de Sudamérica con muy poco dinero, veríamos a los Rolling Stone en Santiago de Chile, bailaríamos una canción sobre Hombres Lobo en la discoteca más austral del mundo y casi moriríamos atropellados por un caballo en Puerto Montt. Comeríamos pizza en Buenos Aires y aprenderíamos todos los insultos posibles en San Luis, Argentina bajo una granizada atroz, cruzaríamos la cordillera en ambos sentidos, trepados en camiones, camionetas, autos y carros de bomberos. Aprenderíamos historias sobre las vidas de gente buena y distinta. Luego seguiríamos en contacto porque sus amigos también se hicieron amigos míos: la Rosario del peluche enamorado tendría capítulos en mi vida donde Rossana ya no estaba, Rosario adelgazaba, y otros valientes amigos míos se enamoraban de ella.

Rossana emigraría a España. Yo la visitaría en A Coruña, donde me daría cabida en su pequeño hogar con ventanales gigantes a la Avenida Finisterre. Nadaríamos juntos bajo el puente romano de Allariz, brindaríamos con calimoxo en Riazor, caminaríamos al lado de los carriles de tren de Pontedeume. Me presentaría a unas amigas simpáticas y medias locas. Una de ellas me ofrecería empleo de periodista. Rossana me empujaría a irme sin dinero a conocer Portugal, a dormir en estaciones de tren, en iglesias vacías y sobre las veredas de un teatro, a mochilear trepado en camiones de paso con los que alcanzaría Alemania y regresaría a A Coruña para despedirme y marcharme a Londres y luego a Nueva York.

Todos la llamamos La Roca. Sabemos que anda un poco zafada y que lo que la hace más feliz es el helado. Sabemos que escribe unos cuentos deliciosos, llenos de una sensibilidad capaz de tocarte el corazón. Sabíamos que estaba escribiendo guiones, que algún maldito productor cuyo apellido comienza con Sol la estafó; que sabía repartir su tiempo para hacer miles de cosas y que, al regresar a Perú, siguió con la rutina de siempre querer hacerlo todo.

Uno de los guiones de Rossana se llamaba Viaje a Tombuctú.

Como todos los guiones que acumulan premios y cuya directora tiene agallas y exprime el tiempo para persistir, en algún momento del año 2013 el guión se convirtió en película. Se transformó en un extraordinario filme que este último jueves vi por tercera vez (en mi versión especial, mi Director’s cut ), esta vez con mis estudiantes de Spanish 114, los Heritage speakers del programa College Now: alumnos que están terminando la escuela secundaria, a quienes se les da la oportunidad, tras pasar un examen, de ganar unos créditos universitarios.

Quienes en algún momento hemos dejado familia y amigos atrás, quienes vivimos ese momento en que había que mirar todo alrededor para poder recordarlo durante muchos años, entenderemos la fascinante historia de Viaje a Tombuctú .

Mis alumnos, hispanos, con edades entre 16 y 18 años,  también pasaron por esa experiencia, en circunstancias distintas.

Fue interesante ver sus expresiones mientras avanzaba la peícula. La historia de amor contada desde la sensibilidad de una niña (rockera, con gustos cinemeros) creo que alcanza más a las muchachas. Sin embargo, en la película hay muchas escenas que tocan a hombres y mujeres, de modos distintos. Te tocan no solo si tuviste una juventud difícil, no solo si viviste la niñez y la adolescencia en un país en guerra y en crisis.

También te toca si tuviste una pandilla de amigos y amigas, si espiabas a la niña que te gustaba en el cine y si montabas bicicleta con ella. Si te gustaban los fuegos artificiales al lado del mar, si alguna vez el carro de tu padre se quedó atorado en la arena y si tuviste conversaciones maravillosas con tus abuelos. Te tocan si gritaste como loco/loca en un concierto de Soda Stereo, si empapelaste tu cuarto con posters de músicos que adorabas y si coleccionabas casetes pirateados de las bandas que idolatrabas. También te toca si viviste la violencia de una sociedad vigilante (donde el abuso tenía carta blanca para «protegerte» de la violencia desconocida) si fuiste de viaje por la sierra con tus amigos, en épocas en que era un tema peligroso, si la juventud fue un momento maravilloso de tu vida, etc.

Hay tantas imágenes memorables en esta película de Rossana Díaz que no me cansaré de recomendarla. Además: el fondo musical es excepcional. Con la música uno ingresa a una especie de cuento de hadas con personajes reales, con jóvenes buenos y desesperados en búsqueda de la felicidad, acá o allá: en Tombuctú.

Las palabras soeces

palabrotas

No sé por qué me cuesta usar palabras fuertes cuando escribo.

Creo que le debo ese desapego por las lisuras a mi padre, a quien incluso en los peores colerones, las palabrotas se le transformaban en nombres de minas mitológicas como Chuquicamata, sus carajos terminaban convertidos en tímidos carachos, y las mentadas de madre en delgados puñales.

Es verdad que cuando se abusa del lenguaje soez, pierde su impacto. Un caso: si el famoso coronel a quien nadie le escribía no se hubiera mantenido en sacrificado silencio durante toda la novela, la palabra Mierda no hubiese acumulado el titánico poder que aún conserva cuando el personaje de García Márquez la suelta–espléndida e invencible–en la última oración del libro.

No tengo el mismo problema cuando tengo que describir la anatomía humana. Me resulta sencillo hablar de situaciones íntimas, de nalgas y genitales y (evitando ser vulgar) de las diferentes variantes del sexo. Sin embargo, cuando se trata de lisuras (tacos, le llaman los españoles) me sorprendo a mí mismo –si es que los llegué a colocar– eliminándolos después de la primera lectura, casi con la misma diligencia con que me agrada deshacerme de los adverbios.

Pocas veces sucede que los insultos se quedan en la página,  resistiéndose una y otra vez a las revisiones. Aquella es la mejor prueba que necesito para saber que son indispensables. Me convence que  los personajes que he creado necesitan decirlos, que ya no poseen la extraordinaria voluntad de mi padre para cambiarlos en el último segundo.

Entonces salen de los personajes como un vómito y suelo mirarlos satisfecho, complacido.

Lima es un trapo

A esa ciudad que nos vio nacer. Que los cumplas feliz.

The New York Street

Lima

No suceden milagros en Lima ( a pesar de las apariencias). La ciudad (y sus mujeres) son como esos magos bien aprendidos que en algún momento sacarán conejos del sombrero, pañuelos de las orejas, palomas de un bastón sin cabeza.

He tenido la virtud de vivir en ella. Cegado por mis orígenes, siendo niño interpreté que la capital era la versión más grande de los pueblos del interior de la patria. De adolescente me deformaron el gusto unas canciones y poetas malditos que enloquecieron entre sus solares de neblina: llegué a gustarla, a disfrutar la arena y el polvo y hasta les eché mi mirada de añoranza, desde una noche ebria o enamorada, a los balcones coloniales sobre los que algunos fundan su orgullo.

He mirado al cielo en busca de una metáfora apropiada. Debí mirar la superficie: Lima no es sino trapos cosidos. Entre esos trapos, tan distintos, están…

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Y Contarlo todo

contarlotodo

La publicación de La ciudad y los perros en Barcelona, en 1963, supuso el inicio de un período esencial para la literatura latinoamericana. Era la primera vez que una novela peruana se escribía con técnicas que se venían anunciando en textos de algunos precursores, y en Borges.

El auge de la doctrina marxista, la fértil discusión ideológica en París, revoluciones, dictaduras y gritos independentistas, fueron la materia prima con la que los escritores latinoamericanos, calcando a los intelectuales franceses, se convirtieron en protagonistas de la lucha política activa. Varga Llosa tuvo alumnos aplicados: Javier Cercas y Antonio Muñoz Molina, por citar sólo dos ejemplos, jamás han evitado mencionar la importancia que tuvo en su carrera la lectura de La ciudad y los perros. Vargas Llosa ha estado vinculado, ya sea por su palabra o por sus letras, a los eventos intelectuales y políticos de los últimos 50 años.

Sin embargo, desde hace algún tiempo, las casas editoriales han estado buscando a su reemplazo.

En apenas dos años, el nombre del Nóbel ha sido utilizado como carnada para atraer a los lectores hacia las novelas de dos escritores.  Entre los peruanos, la influencia es más terrible y por eso el juego de las semejanzas para profetizar a una figura central de nuestras letras se da con mayor frecuencia y fracasa con mayor ruido.

Diego Trelles Paz y su novela Bioy, cargaron en el 2012 el peso de aquella comparación: «Si Vargas Llosa tuviera treinta años y sus orígenes fueran otros pero la potencia narrativa la misma, podría haber firmado este libro. La ciudad y los perros 2.0» decía el escritor Gabi Martínez en la contraportada, marcando desde el inicio el viaje del lector por sus páginas. Trelles, recién terminados sus estudios de doctorado en los Estados Unidos, apareció en los medios peruanos con esa promesa de satisfacer al destino. Algunas críticas fueron demoledoras. «Incapacidad para crear personajes…la historia se va deshaciendo sin solución…hegemónica banalidad» son algunas de las puyas lanzadas por el crítico Yrigoyen desde la revista literaria buensalvaje. Lo que parecía molestarle a muchos no era tanto la calidad de Trelles para contar su historia sino un aspecto que Yrigoyen también mencionaba en su reseña:»precedida por una hábil campaña publicitaria». La habilidad, consistía en la facilidad con la que Planeta sugería una similitud entre Bioy y La ciudad y los perros. A Trelles Paz se le juzgaba por la mentira marquetera de querer comparar a un escritor novel con un Vargas Llosa ya consagrado. La novela sufre desde el principio en los rangos académicos –que tienen que lidiar con una comparación planteada para hablar de Bioy. La estrategia es útil para posicionar a un autor en el mercado. Luego, éste tiene que defender su calidad midiéndose con la vara del Nóbel.

Así llegamos a fines de 2013 y, utilizando una agresiva campaña de medios, Mondadori junta a Vargas Llosa y al escritor Jeremías Gamboa en los salones repletos de la Feria del Libro de Guadalajara para proclamar la llegada del sucesor. La estrategia es una copia–más ambiciosa y con mayor presupuesto–de la de Planeta con Bioy. Ahora el lector, interesado en leer a Gamboa, se ve enredado desde antes de entrar a las páginas de la novela, por una sola pregunta: ¿Se parece o no se parece?¿Es Gamboa el nuevo Vargas Llosa? La respuesta es no.

El crítico, a quien también se le ha preguntado lo mismo, tiene que responder y acusar el mismo descubrimiento de Yrigoyen: «precedida de una hábil campaña publicitaria». Luego sucede lo que tiene que suceder. Empiezan las reseñas negativas, las que se lanzan en contra del libro, acusando una estafa promovida por la editorial: «507 páginas que defraudan las promesas del departamento de ventas» dice Guillermo Espinosa Estrada en su comentario en El Universal.

¿Tenía que suceder? Las comparaciones con Vargas Llosa son innecesarias. Muchos escritores peruanos necesitamos medirnos con el héroe que nos entregó La ciudad y los perros. Sin embargo, el intelectual que floreció en aquel mundo donde París era una luz y Odría era la personificación de una sociedad abyecta, no puede germinar del mismo modo en una ciudad que mira hacia Nueva York, desde barrios que, por más periféricos que sean–todas las combis de Lima terminan en Santa Anita–están conectados al universo vía Claro, Cable Mágico y Movistar.

Gabriel Lisboa, el protagonista de Contarlo todo,  merced a ese departamento de ventas de Mondadori,  tal vez permanezca algunos años más en la memoria de unos cuantos miles de lectores engañados por la comparación. Sin embargo, a quienes nos gusta sentirnos orgullosos de nuestros héroes literarios, lamentaremos que se pretenda coronar a un escritor sólo con las armas del mercado. Es cierto que el escritor tiene que comer. Es verdad que resulta penoso que algunos de nosotros tengamos que estacionar automóviles, atender mesas o congelarnos sin calefacción para seguir escribiendo. Sería ideal que las fuerzas del mercado pudieran hacer realidad (todos los meses) el sueño del novel escritor con talento que puede sólo escribir bien y vivir con holgura entre Lima y Londres, mientras espera que se le conceda el Premio Nóbel. La realidad es que así no es.

No habrá otro Vargas Llosa. Los escritores que vengan, los que pretendan convencernos de su calidad, como Gamboa o como Trelles Paz, pueden asumir su figura como reto. Pueden apoyar sus ambiciones políticas en la carrera de Vargas Llosa, si bien necesitan empezar el camino midiéndose con otros nombres, invocando otros universos, alejados de ese padre creador del Jaguar, El poeta y El esclavo.

Lima es un trapo

Lima

No suceden milagros en Lima ( a pesar de las apariencias). La ciudad (y sus mujeres) son como esos magos bien aprendidos que en algún momento sacarán conejos del sombrero, pañuelos de las orejas, palomas de un bastón sin cabeza.

He tenido la virtud de vivir en ella. Cegado por mis orígenes, siendo niño interpreté que la capital era la versión más grande de los pueblos del interior de la patria. De adolescente me deformaron el gusto unas canciones y poetas malditos que enloquecieron entre sus solares de neblina: llegué a gustarla, a disfrutar la arena y el polvo y hasta les eché mi mirada de añoranza, desde una noche ebria o enamorada, a los balcones coloniales sobre los que algunos fundan su orgullo.

He mirado al cielo en busca de una metáfora apropiada. Debí mirar la superficie: Lima no es sino trapos cosidos. Entre esos trapos, tan distintos, están los que representan al pasado: los balcones, los paseos al mar, los puentes sobre los ríos, los callejones empedrados. A esos se malcosieron durante el siglo los pedazos que llegaron de otras estéticas. Desde mi calle, nunca podría entender la calle de Rosario, cuyos padres vinieron de los Estados Unidos. Desde mi barrio no puedo interpretar el de Deidamia, que vino de un paisaje más verde y azul, con mucha más agua.

Somos trapos cosidos. Una tela de pelos donde todavía se sigue trabajando. Las costuras son endebles, a veces costras de hilos superpuestos. Miramos al cielo, pedimos un milagro. El milagro está debajo de nosotros.

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