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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Periodismo

MMMQ vs. Rafo León

  
Acá está la pequeña nota de OPINIÓN escrita por el periodista Rafo León a propósito de la exeditora—y pésima redactora— de El Comercio: Marta Meier Miró Quesada. 

MMMQ ha denunciado a RL por los «insultos» y ahora una jueza parece estar a punto de condenar al buen Rafo León.

Juzgue usted quién de los dos merece ir a la cárcel:

Personaje extraño MMMQ, su militante ecologismo (de un océano de extensión y un centímetro de profundidad), la viene distinguiendo por años como “su tema”. Pero para ser un auténtico ecologista hay que saber respetar también las áreas de amortiguamiento de otros derechos que tenemos los seres humanos, como la libertad de elegir, la opción del laicismo, el pensamiento sin límites. Sin embargo, resulta que mientras la señora defiende a las taricayas de Pacaya Samiria, en una columna vecina se alía con el cardenal Cipriani en las opiniones más cochambrosas y naftalineras posibles, sobre la unión civil, el aborto terapéutico, la defensa cerrada y unívoca de la familia occidental y cristiana. Y un par de páginas más allá, en Sociales, aparece envuelta en zorros, tomando el té con las cuatro condesas que dan lustre a nuestra Lima.

Antolojía de FronteraD

Alfonso Armada soñó con hacer una revista de periodismo serio. El sueño ─ mezcla de pasión, insensatez y locura─ se produjo mientras Armada miraba el río Este de Manhattan, detrás de los ventanales de la cafetería del edificio de las Naciones Unidas. Fronterad nació en 2009.

A principios del año 2011 yo tenía un solo cuento publicado. Éste había aparecido en una antología impresa en Lima, el año 2008. Desde entonces yo había trabajado mucho la historia y me interesaba volver a publicarla, esta vez en la web . En esa búsqueda, leí en algún espacio literario que alguien mencionaba al editor de esa revista. Decidí escribirle.

vistando la playa
Ilustración de Raúl para mi historia «Vistando la playa» Marzo de 2011, FronteraD.

Armada me dijo que la historia le había encantado pero que necesitaba tiempo para que la trabajara el ilustrador. Así apareció mi cuento «Visitando la playa» en marzo de 2011, con una ilustración de Raúl. Me gustó tanto el resultado que ─lanzando los dados de la suerte─ le propuse escribir una bitácora desde la experiencia de vivir en Nueva York. Así nació el blog Newyópolis, acompañado por la bella cabecera ilustrada de Dodot. Quedé desde entonces enganchado a este proyecto que a fines de 2014 cumplió 5 años publicando, semanalmente, contenidos originales, escritos por autores que viven a ambos lados del Atlántico.

FIVE portada
Revista Five. Madrid, diciembre de 2013.

A fines de 2013, Fronterad publicó en papel una primera colección de textos. Apareció en la revista Five, junto con los artículos de otras cuatro revistas periodísticas que trabajan en formatos online: Alternativas económicas, Materia, Periodismo Humano y Jot Down. Armada me invitó a participar con un texto que resumiera el contenido de mi blog. Así apareció «Las posibilidades de Nueva York» una breve crónica que pretendía resumir, en menos de 600 palabras, la situación casi kafkiana de quienes alguna mañana nos dimos cuenta de que nos habíamos transformado en un insecto de complicada definición: un neoyorquino latinoamericano. En Five, entre una selección de textos provenientes de la experiencia fronteriza, Armada describía su aventura editorial , titulándola: «Elogio de la sutileza»:

Nos gusta huir del trazo grueso, de la ideología que aplica plantillas de acero y hormigón a nuestra escurridiza naturaleza, la economía, el arte y los sueños. Porque las fronteras son fruto de la historia, pero como los insectos de la poeta polaca Wislawa Szymborska, se pueden salvar, de noche y de día, con una linterna azul, con un mapa y una alforja llena de deseos. Un afán lleno de cómplices.
¡Vénganse!

antolojia
Portada de Antolojía (2009─2014: cinco años contra el ruido) Madrid, 2015.

Este 2015, como parte de las celebraciones por los cinco años de Fronterad, Armada me invitó a formar parte de un libro llamado Antolojía (la j como homenaje a Juan Ramón Jiménez) que llegó a mis manos en enero. Es una edición bellísima que los invito a adquirir y a leer aquí. Se trata de una selección de las historias que aparecieron online. Son 400 páginas de deliciosa lectura. Entre ellas está incluído un «Breve diccionario de la crónica hispanoamericana» de Lino González Veiguela─que ya he compartido con mis alumnos de periodismo─ así sea para que sepan las precariedades con las que se enfrentan quienes aman el periodismo literario: esos Quijotes dispuestos a sacrificar cientos de horas por una pasión, por orgullo y por ─si hay suerte─ un puñado de dólares. Antolojía contiene además diversos artículos sobre arte, ciencia, literatura y política ─desde las secciones «Arpa», «Periodismo elegante», «Mientras tanto» y «Acordeón»─ que tienen la virtud de mantenerse relevantes a pesar del tiempo transcurrido. Es que lo que publica FronteraD pertenece a una categoría que a mí me gustaría denominar periodismo para siempre: textos que uno lee para aproximarse, de una manera hermosa, a la realidad.

Son cinco años batallando viernes a viernes contra el ruido. Desde esta calle de Nueva York honramos a Alfonso Armada y a su equipo, por enseñarnos que los sueños, con paciencia y trabajo, se pueden convertir en una revista periodística semanal de tanta calidad.

Un hombre flaco

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José Muñoz me trajo el libro de España. Se demoró casi 20 minutos en entregármelo. Parecía sentir la obligación de darme primero una relación de lo que le había gustado del texto. Así que allí estuve todo ese tiempo en su despacho, escuchándolo, mientras él me hablaba desde su silla y balanceaba el libro con una mano: Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro de Daniel Titinger. El libro es un perfil periodístico de Julio Ramón Ribeyro, en base a las conversaciones con su esposa, sus amigos y familiares.

Mientras escuchaba a José, resistía la tentación de arrebatarle el libro y largarme a leerlo.

«Se lee en una noche» me dijo José, quien desde que descubrió a Ribeyro hace algunos años no ha dejado de amarlo. Cuando yo ya sostenía el botín y me quería ir a buscar un sitio solitario para empezar la lectura, él me retuvo para seguir hablando de los cuentos que más le gustaban. Me dijo el título de dos de ellos: «Los jacarandás» y «El ropero, los viejos y la muerte». Fue a un armario, abrió unos cajones, sacó unas fotocopias subrayadas y me leyó:

porque sabía que pronto iba a morirse y que ya no necesitaba del espejo para reunirse con sus abuelos, no en otra vida, porque él era un descreído, sino en ese mundo que ya lo subyugaba, como antes los libros y las flores: el de la nada.

José terminó el cuento, suspiró y me dejó ir.

Empecé a leer el libro en el sofá de mi despacho en la universidad. Retomé la lectura en el tren rumbo a casa. Lo seguí leyendo a la mañana siguiente en el subterráneo que me lleva a Manhattan y en el que me regresa al Bronx. Casi lo terminé en un sillón debajo de una lámpara en mi sala. Por fin, tumbado en la cama, llegué a la página 166, al Y no dijo nada más con que Titinger termina.

El libro es un testimonio del cariño de los lectores peruanos al trabajo del escritor y a la figura de Ribeyro. El texto, ese coro de voces que ha compilado Titinger, contribuye a ver al escritor como un todo, con las distintas facetas de su vida agrupadas en la página. Es una fotografía tridimensional de su personalidad.

Desde que leí «Solo para fumadores» en un fin de semana en Pulpos, allá por el año 1992, había quedado conmovido por el mito del escritor que se moría de hambre en París. Es una imagen de Ribeyro que se reforzó con la lectura de sus diarios. Como si se me curara al leerlo una herida muy vieja, sentí alivio al enterarme, gracias a Un hombre flaco, que buena parte de su vida en París Ribeyro la pasó en el departamento de lujo que compró su esposa, que los viernes se deshacía de sus obligaciones de embajador para almorzar y brindar con sus amigos, que se enamoró de una muchacha en Lima y que se la trajo para conocer con ella Nueva York─de donde regresó muy mal─, que murió sin dejar el cigarrillo, pintando y metiéndose al mar al anochecer, celebrando la vida, después de haber sido testigo del principio de la canonización de su obra y haber recibido los aplausos y el cariño de quienes lo leían con entusiasmo.

Un hombre flaco es un libro, primero que nada, para quienes leen a Ribeyro con entusiasmo. Es una obra de amor, escrita para satisfacción de sus lectores.

Alberto Fujimori

«Montesinos mandó matar a mi papi», me dijo ella. Estábamos al lado del mar, el cielo tenía un no sé qué de nostálgico. Acabábamos de desayunar, mi ahijada daba vueltas por la casa y todos nos preparábamos, salíamos uno a uno del baño, listos para el día de playa. «Su papá era de la naval y empezó a criticar al gobierno. Lo internaron en el hospital, estaba bien, pero llamaron en unas horas y les dijeron que se había muerto», me dijo mi hermana, que la conocía desde hace muchos años.

«Nadie quiere decirlo en voz alta, pero es muy probable que Montesinos lo mandara matar» me dice mi amigo. Estamos preparando la carne que irá a la parrilla, el cielo del pueblo está limpio de nubes, del jardín no llega el ruido de las conversaciones de nuestra esposas y de los niños que corretean. «Él sabía muchas de las cosas que estaban pasando, porque era el ministro, y nunca dijo nada, es más, apoyaba en todo a Fujimori. Pero cuando empezó a darse cuenta de las cagadas que estaban haciendo parece que ya no quiso seguir quedándose callado y lo amenazaron. Allí nomás le dio cáncer».

Testigos. Eso somos los peruanos que vivimos allí entre 1990 y 2000. Unos más informados que otros, unos más ciegos. Sólo así se explica la furia con la que el año 2000 mi amiga se acercó a la cola de votación en la Universidad Agraria para saludarme, y la vehemencia con que insultó a Fujimori «Ese chino de mierda…»

A pesar de mi crítica a la brutalidad con que se aprobaron las interpretaciones a la Constitución para permitir la segunda reelección, vicié mi voto con dudas. Toledo me parecía un mal candidato. Quería creer en la promesa de que Fujimori era reelecto para terminar con el trabajo empezado.

¿Nos equivocamos? Sí. Las investigaciones del diario El Comercio nos probaron no sólo la cochinada mayúscula que fue el proceso de recolección de firmas –sistema en el que también Perú Posible de Alejandro Toledo y, con seguridad otros partidos, incurrieron en ése y en otros procesos electorales–; sino el grado de corrupción y la dependencia de los políticos del partido de Fujimori a las movidas estratégicas del asesor Montesinos. No se puede olvidar que otros candidatos con mejores cartas de presentación que Toledo, como Alberto Andrade, fueron descalificados mucho antes del proceso electoral gracias a la bien aceitada maquinaria de propaganda y medios orquestada por El Doc.

Somos testigos, en muchos casos silenciosos, de la corrupción y de la destrucción de las instituciones democráticas. Fujimori no llegó al 2000 convencido en su superioridad como candidato sólo por mérito propio. Contó con la aprobación tácita, la complicidad y el silencio de una mayor parte de la población peruana, incapaz de ver más allá del panorama siniestro de incapacidad y violencia que era nuestro país antes de la captura de Abimael Guzmán.

«Esto no pasaba cuando estaba Fujimori» le escucho decir a un comisario de La Molina. Es el verano de 2011 y hemos ido con mi padre a presentar una denuncia porque alguien ha metido la mano al medidor de la electricidad que da a la calle (sospechamos que es un ladrón, que quiere incapacitar la alarma para meterse a robar apenas sepa que la casa está sola), y encontramos a un delincuente que se ríe del policía que le toma la denuncia y de la jovencita que llora asustada porque el delincuente le ha arranchado la cartera. Ha sido capturado por unos transeúntes y ahora, después de pasar unas cuantas horas, por ley, tiene que ser dejado en libertad.

«Así no se puede hacer nada contra la delincuencia. Ésto no pasaba con Fujimori». Mi padre, fujimorista, asiente, corrobora y sugiere que ninguno de los gobiernos que llegaron después de El Chino tiene la capacidad para lidiar con el desorden.

La caída de Fujimori, el documental profujimorista que cuenta como personaje principal con un alicaído –pero orgulloso de su obra– Alberto Fujimori caminando por las orillas de una playa en el Japón y asistiendo a ceremonias de agasajo, brindis en su honor por un grupo de la derecha japonesa que lo celebra, es el tipo de discurso que los fujimoristas conservan como propio: «había que hacer algunas cosas malas para salir del hoyo en el que estaba el Perú». «No se puede juzgar a Fujimori ahora que el Perú está bien. En ese momento lo que se necesitaba es un presidente que hiciera lo que él hizo». «Gracias a que él tomó las decisiones duras que había que tomar, es que ahora podemos disfrutar de crecimiento y democracia». Esas son las frases que yo escucho en mi entorno familiar cada vez que estoy en el Perú y que, cualquier analista, por más inclinado que esté a juzgar con severidad al gobierno de Alberto Fujimori, tiene que haber escuchado.

Entonces, el año 2000, aparecieron los vladivideos.

Entonces Fujimori apareció montado en un jeep ordenando la cacería de su mano derecha, dicen (fuentes muy confiables) que coleccionando todos los videos que lo incriminaban. Entonces nos enteramos que el muy popular y carismático exalcalde de Huancavelica se había vendido al mejor postor para votar con la mayoría fujimorista, que el todopoderoso Kuori había estafado a sus votantes vendiéndose por varios puñados de dólares, que el magnífico Crousillat, con peor suerte que los Azcárragas mexicanos, había mantenido las pantallas calientes para el régimen, durante años, haciéndose de la vista gorda ante la corrupción y los excesos, pintándonos el país de las mil maravillas que Montesinos y Fujimori controlaban. Entonces Fujimori declaró que convocaría a nuevas elecciones, para dejar un gobierno democrático. Llegó el viaje asiático, el Congreso le dio la espalda y ordenó una investigación y un fax llegó desde el Japón…

Fujimori no está en la cárcel pagando sólo por los crímenes que cometió. También sirve condena por quienes nos prestamos a aplaudirlo. Entre otras cosas: por convocar el orgullo de las Fuerzas Armadas en la operación contra los emerretistas en la casa del embajador japonés, por adjudicarle la derrota de Sendero, la pacificación y la renovación de nuestra patria. Porque temíamos que las alternativas eran Fujimori o el horror.

En sus memorias del proceso electoral de 1990, El pez en el agua, Mario Vargas Llosa da detalles sobre los entretelones de su cierre de campaña, sus dudas de presentarse a una segunda vuelta, su voluntad de renunciar para que Fujimori asumiera de una vez el poder, de un modo ordenado; y la mala impresión que le dejó el chinito del tractor convertido en vengador anónimo. Mi memoria vuelve, una y otra vez a ese debate, cuando yo era fredemista convencido y creía que darle el poder a Cambio 90 era un salto al vacío. En esa memoria, siempre veo a un joven con 17 años recién cumplidos, con los ojos muy abiertos, viendo como Fujimori despedazaba a Mario Vargas Llosa en cada una de sus intervenciones. Tal vez había sobreestimado el poder de oratoria de Vargas Llosa o subestimado la elocuencia y el cálculo de Fujimori, un político criollo con todas las artimañas propias de aquellos.

No se puede acusar a Mario Vargas Llosa de otra cosa que de ingeniudad. No escuchó la batahola publicitaria creada por los delincuentes agazapados bajo la bandera del Fredemo. No quiso ver a los apostadores que pusieron todo su dinero al caballo del líder de Libertad y que lo abandonaron apenas perdió. Ese debate lo ganó Fujimori. He escuchado decir lo contrario, pero no puedo verlo. Recuerdo mi sensación de tristeza cuando Fujimori sacó su carta más brillante, esa carátula del diario Ojo, para la mañana siguiente, que ya daba por vencedor del debate a Mario Vargas Llosa. Nadie pudo negar la veracidad de aquella acusación. La manipulación del público a través de los medios no la inventó Montesinos. Vargas Llosa se metió en política para vencer a un bribón y terminó derrotado por un pillo. Sin embargo, hoy que Fujimori purga condena y el mundo entero lo califica de gobernante corrupto, se puede decir que su revancha ha sido bastante dulce.

¿Se debe liberar a Fujimori? Como bien opinan Gustavo Gorriti y César Hildebrandt (a quien le he perdido mucho del respeto que le tuve, desde que leí El enano), no se debe liberar a un preso condenado, menos aún a uno que ni siquiera se arrepiente por el sufrimiento que le ha causado a tantos peruanos y el daño infligido al sistema democrático que juró defender.

Nos engañó. Y aún más: hay pruebas suficientes de que el fujimorismo y su líder siguen embelesados con la pintura que quisieran que se perennice por los siglos en la historia del Perú: la del chinito que salió de la nada, que se enfrentó a la incapacidad de los partidos políticos establecidos, reconstruyó el desastre dejado por los gobiernos del APRA y Acción Popular, desmembró y liquidó al Partico Comunista del Perú con un efectivo programa de capturas y arrepentimiento, insertó al Perú en el sistema financiero internacional, sacándonos de la condición de parias en que nos convirtió Alan García, distribuyó, con eficacia, títulos de propiedad a muchísimos inmigrantes que habían llegado a Lima en la informalidad total, convirtiendo a millones de peruanos, de un día para otro, en sujeto de crédito; reunificó a territorios abandonados durante décadas con la reconstrucción de sus pistas y autopistas y el trazado de nuevas y modernas carreteras, terminó con el problema limítrofe con el Ecuador, al que con tanta ineficacia se había enfrentado Fernando Belaúnde, venciendo en la guerra y consiguiendo un tratado de paz y límites que alejó para siempre la sombra de una guerra, que lidió bastante bien con los desastres como el fenómeno del Niño ( al que todavía recordábamos los que tuvimos que vivir el vía crucis de 1983, lluvias e inundaciones que dejaron el norte aislado, destruido y Lima en crisis de desabastecimiento).

Aquella lista de tareas cumplidas, esconde en muchos casos los abusos y los crímenes que se cometieron en el gobierno fujimorista. Las ventas de las ineficaces empresas públicas llenaron los bolsillos de algunos funcionarios, las obras sociales en los pueblos y la preparación de las rondas campesinas dejaron a muchas mujeres estériles por programas de planificación mal implementados, la guerra contra el terrorismo mató y mandó a prisión a muchos inocentes, la conquista de la opinión pública se realizó mediante la compra de autoridades, medios de comunicación que considerábamos imparciales y políticos, que siempre –ya desde la dictadura de Odría que Vargas Llosa radiografía tan bien en Conversación en La Catedral– se habían vendido.

Fujimori mismo, obnubilado por el poder que le ofrecía su yunta Montesinos, se presentó con él, en vivo y en directo, y nos lo presentó como el artífice de aquella magnífica obra que estaba legándole al pueblo peruano.

Nos mantuvo ciegos. Nos compró con caramelos. Nos dio orden y a cambio obtuvo el apoyo y el silencio. Pudo haber sido peor. Hay peruanos menos ciegos, más rebeldes, con más información y capacidad crítica que reaccionaron a tiempo. La pasión mal correspondida de una mujer puso el primer Vladivideo en manos de otro político oportunista y los partidos a quienes Fujimori había vilipendiado durante 10 años tuvieron su venganza. Huyó del país y nos mandó un fax. Vivió como un rey en el exilio y creyó que al llegar al Perú lo íbamos a levantar en hombros, que sus fieles huestes de lameculos lo iban a proteger y le iban a abrir las puertas de Palacio de Gobierno.

Fujimori está en la cárcel –una prisión de lujo- porque él lo quiso. Porque vino al Perú siguiendo un pésimo cálculo político. Se puso en manos de la justicia y fue sentenciado en debido proceso.

Visto con la perspectiva que otorga el tiempo, este gobierno de Humala es mejor que el segundo gobierno de Fujimori: nos podemos burlar de Humala y de su mujer, podemos denunciar a cualquiera de los personajes de su partido sin temer que nos llegue un mensaje en clave desde el Pentagonito pidiéndonos silencio. Podemos oponernos, sin temor a que los medios de comunicación se cierren en una batalla sucia en nuestra contra. Podemos criticar, juzgar y hacer empresas sin pagarle cupo a Vladimiro Montesinos.

Que pida perdón, que jure que nunca va a querer volver a ser candidato. Que se desvista de los mil errores que cometieron quienes estaban a su cargo. Que se arrepienta. Después hablamos.

 

Una versión editada y adaptada de este artículo ha sido publicada en el blog Newyópolis de la revista FronteraD.

La asesina coreana

Victor Zapana, hijo de un peruano y una coreana, cuenta la tragedia de su vida

En la última edición de The New Yorker, Víctor Zapana revela la tragedia de su vida: su madre, una niñera coreana, fue condenada a prisión por golpear con saña a una criatura a su cuidado. Los medios de comunicación condenaron a la mujer sin que nadie le probara nada. La víctima se presentó en el juicio: los golpes han convertido a esta criatura en un inútil que no puede hacer nada sin ayuda. Por muchos años, incluso Zapana ha creído que su madre es culpable.

El padre de Zapana es peruano. Es un empleado del subterráneo de Nueva York que ha servido en Irak y tiene traumas de guerra. Conoció a su esposa cuando se metió al ejército, atraído por la posibilidad de conseguir sus documentos. Se mudó a Nueva York con ella.  Zapana, en el artículo, recuerda con cariño los almuerzos familiares, cuando su madre engreía a su padre preparándole papa rellena y lomito saltado.

Tras ser aceptado como estudiante en Yale, Zapana lleva un curso de periodismo. Lo utiliza como herramienta para ocultar la culpa de su familia. Escribe y publica en las revistas universitarias, artículo tras artículo, con la esperanza de que sus reportajes sumerjan su poco común apellido hasta el fondo de la cola en el Google; para que ningún compañero fuera capaz de leer la noticia del crimen de su madre, publicada con escándalo en los tabloides neoyorquinos.

Sus padres querían que estudiara medicina. Poco a poco Zapana se fue alejando de aquel plan original. Terminó la carrera de periodismo. Su madre lloró en prisión cuando él le dijo que no sería doctor. Hoy Zapana trabaja como reportero del Washington Post y ésta–la gran historia de su vida, la que lo hizo cambiar de carrera para ocultarla– es la primera que publica en el New Yorker.

Moraleja: los caminos del periodismo son inescrutables.

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