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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Lima

[Humillantes]Escenas de barrio

 

Tómbolas del alma en que, a dedo, dos capitanes te designaban como el malazo. Primero escogían a los que tiraban bola. Después a los más o menos. Al final: el relleno. El grito de victoria cuando te vinieron a buscar, un sábado. Necesitaban uno más, te traían el short y la camiseta rojas. Corrieron hacia la canchita del colegio Lisson. Fue un mal partido, haces lo que puedes. Tu corazón palpita, aceptas: No sirves para el fútbol.

*

Los viejos de Yi eran dueños de la bodega donde comprabas figuritas para el álbum de moda: Érase una vez el hombre, Sankuokai, El porqué de las cosas. Yi, y los que se juntaban contigo en la esquina de Los Mineros con Los Mecánicos, eran tres o cuatro años más grandes. Tú los escuchabas. Se te ocurre decirle a Yi que no diga «mierda», que no diga «putamadre». Tus viejos te han enseñado a no decir malas palabras. La cara con la que te mira. Eres una lorna.

*

Al maricón de César no le gustaba perder. Sacaba pa fuera el poto fofo que ya tenía a los ocho años. Su mamá, en asquerosa complicidad, lo llamaba.  «Cesiiiiiitar, a comeeeer», gritaba la vieja desde la casa y el pavo triste se iba corriendo. Y nosotros teníamos que quedarnos con uno menos en el equipo.  A veces era su pelota y se la llevaba. No le gustaba perder al huevón.  Por eso una vez en su casa, me robó mis canicas. Se llevó mis dos cholones y varias ojo de leche. No dije nada. Supuse que a los tramposos les llega la venganza en algún momento. Tal vez hoy.

*

«Agárrate uno, si este huevón tiene varios», dice Bolvo. Y tú le crees porque el papá de Edmundo es político y seguro que le sobra la plata. Y después llega Edmundo y dice «¿Quién se ha choreado un casete? Habían seis» y tú tienes que comerte la vergüenza y sacar el casete de la maleta donde lo habías metido. Y Bolvo se caga de la risa.

*

Dicen que su papá es gerente de los caramelos Ambrosoli, pero al Loco Güili lo único que le vacila es la droga y la hermana del Tío Chivo. Hace tiempo que no lo ves, pero esa tarde en que estás en la redondela del parque con tu amigo de la universidad, el Loco Güili aparece. Quiere invitarte un preparado en un botellón de Coca Cola, casi vacío. Se ve feo y caliente. Cuando ustedes dicen que pasan, Güili les grita que «si se creen más que él». Se calma y les pide 20 soles para ir a comprar unos quetes a Santa Felicia. No tienes plata pero tu amigo le da un billete de 20. Güili jura por su madrecita que va a regresar, compra al toque y ya viene. Ya viene.

*

Javier te cuenta que se corre la paja con el sostén de su mamá. Y te mira preguntándote si tú también. Lo más normal. No sé qué cara habrás puesto. Tú te corrías la paja con las calatas en blanco y negro de Caretas que colocabas en fila sobre la alfombra de tu casa. Y con la última página de la revista Zeta que Rucho escondía bajo el colchón del catre en Jaquí. Además,  la vieja de Javier es muy fea y muy gorda, piensas «¿Cómo va a ser?»

*

La pobre Blanca se fue sin decir chau. Quién le manda contarle a la novia de tu hermano que eran enamorados. Que si podían ir al cine los cuatro. Tenías muy presente la historia del primo tuyo al que la empleada acusó de haber embarazado. Blanca te quería quitar el jebe cada vez que te lo ponías. Unos años después volteaste tu cama y encontraste un corazón de lapicero del tamaño del colchón, con tus iniciales y la de ella. Extraño es el amor.

 

 

 

 

La Toma (revista Resina 1997)

Siempre me pareció que hubo puntos que no quedaron muy claros en el asunto de la toma de la residencia del embajador japonés en Lima, el 17 de diciembre de 1996.

Por ejemplo, si la crema y nata de la política peruana estaba reunida esa noche ¿Por que no fue a la reunión Alberto Fujimori? (si su madre y su hermano estaban entre los invitados). Si Vladimiro Montesinos estaba tan al tanto de los tejes y manejes del narcotráfico y de la lucha antiterrorista ¿Cómo es que no supo nada del plan del MRTA?¿Qué tanto se divertían los invitados en la residencia que nadie se dio cuenta de lo que pasaba hasta que ya fue demasiado tarde?¿De dónde le vino la inspiración al presidente para el famoso túnel por donde entraron los comandos del ejército?

En esos meses de angustia porque los emerretistas no cedían, había llegado a Lima la súper modelo alemana Claudia Schiffer (en ese entonces comprometida con el ilusionista norteamericano David Copperfield). Una tarde escuché una noticia acerca de un posible encuentro entre Fujimori y la Schiffer. Me fui a dormir la siesta y ahí tuve una epifanía: aparecieron ordenados con claridad los eventos que comenzaron en la noche de la toma y desembocaron en esa famosa operación de rescate el 22 de abril de 1997. Dibujé aquello que la providencia me dictó y que es lo que ustedes verán a continuación.

La historieta que mereció una mención honrosa en el concurso nacional de historieta Calandria de 1997 era de sólo 4 páginas. Lo que ven ahora es una versión mejorada y ampliada a 8 páginas que debió aparecer en la revista 4 de RESINA. Resinoso apetit.

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Al fin de Lima


Estacionó el automóvil y se bajó. Desde allí se veía, a la distancia, la ciudad cubierta de arena. Las dunas habían avanzado con lentitud y persistencia durante tres años y, finalmente, a principios de octubre, la habían sepultado.

Mirando hacia el este se podía ver la enorme antena que levantaron. Apenas la punta. Los cerros con cuya vista había crecido ─eriazos, grises, bañados de neblina, como una correa ajustada alrededor de la ciudad, algunos llenos de gente─ estaban tapados. Con ellos habían desaparecido las últimas señas que acompañaban esos recuerdos con los que siempre había contado para permanecer cuerdo.

Él volvía desde el extranjero en los inviernos para recordar cómo fue su vida en Lima. Lo hacía mientras caminaba entre la neblina, con amigos, a veces desde las oxidadas unidades de trasporte público, apoyado contra los vidrios. Otras veces a paso lento por las calles estrechas y empedradas del Centro, bajo las arboledas de Miraflores o en los malecones de San Isidro y Magdalena, observando la silueta de San Lorenzo y El Frontón, la raquítica sombra en que se convertía La Punta desde la cima de los acantilados.

Antes de que Lima muriera sepultada ya era insano vivir allí.  Sus residentes fugaron en manadas multitudinarias hacia los pueblos del norte: Trujillo, Chiclayo, Chimbote—que se extendieron con mejor suerte porque los fugitivos limeños ya habían aprendido en carne propia las consecuencias del desorden urbano—; y hacia el sur: Ica, Nazca, Chala, Camaná, Mollendo —que se beneficiaron del aporte de algunas industrias y negocios administrativos que se marcharon sin ánimos de gastarse más de la cuenta en la mudanza (quizá con una mínima esperanza de que algún milagro rescatara a la ciudad de la arena).

Otros se alejaron lo más que pudieron: más allá de las montañas: Huaraz, Huancayo, Ayacucho, Cajamarca, Cuzco, Tarapoto, Iquitos, millones que llegaron abrazando la idea de recomenzar en otro sitio distinto.

Los exiliados que se fueron mucho antes del final ya sabían — porque conversaban con los muertos o porque creían saber interpretar la humedad del cielo en las hojas de coca— que no volverían jamás a ese lugar.

Esa tarde en que salió de su automóvil a observar el silencio, habían desaparecido los campamentos de los negociadores de tierras. Desde el auto comprobó la perfecta soledad del paraje. Es que en los tiempos del cataclismo se asentaron quienes imaginaron en este desastre una oportunidad magnífica para el negocio. Esos (¿gallinazos?) desafiaron al viento brutal, imaginando, en las pausas del paracas, que su paciencia y fortaleza les traería la fortuna. Sin embargo, pronto empezaron a escucharse los rumores: esos malevos envalentonados, ansiosos por hacerse ricos lotizando el descampado que alguna vez fue la gran metrópolis, caminaban sobre la arena hasta que se perdían. Nunca se supo de ellos. Hubo sobrevivientes testigos─muy pocos, los suficientes para llenarnos de miedo─ que dijeron haber visto a los agujeros abrirse a los pies de los hombres. El grito que aquellos desdichados proferían mientras se los tragaba la arena era el sonido del horror.

Quienes vivían aún pendientes del destino de Lima llegaron a creer que la arena que la cubrió tenía vida. Se convencieron de que la calamidad había sido planificada, de que se trataba de un acuerdo pactado —entre quién sabe qué fuerzas o qué dioses—  para tragarse a esa ciudad y preservar el espacio donde ella estuvo. Parte de ese plan era también disuadir a los fugitivos, convencerlos de la inutilidad de volver.

Para eso sirvieron aquellos rumores que se esparcieron pronto: los que definían el cataclismo como la consecuencia inevitable. Ya nadie hablaba más de la peculiar belleza de la capital—que él recordaba con claridad, tal vez porque venía de lejos— sino de cómo Lima se fue transformando en una nueva Gomorra.  Nadie hablaba de la voluntad de celebrar, de las fiestas: de toros, de gallos, de fútbol, la parrillada, la anticuchada, la noche cálida en que los amigos se reencontraban en las esquinas. No se mencionaba sus parques donde los novios remoloneaban, ni las risotadas de sus bares. Tampoco el canto de las palomas que acompañaba a los hombres y mujeres hasta en los barrios más bregados de cemento.

Extraño: nadie parecía querer recordar aquel descalabro espectacular que eran los fuegos artificiales y el humo de la Navidad y el Año Nuevo.

De Lima solo se mencionaba la vileza, el polvo que se pegaba a su gente.

Él la recordaba. Muy bien. Miró el desierto, la planicie uniforme. Muy pronto llegará el día en el que nadie escribirá una línea más sobre esa ciudad. La fantástica Lima se irá disolviendo: como Ilión. Pronto ella solo existirá en su memoria y los hijos de sus hijos no le creerán cuando lean lo que solo él puede escribir acerca de ella.  Es más, si los trajera con él, si los obligara a observar lo que él entonces está viendo, esa vista solo sería aquello que ve allí: nada.

Lima es un trapo

Lima

No suceden milagros en Lima ( a pesar de las apariencias). La ciudad (y sus mujeres) son como esos magos bien aprendidos que en algún momento sacarán conejos del sombrero, pañuelos de las orejas, palomas de un bastón sin cabeza.

He tenido la virtud de vivir en ella. Cegado por mis orígenes, siendo niño interpreté que la capital era la versión más grande de los pueblos del interior de la patria. De adolescente me deformaron el gusto unas canciones y poetas malditos que enloquecieron entre sus solares de neblina: llegué a gustarla, a disfrutar la arena y el polvo y hasta les eché mi mirada de añoranza, desde una noche ebria o enamorada, a los balcones coloniales sobre los que algunos fundan su orgullo.

He mirado al cielo en busca de una metáfora apropiada. Debí mirar la superficie: Lima no es sino trapos cosidos. Entre esos trapos, tan distintos, están los que representan al pasado: los balcones, los paseos al mar, los puentes sobre los ríos, los callejones empedrados. A esos se malcosieron durante el siglo los pedazos que llegaron de otras estéticas. Desde mi calle, nunca podría entender la calle de Rosario, cuyos padres vinieron de los Estados Unidos. Desde mi barrio no puedo interpretar el de Deidamia, que vino de un paisaje más verde y azul, con mucha más agua.

Somos trapos cosidos. Una tela de pelos donde todavía se sigue trabajando. Las costuras son endebles, a veces costras de hilos superpuestos. Miramos al cielo, pedimos un milagro. El milagro está debajo de nosotros.

El submarino negro (Tercera parte)

Un miércoles por la noche llegó tarde y le dijeron que había una llamada para él. Contestó. Era la chica del laboratorio fotográfico:

Hola ¿Cómo estás?
Bien bien, llegando de trabajar. ¿Y tú?
Aburrida, en mi casa (risa nerviosa)
Me llamaste el otro día
Sí. Te he estado llamando toda la semana pero nunca te encuentro.
¿Y por qué me llamas tanto?
Ya te dije. Me gustas.
Pero si sólo me has visto una vez.
Eso basta para mí. Yo a la gente la conozco rápido
Con sólo mirarla a los ojos.
Sí, con sólo mirarla a los ojos ¿Tú tienes enamorada?
¿Yo? No.
¿Por qué no tienes?
No lo sé. He tenido una pero hace tiempo que no estoy saliendo con nadie. ¿Y tú?
Yo nunca he tenido enamorado.
¿Nunca? ¿Cuántos años tienes?
Nunca, es que los chicos que yo les gustaba a mí no me gustaban. Tengo diecisiete ¿Y tú?
Yo veinticuatro.
¿Y qué estás haciendo ahora?
Pensaba escribir un rato en la computadora y después irme a dormir.
¿No quieres conversar?
Sí quiero conversar. ¿Tú estás sola?
Mi abuelito está en su cuarto y mi tía ha salido con mis primas.
¿Sólo vives con ellos?
Sí. Mi abuelito es como mi papá porque él me ha criado. Mis tios no quieren que yo viva acá pero me aceptan porque siempre he estado junto a mi abuelito.
¿En qué parte de la sala estás?
En la sala. Acá está el teléfono y la televisión.
¿Puedes hablar mucho tiempo?
No. Mis tios no quieren que llame, pero si llegan yo les digo que tú eres el que me has llamado (risita)
¿Oye, no prefieres mejor que nos veamos en algún lado para conversar?
¿Puedes?
Sí, claro. Después de mi trabajo.
Yo sólo puedo los lunes porque los otros días mi tía me pasa a buscar por mi trabajo. ¿Qué quieres hacer?
Conversar. También quiero conocerte bien porque apenas me acuerdo de ti.
Yo sí me acuerdo bien de ti (risita)
¿Sí?¿Por qué?
Porque me gustaste (risa nerviosa)Ya te dije.
¿Y siempre llamas a los hombres que te gustan?
No, es la primera vez que lo hago. Pero tú me gustaste porque me sonreiste. Por eso te llamé.

Quedaron en encontrarse al lunes siguiente en la puerta del Cine Pacífico. Ricardo aprovechó para recoger unos discos que tenía que comentar en la sección de música de la revista. Esa mañana había estado reunido coordinando con la señora Trocadero el asunto del nombre de la revista y se había dado cuenta que todo el proyecto sería muy complicado. La gente del Jockey era una ladilla de culo. Querían que sus amigos en el mall, unos cuantos pedantes dueños de tiendas, sobre todo un ex-modelo de insoportable actitud, tuvieran mayor presencia. Querían que sólo aparecieran las tiendas que a ellos les agradaban y los productos que ellos aprobaban. Y querían revisar cada línea del texto que escribía Ricardo.
Habían llegado a un acuerdo sobre el nombre de la revista (Encuentros) pero no podían llegar a un acuerdo sobre el tipo de letra a utilizar en la carátula. El ingeniero estuvo coordinando la llegada de las ejecutivas de publicidad pero habían pasado dos semanas y no sólo no aparecían por la oficina donde les esperaba un cuarto especial con línea telefónica, sino tampoco habían dado aviso de haber vendido ningún espacio publicitario. El ingeniero lo llamó después del almuerzo para contarle un chiste malísimo y después decirle que estaba precupado por las implicancias de la crisis asiática.

Estacionó su carro frente a un parquímetro que no funcionaba. Una trabajadora municipal se acercó para cobrarle el parqueo. Se ubicó en la puerta del cine y al poco rato apareció ella. Color de piel muy trigueño y con cara de tímida. Llevaba una especie de strapless transparente de hilo negro encima de una camiseta blanca y unos blue jeans apretados. Calzaba unos zuecos de suela alta. Lo saludó, le sonrió, le dió la mano. Por fin se atrevió a acercarse más y recibió un beso en la mejilla.

¿Hace mucho que llegaste?
No, acabo de llegar. Estaba recogiendo un material en un edificio atrás del cine.
Mi prima ha venido conmigo y se ha ido a dar una vuelta pero tengo que encontrarme con ella en dos horas ¿Qué vamos a hacer?

Se le notaba nerviosa. Qué diablos pensó Ricardo, ella era la que había comenzado a llamarlo, ella era la causante de que él estuviera esa tarde frente al cine Pacífico.

Acá está mi carro. Te voy a llevar a un sitio que me gusta desde donde se va el mar. Pero sólo puedo estar contigo un par de horas. Mi prima me va a estar esperando.
Vamos a estar menos de dos horas. Es acá cerca.

Se subió al submarino.

La miraba de reojo. No le gustaba su nariz pero tenía algo bonito en la parte de los ojos y en la barbilla. Le pareció que ella transpiraba. Se frotaba las manos constantemente, estaba nerviosa.

Ricardo se fue por el camino de playas hasta la curva antes de la Herradura.Le dijo que se iban a sentar en esa explanada natural a ver la caída del sol. Había unos cuantos pescadores, un par de familias sentadas. Le preguntó a ella si alguna vez había venido y le dijo que nunca había estado en ese lugar. Había venido a la Herradura a bañarse pero nunca se detuvo en ese recodo de piedras.

Estaba tensa, rígida. No lo miraba a él, miraba directamente al mar. Ricardo contó un par de cosas sobre el mar pero no consiguió que se relajara. Todo el asunto le estaba pareciendo estúpido y le mujer no lo miraba, no se reía, era un manojo de nervios.

«Vamos ya», dijo. Se levantó y le hizo señas para que lo siguiera. Se metió en el auto y se fue manejando sin decir palabra.

¿Dónde te va esperar tu prima?
Déjame en una esquina del parque, allí esta bien. Yo camino.

Estacionó en una luz roja, la chica con un gesto rápido le dio un beso en la mejilla y se bajó. Ricardo ni siquiera la siguió con la mirada. Estaba seguro de que la prima no existía.

                                                                                                   ***
Alguien le había prevenido ya de España. Le dijeron que era un continente aparte. Un amigo de su padre le dijo ─con un whisky en la mano─ que los alemanes decían que África comenzaba en los Pirineos. Pero también le dijeron que los alemanes iban a España a divertirse porque en sus sociedades reprimidas no existía el espacio suficiente. Llegó en un tren directo de París, donde se encontró con la francesita que venía de Inglaterra. Durmió en el aeropuerto creyendo que su avión no había llegado y a la mañana siguiente se topó con ella que lo venía bucando toda la madrugada pero en un piso inferior del aeropuerto. No intentó explicarle que en su cabeza de aeropuertos tercermundistas ni se le había pasado por la cabeza que podía buscarla en otro piso que no fuera aquel en que lo dejó el autobús que tomó desde la última estación del metro.

La experiencia parisina fue mucho mejor que la primera vez, aunque tampoco le gustó la idea de pagar lo que pagó por un simple cuarto de hostal cerca de Montparnasse, desde donde ella tenía que partir para Burdeos.

Después de una sencilla despedida, luego del almuerzo, se besó con ella en el andén y marchó para el Louvre donde los sindicatos habían dado una tregua al gobierno municipal para abrir las puertas aún con los reclamos salariales sobre la mesa de negociaciones. Ya por ese entonces se le había metido en la cabeza que el mejor cuadro del mundo era El nacimiento de la Primavera de Boticelli, el que colgaba del museo de Florencia. Así que tampoco le dio demasiada pena no poder acercarse lo suficiente a La Gioconda, que lo miraba tras su vidrio protector, acordonada por un enjambre de japoneses y japonesas armados con sus cámaras Nikon.

Tanto leer de Portugal se dio cuenta que no se había enterado nada de España, pues le sorprendió que los pasajeros del tren que lo llevaba a Coruña fueran cambiando su idioma cada cuatro horas. Primero el vagón se llenó de vascos cruzando la frontera, donde un gendarme francés le hizo el único interrogatorio serio de todo su recorrido por Europa. Quería saber el nombre de la compañía donde trabajaba en Perú. Por joderlo le inventó un nombre y le dijo en francés que esa compañia de mierda sólo tenía sucursal en Lima. El gendarme abrió la boca para decir algo pero se quedó callado. Alguien en Francia le dijo que los policías franceses eran los más jodidos de Europa, aunque en España le previnieron de los Guardias Civiles, con fama de hinchapelotas entre los que viajaban a dedo y de mano dura con los indocumentados. Por un instante se acordó del ilegal ecuatoriano del bus parisino, agradeció por no estar buscando trabajo de ilegal sino ser uno de los hijos de puta tercermundistas que todavía podían recorrer Europa como turista.

Llegó a Coruña y Rosana lo esperaba con la alegría inmensa por verlo por primera vez desde que se marchó de Perú. Son embargo había estado nerviosa calculando si Ricardo llegaría de Frankfurt a tiempo. Cuando el tren llegó a Coruña sólo faltaba media hora para que saliera el colectivo que los llevaría desde el centro de la ciudad hasta la explanada en las afueras de Vigo donde se presentaría REM. En Frankfurt se había comprado el último disco y lo estuvo escuchando en el tren. Rosana se lo había comido canción por canción y ya estaba diciéndole que quería que tocaran At My Most Beautiful y que si no lo hacían se iba a sentir muy decepcionada.

Rosana le presentó a sus amigos, casi todos de la Escuela de Imagen de Galicia, la mayoría de ellos con el pelo largo largo y la sonrisa fácil. El más amigo de ella era Leandro que ni bien llegado a Vigo le preparó un trago de calimoxo y le ofreció armarle un porro de jachís. En la Garconne de Francia había ido a una feria juvenil en las afueras del pueblo con su francesita y amigos, y se había metido a algunas carpas de espectáculos y a un concierto al aire libre, pero aquello no se parecía ni un poco al espectáculo que veía en la explanada de Vigo con los cuatro o cinco mil personas haciendo barullo, tomando calimoxo del pico de sus botellas plásticas de Coca Cola y figurándose siempre algo divertido para hablar, de modo que la espera no resultara muy larga. A Ricardo no le pareció ni larga ni aburrida y ya estaba amando España cuando REM apareció el escenario y saltó con Rosana pegado a la reja de seguridad con It´s the End of the World (and we know it) y aceptó que ella le rompiera los oídos gritándole a Michael Stipe que le tocara At My Most Beautiful hasta que REM tocó la canción y ella le reventó el tímpano con el alarido de felicidad.

Había una chica entre las amigas de Rosana, pequeña y habladora, con los ojos traviesos, que le estuvo preparando los calimoxos extras que se tomaron sobre el pasto de la explanada mientras esperaban el colectivo de regreso. Rosana le previno que ni se le acercara demasiado porque ella era enamorada de su amigo. Así que sólo la estuvo escuchando hablar, sentado a su lado, describiéndole una playa de ensueño al lado de un pueblito como en los cuentos donde el sol salía más hermoso que en toda España, donde los jóvenes se subían a un puente peatonal por donde pasaba el tren de ENFE sólo por el gusto del susto que les daba ver al tren pasar a unos centímetros de ellos. Decía que desde la ventana de la habitación donde ella creció se podía saltar un clavado directo al mar. Hablando de aquello llegaron de regreso a Coruña casi a las tres de la madrugada, se despidió de ella con un beso en la mejilla y se fue caminando hacia la casa con Rosana que quería presentarle a su esposo. A esas horas la avenida Finisterre parecía un cementerio.

8.

-Te estuve esperando todo el fin de semana y no me llamaste. Llámame.

Era la voz de Leyla. No sé qué le vió a Leyla la primera vez que le dió un beso. No era femenina. Y eso le disgustaba. Pero la primera noche fue natural. Pasaron de unas cervezas en un bar en Barranco hasta su cuarto, le tendió una cama al lado de la suya. Se pusieron a conversar, ella mirándolo hacia el suelo.

Nunca se había fijado en Leyla. Había salido varias veces con Claudia, su mejor amiga, pero no con Leyla. Sin embargo ella estaba hablando y él le dió un beso mordiéndole la boca.

-¿Y eso?
-Porque eres linda.

Lo era. Tenía un alma bellísima. Laentablemente él no estaba buscando almas en ese tiempo. Pero estaba tan desesperado buscando el corazón de Karina que Leyla fue un respiro. Una chica sin complicaciones, simpática y que además sabía hablar de todo. La convenció esa misma noche para dormir con ella. “No me gusta dormir solo”, dijo cuando se subió a su cama. Se bajó los shorts y pegó su pene al cuerpo de ella. ¨¿Qué haces?¨ Ella se apartó asustada. ¨Tranquilízate. Sólo que me han dado ganas de hacerte el amor.¨ Leyla no se tranquilizó, pero tampoco dijo nada más. El cogió su mano y se la puso encima de su pene. Ella lo agarró y lo comenzó a sobar. ¨No vamos a hacer nada esta noche¨, dijo. Y no hcieron nada. Ricardo Stoll le metió la lengua hasta la garganta y trató de pegarse un poco más. Tampoco dejó que le agarraran las tetas. Pero se quedaron dormidos con ella sosteniéndole el pene. Ricardo pensó que tal vez estaba con la regla.

Lo mejor fue a la mañana siguiente cuando Leyla le dijo que su papá les había preparado desayuno. Ricardo se metió al baño para echarse agua a la cara y después bajó a la cocina. Al señor lo había visto unas cuantas veces, cuando vino con Claudia a reuniones en casa de Leyla. Era arquitecto, pero para variar en esos años, no encontraba ninguna clase de trabajo y estaba casi un año sin tener ningún ingreso vinculado a su carrera. La mamá de Leyla estaba trabajando en Estados Unidos y desde allí les mandaba plata a él y a sus dos hijas. Con eso sobrevivían. Tomaron jugo de papaya , café, hicieron una sobremesa breve y él se fue. En la puerta de su casa le dio un pequeño beso. Y eso había sido toda su relación con Leyla hasta dos semanas luego cuando escuchó ese mensaje en la contestadora.

La llamó. Primero porque la semana había sido jodida y necesitaba conversar con alguien. Y toda la semana habia tratado de salir con Karina y ella no le había dado ni puta bola.

Hola
Hola, por fin el desaparecido…
Es que he estado hasta arriba de trabajo.
No te creo.
Es verdad.
Pero podrías aunque sea llamarme un ratito ¿no?
Tenía razón. Toda la razón. Pero como decirle a alguien que no te dio la gana ni tenías las ganas de llamarla.
¿Quieres salir esta noche?
Es Martes! ¿A dónde?
Me han hablado mucho de ese bar en el Centro.
¿El Centro?
Lo sabía. La mayoría de sus amigas se hubieran escandalizado si les hubiera dicho que quería llevarlas al centro. Karina lo hubiera mandado a la mierda asi de fácil. Pero pensó que Leyla era distinta. Se le veía mucho más abierta de mente que sus otras amigas.
¿Al Zurich?
Sí. ¿Has ido?
Una vez. Es bacán. Pero hay que ir temprano. Se llena.

Pasó a recogerla en el submarino alrededor de las nueve. Salió con una camiseta blanca y unos bluejeans sueltos. Qué distinta de Karina pensó Ricardo. Ella siempre habría salido con los jeans al cuete. Ajustadísimos. Pero a Leyla le daba lo mismo su figura. Y ese no era su fuerte. Su sonrisa. Ese era su mayor atractivo.

Conversaron de muchas cosas pero nunca de amor ni de nada parecido. Fue divertido. Se cagaron de risa todo el tiempo en su mesa al lado de la orquesta. Y le invitaron una ronda a los músicos antes de largarse. Nunca había estado Ricardo en una cantina estilo alemán. Tampoco había frecuentado bares en el Centro de Lima. Salieron y se fueron haia la Plaza San Martín. Ricardo la apoyó sobre una columna en los pasadizos frente a la Plaza. La besó. La besó otra vez. Metió su lengua todo lo que pudo. Levantó sus brazos y tapándola con su cuerpo, en las sombras, le acarició los pechos por encima del polo. Apretó su cuerpo para que ella sintiera el pene endurecido. Ella se apretó contra él. Estuvieron así un rato más, caminando por las sombras del pasadizo, besándose sobre distintas columnas. Ricardo supo para qué la había traído al centro: siempre había querido hacer eso. Desde que Luis, su amigo de infancia, le dijo que estuvo paseando con una novia por el Centro y se metieron a un hotelito con vista a la Plaza de Armas. Despertar en el Centro de Lima. Era una idea atractiva para su puto background de clase media. En ese ambiente era mucho más difícil que alguien los reconociera, se podía pasear por la plaza besándola y manoseándola en público. Nadie iría a contárselo a nadie. Todo quedaría entre él y ella. Nadie más lo sabría si se metían luego a un hotelito con vista a la Plaza de Armas.

Tengo ganas de bailar.
¿Ah, si? ¿Dónde?
Conozco una discoteca. En Zárate.
¿Zárate?

Había leído un artículo en El Comercio sobre la movida en ese barrio. Antes de eso Zárate sólo era conocido por estar lleno de choros, estar cerca a Lurigancho. Con su viejo, Ricardo también había venido a Zárate a un taller de reparaciones de autos. Y un amigo del colegio, el chino Fujiyama, tenía su fábrica de omnibuses en Zárate, donde construyó un patio gigante al lado de las máquinas y celebraba los cumpleaños de su hijo.

-Hicimos un trabajo de investigación para el taller de periodismo y fuimos allí. Es bacán.
-Vamos pues. ¿En carro?
-No, déjalo en la playa. Mejor tomamos un taxi.

En el taxi estuvieron besándose todo el camino. Ricardo metió su mano entre las piernas y tocó su vagina por encima de la tela del bluejean. La sobó. La dejó ahí y ella cerró las piernas y la apretó.

La discoteca quedaba en un segundo piso de un edificio construído según sus amigos llamaban “el estilo Miami”: colores pasteles, vidrios de todos los colores, luces de neón por aquí y por allá. Todo pastel, como si el mar de Florida estuviera allí a dos pasos. La pista de baile daba a un ventanal, con una impresionante vista de Lima. La vieja planta recicladora de metales, los cerros inundados de casas, la negrura del cementerio más allá donde no alcanzaba la vista. La punta en cruz de las iglesias coloniales en el Centro. Era excitante. No bailaron. Él delineó la forma de su pechos sobre la ropa al ritmo de “Cuentos de la Cripta”. Metió su lengua en ella mientras Leyla le apretaba el paquete y él comenzaba a soñar con que se la chupara. Tomaron una cerveza y regresaron al Centro. El taxi los dejó a dos cuadras de la Plaza de Armas frente a un soldado que dormía de pie con una metralleta en la mano. Dormía. Ricardo volvió a mirarlo para cerciorarse. Tenía los ojos cerrados y el dedo en el gatillo.

Tocaron el portón de un hotel que él conocía estaba lleno todo el año de turistas. Por una ventanita de la puerta les ofrecieron un cuarto, pero sin baño. No aceptaron porque los dos estaban meándose. Caminaron hasta otro hotel y les dijeron que todo estaba lleno. Ricardo se acordó de un hostal frente a lo que antes eran las tiendas Oeschle. Solía ver el cartel cuando pasaba de niño con la familia, yendo a recoger a su padre del trabajo. Entraron. Subieron más de cuarenta peldaños y el conserje les enseñó la habitación. Ella entró al baño. Ricardo esperó su turno. Cuando salió del baño una luz de mesa estaba encendida al lado de la cama y ella estaba tendida con ropa y con laa piernas abiertas. Le sacó el jean mientras ella lo ayudaba. Ella le desabotonó la camisa. Sacó su polo y ella lo ayudó a desabrochar el brassiere. Leyla se acomodó sobre la cama y le enseñó el trasero redondo y cobrizo. Las lineas de la ropa de baño estaban bien marcadas alrededor de su pubis. Ricardo intentó entrar. Ella se dobló y gritó. Ricardo se asustó y se retiró. “Eres un bruto”, le dijo después en Nueva York.

-Se me antojó, no me di cuenta, creeme. No lo pensé.

Terminaron de hacer el amor, él sobre ella. Y se quedaron dormidos abrazados. Cuando despertó Ricardo, Leyla estaba duchándose. Puso los pies desnudos sobre el parquet del suelo y dio dos pasos hacia la ventana. Trató de abrirla con fuerza pero no pudo. Forzó la perilla y por fin comenzó a ceder. Abrió. Había una pared del otro lado, casi pegada a su nariz, como si el cuarto fuese un cubículo de cemento, una cárcel. No había una puta vista. Entonces se le ocurrió mirar el reloj y se dio cuenta de que era muy tarde.

9.
Semanas antes de viajar fuera del país, por primera y única vez en el submarino, ya sentía Ricardo que su mundo se estaba desmoronando. El ingeniero no lo quería reconocer pero el trato con el Centro Comercial le estaba reventando los huevos. Cada vez que había un problema de dinero ellos se negaban a cubrir cualquier costo. Ricardo había comenzado a recibir también llamadas del fotógrafo y los productores le decían lo que se demoraban en cobrar los cheques, que tenían que perseguir al contador para que los considerara en los pagos de cada quincena. Las ventas de pulicidad no eran lo que habían esperado en un principio. De aquello Ricardo se dio cuenta ni bien intentaron publicar las primeras secciones pagadas para el número de estreno. Todo el esquema consisitía en que las tiendas del Centro Comercial estarían tan interesadas en aparecer en la revista del Jockey Plaza que no les importaría dar dinero. Con lo que nadie contaba es que la mayor parte de los dueños de estas tiendas atravesaba problemas económicos porque las ventas no eran las esperadas y porque estaban hartos de pagar una renta que consideraban “asesina”. Todas las tiendas estaban a punto de la bancarrota. Ni siquiera las grandes anclas del Centro Comercial─las dos megatiendas de departamentos que anunciaban abundantemente en televisión y en prensa─ estaban dispuestas a dar dinero para un proyecto de revista con el nombre del Centro Comercial. Y el sólo mencionar a Solís y a Tocadero los ponía a la defensiva.

La revista de cable también estaba en ruinas. El golpe de gracia para la alicaída empresa y sus trabajdores fue el traspaso del negocio de la compañia americana─Bell South─a sus dueños originales, los Delgado, acostumbrados a sobrevivir en condiciones históricas adversas. Para ellos la criollada de pagar a destiempo o regatear aumentos del personal era un asunto sobre el cual podían brindar una clase magistral. El editor estaba a punto del colapso nervioso porque su trabajo demandaba largas horas en la oficina y la carga adicional de supervisar las ventas publicitarias. Dos veces lo llamaron parta asistir a reuniones de reducción de personal. El editor les dijo que tenían mucha suerte que no hubieran tocado el dinero ni el puesto de nadie de la revista pero que aquello sólo parecía que seguiría empeorando.

La revista del Jockey Plaza estaba parada por falta de decisiones. En una reunión de comienzo de semana, días antes de llevar el material a imprenta, el ingeniero le dijo que estaba tentado de mandar a la mierda a Solís y Trocadero. No sólo no le devolvían las llamadas sino que cuando lograba ubicarlos decían que cualquier problema económico era responsabilidad de la editora, que todo aquello estaba escrito en el contrato. Y tenía razón. Si bien nadie en la empresa, ni Ricardo ni el ingeniero, al brindar por el parto de Paula el primer día y sobarse las manos pensando en el negocio del siglo, se imaginaron que la economía del país se iría al diablo de una manera tan acelerada. En picada.

Unas tardes después, el ingeniero lo llamó a su despacho y le dijo que la revista no iba más. Que prefería no imprimir nada, pagar a los productores y al fotógrafo y dejar todo en el aire. Que prefería no seguir haciendo negocio con esos hijos de puta. Que Ricardo se encargaría de supervisar otros proyectos que el ingeniero tenía pendientes, hasta que saliera alguna cosa importante. Ricardo aprovechó para recordarle que le tocaban vacaciones en una semana y preguntó si podía tomarse las cuatro semanas. «Por supuesto», respondió el ingeniero. Ricardo suspiró aliviado, los últimos doce meses habían sido los más estresantes de su vida. Necesitaba viajar. Durante esa semana fue a visitar al editor de la revista de cable y le dijo que pensaba tomarse unas vacaciones. El editor le respondió que era el momento más apropiado. Abrió un folder debajo de una ruma de cosas y sacó un papel membratado con el logo de la empresa, firmado por el Gerente General.

─Es tu carta de renuncia voluntaria. “Te la iba a dar la semana pasada y la guardé porque queria encontrar el momento apropiado.” Creo que este es.

Foto: Hubse: «Yet Another Village in the Coast of Spain»/Flickr.com

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