Parque Salazar de Miraflores

La abogada empezó a cruzarse menos en su camino en la oficina. Queso había dado por concluído ese tema. Había empezado a tener otro tipo de sueños: la Gringa. ¿Sabía acaso la familia que Yuyo ya no estaba con ella? No podía preguntar así de un día para otro. Tenía que esperar un momento que no le pareciera sospechoso a nadie, buscar el tono para decirlo sin que atrajera más atención de la necesaria. Caminó con la Gringa por el malecón, regresando del bar de las camisas bien puestas y los bluejeans ajustados. La Gringa se asomó a la barandilla, observó al mar. ¿Qué es la muerte, Queso? ¿Por qué estamos tan obsesionados con detenerla? ¿No sería mejor que cada uno se enfrentara a ella con sus propias convicciones? ¿O que dado el caso la invitara a venir? Ella había pasado todas las tardes por aquel camino, regresando del laboratorio. Tras estar inclinada por horas de horas en un cuarto oscuro, revelando aquellas fotos que le servían para olvidarse de que la vida no tenía sentido. Se olvidaba del mundo y luego caminaba al lado de la baranda y miraba el mar. Parecía tan sencillo subir sobre ella y arrojarse.

El gerente de la compañía ha tenido un hijo. Le regaló un habano. Así que, pensó Queso, ya que voy a ver a la Gringa esta noche,  su primera cita, tal vez quería acompañarlo a fumárselo. Estuvieron en una banca del parque Salazar jugando con los fósforos. ¿Sabes que van a cerrar el parque la próxima semana? Van a construir un centro comercial. Restaurantes, cines, bares con vista al mar. Ya era hora. Queso trató de descubrir lo que pensaba la Gringa de todo aquello, pero ella estaba concentrada en encender el habano. No dejaba que la mire a los ojos. Todo está cambiando, Queso. La ciudad que conocimos los dos, no la vamos a reconocer cuando seamos adultos. Esta banca es probable que ya no exista. Escuché que le quieren poner una cúpula al puente para que la gente no salte. Entonces ya nadie va a poder asomarse a la barandilla y mirar. Si tengo hijos, jamás podré enseñarles lo mucho que significaba para mí apoyarme sobre este fierro y dejar que la brisa me toque, que el viento de las olas llegara hasta donde yo estaba parada; creyéndome tan libre como para imaginar que podía lanzarme. ¿Ves ese camino entre la hierba detrás del murito donde termina el parque? La Gringa opina que entre aquella hierba debe haber nidos de ratas. El Queso cuenta que una noche, él y sus hermanos bajaron por aquél camino, siguiendo la huella entre la grama. Dice que llegaron hasta un rinconcito sobre las columnas que sostienen al puente. Dice que se sentaron a tomar un six pack de cervezas que habían comprado y podían sentir la vibración de los autos cuando pasaban encima. Nunca vio una rata. La Gringa le dijo que en Londres, durante su primer año viviendo allí, jamás vio una rata en el subterráneo. Hasta que una amiga le explicó que allí estaban siempre y que el problema era que ella no se había fijado bien. La amiga se la llevó hasta el borde de uno de los andenes de la estación y le enseñó una rata pasando por debajo de los rieles, comiéndos los restos de una manzana. Después de ese día, la Gringa empezó a ver ratas por todos lados. Una pasó frente a la banca donde estaba sentada. Gritó y un muchacho negro que pasaba encaró a la rata y la pateó hacia los rieles. La rata blanca giró en el aire, dio una vuelta olímpica perfecta y cayó sobre sus cuatro patas para seguir corriendo y merodeando entre los rieles. La Gringa no se había percatado hasta ese momento, de que posible vivir sin enterarse de nada de lo que sucedía alrededor. Se podía seguir viviendo sin ver cosas tan evidentes como las traiciones o las mentiras. Solo bastaba no prestarles suficiente atención, concentrarse en otras tareas, llenar la cabeza de preocupaciones diferentes. Fue en esos años en que La Gringa empezó a desarrollar una cierta sensibilidad para sentirse culpable por las cosas evidentes en las que nunca se había fijado antes y de las cuales empezaba a darse cuenta. Acostada en la cama de su cuarto en Camden, pasó noches completas con los ojos abiertos y empezó a ver cosas de su familia, de sus relaciones personales, de sus parejas, y de Yuyo; que jamás había visto viviendo en Lima. Y comenzó a sentirse culpable por ellas, por nunca haberles prestado atención y por haberlas evadido. Todavía ignoraba muchas cosas. Pero si la Gringa se daba cuenta que había ignorado algo, entonces se le desarrollaba un sentimiento de culpa que la atormentaba por dentro, que la privaba del sueño, que la perseguía durante el día y no la abandonaba durante un largo período de tiempo.

Aquella fue la primera vez en que la Gringa le habló de los planes de irse a vivir al Cuzco con Yuyo. “Tal vez lo haremos, así ya no estemos” dijo la Gringa. Aquél debió haber sido el primer aviso serio para el Queso. La Gringa no iba a volver con él, pero vivir allá era un tema que habían conversado tanto y planificado tanto tiempo atrás que les parecía imposible no realizar. Rentarían una casita antigua con espacio para un taller y para un laboratorio fotográfico, ella se matricularía a estudiar pintura en Bellas Artes y conseguiría trabajo de investigación en un instituto de la imagen. Trabajarían diseñando y pintando los muros de restaurantes y de pubs del Cuzco o venderían sus cuadros a los turistas. Yuyo ya tenía elaborada una serie de más de cien temas para los cuales solo necesitaba un poco más de tiempo libre y la energía de esa ciudad. Organizarían a los pintores, fotógrafos y otros artistas gráficos cuzqueños y celebrarían festivales. Vivirían 100% del arte. Así no fueran ya más pareja, así otros sueños como los de casarse o tener hijos se tuvieran que dejar de lado. La Gringa extrañaría sus trabajitos de modelo en Lima, que le daban un buen ingreso, pero que la hacían sentir tan mal cuando pensaba en la cantidad de horas que estaba desperdiciando sin hacer las cosas artísticas que a ella le gustaban, sin tomar fotos, sin entrar al cuarto oscuro. Es decir, aquella vida en el Cuzco era la promesa que se tenía que cumplir, antes de claudicar todos los sueños por la manía de ser adultos, de volverse uno más. ¿Acaso Queso no había renunciado a su trabajo anterior porque también quería dedicarse a tiempo completo a dibujar, a terminar sus historietas, a publicar esa revistita que tuvo mucha circulación entre los kioskos de la Avenida Brasil? Un año entero lo iban a dedicar a intentar ser artistas.

Como supo pronto que de su arte él no podía vivir, se dedicó a viajar. Aprovechar bien doce meses, recorrer la montaña en autobús, a pie. Despertó a media noche al lado del mar en Máncora–después de celebrar la llegada del año nuevo, el final de sus doce meses de experimentación–y empezó a caminar hacia unas luces que se podían ver desde la playa, una casa de adobes donde él había estado hasta que lo agarró el cansancio y se fue a buscar su bolsa de dormir sobre la arerna. Al lado de la casa, conversaban dos de sus mejores amigos, sentados sobre cajas de cerveza, debajo de las ramas de un algarrobo. Un árbol que tenía más de cien años, un vecino más al que nadie se atrevía a molestar. Conversaban de los viajes que iban a realizar, de proyectos de ir a Europa, de comprarse un terreno cerca de Las Pocitas, de incrementos de sueldo. Queso escuchó, esos futuros que llegaban a sus oídos junto con el silbido del viento, vio madurar frente a él lo que aquellos muchachos llamaban un año próspero. Él también quería ir a Europa, comprarse un terrenito frente al mar, tal vez no tan lejos, cerca de Lima. Queso iba a recordar para siempre aquél algarrobo, donde la luz del sol del nuevo año parecía tener un color diferente, un color naranaja salpicado de rojo que se reflejaba en los rostros del grupo sentado al lado del tronco, bajo la copa del árbol. Lo iba a recordar porque esa mañana decidió dedicar el nuevo año a buscar un trabajo donde pudiera ahorrar, juntar lo necesario para un pasaje de avión que lo llevara a Europa, tener la plata que le permitiera ir de ciudad en ciudad subido en un tren y ver las callecitas empedradas de Roma, trepar hasta la cima de la torre Eiffel, y contemplar toda la tarde el río Arno desde el puente viejo de Florencia. Queso consiguió ese nuevo año el nuevo empleo, perfecto para la ocasión, para los ahorros, para los sueños. Ni bien entrado a la oficina le presentaron a la abogada y ella hizo un tema del mes escoger el restaurante donde Queso decidió invitarla a comer así tuviera que gastarse más de la mitad del dinero que había recibido. Así tuviera que aceptar que fuera ella la que condujera porque ofreció ir en transporte público y ella le dijo que “jamás, óyelo bien Queso, jamás me subiré a una combi” Entonces Queso empezó a jugar  a eso y la abogada parecía comprender bien sus instintos artísticos, no le disgustaba incluir conversaciones sobre tal o cual director de cine que ella consideraba aborrecible porque no tenía ninguna sensibilidad europea, encargándose de dejar en claro que conversaba solo para no hacerlo sentir mal, porque le agradaba su compañía. ¿Cuánto le agradaba? preguntó Queso, esa noche que los dos partían un bisteck que le costaría a Queso otra tajada del cheque. Valió la pena porque la abogada le estaba contando que su padre era diplomático, su madre era diplomática y los tres viajaban por todo el mundo, cambiaban de casa cada dos años. Pero no en el Perú donde ya estaba viviendo más de diez y quería quedarse. Un portón eléctrico con vigilante en la puerta, un vigilante que seguía el auto a paso rápido cuando la puerta ya se había cerrado y le abría la puerta a la abogada y saludaba a su amigo. Una casa donde todo tenía que suceder en silencio. Ella bajaba la voz y hasta los pasos se amortiguaban con el grosor de las alfombras. Entonces la abogada sacó una botella de vino, le sirvió un vaso de Pinot Grigio helado, le confesó que le agradaba mucho salir con él–ante la insistencia de Queso. Le dijo que se había convertido en su mejor amigo y que, por lo tanto, tenía que empezar a contarle de sus salidas furtivas con el dueño de la compañía donde trabajaban, que él era casado, pero la invitaba a la oficina con cualquier pretexto para besarse y le dijo que al comienzo ella se había resistido y había pedido renunciar pero que él se había comportado como todo un caballero.

Tres días después de aquella confesión, Queso estaba parado en una galería de arte, con una copa de vino helado en la mano, cuando la Gringa apareció para sacarlo de la duda. En el nuevo universo, la Gringa también tenía sus sueños de artista y estos no sucedían en Lima ni en Europa. En ese universo, Queso trabajaba diez, doce horas al día y juntaba dinero para un viaje de un mes de vacaciones recorriendo Europa, mientras la Gringa vivía con Yuyo, el ex enamorado, su sueño de vivir en el Cuzco dedicada a su arte. Esos dos universos eran imposibles de juntar. Si bien cabía la posibilidad que marchasen uno al lado del otro ¿no es cierto? Si no, cómo puedes explicar Gringa que estemos otra vez aquí, diez años después, olvidando de lo que pasó, de que nada resultó como tú lo habías querido,  que yo me largué no solo de esta ciudad sino del destino que no me ofrecía lo que yo quería tener. Porque parecía que algo se iba a reventar dentro mío, tal vez solo una esperanza es verdad, pero yo había vivido hasta entonces como el más tonto de los esperanzados y tal vez Heráclito y Bellow tenían razón y mi futuro era mi carácter, y mi carácter Gringa, es así.

Y Queso no tuvo más que decir, no quiso decir más porque sentía que si alguna vez había triunfado la amistad fue esa noche. Ni antes ni después. Y que todo lo que tuvo que decirle antes de largarse del Cuzco, aquella mañana después de la sesión de San Pedro a donde los llevó la Mami, estuvo bien. Fue acertado abrirle su corazón y decirle a La Gringa que ella tenía que intentar otra vez con Yuyo, ser paciente, tratar de quererlo otra vez, seguir sus sueños. Antes de marcharse al aeropuerto se lo repitió, para que la Gringa no creyera que después de lo que pasó esa noche él se había olvidado. Le repitió las mismas palabras que parecían dictadas por esas estrellas que llenaban la noche sobre el patio de la casita taller: ella y el Yuyo habían decidido anclar para dedicarse a soñar. En Lima solo lo esperaba esa oficina, diez horas al día de trabajo. Si bien ya no se cruzaba tan seguido con la abogada y ella al final había perdido la costumbre de dejarle mensajitos idiotas en el celular. ¿Fue un buen consejo?

Miraron el mar, mientras que el mesero del restaurante les decía, bajando los ojos como disculpándose por querer irse temprano a su casa: “Solo les puedo servir un último trago a los señores porque estamos cerrando” Se fijaron en la bahía de Miraflores. Aprendieron que aquella era la mejor hora para venir a este lugar. Era, tal vez, la única hora del día en la cual podían escoger esa mesa­–la mejor del restaurante–la única desde donde se podía ver las luces de Chorrillos y Barranco, los barcos adormecidos reflejando la luna, anclados al lado del Regatas. Y a esa hora, sin sentirse culpable de nada, ni por estar quitándole a nadie la mejor vista, con el mar a la espalda. Esa muchacha le sonreía mientras él le recordaba alguna frase que intercambiaron cuando caminaron la primera vez por el malecón. Queso pidió un chilcano de pisco y ella otra cerveza. La amistad había vencido, pensó Queso. ¿De qué otro modo se podía explicar que él estuviera otra vez al lado de ella, conversando de toda la vida como si no hubiera pasado nada? Sin ningún deseo de besarla, apreciando las dificultades de la Gringa; mientras ella escuchaba las insignificancias de una vida que era bastante feliz. “Nunca dudé que ibas a conseguir una muchacha linda” Fue una noche con bastantes silencios. El Queso sintió que cada silencio era como una fachada sostenida por toneladas de voces que llegaban del pasado, de recuerdos que se expresaban como mejor podían. La Gringa lo miró mientras sorbía el primer trago de su cerveza. Así nomás, dijo ella, mirándolo a los ojos con una sonrisa desde atrás del pico de su botellita, dejando que el mesero se alejara de su mesa con pasos torpes y con la cabeza baja, como disculpándose porque la Gringa no usaba el vaso mal lavado que le había dejado al lado, o tal vez por las luces que se habían bajado de intensidad porque el restaurante ya estaba cerrando, porque era casi la una de la madrugada y a ellos dos se le estaban acabando las opciones. Una amiga que estaba sufriendo, pensó Queso. Mucho más que lo que él sufrió cuando le llegó ese sobre con los detalles bordados y vio ese pedazo de cartulina blanca en la que sus tíos y los padres de la Gringa los invitaban al matrimonio de sus queridos hijos Yuyo y la Gringa. Sírvase pasar a los salones después de la ceremonia. Mucho más tristeza, con seguridad–pensó Queso–que aquél minuto luego de abrir el sobre, en la oficina, cuando tras echarle una mirada a su saldo en el banco llamó a la agencia de viajes y compró un pasaje para Europa. “Ese día, tiene que ser para ese día. ¿No hay vuelos para París?¿Para donde entonces? Está bien. Un pasaje para Lisboa, a las diez de la mañana. Escala en Nueva York, claro, muy bien”. Ahora ella le podía hablar de sus hijas, del dolor que le significaba el abandono de su padre. Le podía decir que ellas se estaban olvidando, que ya no preguntaban tanto por él. La Gringa le podía contar con detalles cómo la más pequeña, la que más se parece  a Yuyo está yendo a clases de ballet, y le gusta. Y que la menorcita dibujaba muy bien. ¿Y ella? Ella estaba viviendo nomás. Siempre tenía que hablar con voz de tragedia ¿no?¡Dramaqueen! Así la llamaban los otros miembros de la familia ¿Y las fotos? ¿Estás haciendo fotografía? La Gringa le podía contar que estaba en este proyecto con un artista inglés, que había venido dos veces a Lima para verla.

Podía escucharla sin sentir remordimiento. Es más, muy convencido de que la decisión de irse a vivir a Europa sin mucho dinero no fue tonta, ni apresurada. Que aquel viaje apresurado contribuyó a que se solucionaran ciertos temas. El matrimonio de Yuyo y la Gringa fue la mejor solución. ¿Se acordaba ella de lo que le dijo Queso antes de partir del Cuzco, la última vez? No, no se acordaba. Y Queso se sorprendió de que incluso aquello no le afectara. Que lo que él consideraba su diálogo perfecto en la despedida, a lo Casablanca, ella lo hubiera confundido en diez años de problemas. Porque tú no eres Humprey Bogart, Queso. Ella no era la mujer con la que tenías que saltar agarrado de la mano desde el puente, y tampoco existió jamás un mar perfecto al cual desbarrancarse gritando un poema de Keats.

La brisa, casi con ternura, complementaba el paisaje de la madrugada. ¿Quieres probar? Ella se acercó a probar un sorbo del chilcano de pisco. Dos vidas no tienen que estar condenadas al sufrimiento. Aquello es lo que hubiera sucedido. Queso se hubiera metido en sus proyectos, ella se hubiera inmiscuido en los proyectos del Queso  (que eran: viajar, vivir pobre, sufir hambre, casi morir atropellado, despertar a media noche pensando en regresar, viajar en trenes con temor a ser atrapado y deportado, fumar todo tipo de porquerías en España, encontrar a una muchacha en un bosque de Leiría: ¿De dónde eres? ¿Quebec? Siempre he querido ir a Quebec. ¿Trabajas en Portugal? Mucho mejor, yo vivo en Porto. Haciendo libros para la comunidad, un proyecto muy bonito. ¿Tú eres enfermera? Tengo un dolor en el pecho, no sé qué tomar. Jamás hubiera encontrado a esa muchacha en Leiría, en ese bosque a la medianoche, si no recibía ese parte de matrimonio y decidía viajar.

Terminó su chilcano y la Gringa se acabó la botella de cerveza. ¿Dónde vamos? Aún hay lugares abiertos en Barranco y un taxi está casi esperándolos. El taxista abre la puerta. Ese no, dice la Gringa, como si supiera que aquél no era el auto donde el destino los estaba esperando, cruzando esa calle, ese barrio, ese semáforo en rojo. Esos son muy caros. «Mira, tomemos uno en la calle, ese que viene». ¿Tico? No quiero un Tico. Súbete nomás. Y ella al subir al taxi le coge con suavidad el poto y Queso piensa que solo los buenos amigos se pueden coger el poto de aquella manera tan suave y sin doble intención. Se sube al taxi y arrancan hacia Barranco.