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The New York Street

Un blog lleno de historias

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FICCIÓN

Al fin de Lima


Estacionó el automóvil y se bajó. Desde allí se veía, a la distancia, la ciudad cubierta de arena. Las dunas habían avanzado con lentitud y persistencia durante tres años y, finalmente, a principios de octubre, la habían sepultado.

Mirando hacia el este se podía ver la enorme antena que levantaron. Apenas la punta. Los cerros con cuya vista había crecido ─eriazos, grises, bañados de neblina, como una correa ajustada alrededor de la ciudad, algunos llenos de gente─ estaban tapados. Con ellos habían desaparecido las últimas señas que acompañaban esos recuerdos con los que siempre había contado para permanecer cuerdo.

Él volvía desde el extranjero en los inviernos para recordar cómo fue su vida en Lima. Lo hacía mientras caminaba entre la neblina, con amigos, a veces desde las oxidadas unidades de trasporte público, apoyado contra los vidrios. Otras veces a paso lento por las calles estrechas y empedradas del Centro, bajo las arboledas de Miraflores o en los malecones de San Isidro y Magdalena, observando la silueta de San Lorenzo y El Frontón, la raquítica sombra en que se convertía La Punta desde la cima de los acantilados.

Antes de que Lima muriera sepultada ya era insano vivir allí.  Sus residentes fugaron en manadas multitudinarias hacia los pueblos del norte: Trujillo, Chiclayo, Chimbote—que se extendieron con mejor suerte porque los fugitivos limeños ya habían aprendido en carne propia las consecuencias del desorden urbano—; y hacia el sur: Ica, Nazca, Chala, Camaná, Mollendo —que se beneficiaron del aporte de algunas industrias y negocios administrativos que se marcharon sin ánimos de gastarse más de la cuenta en la mudanza (quizá con una mínima esperanza de que algún milagro rescatara a la ciudad de la arena).

Otros se alejaron lo más que pudieron: más allá de las montañas: Huaraz, Huancayo, Ayacucho, Cajamarca, Cuzco, Tarapoto, Iquitos, millones que llegaron abrazando la idea de recomenzar en otro sitio distinto.

Los exiliados que se fueron mucho antes del final ya sabían — porque conversaban con los muertos o porque creían saber interpretar la humedad del cielo en las hojas de coca— que no volverían jamás a ese lugar.

Esa tarde en que salió de su automóvil a observar el silencio, habían desaparecido los campamentos de los negociadores de tierras. Desde el auto comprobó la perfecta soledad del paraje. Es que en los tiempos del cataclismo se asentaron quienes imaginaron en este desastre una oportunidad magnífica para el negocio. Esos (¿gallinazos?) desafiaron al viento brutal, imaginando, en las pausas del paracas, que su paciencia y fortaleza les traería la fortuna. Sin embargo, pronto empezaron a escucharse los rumores: esos malevos envalentonados, ansiosos por hacerse ricos lotizando el descampado que alguna vez fue la gran metrópolis, caminaban sobre la arena hasta que se perdían. Nunca se supo de ellos. Hubo sobrevivientes testigos─muy pocos, los suficientes para llenarnos de miedo─ que dijeron haber visto a los agujeros abrirse a los pies de los hombres. El grito que aquellos desdichados proferían mientras se los tragaba la arena era el sonido del horror.

Quienes vivían aún pendientes del destino de Lima llegaron a creer que la arena que la cubrió tenía vida. Se convencieron de que la calamidad había sido planificada, de que se trataba de un acuerdo pactado —entre quién sabe qué fuerzas o qué dioses—  para tragarse a esa ciudad y preservar el espacio donde ella estuvo. Parte de ese plan era también disuadir a los fugitivos, convencerlos de la inutilidad de volver.

Para eso sirvieron aquellos rumores que se esparcieron pronto: los que definían el cataclismo como la consecuencia inevitable. Ya nadie hablaba más de la peculiar belleza de la capital—que él recordaba con claridad, tal vez porque venía de lejos— sino de cómo Lima se fue transformando en una nueva Gomorra.  Nadie hablaba de la voluntad de celebrar, de las fiestas: de toros, de gallos, de fútbol, la parrillada, la anticuchada, la noche cálida en que los amigos se reencontraban en las esquinas. No se mencionaba sus parques donde los novios remoloneaban, ni las risotadas de sus bares. Tampoco el canto de las palomas que acompañaba a los hombres y mujeres hasta en los barrios más bregados de cemento.

Extraño: nadie parecía querer recordar aquel descalabro espectacular que eran los fuegos artificiales y el humo de la Navidad y el Año Nuevo.

De Lima solo se mencionaba la vileza, el polvo que se pegaba a su gente.

Él la recordaba. Muy bien. Miró el desierto, la planicie uniforme. Muy pronto llegará el día en el que nadie escribirá una línea más sobre esa ciudad. La fantástica Lima se irá disolviendo: como Ilión. Pronto ella solo existirá en su memoria y los hijos de sus hijos no le creerán cuando lean lo que solo él puede escribir acerca de ella.  Es más, si los trajera con él, si los obligara a observar lo que él entonces está viendo, esa vista solo sería aquello que ve allí: nada.

Hostal Antún en Hermano Cerdo

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Escribir el cuento «Hostal Antún» me ha tomado algunos meses. Quisiera creer que el extenso trabajo de edición y reescritura ha contribuido a mejorar la idea original. No lo sé. De lo único de lo que estoy seguro es que es un placer verlo tan bellamente publicado. El cuento aparece hoy aquí en la prestigiosa revista literaria digital mexicana Hermano Cerdo. Espero que les guste.

Desde Bella Aurora

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Los pocos animales que tenían los siguieron por la quebrada silenciosa mientras el fuego les quemaba la cara y la policía apuntaba los rifles hacia los campesinos, parados como postes contra el cielo enrojecido.

Haberse deshecho de los invasores lo llenaba de júbilo. No importaba si la tarde se había impregnado con el aroma profundo, manchado de kerosene, de los trastos quemados que inundaron el cielo de la quebrada. Tampoco si había visto mujeres y hombres –macizos, manos encallosadas– llorando. Ésos eran los invasores que por años se habían beneficiado de sus campos, de su fértil tierra bordeando el río.

La justicia estaba hecha. Augurto podría empezar esa misma noche a planificar el destino de su propiedad. Llevaría vacas y caballos desde sus haciendas, sembraría olivos y algodón, papas, camotes y caña para destilar cañazo. Augurto, sereno, escuchaba con atención el informe del capitán:

Él y treinta hombres habían enfrentado la violenta resistencia de los campesinos. Habían respondido con perdigones a las pedradas y, sin causar ninguna muerte, se habían abierto camino entre las mujeres y los niños que entorpecieron el desalojo.

El fuego había consumido las chozas desparramadas sobre el fundo Bella Aurora. Los invasores jamás quisieron dar marcha atrás. Creyeron que con hondas y machetes podrían combatir al contingente armado que apareció por la tarde en la quebrada, tras un cansado viaje desde la capital de la provincia, para desalojarlos.

No nos quemes nuestras cosas señor policía: recuerda el capitán. La voz llorosa de aquella mujer que lo insultaba en quechua, que se lanzó a cogerlo del pantalón, de la chaqueta, que intentó morderlo, hasta que la desprendieron a las patadas. Mujer de mierda, vete ya, ya perdieron. Las tierras son de Don Augurto.

Sus pocos animales los siguieron por la quebrada silenciosa, mientras el fuego les quemaba la cara y la policía apuntaba los rifles contra los campesinos vencidos, quietos como postes contra el cielo enrojecido. Detrás de ellos estaba la sombra de los cerros yertos: era el paisaje del infierno.

A pesar de la sequía, de la necesidad y de la guerra que taparon con pobreza y con violencia aquella década maldita, esos invasores le habían sacado provecho a la tierra. Habían cosechado hasta en los rincones de piedras donde Bella Aurora sólo alardeaba de su resequedad.

Las tierras, una vez más, son de usted Don Augurto. Hemos cumplido con nuestro trabajo.

Así es, precisamente capitán: con su trabajo.

Ahí, en ese momento, le cambió la cara.

Siempre has sido un mezquino. Las tropas cansadas pero satisfechas, silenciosas, esperaban en la tolva del camión, las veinte horas de regreso hasta Caravelí. Uno de los peones salió por la puerta de la residencia de Augurto y les empezó a repartir los quesos.

–¿Qué clase de broma es ésta?

–Augurtito ¿por qué has hecho eso? Si les ofreciste 30 soles a cada uno y 200 soles al capitán ¿por qué no pagarles? Augurtito, eso no se hace.

–Sobrino, ellos sólo están cumpliendo con su trabajo.

El sombrero de paja sobre el rostro ancho, sonrojado y mofletudo, los ojos de azul tacaño debajo de dos cejas blancas y bien espesas. La pistola en el cinto, erguido, con las piernas como si estuviera a punto de encaramarse sobre su caballo.  Augurto ya tiene 70 años: el hijodeputa de siempre.

–Mire usted Don Juvenal. Don Augurto nos ofreció 30 soles a cada uno y ¿qué nos ha dado?: un queso. Ni siquiera hemos comido en toda la tarde ¿es eso justo?

Así que Juvenal, que sólo cruzaba el pueblo con sus obligaciones de alcalde, miró a la tropa y le ordenó que enfile para la pollería.  Les iba a invitar pollos a la brasa. Pidan nomás.

Así no es, Augurtito, así no es. Ya sé que es su trabajo, pero tú les has ofrecido

–Gracias sobrino. Pero no te metas. Esos cholos de mierda deberían darse por bien pagados.

Y la tropa se terminó los pollos en el restaurante de Trifina, bromeó con Josefa (la hija menor, que estaba agarrando forma y era coqueta como la madre.

Meses después, Josefa se fugará con un camionero y a éste lo mataría el río (si bien antes tendrían tres hijos,  cada cual más hermoso que el otro. No en Jaquí sino frente al mar, en Lomas).

Esta noche el cielo es negro y sin embargo se puede ver la Cruz del Sur sobre las calles en tinieblas de Jaquí, bajo la sombra encorvada de una palmera espectacular, mientras el camión con la tropa sonriente rebota contra el suelo afirmado de la entrada del pueblo, levanta el polvo frente a los olivares y se va para cruzar Malpaso, pegado a la banda, hacia la pampa de Yauca. Augurto se trepó a su camioneta y se fue a dormir para la chacra.

No pasaron ni dos meses cuando llegó la noticia: docenas de hombres han vuelto a tomar Bella Aurora. Han sorprendido a los peones. El mayor de los hijos de Augurto, el cojudo de Marquitos Javier, juró que regresaba después de la fiesta de octubre y se perdió durante días, en Ica, con una negra que conoció en la kermese.

Quién sabe, tal vez era una puta pagada, en complicidad con los invasores.

Marquitos Javier que persigue a la única mujer con la que se casó su padre, que detiene su caballo frente a ella, en las chacras, para amenazar con quitarle lo que le corresponde y además matarla. Marquitos Javier que siempre deja la hacienda abandonada y a los peones sin dinero ni comida.

Augurto maneja otra vez hasta Nazca para reiniciar la querella. Ese día le empieza la gastritis que lo matará, porque entre el abogado y el juez –que son compadres– le están sacando todo el dinero.

Se aprovechan porque tengo 500 reses en la sierra y buena parte de la quebrada es mía.

Además, Augurto es mujeriego. Su única señora –la que debería de cuidarle las tierras y las espaldas– lo ha abandonado, y ahora se dedica a la iglesia, a prenderle velas a los santos, a conversar con el cura. Porque Augurto, además de tacaño, le pega a sus hembras.

Otra vez le sacaron todo el dinero, pero ahí entró de nuevo a Jaquí, jubiloso, con la segunda orden de desalojo firmada por el juez. Caminó hasta la oficina del teléfono y le ordenó a la muchacha (Isabela, la telefonista) que lo comunicara inmediatamente con Caravelí.

El capitán responde que con mucho gusto Don Augurto, pero hoy no porque las tropas están ocupadas y a él le falta gente. Esta semana no Don Augurto, me va a disculpar Don Augurto.

Te vas joder viejo de mierda porque ni este año ni el próximo, ni nunca conchatumadre.

Hasta que morirás, Augurto.

Y serás velado en una casita que se llevó a pedazos el terremoto. Estarás rodeado por tus nueve mujeres, a quienes tu única señora les servirá el café, mientras ellas se preguntan si te quedará dinero. Y será tu señora quien te pagará un traje y una corbata nueva (porque ya sabe que no te quedó nada)  para que no luzcas tan mezquino como siempre cuando te vayan a enterrar.

Y Bella Aurora, para siempre, será de nosotros.

Por allí viene el invierno (2)

«Sólo maldecías que el mundo no girara alrededor tuyo y que no se te permitiera hacer lo que te diera la gana»

Tú te despertabas llorando ( o secándote dos o tres lágrimas). Sobre todo en el invierno. Entonces te maldecías por dormir en una habitación fría, porque el maricón del dueño apagaba el calefactor cada vez que la temperatura subía un grado.

Pensabas «Es enero en Lima» y te imaginabas el calor virulento de la ciudad. Pero esa humedad pegajosa de Lima–aquella ciudad a la cual creciste llamando «la horrible»–no te provocaba volver. Era más complicado. No llorabas porque extrañaras el infierno. Ni siquiera extrañabas a tu familia–a pesar de todo lo que dijeras después y las excusas que inventaste para justificar tu regreso. Sólo maldecías (en sueños, porque despierto eras un turista más atorado en Nueva York; sólo en tus sueños te comportabas interesante) que el mundo no girara alrededor tuyo y que no se te permitiera hacer lo que te diera la gana, que básicamente era: volver como héroe de tu autodestierro, pasar unos días reviviendo tu infancia, encontrarte con ella; y seguir viviendo como si nada hubiera pasado. Mejor dicho: como si lo que pasó– tus cinco años en Estados Unidos–hubiera sido un capítulo biográfico que te merecías: solo un escape de las líneas quebradas de tu adolescencia.

Es cierto que cinco años no son demasiados en estos tiempos de la ultra conexión electrónica. Si hoy «¿En qué momento se jodió el Perú?» hubiera sido un Tweet, habría pasado desapercibido entre tanto peruano interpretando la realidad desde la distancia. Pero tú estabas convencido de que los peruanos «nunca cambiamos ni cambiaremos» y esa convicción te permitió creerle a esa inocente bestia que te notaba afligido, y te escribía por e-mail «el Perú siempre va a estar allí». Como si sólo se tratara de subirse al tren unas estaciones más adelante.

Una mañana de enero,  tú te levantaste en tu cuartito helado de Brooklyn y encontraste un nuevo mensaje. Lo leíste unas diez veces antes de pensar en nada. «Voy a visitarte. No te vayas a ninguna parte en febrero ¿Ok?» En unos segundos, cogiste calor. Tenías legañas y una lágrima seca; y lo primero que hiciste fue apretar el almohadón contra tu vientre.  «Puede caer una tonelada de nieve entre esta mañana y febrero–pensaste–, pero por ti, resistiré».

La amargura

Juani amaba a Perséfone. En las horas muertas de la tarde, cuando terminaba de recoger las frutas maduras y de pasear a caballo, vigilante entre las matas de aquella tierra que le pertenecía a su familia; Juani imaginaba a Perséfone con él. Su padre se la había llevado a Lima a la fuerza, con el cuento de que tenía que estudiar.

La discusión empezó en la casa de ella. El tio Jesús llegó de la chacra y empezó a decirle que se tenía que ir a Lima en dos meses, que ya había conversado todo con la tía Olivia, que tenía un cuarto para ella y hasta se podía llevar el auto porque con el crimen que había en Lima era necesario. «Ya eres una mujercita, necesitas ponerte formal» le dijo el tío Jesús, que curó las quejas de su hija con una cachetada. Fue tan fuerte que Juani, sentado a su lado sobre el sillón de la sala,  tembló como si se la hubieran dado a él. «No me discutas, Persi», dijo el tío Jesús, y se fue para la bodega a verle el agua a sus aceitunas.

Al día siguiente y durante las semanas que siguieron, trataron de olvidarse del tema e hicieron su vida normal. Juani la esperaba a la salida del colegio, la acompañaba hasta su casa, almorzaba con ella y con su tía, regresaban a la casa de Juani y si no había nadie (casi nunca había nadie en casa de Juani) se encerraban en el dormitorio. Una de esas tardes, más caliente de lo normal, a Juani se le antojó que se lo quería hacer por atrás y Persi se dejó. Se quejó por un instante del dolor, pero al final fue como si lo hubieran hecho siempre; y se quedaron empapados de sudor, abrazados, él encima de ella. Luego se sentaron en la sala a ver una película de la tele. Después caminaron hacia el río. Juani le enseñó como domaba a uno de los caballos de su padre que se estaba portando chúcaro. Cuando la tarde enfrió, se fueron para la casa de Persi. Sentados en la mesa del comedor, la tía Rosa y sus cuatro hijas–Perséfone era la mayor–jugaron a las barajas hasta muy tarde. Como otras tantas noches, el tío Jesús nunca llegó a dormir.

Una de aquellas tardes, a Juani le trajeron del correo una postal de su hermano Damián, que vivía en Los Angeles. Él y su novia gringa le mandaban una postal de un viaje de vacaciones (la postal venía desde la ciudad de Vancouver). «Te extraño hermanito» escribía él detrás de la foto, antes de firmarla: Lauren y Damián .

Siempre que le llegaban noticias de su hermano, Juani se ponía de mal humor. Perséfone sabía que le tocaba estar atenta. A la primera ocasión le gustaba soltar cosas como «Me voy a ir a vivir a California». Sin embargo esta vez–quizá porque Perséfone se iba y aquella amargura dolía tanto que le cerraba la boca–no dijo nada. La postal se quedó olvidada en la cocina. Miraron televisión en la sala hasta pasada la medianoche, cuando Perséfone se despidió y se fue. Desde la puerta, Juani la vio cruzar la plaza.

Al día siguiente, muy temprano, le vinieron a dar la mala noticia: El tío Jesús había esperado a Perséfone, sin decirle nada la arrastró hasta su camioneta y se la llevó a Lima.

–Son siete horas, ya debe estar allá.

Juani nunca recordaba si fue él quien hizo el comentario acerca de las horas del viaje y la probabilidad de Perséfone llegando a Lima, a la nueva vida que su padre le ofrecía. De todos modos, aquella mañana en que Juani intentaba hacer su vida normal, miró una y otra vez las calles de Jaquí y sólo vio lo que siempre había en aquellas calles: polvo. Y le llegaba con claridad, la sensación que acompañaba aquella vista: sentía que se convertía en una especie de bicho, sin alas, un insecto que se arrastraba sobre el polvo, atrapado por aquél paisaje desierto que lo descorazonaba.

Su cabello

La vi pasando. Tenía el cabello de cierto modo y caminaba acompañada de una fragancia. No sé por qué hay mujeres que pasan y las siento así. Es quizá una cortesía que se cruza. Otras mujeres atraviesan la acera sin que les brindes ni siquiera un segundo, pero ella no.

Cuesta pensar que convicciones y deseos respondan a detalles tan sencillos. La mente es primitiva. Es fácil abandonar las ideas meditadas por una convicción de un segundo, por un deseo: me gusta. ¿Qué me gusta? La fragancia, la vista, el paisaje modificado por su cabello con el entorno de su cuerpo, con la luz de aquél segundo en que pasó por mi lado: la deseo.

De aquellos instantes, de aquellas dudas, también está hecha nuestra vida. Hay razones de sobra para derrumbar un mundo por un deseo. Después de algunas horas podemos sentirlo sofocado y pasajero. ¿Pero si aquél cabello ondeaba un poco más, si esos labios sugerían algo? La posibilidad es un reino que yo no conozco, es demasiado fácil caer en la tentación.

Por allí viene el invierno

"Dejaré un camino de hojas secas para que me sigas". Foto de Sylvia Rueda. Flicker.

Una vez un viejo sabio, que trabajaba estacionando coches conmigo en un club de golf durante el verano y se iba a pasar el hielo en su casa en la Florida, me detuvo entre dos escalones del estacionamiento y señalándome un espacio entre los árboles pelados y la grama cubierta completamente por hojas amarillas, me dijo: «Fíjate muchacho: por allí viene el invierno».

Yo había llegado de Lima unos meses atrás. Aún me estaba acostumbrando a la idea de pasar las fiestas de fin de año solo, en ese paisaje extraño, entre esas hojas de árboles cuyo nombre no sabía. Miré el dedo sin decir nada y él guardó la mano pronto en los bolsillos de la casaca verde que nos regalaron para que sobreviviéramos en el hielo. Seguimos trabajando.

Además de esa frase, que me viene a la mente cada vez que empieza el espectáculo de las hojas que caen, apenas si recuerdo otra cosa que su nombre: José. Debe estar ya en Florida, gozando de la jubilación ¿Se acordará de mi? ¿Acaso le daría pena saber que como todos los años yo sigo mirando el mismo espacio entre las hojas, imaginándome ese camino natural por donde llega la estación de mierda?

Quienes trabajábamos con él lo envidiábamos y lo detestábamos al mismo tiempo. Mis compañeros y yo acabábamos de aterrizar en Estados Unidos y corríamos casi sin descanso por la ladera del estacionamiento. No nos importaba si los socios del club nos encontraban sudorosos al abrir la puerta del auto, mientras nos dieran las gracias y la propina. Éramos trabajadores, contentos de ganarnos el pan con nuestro poco idioma y nuestras muchas ganas. José no. Decía con orgullo que iba a cumplir 60 años en un par de meses; contaba cómo se había ganado la jubilación durante unos 30 años abriendo la puerta en un edificio en Manhattan; no le importaba detenerse a conversar con las socias más veteranas que lo miraban con extrañeza mientras él gesticulaba como un dandy, explicándoles sus aventuras neoyorquinas y sus proyectos.

Ese mismo invierno, arrejuntados dentro de la caseta con calefacción donde matábamos el tiempo mientras se terminaba alguna fiesta o salían de cenar, José nos miró uno a uno e hizo sus pronósticos. Había un puertorriqueño que siempre venía muy bien vestido y algunas veces drogado. Dijo que él se iba. No volvería otra vez al club, el año lo sorprendería haciendo otra cosa «si es que no te meten a la cárcel». Había un hijo de libaneses que pensaba que se iba a quedar para siempre porque el trabajo le permitía levantarse tarde y salir temprano «Tú te vas» le dijo, con los ojos fijos, de loco –que puso las muy pocas veces en que se transformó en un energúmeno– sin disimular la rabia que le tenía al libanés, que siempre se burlaba del viejo, cuando éste bajaba y subía las escaleras, descansando casi en cada peldaño, con extraordinaria lentitud.

Entonces me miró a mí, que lo observaba un tanto asustado por sus predicciones, y me dijo «Tú te vas a quedar. Estarás aquí al principio de la próxima primavera».

The River Renoir


In that corner of the world where I lived, there was a river. The river brought life every Summer and his arrival was announced with stones and lightning.

The river was filled with good music, short stories and long novels. Once in a while it came with fascinating movies. Every Summer the river brought foreigners, who came singing their journeys using complicated words. Everyone who has a simple soul learns how to use the interesting words that come with the river. The river teaches you. First the sound of the words, and then their meaning.

I learned very young that some of these words are used to make the people cry; while others can be used like magic ointments, to refresh the inner self and to treat the deepest wounds.

Traveling, I met people who went through the same experience, who collected the same memories, the little stories and the bravest words.

I listened to the songs of their journeys. And I learned that in these times, when far away from home, every immigrant misses a river.

El submarino negro (Tercera parte)

Un miércoles por la noche llegó tarde y le dijeron que había una llamada para él. Contestó. Era la chica del laboratorio fotográfico:

Hola ¿Cómo estás?
Bien bien, llegando de trabajar. ¿Y tú?
Aburrida, en mi casa (risa nerviosa)
Me llamaste el otro día
Sí. Te he estado llamando toda la semana pero nunca te encuentro.
¿Y por qué me llamas tanto?
Ya te dije. Me gustas.
Pero si sólo me has visto una vez.
Eso basta para mí. Yo a la gente la conozco rápido
Con sólo mirarla a los ojos.
Sí, con sólo mirarla a los ojos ¿Tú tienes enamorada?
¿Yo? No.
¿Por qué no tienes?
No lo sé. He tenido una pero hace tiempo que no estoy saliendo con nadie. ¿Y tú?
Yo nunca he tenido enamorado.
¿Nunca? ¿Cuántos años tienes?
Nunca, es que los chicos que yo les gustaba a mí no me gustaban. Tengo diecisiete ¿Y tú?
Yo veinticuatro.
¿Y qué estás haciendo ahora?
Pensaba escribir un rato en la computadora y después irme a dormir.
¿No quieres conversar?
Sí quiero conversar. ¿Tú estás sola?
Mi abuelito está en su cuarto y mi tía ha salido con mis primas.
¿Sólo vives con ellos?
Sí. Mi abuelito es como mi papá porque él me ha criado. Mis tios no quieren que yo viva acá pero me aceptan porque siempre he estado junto a mi abuelito.
¿En qué parte de la sala estás?
En la sala. Acá está el teléfono y la televisión.
¿Puedes hablar mucho tiempo?
No. Mis tios no quieren que llame, pero si llegan yo les digo que tú eres el que me has llamado (risita)
¿Oye, no prefieres mejor que nos veamos en algún lado para conversar?
¿Puedes?
Sí, claro. Después de mi trabajo.
Yo sólo puedo los lunes porque los otros días mi tía me pasa a buscar por mi trabajo. ¿Qué quieres hacer?
Conversar. También quiero conocerte bien porque apenas me acuerdo de ti.
Yo sí me acuerdo bien de ti (risita)
¿Sí?¿Por qué?
Porque me gustaste (risa nerviosa)Ya te dije.
¿Y siempre llamas a los hombres que te gustan?
No, es la primera vez que lo hago. Pero tú me gustaste porque me sonreiste. Por eso te llamé.

Quedaron en encontrarse al lunes siguiente en la puerta del Cine Pacífico. Ricardo aprovechó para recoger unos discos que tenía que comentar en la sección de música de la revista. Esa mañana había estado reunido coordinando con la señora Trocadero el asunto del nombre de la revista y se había dado cuenta que todo el proyecto sería muy complicado. La gente del Jockey era una ladilla de culo. Querían que sus amigos en el mall, unos cuantos pedantes dueños de tiendas, sobre todo un ex-modelo de insoportable actitud, tuvieran mayor presencia. Querían que sólo aparecieran las tiendas que a ellos les agradaban y los productos que ellos aprobaban. Y querían revisar cada línea del texto que escribía Ricardo.
Habían llegado a un acuerdo sobre el nombre de la revista (Encuentros) pero no podían llegar a un acuerdo sobre el tipo de letra a utilizar en la carátula. El ingeniero estuvo coordinando la llegada de las ejecutivas de publicidad pero habían pasado dos semanas y no sólo no aparecían por la oficina donde les esperaba un cuarto especial con línea telefónica, sino tampoco habían dado aviso de haber vendido ningún espacio publicitario. El ingeniero lo llamó después del almuerzo para contarle un chiste malísimo y después decirle que estaba precupado por las implicancias de la crisis asiática.

Estacionó su carro frente a un parquímetro que no funcionaba. Una trabajadora municipal se acercó para cobrarle el parqueo. Se ubicó en la puerta del cine y al poco rato apareció ella. Color de piel muy trigueño y con cara de tímida. Llevaba una especie de strapless transparente de hilo negro encima de una camiseta blanca y unos blue jeans apretados. Calzaba unos zuecos de suela alta. Lo saludó, le sonrió, le dió la mano. Por fin se atrevió a acercarse más y recibió un beso en la mejilla.

¿Hace mucho que llegaste?
No, acabo de llegar. Estaba recogiendo un material en un edificio atrás del cine.
Mi prima ha venido conmigo y se ha ido a dar una vuelta pero tengo que encontrarme con ella en dos horas ¿Qué vamos a hacer?

Se le notaba nerviosa. Qué diablos pensó Ricardo, ella era la que había comenzado a llamarlo, ella era la causante de que él estuviera esa tarde frente al cine Pacífico.

Acá está mi carro. Te voy a llevar a un sitio que me gusta desde donde se va el mar. Pero sólo puedo estar contigo un par de horas. Mi prima me va a estar esperando.
Vamos a estar menos de dos horas. Es acá cerca.

Se subió al submarino.

La miraba de reojo. No le gustaba su nariz pero tenía algo bonito en la parte de los ojos y en la barbilla. Le pareció que ella transpiraba. Se frotaba las manos constantemente, estaba nerviosa.

Ricardo se fue por el camino de playas hasta la curva antes de la Herradura.Le dijo que se iban a sentar en esa explanada natural a ver la caída del sol. Había unos cuantos pescadores, un par de familias sentadas. Le preguntó a ella si alguna vez había venido y le dijo que nunca había estado en ese lugar. Había venido a la Herradura a bañarse pero nunca se detuvo en ese recodo de piedras.

Estaba tensa, rígida. No lo miraba a él, miraba directamente al mar. Ricardo contó un par de cosas sobre el mar pero no consiguió que se relajara. Todo el asunto le estaba pareciendo estúpido y le mujer no lo miraba, no se reía, era un manojo de nervios.

«Vamos ya», dijo. Se levantó y le hizo señas para que lo siguiera. Se metió en el auto y se fue manejando sin decir palabra.

¿Dónde te va esperar tu prima?
Déjame en una esquina del parque, allí esta bien. Yo camino.

Estacionó en una luz roja, la chica con un gesto rápido le dio un beso en la mejilla y se bajó. Ricardo ni siquiera la siguió con la mirada. Estaba seguro de que la prima no existía.

                                                                                                   ***
Alguien le había prevenido ya de España. Le dijeron que era un continente aparte. Un amigo de su padre le dijo ─con un whisky en la mano─ que los alemanes decían que África comenzaba en los Pirineos. Pero también le dijeron que los alemanes iban a España a divertirse porque en sus sociedades reprimidas no existía el espacio suficiente. Llegó en un tren directo de París, donde se encontró con la francesita que venía de Inglaterra. Durmió en el aeropuerto creyendo que su avión no había llegado y a la mañana siguiente se topó con ella que lo venía bucando toda la madrugada pero en un piso inferior del aeropuerto. No intentó explicarle que en su cabeza de aeropuertos tercermundistas ni se le había pasado por la cabeza que podía buscarla en otro piso que no fuera aquel en que lo dejó el autobús que tomó desde la última estación del metro.

La experiencia parisina fue mucho mejor que la primera vez, aunque tampoco le gustó la idea de pagar lo que pagó por un simple cuarto de hostal cerca de Montparnasse, desde donde ella tenía que partir para Burdeos.

Después de una sencilla despedida, luego del almuerzo, se besó con ella en el andén y marchó para el Louvre donde los sindicatos habían dado una tregua al gobierno municipal para abrir las puertas aún con los reclamos salariales sobre la mesa de negociaciones. Ya por ese entonces se le había metido en la cabeza que el mejor cuadro del mundo era El nacimiento de la Primavera de Boticelli, el que colgaba del museo de Florencia. Así que tampoco le dio demasiada pena no poder acercarse lo suficiente a La Gioconda, que lo miraba tras su vidrio protector, acordonada por un enjambre de japoneses y japonesas armados con sus cámaras Nikon.

Tanto leer de Portugal se dio cuenta que no se había enterado nada de España, pues le sorprendió que los pasajeros del tren que lo llevaba a Coruña fueran cambiando su idioma cada cuatro horas. Primero el vagón se llenó de vascos cruzando la frontera, donde un gendarme francés le hizo el único interrogatorio serio de todo su recorrido por Europa. Quería saber el nombre de la compañía donde trabajaba en Perú. Por joderlo le inventó un nombre y le dijo en francés que esa compañia de mierda sólo tenía sucursal en Lima. El gendarme abrió la boca para decir algo pero se quedó callado. Alguien en Francia le dijo que los policías franceses eran los más jodidos de Europa, aunque en España le previnieron de los Guardias Civiles, con fama de hinchapelotas entre los que viajaban a dedo y de mano dura con los indocumentados. Por un instante se acordó del ilegal ecuatoriano del bus parisino, agradeció por no estar buscando trabajo de ilegal sino ser uno de los hijos de puta tercermundistas que todavía podían recorrer Europa como turista.

Llegó a Coruña y Rosana lo esperaba con la alegría inmensa por verlo por primera vez desde que se marchó de Perú. Son embargo había estado nerviosa calculando si Ricardo llegaría de Frankfurt a tiempo. Cuando el tren llegó a Coruña sólo faltaba media hora para que saliera el colectivo que los llevaría desde el centro de la ciudad hasta la explanada en las afueras de Vigo donde se presentaría REM. En Frankfurt se había comprado el último disco y lo estuvo escuchando en el tren. Rosana se lo había comido canción por canción y ya estaba diciéndole que quería que tocaran At My Most Beautiful y que si no lo hacían se iba a sentir muy decepcionada.

Rosana le presentó a sus amigos, casi todos de la Escuela de Imagen de Galicia, la mayoría de ellos con el pelo largo largo y la sonrisa fácil. El más amigo de ella era Leandro que ni bien llegado a Vigo le preparó un trago de calimoxo y le ofreció armarle un porro de jachís. En la Garconne de Francia había ido a una feria juvenil en las afueras del pueblo con su francesita y amigos, y se había metido a algunas carpas de espectáculos y a un concierto al aire libre, pero aquello no se parecía ni un poco al espectáculo que veía en la explanada de Vigo con los cuatro o cinco mil personas haciendo barullo, tomando calimoxo del pico de sus botellas plásticas de Coca Cola y figurándose siempre algo divertido para hablar, de modo que la espera no resultara muy larga. A Ricardo no le pareció ni larga ni aburrida y ya estaba amando España cuando REM apareció el escenario y saltó con Rosana pegado a la reja de seguridad con It´s the End of the World (and we know it) y aceptó que ella le rompiera los oídos gritándole a Michael Stipe que le tocara At My Most Beautiful hasta que REM tocó la canción y ella le reventó el tímpano con el alarido de felicidad.

Había una chica entre las amigas de Rosana, pequeña y habladora, con los ojos traviesos, que le estuvo preparando los calimoxos extras que se tomaron sobre el pasto de la explanada mientras esperaban el colectivo de regreso. Rosana le previno que ni se le acercara demasiado porque ella era enamorada de su amigo. Así que sólo la estuvo escuchando hablar, sentado a su lado, describiéndole una playa de ensueño al lado de un pueblito como en los cuentos donde el sol salía más hermoso que en toda España, donde los jóvenes se subían a un puente peatonal por donde pasaba el tren de ENFE sólo por el gusto del susto que les daba ver al tren pasar a unos centímetros de ellos. Decía que desde la ventana de la habitación donde ella creció se podía saltar un clavado directo al mar. Hablando de aquello llegaron de regreso a Coruña casi a las tres de la madrugada, se despidió de ella con un beso en la mejilla y se fue caminando hacia la casa con Rosana que quería presentarle a su esposo. A esas horas la avenida Finisterre parecía un cementerio.

8.

-Te estuve esperando todo el fin de semana y no me llamaste. Llámame.

Era la voz de Leyla. No sé qué le vió a Leyla la primera vez que le dió un beso. No era femenina. Y eso le disgustaba. Pero la primera noche fue natural. Pasaron de unas cervezas en un bar en Barranco hasta su cuarto, le tendió una cama al lado de la suya. Se pusieron a conversar, ella mirándolo hacia el suelo.

Nunca se había fijado en Leyla. Había salido varias veces con Claudia, su mejor amiga, pero no con Leyla. Sin embargo ella estaba hablando y él le dió un beso mordiéndole la boca.

-¿Y eso?
-Porque eres linda.

Lo era. Tenía un alma bellísima. Laentablemente él no estaba buscando almas en ese tiempo. Pero estaba tan desesperado buscando el corazón de Karina que Leyla fue un respiro. Una chica sin complicaciones, simpática y que además sabía hablar de todo. La convenció esa misma noche para dormir con ella. “No me gusta dormir solo”, dijo cuando se subió a su cama. Se bajó los shorts y pegó su pene al cuerpo de ella. ¨¿Qué haces?¨ Ella se apartó asustada. ¨Tranquilízate. Sólo que me han dado ganas de hacerte el amor.¨ Leyla no se tranquilizó, pero tampoco dijo nada más. El cogió su mano y se la puso encima de su pene. Ella lo agarró y lo comenzó a sobar. ¨No vamos a hacer nada esta noche¨, dijo. Y no hcieron nada. Ricardo Stoll le metió la lengua hasta la garganta y trató de pegarse un poco más. Tampoco dejó que le agarraran las tetas. Pero se quedaron dormidos con ella sosteniéndole el pene. Ricardo pensó que tal vez estaba con la regla.

Lo mejor fue a la mañana siguiente cuando Leyla le dijo que su papá les había preparado desayuno. Ricardo se metió al baño para echarse agua a la cara y después bajó a la cocina. Al señor lo había visto unas cuantas veces, cuando vino con Claudia a reuniones en casa de Leyla. Era arquitecto, pero para variar en esos años, no encontraba ninguna clase de trabajo y estaba casi un año sin tener ningún ingreso vinculado a su carrera. La mamá de Leyla estaba trabajando en Estados Unidos y desde allí les mandaba plata a él y a sus dos hijas. Con eso sobrevivían. Tomaron jugo de papaya , café, hicieron una sobremesa breve y él se fue. En la puerta de su casa le dio un pequeño beso. Y eso había sido toda su relación con Leyla hasta dos semanas luego cuando escuchó ese mensaje en la contestadora.

La llamó. Primero porque la semana había sido jodida y necesitaba conversar con alguien. Y toda la semana habia tratado de salir con Karina y ella no le había dado ni puta bola.

Hola
Hola, por fin el desaparecido…
Es que he estado hasta arriba de trabajo.
No te creo.
Es verdad.
Pero podrías aunque sea llamarme un ratito ¿no?
Tenía razón. Toda la razón. Pero como decirle a alguien que no te dio la gana ni tenías las ganas de llamarla.
¿Quieres salir esta noche?
Es Martes! ¿A dónde?
Me han hablado mucho de ese bar en el Centro.
¿El Centro?
Lo sabía. La mayoría de sus amigas se hubieran escandalizado si les hubiera dicho que quería llevarlas al centro. Karina lo hubiera mandado a la mierda asi de fácil. Pero pensó que Leyla era distinta. Se le veía mucho más abierta de mente que sus otras amigas.
¿Al Zurich?
Sí. ¿Has ido?
Una vez. Es bacán. Pero hay que ir temprano. Se llena.

Pasó a recogerla en el submarino alrededor de las nueve. Salió con una camiseta blanca y unos bluejeans sueltos. Qué distinta de Karina pensó Ricardo. Ella siempre habría salido con los jeans al cuete. Ajustadísimos. Pero a Leyla le daba lo mismo su figura. Y ese no era su fuerte. Su sonrisa. Ese era su mayor atractivo.

Conversaron de muchas cosas pero nunca de amor ni de nada parecido. Fue divertido. Se cagaron de risa todo el tiempo en su mesa al lado de la orquesta. Y le invitaron una ronda a los músicos antes de largarse. Nunca había estado Ricardo en una cantina estilo alemán. Tampoco había frecuentado bares en el Centro de Lima. Salieron y se fueron haia la Plaza San Martín. Ricardo la apoyó sobre una columna en los pasadizos frente a la Plaza. La besó. La besó otra vez. Metió su lengua todo lo que pudo. Levantó sus brazos y tapándola con su cuerpo, en las sombras, le acarició los pechos por encima del polo. Apretó su cuerpo para que ella sintiera el pene endurecido. Ella se apretó contra él. Estuvieron así un rato más, caminando por las sombras del pasadizo, besándose sobre distintas columnas. Ricardo supo para qué la había traído al centro: siempre había querido hacer eso. Desde que Luis, su amigo de infancia, le dijo que estuvo paseando con una novia por el Centro y se metieron a un hotelito con vista a la Plaza de Armas. Despertar en el Centro de Lima. Era una idea atractiva para su puto background de clase media. En ese ambiente era mucho más difícil que alguien los reconociera, se podía pasear por la plaza besándola y manoseándola en público. Nadie iría a contárselo a nadie. Todo quedaría entre él y ella. Nadie más lo sabría si se metían luego a un hotelito con vista a la Plaza de Armas.

Tengo ganas de bailar.
¿Ah, si? ¿Dónde?
Conozco una discoteca. En Zárate.
¿Zárate?

Había leído un artículo en El Comercio sobre la movida en ese barrio. Antes de eso Zárate sólo era conocido por estar lleno de choros, estar cerca a Lurigancho. Con su viejo, Ricardo también había venido a Zárate a un taller de reparaciones de autos. Y un amigo del colegio, el chino Fujiyama, tenía su fábrica de omnibuses en Zárate, donde construyó un patio gigante al lado de las máquinas y celebraba los cumpleaños de su hijo.

-Hicimos un trabajo de investigación para el taller de periodismo y fuimos allí. Es bacán.
-Vamos pues. ¿En carro?
-No, déjalo en la playa. Mejor tomamos un taxi.

En el taxi estuvieron besándose todo el camino. Ricardo metió su mano entre las piernas y tocó su vagina por encima de la tela del bluejean. La sobó. La dejó ahí y ella cerró las piernas y la apretó.

La discoteca quedaba en un segundo piso de un edificio construído según sus amigos llamaban “el estilo Miami”: colores pasteles, vidrios de todos los colores, luces de neón por aquí y por allá. Todo pastel, como si el mar de Florida estuviera allí a dos pasos. La pista de baile daba a un ventanal, con una impresionante vista de Lima. La vieja planta recicladora de metales, los cerros inundados de casas, la negrura del cementerio más allá donde no alcanzaba la vista. La punta en cruz de las iglesias coloniales en el Centro. Era excitante. No bailaron. Él delineó la forma de su pechos sobre la ropa al ritmo de “Cuentos de la Cripta”. Metió su lengua en ella mientras Leyla le apretaba el paquete y él comenzaba a soñar con que se la chupara. Tomaron una cerveza y regresaron al Centro. El taxi los dejó a dos cuadras de la Plaza de Armas frente a un soldado que dormía de pie con una metralleta en la mano. Dormía. Ricardo volvió a mirarlo para cerciorarse. Tenía los ojos cerrados y el dedo en el gatillo.

Tocaron el portón de un hotel que él conocía estaba lleno todo el año de turistas. Por una ventanita de la puerta les ofrecieron un cuarto, pero sin baño. No aceptaron porque los dos estaban meándose. Caminaron hasta otro hotel y les dijeron que todo estaba lleno. Ricardo se acordó de un hostal frente a lo que antes eran las tiendas Oeschle. Solía ver el cartel cuando pasaba de niño con la familia, yendo a recoger a su padre del trabajo. Entraron. Subieron más de cuarenta peldaños y el conserje les enseñó la habitación. Ella entró al baño. Ricardo esperó su turno. Cuando salió del baño una luz de mesa estaba encendida al lado de la cama y ella estaba tendida con ropa y con laa piernas abiertas. Le sacó el jean mientras ella lo ayudaba. Ella le desabotonó la camisa. Sacó su polo y ella lo ayudó a desabrochar el brassiere. Leyla se acomodó sobre la cama y le enseñó el trasero redondo y cobrizo. Las lineas de la ropa de baño estaban bien marcadas alrededor de su pubis. Ricardo intentó entrar. Ella se dobló y gritó. Ricardo se asustó y se retiró. “Eres un bruto”, le dijo después en Nueva York.

-Se me antojó, no me di cuenta, creeme. No lo pensé.

Terminaron de hacer el amor, él sobre ella. Y se quedaron dormidos abrazados. Cuando despertó Ricardo, Leyla estaba duchándose. Puso los pies desnudos sobre el parquet del suelo y dio dos pasos hacia la ventana. Trató de abrirla con fuerza pero no pudo. Forzó la perilla y por fin comenzó a ceder. Abrió. Había una pared del otro lado, casi pegada a su nariz, como si el cuarto fuese un cubículo de cemento, una cárcel. No había una puta vista. Entonces se le ocurrió mirar el reloj y se dio cuenta de que era muy tarde.

9.
Semanas antes de viajar fuera del país, por primera y única vez en el submarino, ya sentía Ricardo que su mundo se estaba desmoronando. El ingeniero no lo quería reconocer pero el trato con el Centro Comercial le estaba reventando los huevos. Cada vez que había un problema de dinero ellos se negaban a cubrir cualquier costo. Ricardo había comenzado a recibir también llamadas del fotógrafo y los productores le decían lo que se demoraban en cobrar los cheques, que tenían que perseguir al contador para que los considerara en los pagos de cada quincena. Las ventas de pulicidad no eran lo que habían esperado en un principio. De aquello Ricardo se dio cuenta ni bien intentaron publicar las primeras secciones pagadas para el número de estreno. Todo el esquema consisitía en que las tiendas del Centro Comercial estarían tan interesadas en aparecer en la revista del Jockey Plaza que no les importaría dar dinero. Con lo que nadie contaba es que la mayor parte de los dueños de estas tiendas atravesaba problemas económicos porque las ventas no eran las esperadas y porque estaban hartos de pagar una renta que consideraban “asesina”. Todas las tiendas estaban a punto de la bancarrota. Ni siquiera las grandes anclas del Centro Comercial─las dos megatiendas de departamentos que anunciaban abundantemente en televisión y en prensa─ estaban dispuestas a dar dinero para un proyecto de revista con el nombre del Centro Comercial. Y el sólo mencionar a Solís y a Tocadero los ponía a la defensiva.

La revista de cable también estaba en ruinas. El golpe de gracia para la alicaída empresa y sus trabajdores fue el traspaso del negocio de la compañia americana─Bell South─a sus dueños originales, los Delgado, acostumbrados a sobrevivir en condiciones históricas adversas. Para ellos la criollada de pagar a destiempo o regatear aumentos del personal era un asunto sobre el cual podían brindar una clase magistral. El editor estaba a punto del colapso nervioso porque su trabajo demandaba largas horas en la oficina y la carga adicional de supervisar las ventas publicitarias. Dos veces lo llamaron parta asistir a reuniones de reducción de personal. El editor les dijo que tenían mucha suerte que no hubieran tocado el dinero ni el puesto de nadie de la revista pero que aquello sólo parecía que seguiría empeorando.

La revista del Jockey Plaza estaba parada por falta de decisiones. En una reunión de comienzo de semana, días antes de llevar el material a imprenta, el ingeniero le dijo que estaba tentado de mandar a la mierda a Solís y Trocadero. No sólo no le devolvían las llamadas sino que cuando lograba ubicarlos decían que cualquier problema económico era responsabilidad de la editora, que todo aquello estaba escrito en el contrato. Y tenía razón. Si bien nadie en la empresa, ni Ricardo ni el ingeniero, al brindar por el parto de Paula el primer día y sobarse las manos pensando en el negocio del siglo, se imaginaron que la economía del país se iría al diablo de una manera tan acelerada. En picada.

Unas tardes después, el ingeniero lo llamó a su despacho y le dijo que la revista no iba más. Que prefería no imprimir nada, pagar a los productores y al fotógrafo y dejar todo en el aire. Que prefería no seguir haciendo negocio con esos hijos de puta. Que Ricardo se encargaría de supervisar otros proyectos que el ingeniero tenía pendientes, hasta que saliera alguna cosa importante. Ricardo aprovechó para recordarle que le tocaban vacaciones en una semana y preguntó si podía tomarse las cuatro semanas. «Por supuesto», respondió el ingeniero. Ricardo suspiró aliviado, los últimos doce meses habían sido los más estresantes de su vida. Necesitaba viajar. Durante esa semana fue a visitar al editor de la revista de cable y le dijo que pensaba tomarse unas vacaciones. El editor le respondió que era el momento más apropiado. Abrió un folder debajo de una ruma de cosas y sacó un papel membratado con el logo de la empresa, firmado por el Gerente General.

─Es tu carta de renuncia voluntaria. “Te la iba a dar la semana pasada y la guardé porque queria encontrar el momento apropiado.” Creo que este es.

Foto: Hubse: «Yet Another Village in the Coast of Spain»/Flickr.com

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