
Me he metido a Los ríos profundos desde Nueva York, en la bella edición de aniversario de Estruendomudo. Había estado buscando una edición mejor que la que tenía en mi biblioteca, sin embargo las ofertadas en Amazon eran carísimas.
Mi primera sensación es de culpa: he debido leerlo antes.
Leí El Sexto, en el colegio; y El Zorro de arriba, el zorro de abajo en la universidad. De la novela sobre la cárcel limeña sólo recuerdo cierto asco causado por la preocupación descriptiva de las bajezas y humillaciones de los presos. Si bien a los televidentes peruanos, el motín con «Mosca Loca» quemando vivo a otro prisionero, ya nos había preparado para el zoológico dantesco que retrataba Arguedas en El Sexto.
Los zorros me impactó más. Me estremecieron las cartas redactadas antes del suicidio y me agradó la prosa limpia; y las ideas bien elaboradas dentro de la ficción, sobre la violencia del proceso migratorio, y la vida precaria y mafiosa de Chimbote.
Que Arguedas se matara fue un error que los peruanos pagamos caro: él era el elegido. Tanto para escribir sobre los traumas del traslado del mundo de los Andes a la Costa; como de la llegada del occidente a los Andes. Muy difícil alcanzar su intensidad. Claro que los demonios que lo mataron pueden haber sido los mismos que lo obligaron a escribir con esa fuerza.
No esperaba encontrarme con tanto de Joyce en un libro limpio, poético, fácil de leer, repleto de intensas descripciones; que tal vez mi primera lectura apenas si ha «olido». Porque éste es uno de los libros que reclaman–igual que El retrato del artista adolescente–una segunda lectura.
Un crítico de Joyce decía que al leer El retrato pensó que alguien le había contado a Joyce los pormenores de su propia adolescencia. Mi experiencia en el colegio, si bien es geográficamente más cercana a la de Ernesto, es mucho más parecida a la de Stephen Dedalus. A mí–animal de ciudad, limeño– me es difícil identificarme con un joven en cuya mente cohabitan, con tal intensidad, el catolicismo y el animismo andino.
En el momento en que Ernesto se da cuenta del abismo que lo separa del Markask’a ( a quien él había considerado durante gran parte de la novela como un amigo muy cercano); supe que sólo Ántero podría haber sido Stephen Dedalus. Ántero (Markask’a) se pudo haber convertido en el joven escritor que vivía en la torre de Martello o marchaba dubitativo sobre la arena de la bahía de Dublin.
Ernesto no. Al enterrar en el patio de la escuela su zumbayllu, tras notar que la mente de su amigo Markask’a también había sido penetrada por la cochinada del mundo; que él también veía las relaciones con las mujeres con la misma perturbadora «suciedad» que el limeño Gerardo; Ernesto escoge otro camino: el que lo regresa hacia el mundo andino (tal vez de vuelta al padre); y lo separa para siempre de la «occidentalizada» ciudad de Abancay.
Arguedas usa a Joyce, y se aleja de Joyce. «He leído y entendido a Shakespeare–dice el escritor en sus cartas póstumas–; y hasta al Ulises de Joyce.» Lo ha entendido y lo ha convertido en otro personaje, para que se mezcle con los demás estudiantes en ese colegio católico de los Andes; mientras nos pinta con intensos colores sus ríos, sus chicheras rebeldes, sus pongos, sus huayruros borrachos, sus arpistas trovadores y viajeros.
Gran parte de la magia del libro es la mirada de Ernesto sobre los hechos de Abancay. Su interpretación del universo, su concepción original del mundo.
Tal vez es la única mirada de un escritor con proyección universal que ha llegado al corazón de ese universo. Aquel mundo que todavía permanece allí en los Andes, paralelo al de nuestras ciudades y nuestros Dedalus.