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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

febrero 2011

La pirca

Y de niños trepábamos la cerca de los establos

Y ella me dijo con calma:

“Cierra la puerta”

Mientras cubría los pechos con sus brazos.

 

Pero frente al mar, rodeados de libertad, éramos los nunca jamás.

Interpretábamos el océano

Ese curioso laberinto.

 

“¿Y qué somos nosotros? ¿Primos?”

Es una pila de imágenes desconectadas

como la ruma de piedras de las casas

Desbaratadas.

Y sería tan bello todo con agua

Pero no hay agua

“El imbécil ignorante ha quemado el monte”

 

Sígueme. Te voy a enseñar a vencer el miedo

Nunca tuve miedo del mar.

Cubierto de barro me sumergí en el puquial.

“¡Te ahogarás!”

Corriendo hacia el sur a interpretar los acertijos.

Tampoco tengo miedo del agua

“¡Te ahogarás!”

Nunca pensé más que hoy en la muerte

Mis sueños han prefijado la noche.

 

Y yo creo en mis sueños.

 

En otra ciudad, mucho más lejos, avanzan los autos

“Toda la Javier Prado Molicentro Musa”

“Cinco minutos, cinco minutos”

“Ahora dale. Pisa, piiiiisa”

La Combi acelera

Y yo maravillado.

Mal resolvedor de acertijos

Atento y presto, con mi diccionario.

 

Vuelvo a mirarme en el reflejo del agua

Entre las olas del Pozo

Delicadeza de sus líneas, de sus ojos

Delicadeza de sus manos

Ofreciéndose.

 

¿No somos primos?

Pozo de los hombres (Ja)

Y es que las estirpes condenadas a cien años

De soledad

“¡Nunca tendrán, nunca tendrán!”

…jamás.

On/Off

"Quién sabe lo que hubiera pasado si Sofía le hubiera dejado un pequeño espacio entre la refrigeradora extra grande y la cocina eléctrica de cinco fogones"

El escenario es una casa entre los arenales de un barrio a medio construir. Una casa elegante–como es la elegancia en Lima: portón de madera, muros extra altos, espinas de metal sobre la pared y cerco eléctrico.

Sospecho que el individuo tiene 20 años. Le ha dado por leer literatura latinoamericana, ha viajado y está un poco extraviado en esa ciudad. Aún no trabaja,  reserva sus fuerzas para los estudios. En sus horas libres sale con amigos, desperdicia los fines de semana con ellos, deambula sin rumbo fijo por las noches de bares, se imagina cómo sería el universo con una pareja.

Entonces ella, la llamaremos Sofía ( no sé por qué, tal vez una forma de venganza contra la Vergara por insultar en público al Perú-actividad que debe ser reservada para los espacios privados y solo entre peruanos) ha invitado al individuo a una reunión en su casa. Nada especial. El  individuo solo recuerda que, con algún pretexto, Sofía lo llevó a la cocina. Allí, sin previo aviso, lo arrinconó contra uno de los muebles de su cocina extraelegante–dos mesas en cada rincón, treinta luces con intensidad variable, aquellas cocinas que se ven mejor sin gente en ellas–, y apretando su cuerpo con desesperación, como si se viniera al contacto con él , lo besó (casi lo mordió, se lo tragó). Y el individuo, que se creía algo así como dueño de los secretos del cosmos, después de haber leído tanto y tan mal, no supo qué hacer. Le dio miedo que Sofía lo dejara sin espacio para maniobrar, para correr, sin boca para pedir auxilio.  El individuo recuerda algunas palabras que en otro contexto lo hubieran encendido: «Vamos a mi cama, te deseo, quiero comerte…» Pero en ese contexto confuso, en el escenario ridículo de la cocina extraelegante y vacía,  le parecieron demasiado opresivos.

Quién sabe lo que hubiera pasado si Sofía le hubiera dejado un pequeño espacio entre la refrigeradora extra grande y la cocina eléctrica de cinco fogones. Quién sabe si solo le hubiera dicho «Te espero». El individuo de 20 años tal vez hubiera actuado diferente. Tal vez hoy vivirían en Lima y de vez en cuando él hubiera probado los manjares preparados en aquella cocina súper elegante. Tal vez tendrían hijos. Tal vez.

Sofía vio que el individuo se iba de su casa y lo llamó poco hombre. (Tal vez eso era) Y al ver su cara de enfado y su disposición a marcharse, apurado hacia el auto; otra vez se le colgó de los brazos, lo arrinconó contra la pared del intercomunicador al lado de la puerta, y oprimiendo los pezones y todo el cuerpo, con los labios carnosos medio abiertos, los ojos brillosos, le rogó que le hiciera caso, que la perdonara, que la siguiera hasta su cuarto. Y el individuo de 20 años la miró por encima, como quien mira un plato mal cocinado, una cerveza caliente.

Bloomsday, 23 de febrero

James Joyce, autor de Ulysses

A fines de diciembre, Frances me comentó que en el Graduate Center estaban dictando esta clase dedicada al estudio del Ulysses de James Joyce. Y como quien no quiere la cosa averigüé el nombre del profesor y le mandé un e-mail explicándole que me gustaría asistir a su clase como observador. Aceptó (después de tomarse casi tres semanas) y desde Tanaka le contesté, confirmando que ahí nos veríamos en febrero.

Así que ya empezó. Entre alusiones a la luz y el tiempo y el espacio, el profesor Epstein y Stephen Dedalus me acompañan los lunes y los miércoles de 2 a 4 de la tarde. Las últimas dos clases se han prolongado hasta casi las 5; y el próximo lunes entra en ellas el inolvidable Mr. Bloom.

Epstein lee los capítulos con paciencia, intercalando comentarios que van desde el significado de las palabras en griego o los juegos con el latín, hasta las alusiones a cánticos, adivinanzas o figuras patrióticas irlandesas. Hoy hemos recorrido la playa con el joven Dedalus, y lo acompañamos en sus interminables monólogos creativos que marchan desde la casa de su tía y su tío alcohólico hasta las calles de París, combinándose con sus severas impresiones de los irlandeses en el exilio.

¿Novedades? Bueno, leí este conjunto de cuentos de Cesare Pavese: La Playa, donde Pavese intercala diálogos con su apreciación de las decisiones, los movimientos y los cambios de ánimo de los personajes–pintados con sencillez, con precisión. Y después de pasar enero entre Freedom de Jonathan Franzen y La promesa del alba de Romain Gary, empecé a leer Auto de fe de Canetti, cuya lectura he seguido intermitentemente mientras se cruzaba Pavese; también algunos cuentos de Ribeyro en una pésima edición encontrada en una libreria de segunda en Bogotá (no hay nada mejor que aquella Antología personal del Fondo de Cultura para empezar a leerlo) ; Summertime, la autobiografía ficcionada de los inicios como escritor de J.M. Coetzee; y algunos artículos muy bien escritos en The New Yorker (el que escribió Francisco Goldman–sobre la muerte de su esposa en un accidente en el mar de México–es chocante por el detalle con que expone su relación con ella y la clarísima simplicidad con que una tragedia inesperada arruina su vida); y otras lecturas vinculadas al libro de Joyce (mis notas para el examen de la maestría y el librito de Gilbert sobre todo; si bien me queda por leer lo de Edmund Wilson en Axel’s Castle).

Manhattan sigue fría y hermosa. A los que se quejan de la ciudad no tengo nada que decirles. Puedo caminar por ella muchas veces sin aburrirme. Nunca me canso.

Procedo

A corregir tu nombre
Tus leves, crueles
Pozos de selva, olivos encantados.
Negros ojos que remiten
Que parece que transan.
Enredo mi manos, húmedas, eléctricas.

Lloramos como enrevesados
Sin entendernos poco ni mucho
Procedo a corregir tu nombre
Como si pudiera explicar
Por qué cierro tus párpados
Por qué quiero besarlos

Peekskill, 19.02.2011

Creo

Que todo va a estallar en círculos
Una llama gigante envolverá a este tren
En este instante.

No pasa nada.

Circulo. Sobre la plataforma desgastada.
Recordando el ocio perfecto.
Siento mis manos, pegajosas.
Mis ojos tan débiles, quizás enfermos.
Se abre la puerta y penetra la magia:

«Soy la mujer más bella del mundo»
Y yo no puedo creerlo.
Todos los demás son tan feos.

(Sostenme Carlitos Williams)
Yo sonrío con el libro a medio metro.
Ella tiene los ojos muy cansados.
Quizás enfermos.

¿Es bella en realidad?
No es la más bella del mundo.
Pero tiene razón:
Me veo detenido en ese rugido.
«Yo tuve diecinueve abortos».
Definitivo: son sus ojos.

Si la vieras.

Venimos de dos mundos distintos
En el nuestro no se grita aquello.
Luces de plástico celebrando tu
Frente arrugada. Aire caliente enfriando
Mi emoción

(Carlitos Williams. Creo saber a qué te refieres)

«Es un libro que deben de leer
Todos los que quieran la literatura»
Ejercicio de imaginaciones,
Con un pie llegando al invierno.
Con el otro en Lima.

(¿Y a dónde más iban a huir, Billy?)

Salgo de la estación.
Entre los caníbales del Barrio Chino
Las carteras perfectas
Muchos ojos azules encima
Niebla, paseo de gente sacudida.

Caminas erguida entre la ropa
«Agáchate para verte mejor,
Espérate que acomodo la cámara»
Yo aburrido de tenerte ganas.
Y tu sonrisa dice tanto
De tu forma de besar.

Y tú con ni puta idea de lo que he estado pensando.
Nada.
«¿Cómo has estado?»
«Te he extrañado, baby»

Otra ves me sonríes mirando a la cámara
Tal vez tengas toda la razón
Tal vez seamos todos feos
Estemos todos percudidos, víctimas de la grasa.
Habrá que esperar hasta Navidad
Para ver lo que nos traigan las hadas
Entre los radares y parábolas de un país atrasado.

«Que haya venido a sacrificarse
Me parece tan parroquiano…»

Y el yate empieza su carrera
Se despierta Molly en su cofre cibernético
«Bienvenidos al desierto de lo inmoral»
Saca un número, me mira a los ojos otra vez
Y me dice:
Tú no eres el elegido

¿Quién se lo dirá a Morfeo?

Peekskill, 19.2.2011

Los Carbajal

Augusto fue dado de alta y se dedicó a ordenar su vida, salvó varios cursos de la universidad que se le iban para tricas, le pidió perdón a su padre, y fue más cariñoso con Luciana a la que se prometió no volver a engañar

Augusto, hijo de Renato Carbajal, torció mal en la salida de la Javier Prado y la avenida La Molina, derrapó con la moto, perdió el control y el pesado aparato japonés casi lo mata. Perdió el sentido al estrellarse contra una berma que circundaba los jardines laterales de la avenida. Lo recuperó en la clínica y vio a su novia, Luciana, y a sus padres, llorosos al lado de la cama.

–Casi la cago, fueron sus primeras palabras. Hizo un esfuerzo por reírse, dejó que ellos fueran los que bromearan acerca de su buen estado de salud, y se volvió a dormir.

Una semana después, Augusto fue dado de alta y se dedicó a ordenar su vida, salvó varios cursos de la universidad que se le iban para tricas, le pidió perdón a su padre, y fue más cariñoso con Luciana a la que se prometió no volver a engañar. Empezó a hacer amigos en sus clases, compañeros con los que no pensaba salir de juerga interminable, sino hacer empresa, ganar dinero, montar su propio negocio y, alguna vez, ser independiente, lejos de la fortuna que su padre, el millonario Renato Carbajal, le iba a legar.

Seis meses después consiguió una práctica en una empresa chilena de aparatos de pesaje. Casi estaba por terminar la carrera, le ofrecieron empezar como empleado de ventas, pero el dueño, que apenas tenía unos años más que él, quedó más impresionado con las historias de motocicleta que Augusto, primero muy a su pesar y luego ya resignado, le contaba. Pedro Leyva, chileno, era un aficionado como él y le ofreció un día escaparse hacia las dunas cerca de un fundo que había comprado su padre en Ica, donde podrían derrapar en la moto sin problemas, lanzarse a velocidad sobre la arena, hacer acrobacias. Augusto dijo que le iba a costar trabajo negarse pero que le había ofrecido a su novia Luciana, entre otras cosas, no subirse de nuevo a una moto. No dijo que no lo iba a pensar.

El lunes siguiente estaba de mejor humor que siempre porque había empezado la mañana con dos ofertas importantes y era probable que después de almuerzo cerrara dos contratos gigantes. Por eso contestó la llamada de su Nextel a la que hace algunos meses había denominado “Línea 2”: Vanessa. “Tal vez”, le dijo, antes de colgar, feliz, anticipando que si cerraba los dos contratos la podía ir a buscar a la salida de su trabajo. A toda velocidad.

Tenía un Mitsubishi negro deportivo. A Vanessa le encantó desde que lo vio parquearlo en el estacionamiento donde Augusto llegó para hacer sus primeras prácticas pre-profesionales. “La secretaria de gerencia merece montarse a…ese carro” le dijo Vanessa a otra de las secretarias mientras Augusto y el gerente general se daban una vuelta por la planta de producción para que conozca a sus nuevos compañeros. Unos meses después hubo un almuerzo de confraternidad en un club campestre, a ella se le ocurrió decirle que tenía una voz que mejoraba después de tener sexo y terminaron cantando a dúo en un hotelito de carretera con cochera. Tomaron desayuno en la playa y, mientras regresaban a toda velocidad hacia Lima, ella se las arregló para convencerlo que se volvieran a ver al caer la noche.

Fue la época de sus primeras peleas con Luciana, que se empecinó en “adivinar” que él estaba tirándose a alguien, a lo que a Augusto solo se le ocurrió responder como “ridículo”, asustado y fascinado al mismo tiempo por la certeza de ese sexto sentido femenino del que otros amigos y familiares le habían prevenido pero con el que nunca antes había tenido contacto, porque hasta conocer a Vanessa, Augusto había sido un hijo de puta pero fiel a Luciana.

En la línea 2, Vanessa parecía más feliz que nunca y solo le hizo bromas e insinuaciones. Ningún reproche por haberse desaparecido. Ninguna línea discordante que no fuera la que correspondía a una amiga con un cuerpo excepcional con la que había chocado en alguna ocasión, ningún síntoma de molestia, ni celos. Solo líneas juguetonas, apelaciones indirectas al tamaño de su hombría, juegos de palabras con los arabescos que sus cuerpos podían componer sobre una cama.

Augusto cerró los dos contratos a las 3 de la tarde y a las 3:45 ya estaba en la puerta de la planta esperando a Vanessa. Antes llamó a Luciana, que felizmente no contestó el celular, y le dejó un mensaje cancelando el cine de la noche porque se iba a quedar en la oficina hasta un poco tarde cerrando un contrato. Era verdad. Pensó que iba a ser sencillo conversar con Luciana acerca del contrato. Iba a poder emocionarse con ella, explicarle los detalles de las comisiones que le iban a tocar. Vanessa apareció en la puerta a las 4 en punto y Augusto se demoró solo 30 minutos en llegar a la cochera donde una cara familiar le abrió el portón y le facilitó las llaves de la mejor habitación del local.

Regresó a la oficina cuando ya estaba de noche y llamó a Luciana desde el teléfono del trabajo. Ella también estaba cansadísima. Augusto le explicó algunos detalles del contrato que ella dijo no querer escuchar, que en fin se los podía explicar al día siguiente si quería ir con ella a almorzar, a comerse un cebiche. Cuando le colgó, Renato todavía temblaba, tenía los recuerdos de la línea 2 frescos y felices. Vio que Vanessa le había mandado un mensajito. Era la onomatopeya del rugido de un león.

Cerró dos contratos más ese mes y salió un par de veces más con Vanessa sin que Luciana pareciera darse cuenta. En una de aquellas salidas se topó con Pedro Leyva, cuando el Mitsubishi salía de la cochera. Se le olvidó subir las lunas polarizadas y no le quedó otra que responderle el saludo. Pedro estaba acompañado por su secretaria pero se le veía contento y nada incómodo. Esa noche Luciana lo llamó y Augusto estuvo más cariñoso que nunca cuando entró a su casa. Luciana no tenía ganas de ir a ningún lado donde hubiese gente, se ofreció a acariciarlo y a dejarse acariciar dentro del auto. Augusto ofreció quererla para siempre y cortar de una vez por todas la línea 2. Con esta muchacha se iba a casar. “No puedo cagarla”, pensó.

Como venía un fin de semana largo decidió irse con ella de viaje. La madrastra de Augusto tenía una agencia de viajes y les consiguió el mejor hotel de Cancún por un precio de hostal limeño. Los cuatro días que estuvo con ella no recibió ningún mensaje ni llamada de Vanessa. El domingo, al amanecer, a Augusto le dio por hablar del futuro y preguntarle a Luciana si quería ser su esposa.

Otra jugada del destino

Esa tarde. A veces el hombre vuelve a recordar aquella tarde e intenta desenredar los sucesos que ocurrieron como si así estos pudieran cobrar otro significado. Y nunca puede pasar de los recuerdos, como si su inconsciente se esforzara por borrar los detalles importantes. Apenas un esbozo: En esa época, recién llegado de un viaje de descubrimiento por Sudamérica, con 19 años, cierta mirada novedosa de las relaciones personales, y una perspectiva más amplia de lo que podría llegar a ser su vida si se enfocaba hacia tal o cual dirección; el joven que era él, se dedicaba a ganarse un poco de dinero repartiendo a domicilio alimentos y embutidos de la planta procesadora de la familia de su amigo.

Su amigo–en realidad más amigo de su hermano que de él, pero por la manera como los hermanos compartían a sus amistades siempre terminaban haciendo paseos y actividades como grupo–había llegado a la casa aquella tarde, a pie, como muchas otras veces, preparado para sacar cuentas de sus ventas y esperando ciertas órdenes de pollo y embutidos que el joven tenía para esa semana. El amigo–llamésmolo Daniel–solía hacer visitas a la casa por diferentes razones. A veces sólo iba para conversar, para almorzar con ellos. Otras veces se quedaba a cenar o a tomar unas cervezas. Otras veces llegaba en su vehículo de seguridad, acompañado por hombres armados, porque las amenazas de secuestro, al parecer, eran bastante reales.

Daniel era–hay que explicarlo–un muchacho de una personalidad singular y con una historia un poco difícil. Era introvertido. Su padre había muerto cuando él era un niño. Su madre murió pocos años despúes, luego de contraer matrimonio con un segundo marido. Daniel, su hermana y el hermanito que nació del segundo matrimonio, quedaron al cuidado de un padrastro que era más introvertido que Daniel. Era un hombre de negocios reservado y muy poco dado a la conversación. En la casa gigante que la familia tenía en una callecita de Monterrico, él pasaba la mayor parte del tiempo en su dormitorio, un cuarto oscuro, al fondo de la casa. Era muy raro que saliera a saludar o a conversar con los amigos de sus hijos. Había una señora muy amable y ya mayor que se encargaba del día a día de la casa, de los almuerzos, de los víveres. Esa mujer era la que hacía de madre, la que servía de intermediario entre el empresario ocupado y sus hijos.

Así Daniel creció, acostumbrado a cierta obligatoria soledad, con sueños y ambiciones que lo llevaban en direcciones distintas en la vida que las que su padrastro imaginaba para él. Daniel quería ser soldado de las fuerzas especiales. Le gustaban las armas y había desarrollado cierta disciplina con la cultura física por la cual tenía una musculatura, resistencia y agilidad que eran poco comunes entre sus compañeros de escuela.

En esos días Daniel era enamorado de una muchacha de la escuela, que si bien era agraciada y amable, llevaba una vida social muy distinta que la de Daniel. Era fácil preveer que su relación no duraría. Era fácil preveer que si la relación no duraba quien más sufriría por el rompimiento sería Daniel. Por otro lado: Daniel era fuerte y le gustaban las armas. Sería un soldado de las fuerzas especiales. Dormiría en la selva con su cuchillo y su perro (al que tendría que sacrificar para comer, según las leyendas del entrenamiento de las fuerzas especiales que por entonces corrían entre los adolescentes) Una relación frustrada no le impediría ser exitoso y disfrutar de una vida plena haciendo lo que más le gustaba. Ese era su destino y quienes lo conocían sabrían que su amigo siempre estaría un poco loco pero les sería fiel y se lo imaginaban saltando en algún rescate o asalto armado desde los segundos pisos de los edificios (cosa que hacía con regularidad en el colegio y en su casa). Todos creían que Daniel superaría la ruptura y volvería a ser el mismo muchacho loco de siempre.

Por eso resulta tan extraño saber que una tarde, recién cumplidos los 18 años, Daniel empezó a jugar con una vieja pistola de su abuelo y se disparó un tiro. Por eso el joven regresa una y otra vez a sus memorias de esa tarde e intenta ordenar los hechos, recordar la mirada deprimida, el aliento a alcohol de su amigo, su llegada a la casa, sus silencios, su pretensión de estar bien; su mirada sorprendida cuando el padre del joven vio el arma cargada y se la confiscó, sacó las balas y las puso encima de la refrigeradora «Nada de armas en mi casa», tal vez creyendo que había prevenido el desastre: este tenía otra manera de seguir su curso. El joven trata de recordar algún signo visible en el cielo de aquella tarde que podría haber parecido tan similar a tantas otras. ¿Alguna huella que no siguió? ¿Detalles en los que no se percató? ¿Qué tan urgente era esa clase de la universidad a la que tenía que llegar, por la cual dejó a su amigo y a su hermano aún terminando el almuerzo? ¿Qué tan urgente era ese helado de postre por el cual su madre y su hermana salieron de la casa en el auto, rumbo al supermercado?¿Qué tan urgente era el trabajo por el cual su padre tuvo que salir corriendo de la casa, subirse a su auto y ofrecerle al joven jalarlo hasta la universidad? ¿Qué tan urgente eran los alimentos que su hermano comía con paciencia mientras Daniel cogía de la parte de encima de la refrigeradora esa pistola–que no se fabricaba desde la Guerra del Pacífico y que de tan vieja parecía inofensiva–y le ponía las balas? ¿Qué tan urgentes eran los platos que lavaba el empleado de servicio de la casa y que le impidieron prestar atención a Daniel empuñando su arma con peligro? ¿Qué tan urgente era el destino que todos los que pudieron preveer lo que pasaba tuvieron que salir y dejarlo consigo mismo, tal vez deprimido, angustiado, vacío?

Por más que los recuerdos vuelven y vuelven a esa tarde lo único que aparecen son más preguntas.

Su padre tenía que tomar la ruta de la Circunvalación para llegar al Centro de Lima así que no podía llevarlo hasta la Universidad de Lima. Esa ruta no le convenía al joven, así que se bajó del carro dos cuadras más allá y decidió que era más sencillo regresar hacia la casa y darle la vuelta a la manzana para tomar una combi en la Avenida Javier Prado. En ese lapso de cinco o diez minutos, el joven iba caminando en dirección al portón de su casa, por la mitad de la pista, cuando escuchó un disparo. Lo único que pensó fue que «Daniel está jugando con su pistola». Y entonces, vio abrirse la puerta y vio salir al muchacho de servicio de la casa con el rostro de desesperación diciendo algo acerca de una «desgracia». El joven entró a la casa corriendo, sin saber lo que podía esperar, y vio a Daniel cayendo al suelo con un agujero reciente en la frente y la sangre empezando a brotar. Vio a su hermano paralizado en su silla, con una cuchara de sopa a medio camino de su boca. El joven no supo qué hacer. Recuerda haberle soltado una serie de insultos a Daniel por hacer algo tan estúpido como dispararse. Recuerda que al no haber autos en la casa porque la madre estaba en camino hacia los helados y el padre en camino hacia el Centro de Lima, tuvo que ir hacia la casa del vecino, tocar el timbre y rogarle a la vecina que le prestara el automóvil para llevar a Daniel a la clínica. Recuerda la sangre, los gritos en el auto para que se despertase, la mirada vacía de su amigo, la llegada a la clínica Montefiori. Recuerda la llegada del padrastro a la clínica, la mirada sospechosa de los hombres de su seguridad.

Recuerda también cierta parálisis en el universo, cierta lentitud en el modo como sucedían las cosas aquella tarde. Recuerda (¿o tal vez eso lo imagina ahora?) haber pensado : «Así es una desgracia». Aunque seguro que toda esa tarde y esa noche estuvo pensando que era imposible, porque Daniel era el más fuerte de sus amigos y tenía solo 18 años y le tocaba ser soldado de las fuerzas especiales y aún era un muchacho con mucho mundo y camino que recorrer. Seguro que pensaba «así son las pesadillas». Al día siguiente uno se levanta y allí están las buenas noticias, diciéndote que todo fue solo un susto y que el mundo no está de cabeza, que Daniel se está recuperando.

Unos meses atrás, así había sido. Daniel había estado caminando con ellos, un grupo grande de amigos, por las calles sin veredas de Cieneguilla. Una camioneta destartalada lo había cogido, levantado y dejado tendido al lado de la pista. El joven había visto por un segundo los ojos sin vida de Daniel. Vio las heridas y rasguños luego de que el cuerpo de Daniel cayó como un saco pesado sobre el pavimento. Pero unos días después, Daniel estaba fuera de peligro. Sonrió otra vez, los llamó «muchaaachos» como le gustaba. Y a la semana siguiente ya estaba fuera del hospital, otra vez haciendo bromas, riéndose de la ridiculez de sus proyectos, recién llegado del viaje por Sudamérica. Y allí fue que al joven se le ocurrió lo de vender embutidos y pollo, yendo en la bicicleta alrededor del barrio: servicio a domicilio, mucho más barato que el supermercado. Era su primer negocio. Daniel se había recuperado de un terrible accidente y ya nada podía suceder que arruinara su destino.

Pero a la mañana siguiente, muy temprano, su madre vino a despertarlos y cuando ellos abrieron los ojos, ella no sabía qué decirles: «Chicos, tienen un amigo menos…»

¿Qué detalles se han pasado, piensa el hombre, que evitan que él desarme el rompecabezas después de tantos años, y lo vuelva a armar en una posible nueva dimensión donde el arma desaparece, el destino se esfuma y Daniel sale de esa casa después de haber almorzado, tomado helado, hacia ese destino que lo esperaba, esa vida rodeado de amigos fieles dispuestos a disfrutar con sus locuras, orgullosos de escuchar sus heroicas aventuras?

Summertime

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2 de enero
Cinco individuos caminan entre los piedrones de Silaca. La luz es espléndida. Hay un tipo particular de silencio que se quiebra con sus suelas. Las lagartijas los observan desde las ranuras entre las rocas: con las patas tensas, listas para la huída. En el cielo, las aves marchan en bandadas y se susurran en su lengua. En el mar los lobos gruñen, dicen algo sobre la calidad del agua, la consistencia azul del océano. Había cinco individuos atravezando este paisaje, conscientes de cierta magia brindada por el principio del año 2011.

***

Los dedos sobre los erizos, estos luchan pero pierden. Una roca en forma de punta de lanza acuchilla las espinas y cuando las puas flotan en el mar, los pececillos se amontonan para comerse la carne del erizo que se aferra a la roca. Un hombre se lanza al Pozo de los Hombres, con la piedra en una mano y, desde otro ángulo, intenta limpiar las rocas por donde luego tendrá que encaramarse para salir.

***

El perro (Athos) salta, brinca, corretea con la lengua colgándole sobre la arena mojada de la playa mientras el brillo del atardecer hace de él una sombra que camina por la orilla. Al hombre le cuesta aceptar que traerlo a la playa fue la mejor decisión. En ese momento a solas, caminar con el perro lo llena de felicidad. Se fija en su propio estado de ánimo. En su paciente recorrido después de haber regresado de un chapuzón en La Batea, fresco, buceando en el agua helada. Mira las huellas que dejan él y Athos en la arena de Tanaka; disfruta como un cerdo ese momento de disipación total, de ningún problema. Presiente que en esos instantes de dejadez completa está cierta semilla importante para sus próximos libros, que aquella caminata es parte de la investigación para su novela y tal vez parte de la trama.


Y esto lo escribe el mismo hombre, ahora rodeado de nieve. Mirando las estalactitas que cuelgan de la casa de los vecinos y la luz blanca de su barrio. Lo escribe después de haber estado una tarde picando la nieve y pensando que Dios es un raspadillero. ¿Es el mismo hombre?

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