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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Ingmar Bergman

Sobre los Underwood y House of Cards

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Netflix era sólo un sobre rojo. Lo encontré por primera vez en un kiosko promocional, en un centro comercial de San Francisco. «¿DVDs en sobres?«,  la idea me parecía descabellada.

Unos meses después, era un adicto. Perdía muchas horas en acomodar mis películas en la lista de espera, sabía de memoria la rutina del cartero, metía al sobre el disco recién visto y corría hacia el buzón más cercano.

Ahora Netflix es un control remoto con un botón rojo que lanza menús, reprograma películas favoritas y depende de una señal de Internet. En mi casa, por lo general, la conexión es rápida.

Netflix fue mi adicción de invierno en Brooklyn. Se complementaba con mi primer reproductor de DVD comprado barato en Circuit City, y con una tele Samsug liviana, con pantalla más ancha que alta, color aluminio, colocada sobre un ropero blanco de IKEA que al mudarme al Bronx se terminó de romper en pedazos. Allí lo vi a Bergman, Kurosawa, Renoir, Kubrick, Allen, Wilder, Ford, Huston, Ozu, Coppola, Welles, Truffaut, Godard, Wilder, Antonioni, Peckinpah, Almodóvar, Fellini, De Sica, Miyazaki, Scorsese, Leone, Yimou, Fassbinder, Lang, Hitchcock, Griffith, Chaplin, Kusturica, Von Trier, Wenders, Ivory, Coen, Yimou, Olivier, Tarantino, etc. Esos son los directores cuya obra conocí, muchas veces por primera vez, gracias al sobre rojo. Aquellas experiencias están registradas en este diario de mi vida en Nueva York.

Recuerdo, por ejemplo, la larga cola de espera por  La batalla de Algiers, la llegada de ambos sobres de Kill Bill; la frustración porque se posponía eternamente una reedición de The Dead; la aparición bajo la puerta de Withnail and I.

Con el disco de Tokyo Story aprendí sobre los «tatami shots» de Ozu; con el comentario de Ugetsu, sobre la putanesca vida de Mizoguchi; con The Hidden Fortress, sobre la influencia de Kurosawa en la Guerra de las galaxias de George Lucas. Vi como un director puede crear violencia sin mover la cámara, en la larga temporada televisiva de Escenas de la vida conyugal.

Estas últimas dos semanas, omnipresente encima de la chimenea, convertido en competencia de los canales de cable, Netflix me ha presentado a Kevin Spacey en House of Cards.

Los esposos Francis y Claire Underwood, desde las calles de Washington D.C., representan al animal hambriento de poder en el Bestiario de los Estados Unidos: controlan las cuarenta versiones de su futuro político, toman sus decisiones con las armas modernas del contagio electoral: Twitter, el iPhone y los radares políticos subterráneos del periodismo investigativo en Internet.

Es una historia vieja y está contada en los 13 episodios que completan la primera temporada. A pesar de la circularidad y del final –algo previsible– nos contagia con la pregunta «¿Así será el poder?»

La ficción nos obliga a creer que sólo en este Capitolio falso  y en esta Casa Blanca de mentiras, la política puede crear tantas aventuras. Los Underwood y sus colaboradores organizan su vida para conseguir una sola recompensa. Los espectadores ya sabemos que lo conseguirán, con el saco de mentiras mal escondido en la oscuridad de Washington, bajo la amenaza permanente de unos periodistas hambrientos por más pistas ¿Pero cómo? Ahí está el detalle.

La niñez

Los Alpes. Nicole Lafourcade (Flickr)

Mi niñez fue aburrida. Qué carajos, ya lo dije. Mi niñez fue una torpeza con blancos y negros y muchos grises. Alguien de niño debió entregarme otro libro que no fuera Un capitán de quince años. Alguien debió darme Joyce, sentarme en un rincón y ponerme a leer que se puede escapar de tu ciudad para ser escritor.

Alguien, alguno de los tantos hombres y mujeres que abusaron de mi infancia para jugar conmigo, para hacerme niño, para reiterar que era incapaz de cosas de grande, debió –seriamente, con mucha boca, con un libro a la mano– disuadirme de engañar al tiempo y empezar a planear mi vocación.

Algún mensajero, de esos de los que están llenos las biografías de los literatos famosos, debió sacarme apurado de ésta y aquella torpeza de cinemas donde comí canchita dulce por primera vez, y  frente al cinematógrafo, explicarme de qué se trataba Ingmar Bergman. Alguien pudo haber reemplazado esos casetes mal grabados con hits del momento con esas piezas clásicas hermosas y trascendentales que hoy escucho y no sé nada.

¿Quiero que aquella sea mi biografía? ¿Prefiero esa posibilidad a la dejadez total que fue mi infancia, a los caminos que encontré después de reventar unos cuantos pares de zapatos? Todo lo que quiero fue posible. Todo lo posible yo lo quiero. Me enredo y desenredo y vuelvo a creer en mí, en la verdad inquieta que me espera mañana.

Mi niñez fue aburrida, pero fue niñez.

La isla y los libros

Esta semana he publicado esta entrada en mi blog NEWYÓPOLIS en FronteraD. Trata sobre la experiencia de leer en la ciudad de Nueva York.

Foto por PerrySt-Flickr.

Un libro viejo mirándote desde un escaparate. ¿Cómo resistir la mirada de un libro viejo que uno quiere leer? Ese libro viejo te mira y entonces ¿qué más puedes hacer? De niño fui un mal lector. Le he echado la culpa al dinero escaso, pero la verdad es que mis aficiones literarias en Lima se redujeron a las recomendaciones de uno que otro amigo, a títulos que pescaba en la televisión o en alguna película. Fui un pésimo lector. Pasé de Julio Verne a Gabriel García Márquez y me conformé con una que otra novela de autores latinoamericanos. Me entusiasmaba demasiado Alfredo Bryce Echenique. No sabía leer a Borges. Nunca leí a los griegos ni a los latinos. Ya en Nueva York cometí la estupidez de preguntarle a un amigo que me hablaba de Esquilo «¿Los dramas se leen?»

Pero en Nueva York, con libros viejos y baratos en cada barrio ¿cómo no hacerle caso a los libros? Esta es una ciudad donde basta tener un poco de tiempo libre para disfrutar el día tumbado al lado de un ventanal, leyendo en librerías de anaqueles bien surtidos (No como en Lima, donde abres un libro y un empleado corre a pedirte que pases por caja antes de osar leerlo) En esta ciudad de millones de impacientes lectores, quedan aún librerías suficientes, pequeñas y grandes tiendas desperdigadas en sus diferentes barrios. Pero la madre de todas ellas, el paraíso de los libros usados, es Strand.

La primera vez que entré a Strand fue a un local que ya no existe, en Fulton Street, cerca del puerto de Manhattan y en pleno centro financiero. Una banderola roja flameaba en la entrada y sus «18 millas de libros» (ese es el eslogan de la tienda), parecían haberse apoderado de cada rincón. Era un local húmedo, inapropiado para tanto papel amontonado. Poco tiempo después se abrió el renovado segundo piso del ahora único local, a dos cuadras de Union Square. Strand es una librería modelo, siempre está abarrotada de gente. Cada vez que entro en ella me vuelve la fe en esta ciudad: en Nueva York aún leemos. En esta metrópoli apurada aún es posible entablar discusiones literarias con alguna persona en el tren subterráneo, aconsejar a un extraño tal o cual libro, tomarnos un café mientras preguntamos con amabilidad al vecino, o al pasajero que lee concentrado en el bus ¿qué tal es ese libro? Recuerdo a una enamorada judía, a la que abordé en un restaurante de esos que abren 24 horas, después de la medianoche, para decirle que me gustaban sus bucles pelirrojos. Después de una sonrisa de agradecimiento, ella me soltó su primera pregunta, mirando la edición de tapa blanda de la novela–comprada en Strand–que yo apretaba contra mi sobretodo: «¿Estás leyendo a Faulkner?» Era su autor favorito.

Ahora observo los libreros de mi casa y el signo de Strand está en muchos de esos tomos que el amor por la literatura me ha obligado a adquirir (¿Cómo resistir la mirada de tantos libros hermosos?) Son libros que fueron comprados a menos de la mitad del precio original, a veces con la ventaja de alguna nota conveniente de un buen lector, y en ocasiones con la dedicatoria de un padre cariñoso, un buen amigo o un amante. Allí están mis tomos de tapa dura de la Everyman’s Library: allí leí a Joyce por primera vez. También los cuentos de Rudyard Kipling–qué magnífica experiencia la lectura de The Man Who Would Be King–y las obras completas de Oscar Wilde–difícil resistir la carcajada con The Importance of Being Earnest. En esa misma colección, comprados a menos de ocho dólares, vino Mrs. Dalloway y To the Lighthouse, la imprescindible novela de Virginia Woolf. El enriquecedor diario de Mircea Eliade vino de los anaqueles de Strand, igual que The Sacred and the Profane. También la autobiografía de Ingmar Bergman, The Magic Lantern; y la biografía de Emir Rodríguez Monegal sobre Borges. Hay mucha poesía (Keats, Heaney, Lee Masters, Matthew Arnold, Auden, Plath) y libros que me iluminaron la vida: Macbeth en la edición de la Signet; The Complete Plays of Sophocles editado por Moses Hadas; las traducciones de Dryden y de Allen Mandellbaum de The Aeneid y la de Maude de War and Peace; y History of My Life de Giacomo Casanova (el tomo 1 y 2) De allí también salieron mis libros de ensayos de Eliot, de Pound, de William Carlos Williams; y esa interesante guía por el universo de la buena literatura que Harold Bloom me autografió una tarde con letra tembleque: The Western Canon.

En alguna página de las obras completas de Borges, saboreé hace tiempo un ensayo donde Emanuel Swedenborg pronosticaba que el paraíso prometido por Dios es un espacio para que conversen las almas de quienes fueron buenos lectores en vida. Gracias a mi experiencia en Nueva York, a sus libros usados y a Strand, creo estar cada vez mejor preparado, por si alguna vez me toca llegar a esa eterna tertulia celestial imaginada por el iluminado Swedenborg.

En los suburbios

Este es el artículo publicado esta semana en mi blog Apuntes en Nueva Ítaca en la revista Suburbano de Miami:


Llegué a Nueva York en un vuelo sin accidentes desde Londres. Un primo lejano, de quien conservaba el vago recuerdo de una fiesta de carnavales en La Punta ( ese balneario embellecido por los inmigrantes italianos que llegaron al puerto del Callao en los 1900, mágico apéndice de tierra que un tsunami puede tragarse de un solo bocado) me recogió del aeropuerto John F. Kennedy y cruzamos a bordo de su Hyundai rojo fuego, las calles en cuadrícula de la Ciudad de la Furia. Desde el asiento del piloto me apuntó Times Square, tomó el desvío hacia uno de los túneles y me llevó hasta la ciudad de Hoboken, cruzando el río Hudson, para que pudiera contemplar desde Nueva Jersey esa fortaleza de rascacielos iluminados enfrentándose al paredón de los Palisades: Manhattan. Era fines de noviembre y hacía frío. Mi primo–que además de la colección completa de La Fania y de Héctor Lavoe posee una bien surtida discoteca de rock en español en la maletera–pulsó los controles del equipo de sonido y sonó la guitarra de “En camino”, una de las canciones mejor concebidas entre la discografía de Soda Stereo.

Entonces yo, después de 6 meses de intenso camino, aterrizando en Nueva York tras andar varado en Europa sin un centavo en los bolsillos, me apropié de esa canción. Aquel tema que habla de desvíos y espejismos fue la culminación de una pequeña odisea que había comenzado seis meses antes en Lima, y que había seguido mientras mochileaba por España, Portugal, Francia, Alemania e Inglaterra. En aquél momento en que mi primo cruzaba el puente George Washington para llevarme a su casa, las últimas luces que vi al despegar del aeropuerto Jorge Chávez de Lima ya eran para mí una imagen brumosa.

Mi primo cruzó la parte alta del Bronx y nos metimos en un territorio desconocido: los suburbios. Desde Lima, una tarde me dieron malas noticias: el país se derrumbaba. Nuestro dictador había renunciado por fax y la sociedad se estaba reorganizando para salvar la debilitada democracia con un gobierno de transición. Los hombres que habían transitado muy orondos con saco y corbata por la historia peruana de fines del siglo XX, estaban desfilando hacia la prisión. El consejo de mi familia era que yo esperara en Estados Unidos a que se aclarara el horizonte político y económico. Conociendo la historia peruana, aquello podía tomar años.

En diciembre enfrió aún más. Una tía me había prestado un pequeño departamento en el cuarto piso de un edificio en una calle llamada New. El edificio se caía a pedazos, pero en aquél momento en que mi vida parecía comenzar de nuevo, “New” parecía el nombre apropiado. Desde la ventana de aquél departamento vi caer los primeros copos de la temporada. Pronto los suburbios se cubrieron de nieve. Ya las voces moderadas de mi familia me habían aconsejado que me acomodase al frío y esperase tiempos mejores en el estudio de la calle New. No tenía trabajo ni dinero. En un pequeño conciliábulo de primos, ellos acordaron darme un número de seguro social y conseguirme empleo, gracias a sus contactos, en la garita de un centro médico. Allí, mientras regaba las escasas flores del estacionamiento, abriendo las puertas a los dueños del edificio y apretando el botón de una cerca eléctrica para que estacionaran los autos de los pacientes, en un horario de lunes a viernes y de 8 de la mañana a cinco de la tarde, podía ganar más dinero que en los tres empleos “prestigiosos” que había dejado en Lima antes de viajar a Europa; trabajos con horarios que iban de 7 de la mañana a 10 de la noche, de lunes a domingo. Con ese primer trabajo y con esporádicos empleos estacionando autos en un club de golf solo para ciudadanos judíos, pude pagar mi renta en el estudio de la calle New. Además, entre pequeños gastos de ropa y comida, ahorré para comprar una computadora y un viejo Honda.

Fue un invierno frío. Yo creía, ilusamente, que habiendo visto a personajes del cine con aventuras entre calles tapadas por el hielo, ya conocía aquella sensación de la nieve escabulléndose entre los zapatos y las medias, o el salvaje frío filoso de la nevada congelándote el rostro y las manos. Tenía el vívido recuerdo de una escena de una película de aquel genio del cine que fue Ingmar Bergman: sus personajes marchaban sobre la nieve que cubría la ciudad de Upsala. Llegó el día en el cual tuve que caminar en una tormenta de nieve, y con cada paso que daba, el sonido del hielo machacado por mis zapatos me recordaba aquella película y me hacía ver mi absoluta ignorancia limeña acerca de temperaturas inclementes.

Sin embargo, aprendí. Mi siguiente invierno fue menos cruento y al subsiguiente ya me atrevía a aconsejar a algún recién llegado sobre tal o cual marca de botas, o sobre la inconveniencia de intentar abrir un paraguas en una tormenta.

Cuando por fin llegó el momento de mudarme a vivir en la ciudad, en Brooklyn, uno de los corazones del monstruo neoyorquino, mis familiares que habían vivido toda a su vida de inmigrantes en ese pueblo a cuarenta minutos de Manhattan, no podían entenderlo: ¿qué le puedes ver a Nueva York? me decían. Desde Lima mi madre me instó a permanecer cerca de ellos. Como si la pesadilla del terrorismo no hubiera sido suficiente para disuadirme de mudarme a esa ciudad. Yo dije que los suburbios no tenían el encanto del concreto de la metrópolis, que la única razón para dejar el Perú era para disfrutar a plenitud de la vitalidad de aquella isla mitológica; dije que tenía que vivir en Nueva York para poder saber de lo que hablaban los escritores que habían utilizado su mejor ingenio y pluma para describirla y–una y otra vez–reinventarla.

Viví en varios departamentos en la ciudad de Nueva York. Desde mi primera habitación se podía ver el Empire State y el departamento tenía una terraza con una vista preciosa a un cementerio de chatarra. Como todo neoyorquino viví con ratones y con cucarachas. Otro departamento quedaba en el piso arriba de un club social albanés, a dos lotes de distancia de una bodega dominicana donde podía pedir emparedados a la medianoche. Comprando allí mis víveres o haciendo mi cola frente a la caja para pagarlos, aprendí lo poco que sé sobre la cultura reguetonera, gracias a la radio a todo volumen de la señora bodeguera. Mi último departamento en la ciudad de Nueva York tenía garaje privado y desde la ventana de la habitación–que compartía con quien entonces era mi novia– podíamos ver el río Hudson y los Palisades, aquella imponente pared de piedra que tanto me recordaba mi primera noche en Estados Unidos. Sin embargo, cuando apareció la oportunidad de comprarnos una casa, la lógica de formar una familia nos empujó otra vez cruzando las fronteras de la metrópolis, hasta uno de aquellos pueblitos en los suburbios donde había empezado mi vida en Norteamérica.

Esta mañana he bajado a contemplar el arroyo que pasa frente a mi propiedad. Frente a mi casa hay una reserva natural y la sensación de los árboles alrededor me hacen creer que estoy en una ciudad apartada cuando en realidad solo vivo a 40 millas de Manhattan. El cauce de ese arroyo termina una media milla hacia el oeste, en el río Hudson. Cuando llueve su caudal aumenta y desde mi pequeña oficina en la casa, mientras escribo, puedo escuchar el correr del agua. De vez en cuando, mi esposa sorprende a los venados alimentándose con las flores de nuestro jardín; y alguna vez hemos descubierto a una familia de mapaches banqueteándose en nuestros tachos de basura. Hay una buena distancia entre mi casa y la del vecino; entre ambas hay árboles que esta primavera se han llenado de flores blancas. Debajo de las ventanas de mi sala, asoman ya las primeras rosas y despuntan–de todos los colores–los tulipanes. En una de las esquinas del jardín crecen espárragos y debajo de las escaleras que llevan a mi cocina crecen matas de menta.

Ni bien llego por las noches de la estación de tren, después de dictar mis clases en el Bronx, donde camino 50 minutos diarios–entre la parada del tren y la universidad–para no olvidar el gusto de caminar por la ciudad; me detengo a observar por la ventana de mi dormitorio las estrellas que alumbran el pueblo. Y sin traicionar al cariño que le profeso a la ciudad que me ha regalado tantas enseñanzas, me confieso que a mí me agrada esta forma de vida, esta combinación afortunada del campo y de la ciudad: yo también soy un hombre suburbano.

Mr. Shakespeare


Recuerdo mi primera clase de Shakespeare con el profesor Dunbar hace poco más de un año: «No les voy a pedir que recuerden ninguna fecha más que estas dos. La del nacimiento y la muerte de Shakespeare: 1564-1616.

Luego, durante el semestre, nos preguntaba regularmente. ¿Cuándo nació William Shakespeare? ¿Cuándo murió William Shakespeare? No se sabe a ciencia cierta el día de su nacimiento, sólo queda el acta de su bautizo el 26 de abril de 1564. Pero sí se ha registrado el día de su muerte. Un día como hoy: 23 de abril de 1616.

Recuerdo mi primera lectura de Hamlet. Y la emoción al leer, por primera vez, en inglés, el famoso párrafo donde el príncipe se pregunta: To be or Not to Be? That is the question…

Lo que no sabía y que recién me enteré ese dia, es que de todo el párrafo, lo menos importante son esas palabras. Es mucho más trascendental lo que sigue a esa pregunta:

¿Ser o no ser? Esa es la pregunta ¿Qué es más noble para el espíritu? ¿Sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas?

Dunbar, un experto en Byron, declamaba frente a la clase el discurso sufriente de Shylock, enfrentando a la corte que lo presumía lleno de prejuicios y de rabia, reclamando su derecho a quitarle la vida a Antonio. Y sus quejidos eran tan reales como los de las páginas de Shakespeare. Todavía recuerdo mejor el discurso de Dunbar que el de Al Pacino con la boca desagradablemente reseca, reclamando el corazón de Jeremy Irons en la versión cinematográfica de El Mercader de Venecia.

No creo que haya mejor versión de El Rey Lear que Ran de Kurosawa. Vi primero la película. En ambas me sorprende Shakespeare, en ambas está lo peor del hombre, toda la energía desatada por la codicia, por el resentimiento y la soberbia del padre que no acepta las críticas de la hija, aquella que resulta ser la única que lo quiere.

Descubrí a Shakespeare también en Bergman. Fanny y Alexander, una de sus mejores películas, es un largo homenaje a Hamlet. Su fantasma se ve tan bien en los ojos de Alexander como se ve en la representación de Lawrence Olivier.

¿Y el largo soliloquio de Olivier en Ricardo III? Acababa de leer Bomarzo y tenía todavía en la cabeza el recuerdo del giboso duque. ¡Qué magnífico retrato de Ricardo III! Siempre recuerdo como esos ojos malditos se mezclaban con la voz de Dunbar, solicitando la muerte de todos los que podrían traicionarlo. La llegada del invierno siempre me trae la voz de Olivier diciendo: This is the winter of our discontent.

¿Y el discurso antes de la batalla en Henry V? «We happy few, we band of brothers» No toda Inglaterra está ahora con nosotros, pero sintámonos privilegiados hermanos, porque éste es el momento más glorioso de nuestras vidas.

En Shakespeare se hace permanente referencia a las comidas. Las cenas cumplen un papel importantísimo en sus obras. Igual que la música. Ningún personaje al que le guste la música en una obra de Shakespeare puede ser un villano. Desde Comedy of Errors hasta la preciosa representación que vi en Central Park con Carolina de As You Like It.

Hablando de villanos, no hay sujeto más asqueroso en la literatura que Iago. Aún puedo evocar la mala sensación en el vientre cuando leía sus líneas en Othello. Shakespeare crea a uno de sus mejores personajes en esa criatura vil, que es una mezcla de lo peor de las peores características de los seres humanos. Con descarada sencillez, Iago pone a trabajar su mente retorcida y encamina los celos de Othello hasta transformarlo en un monstruo.

Creo que el único que ha utilizado la maestría de Shakespeare para crear un villano tan redondo es Joseph Conrad. En pocas líneas, Conrad transforma al total desconocido Gentleman Brown en enemigo de Lord Jim y en el más repugnante de los villanos de la historia de la novela inglesa.

La portada de King Kong, 1 de enero

Recibí las 12 en el subway porque salí apurado y tarde. Trabajé casi hasta las 10, Marcelino me jaló hasta la estación de White Plains. Llegué exacto para el tren a NY de las 10.08. En el camino recibí una llamada que me descuadró un poco. Estuve medio down como media hora pero me recuperé. Además, en el tren, había recibido una llamada de Camilo que la sobrina de Paco iba a organizar la recepción del año, depa en la 64 cerca de la Avenida 10.

En el subway por los parlantes: «The crew of this train wish you a happy New Year». Les dije Feliz Año a los tres tipos que estaban sentados en el tren, después todos nos pusimos otra vez los auriculares y seguimos escuchando nuestra música. La sobrina de Paco, Sandra, vive 10 años en NY. Ha estudiado literatura inglesa en Carolina del Norte y tiene título de notario. Así que ya sabes, cuando quieras.

Había comida china y una copa de champagne esperándome. Después todos salimos de buen humor hacia la fiesta en la 26 que al final era en la calle 25. Sandra me habla sobre el círculo de lectura que quiere establecer Camilo para discutir diversos autores y obras literarias. En el camino encontramos a Victoria y le digo a Sandra que seguro que Camilo le gustaría incluir a Victoria en el círculo de lectura. (Victoria es un zambo de dos metros vestido con minifalda, parado en la puerta de una disco y que Sandra saludó cuando caminábamos desde el subway hacia la calle 25)

Bueno, llegamos. La fiesta está de putamadre, es una tienda de maniquíes gigante que los organizadores han adaptado como discoteca para la fiesta de Año Nuevo. Por allí aparece a saludar Kelvin y Jorge, que son dominicanos y los únicos que conozco. Kelvin es el ex de Rachel. Trago a discresión, hay una mesa surtida. Me sirvo un wiski Maker´s y el pata de al lado me dice : This is a good one… La verdad el wiski está riquísimo, es el mismo que probé el primero de noviembre en el concierto de Orixas, pero ahora sabe más rico, debe ser que es año nuevo. La música está de putamadre pero ni Paco ni Antonio quieren quedarse, dicen que pura salsa no es la voz. Sandra con su chullo y muy bonita dice que prefiere irse a una fiesta en Local Project, el local de los artistas subtes en Long Island City. Así que nos vamos. En el camino de salida encuentro a Greti, preciosa y algo atolondrada, con un vestido enorme. Camilo dice que es la mujer más bonita que ha visto en su vida. Yo creo que mejor estaba en la cena de Lil Frank o anteanoche que fuimos a un restaurante mexicano. Pero es preciosa, qué duda cabe. Se va para España el domingo, por 6 meses.

Enrumbamos hacia Long Island, primero el 1 hasta Times Square, luego el tren 7. Lleno de gente el Local Project, hacemos trencito, Natalia está feliz, Emiliano me saluda efusivamente y me mete sin querer el dedo al ojo. La chilena que se sube a la mesa y todos los peruanos abajo saltando y gritando, jamás pense que escucharía esa canción en una fiesta en NY: Sarita Colonia, patrooona del pobre..Hasta con pogo incluído. ¡Achórate Mojarra! Y la suiza, Patricia. Dice que amiga de Valeria. Lindos ojos azules. Nos sentamos en el sofá, le digo que me gustan sus ojos. se le nota medio perdida a la gringa. Mientras tanto la sorpresa: Helen contra la pared. ¡¡Ídolo!! Camilo ha sorprendido a todos, está en una esquina en unos agarres bravazos con una gringa ( Helen, de Illinois, dos años viviendo en NY.) Patricia intenta bailar salsa pero Sandra baila mejor.»Más peruano que esto no vas a pasar ningún año nuevo» le digo mientras bailamos. Sandra vive su noche de peruanidad, nunca ha visto a tanto peruano junto desde que salió de Lima. Nos vamos de la fiesta a las cinco y media. Llego a la casa como a las 7.30. quiero dormir hasta las 3 pero la llamada de Jeanny me despierta y ya no me puedo dormir.
Salgo tarde a comprarme carne para hacer un bisteck con arroz y mientras devoro el plato, leo la última revista Rolling Stone que le estaba comentando a Carolina la portada de King Kong. Publica una relación de los mejores CDs del 2005. Tiene en la lista algunos discos que tengo que escuchar: por ejemplo ese de Stevie Wonder (A Time to Love), que según dicen es tan bueno como los clásicos. No he escuchado casi nada de música nueva el 2005, ni siquiera me enteré del nuevo disco de los White Stripes (Go Behind Satan). Hay otro de Van Morrison y el nuevo de Bruce Springsteen. ¿Qué tal será Late Registration de Kanye West, disco del año según RS? El artículo sobre King Kong incluye entrevistas a Peter Jackson en Nueva Zelanda mientras filmaba la película, pero mejor es la portada. Carolina me decía en su mail que cuando vio King Kong no podía dejar de llorar y sus amigos tuvieron que mentirle y decirle que en King Kong 2 el gorila resucitaba y tenía crias y que toda lenteja Carolina les creyó. Aparte, en la misma revista, hay una lista de toda la gente que de uno u otro modo se opuso a la campaña de Bush en Irak . Destaca el capitán Ian Fishback, quien denunció las torturas en la prisión iraquí y envió una carta a Human Rights y al senador MacCain a pesar de las amenzas de Rumsfeld que le pedía a sus superiores que aplastasen al soldado.

Me fui a Manhattan por un rato como a las 6 de la tarde, pero todo estaba cerrado, di vueltas alrededor de la 14. Avancé algunas páginas de Lord Jim. Antes de dormir, como para terminar el primer día del año con algo interesante, me leí uno de los ensayos de Borges, el que escribe en su Prólogo de prólogos, sobre la iglesia de Swedenborg. Borges dice que hay una maldición sobre las culturas escandinavas. Inventaron las aventuras épicas con las sagas pero nadie se acuerda de ellas, descubrieron América mucho antes de Colón pero nadie se acuerda de eso, y Swedenborg ideó esta doctrina alucinante, perfectamente lúcida, que ha pasado al olvido. Yo agregaría que el mejor dramaturgo del siglo XX es Igmar Bergman y que tal vez también pase al olvido.
Swedenborg creía en un tiempo posterior a la muerte en el cual los hombres seguían practicando su capacidad de libre albedrío, algunos hombres preferían ir al infierno y otros al cielo. El cielo era un sitio donde la principal actividad era la conversación. Por eso había que prepararse intelectualmente en la Tierra, de otro modo las charlas del Cielo iban a ser demasiado aburridas. El hombre piadoso que no había vivido ninguna experiencia en la Tierra se iba a aburrir mucho en el Cielo. Y para los diablos, el cielo era un lugar fétido donde no irían a vivir ni aunque les paguen por ello. De este modo, según Swedenborg, el cultivo de la inteligencia y el desarrollo intelectual, era una manera eficaz de alcanzar el cielo (o el infierno, ambos eternos). Swedenborg creía además que todos los placeres eran más intensos allá arriba. William Blake agregaría, que el arte era otro de los medios para alcanzar la inmortalidad del espíritu.

Mircea Eliade : Lo sagrado y lo profano


Parece que no va a enfriar.Ya no se ven rastros ni tampoco atisbos de nieve. Hace calor con el sobretodo. Miki dice que la resaca ha sido brava, que ha tenido dolor de cabeza todo el martes. Todavía las cosas siguen donde las dejamos. Yo traté de ordenar algo antes de irme pero quedaba bastante por hacer. Carmencita dice que se ha molestado pero en broma. Qué como se me ocurre decirle esas cosas. Pero se ha cagado de risa. Yo lo distraigo. Se ha dado cuenta. No lo creo. Es un buen tipo al fin y al cabo. A Gordon se le ve más animado, claro que se le arruinó el plan para la noche cuando le dijeron que además del wiski tenía que tomar cerveza porque hace mucho tiempo que la gente en esa reunión no se tomaba una cerveza Cristal grande. Solo faltaba el jonca rojo. Bárbara estaba espectacular. En la mañana entregué las notas del MLJ210. Aparte del B- de Eleanor, que se lo ganó por vaga porque le di oportunidad incluso que vaya a la última clase para terminar su proyecto, las demás notas están buenas. Además he tenido suerte con el grupo. Y como repite Lisa, se ha trabajado bastante en esa clase. (www.cardenaspaola.blogspot.com, http://www.andreakdiaz.blogspot.com. ) En la mañana estaba leyendo el libro que me compré en Strand. 4 dólares, estaba barato. Mi promesa de no comprar más libros se fue al diablo pero valió la pena. Camilo dice que muchas de las cosas en Fanny och Alexander se pueden explicar con Mircea Eliade. No solo eso sino también Cien años de soledad y toda la escena de la fundación de Macondo. Luego de leer a Eliade se entiende mejor el final de 2001: Para volver al principio debemos volver como no nacidos. Lo de la fundación de una ciudad lo explica Eliade en las primeras páginas de este libro: The Sacred and the Profane. El sujeto religioso necesita un punto central que ha de considerar sagrado. Solo a partir de este punto central puede empezar a construir su universo. Esta necesidad de un lugar sagrado es inherente al hombre religioso para el cual no existen espacios similares y homogéneos. El ser humano religioso necesita hacer diferenciaciones entre los espacios. Este es sagrado e importante, este no. A partir de allí elabora toda su vida. Para algunas civilizaciones este punto sagrado era la montaña, entendida como el punto más cercano entre el hombre y el Cielo, por lo tanto el lugar donde se escuchaba mejor lo que los dioses tenían que decir y el sitio más indicado para un contacto. Para algunas culturas nómades, era una vara. Esta vara según la tradición era por la cual había trepado su semidiós a encontrarse con las divinidades. Este era el centro y el único medio de comunicación entre la tierra y el cielo. Interesante que Eliade escriba sobre lo que pasó cuando por accidente este palo se quebró: los nativos se echaron en la tierra desesperados y resignados porque sabían que ese signo solo podía significar la muerte. Es importante diferenciar los espacios y encontrar espacios más importantes que otros. Solo entonces se puede comenzar a contruir una civilización. Acá juegan un papel importante también los marcos de las puertas (tresholds) entendidos como el pasaje entre lo sagrado y lo profano. Llegó a casa Big Fish, otra de las películas de Tim Burton que tengo pendientes de ver. Greti dice que va a llamar para una cena en el Lit´l Frank que le ha gustado mucho. No he avanzado nada de la página de Stephen. Ya será el lunes.

Amar a Ingmar

Tres hermanas tres
las lágrimas rojizas
descienden por la pálida piel
de Anna.
Ojos grandes como sus senos, inmensos
maternos, robustos,
llenos de dicha.

Agnes a punto de morir
los tres juntos otra vez
en la casa de madre
el columpio
de niña osabas espiar.

¿Por qué me besas?
¿Por qué tus labios corren rápido hacia mi boca?
¿No sabes cuánto te odio?
¡Cuánto destesto tu estúpida felicidad¡
Tu sonrisa sin complejos, post-histórica.

El hombre le teme a la muerte
y somos tres hijas temiendo la suya
a las dos nos ha dejado la casa, el poder sobre Anna
a la más débil le ha quitado todo
¿Qué te hizo Agnes, Ingmar?

Corte a rojo. Nostalgia. Lear. Poder.

Luz de Invierno o los Comunicadores, abril 11

El día ha sido extremadamente lento a pesar de haberme levantado temprano. He ido a la escuela de danza del Bronx a tomar unas fotos para el Bronx Journal. Luego he avanzado con la clase del martes, preparando algunas fotocopias que quiero entregarles a los alumnos. Y he visto Luz de Invierno, parte de la trilogía de Bergman. El tema es Dios y la soledad del hombre que se cree perdido pues es incapaz de creer. Desamparado por que ha perdido la capacidad de la fe, o tal vez, como se dice en A través del cristal oscuro, porque el hombre se ha protegido alrededor de un circulo magico, esta muralla que lo cerca y evita que se introduzcan sensaciones ajenas. Y si el hijo se sorprende porque al final su padre le habla, en Luz de invierno, el padre deja de hablar, al menos no se dirije a este cura desamparado en su luteranismo, porque ha perdido la comunicacion con Dios. Y se repite el esquema del hijo, que cree que todos en el mundo andan en cajas separadas, como los que se acercan a comulgar que al parecer pertencen a una comunidad pero en la realidad siguen aislados uno del otro.
Me he preparado un pan pita fabuloso con atún, pavo y manzanitas de postre.

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