Carátula de mi primera novela

Reseña

The Barcelona Review. Mayo 2011

País de hartos
Ulises Gonzales
Estruendomudo, Lima 2010

La sustitución sistemática de personajes y entidades reales por fórmulas -“el partido del pueblo”, “el partido del profesor”, “el partido del cambio”, “el partido del gran cambio”, “el joven presidente”, “el viejo presidente”- sitúa a los verdaderos personajes de esta novela, a los que sí poseen nombres y apellidos, en una semiótica de la simplificación, en un territorio de significantes carente de significados, una mezcla entre “Estado” y “estado mental”: el país de hartos. Desde el intento de estatización de la  banca, de Alan García, hasta el primer gobierno de Alberto Fujimori; en esos años, el protagonista, Marcelo, experimenta la fragmentación social en el seno de la familia, la escuela, la universidad, el barrio, y enfrenta el mundo afectivo, sexual y hasta el laboral, como verdaderos retos que ponen a prueba la dignidad. Una poética del desencuentro; la historia que vimos con nuestros ojos, la que nos contaron, la que escuchamos a escondidas, la manera intransferible como la vivimos y la forma como la contamos. Una espléndida primera novela sobre un país enfermo. EEU

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CONTRATAPA DE LA NOVELA:

Uriel es un político de centro-izquierda con un cigarrilllo siempre entre las manos y el cabello engominado; Juvenal, su hermano, es un alcalde de un pueblo remoto sin apoyo familiar y con muy malos cálculos políticos; Marcelo es un muchacho de clase media de una capital caótica y violenta, abrumado por problemas sexuales, preocupaciones existenciales y cierta obsesión por los viajes y la literatura; el Profesor es un líder terrorista, atrapado luego de diez años en la clandestinidad, que se enfrenta en la cárcel con las preguntas de un periodista de ambivalentes actitudes frente a su sexualidad y al país y que se presenta como el Diablo, el jefe encargado de un experimento que se realiza en ese territorio que los habitantes llaman patria.

La historia de Marcelo, Juvenal, Uriel, Glenda, Julia, la Gringa, el Profesor y otros personajes que llenan las páginas de esta breve novela con pretensiones de novela total, serían sólo una minúscula representación de los problemas de un paisito sudamericano como cualquier otro, cargado de taras sociales, racismo y corrupción: un país de hartos lleno de personajes como aquellos que no entienden que algunas veces, para no fracasar, la única solución consiste en escapar.

***EXTRACTO***

(página 1 y 2 de la novela)

1.

Dicen que el Diablo miró esa zona del desierto y murmuró “bendito sea mi reino”. Por ese yermo de arenas coloradas, donde sólo se escucha el sonido del viento que lame las dunas, corre la carretera. Sobre ella avanza la camioneta Chevrolet pick up, modelo 77. El agua se cuela por los agujeros de su radiador deforme. Casi se puede tocar el aroma del motor fundiéndose y el de la carrocería herrumbrosa que se viene deshaciendo desde hace años. Dentro de la cabina va Juvenal y dos de sus hermanas. Él maneja y ellas se turnan para hablarle, para que no se vaya a quedar dormido, para que fije la vista en el horizonte y preste atención a los huecos, que en esta zona son más que el camino.

Echado en la tolva de la camioneta, arropado entre ropa de cama descolorida, el pequeño Marcelo intenta sintonizar una radio de transistores; jugando con el dial y el cable amarrado a la radio que sirve de antena, peleando para que las ondas le regresen la voz de su presidente, que va a empezar, como cada día de la patria, su mensaje a la nación.

Juvenal debe detener la camioneta cada cierto tiempo, bañado en sudor, para cargar un porongo de agua con el que satisface la sed del radiador. Marcelo hace el ademán de pararse “Tranquilo sobrino. Tú sigue allí con la radio y dime lo que dice el presidente”

Marcelo apenas si escucha. Sigue luchando contra el cable que hace de antena receptora hasta que, sobre el penoso ruido del motor y entre la interferencia, lo golpea una voz. El presidente anuncia que va a proceder a la “estatización y nacionalización del sistema financiero y de seguros”. Entrecortadas, Marcelo escucha las palmas de los congresistas del partido del pueblo, que se abren escándalo entre las rechiflas.

–Ahora sí nos fregamos tío–grita Marcelo.

–¿Nos fregamos?¡Huevadas!–responde Juvenal–.Es lo mejor que ha podido hacer este huevón.

Antes de meterse a la cabina le predice “Vas a ver sobrino, a partir de hoy todo va a mejorar”.

Varias paradas más y horas después, la Chevrolet entra a la capital en tinieblas.  Marcelo, arropado entre las sábanas, piensa en el final de sus vacaciones. Acaba de cumplir catorce años, en pocos días comenzará otra vez el colegio. Trata de imaginar lo que se viene. “Estatizar los bancos no puede ser tan grave–piensa–, no es el fin del mundo”. No hay ninguna razón para entrar en pánico–se convence–. No hay razón para perder la fe.

***RESEÑA***

Por Camilo Torres

‘Drama’ en griego significa ‘acción’ y en la Grecia clásica solo interesaba si comprometía a la polis, a la comunidad. País de hartos tiene como protagonista, como actor, el país mismo, la nación y su destino trágico. Como toda buena tragedia, ésta inspira preguntas y las preguntas pesan sobre la cabeza de Marcelo. El joven protagonista es, o debería ser, símbolo, es decir —y nuevamente de acuerdo con la etimología—, conjunción de voces y significados. Pero su drama reside en que no logra simbolizar, reunir, hacer comulgar, como no logran hacerlo los héroes posmodernos. Esta es, como El guardián entre el centeno, una novela de aprendizaje invertida. No hay un orden al cual acceder, del cual formar parte, cuyas normas aprehender para la transformación. No hay un rito de paso.

En vez del símbolo impera la negación que divide o elimina, la exclusión de elementos, personas, lenguajes. Marcelo no puede unirse carnalmente a Glenda. Y su frustración emocional es análoga a otra derrota, de orden moral e intelectual, el fracaso del lenguaje que no puede comprender (en ambos sentidos: entender y abarcar) la violencia política que lo rodea y abisma.

En latín, ‘mundo’ significa ‘limpio’ y hoy usamos  la palabra para denominar un orden trascendente. Por amenazar ese orden, el demonio tradicionalmente recibía el título de Inmundo. La presencia diabólica aparece en la novela desde el inicio. Es suya la primera voz que escuchamos:

Dicen que el diablo miró esa zona del desierto y murmuró “bendito sea mi reino”.

Y en verdad es su reino el escenario de esta novela.

En País de hartos abundan las escenas diseñadas con feliz intuición. Eso no nos extraña. Ulises es un consumado autor de comics y también un lector minucioso de la narrativa clásica. En una escena especialmente significativa, Marcelo, cuyo propósito es escribir una novela sobre su familia, desconfía de la legitimidad de su deseo. Cito la página 83:

Tal vez la historia de una familia se podía contar en tres o cuatro líneas sin necesidad de escribir una novela. ¿Qué tan necesarias eran las novelas?

(…) ¿De qué habría servido tratar de reproducir ese mundo si nadie podría sentir lo que estabas sintiendo: el fresco momento de la decadencia?

Vale decir, aquí Marcelo, un ser hecho de palabras, se pregunta si estas no habrán perdido su justificación, y sin saberlo, en un bello juego barroco, cuestiona su propia existencia. Es como si el príncipe Hamlet en algún momento de su historia abominara del teatro y de los dramaturgos ingleses.

Lo diabólico radica en la negación de la palabra. En este caso, el lenguaje adopta la forma de la novela que Marcelo quiere escribir. Silencio del lenguaje, ocultamiento de la esencia del hombre, oscuridad de la condición humana. Por ser enemigo del lenguaje, de los “hombres de lenguaje articulado”, Mefistófeles es conocido, también, como el Príncipe de la Mentira.

Hemos mencionado a los dramaturgos ingleses. Entre estos brilla Christopher Marlowe, contemporáneo de Shakespeare y artista de muerte prematura, que hoy ocuparía el lugar de Shakespeare si este no hubiese nacido, tal es la importancia de su obra. La más famosa de sus tragedias es Doctor Fausto. En ella el conocido personaje interroga a Mefistófeles sobre dónde se encuentra el infierno. “Debajo del cielo”, responde éste y cuando Fausto insiste en precisar el sitio, Mefistófeles declara que el infierno está:

En las entrañas de estos elementos donde somos torturados y permanecemos siempre, el infierno no tiene límites ni queda circunscrito a un solo lugar, porque el infierno es aquí donde estamos y aquí donde es el infierno tenemos que permanecer.

Hallamos un eco de este ilustre precedente en País de hartos. Tenemos allí un diálogo entre el diablo y un líder terrorista. En la página 105, este pregunta y Lucifer responde:

—¿Te vas a otro lado y ya no hay infierno?

—Siempre hay infierno.

En la versión de Thomas Mann, Fausto es un músico, Adrian Leverkühn, que, al igual que Marcelo, no puede ser lo que es o debería ser, y también igual que Marcelo, la amenaza de castración, del silencio mortal, proviene de su nación, del agotamiento cultural de la Alemania previa al nazismo. Agotamiento de la vida creativa, consecuente imperio del terror. Si Eros, que es la vida, no puede ser fundamento del arte, argumenta Mefistófeles, entonces solo puede hacerlo Tánatos, es decir, la energía monstruosa del Apocalipsis. ¿No es cierto que durante la guerra interna algunos desearon o se resignaron a ese Apocalipsis, ese final definitivo con la equivocada esperanza de una purificación y un renacimiento? ¿No hubo quienes culpablemente dijeron que solo la destrucción absoluta nos sacaría de una asfixia hipócrita? Recordemos, por ejemplo, el deseo de “verdad” que Zavalita, alter ego de Vargas Llosa, tiene al respecto en Conversación en La Catedral:

Santiago (…) salió y el jirón Carabaya estaba ardiendo. Los cristales del tranvía Lima-San Miguel repetían los avisos luminosos y el cielo también estaba rojizo, como si Lima se fuera a convertir en el infierno de verdad. Piensa: la mierdecita en la mierda de verdad.

Tal era la dimensión del  hartazgo en la década de 1960. En los años 80 y 90, bajo la violencia simbólica y fáctica, era ya intolerable. La Real Academia pobremente define ‘harto’ como ‘fastidiado, cansado’. Como Ulises muestra en esta novela, es este un país de hartos, de demasiados, y, al mismo tiempo, como invita a leer la buena anfibología del título, una nación de hombres y mujeres que durante la guerra llegaron al límite de la frustración y, según mi lectura, de la contaminación de la vida diaria por la peste infame de la violencia. Esta novela bien puede ser un símbolo —¿qué otra cosa preocupa a un artista sino la génesis de símbolos—, luego una lectura para intentar, una vez más, comprender nuestra terrible nación, que en Lima adopta la ominosa forma de un laberinto hecho de voces y colores que se rechazan entre sí.

Lima, octubre de 2010

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