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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Manhattan

Beber en Mc Sorley’s

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Mi mejor amigo tenía mucho tiempo libre los fines de semana. Un aviso en el Village Voice le llamó la atención: paseo turístico gratuito por el Village, reunión en la esquina de la calle 4 con la Séptima Avenida. Hacía un poco de frío pero el grupo era espléndido  –unos europeos, mi amigo el peruano y una familia de Wisconsin–y recorría feliz las calles del barrio viejo de Manhattan identificando los solares donde se escribieron estos cuentos, estos poemas, donde se grabaron estas canciones y se enamoraron estos personajes. Quienes han caminado por Manhattan en el otoño, sabrán del placer con que se recibe el viento frío cuando la charla es amena y el recorrido interesante. Éste, para él, había sido el más interesante de todos.

Una pareja de jóvenes holandeses comparó cierto edificio de Astor Place con otro en Amsterdam. Les pareció fascinante que mi amigo les dijera que él había estado en el bar de la primera planta (porque su edificio era más un fetiche local que turístico), con su hermano, bebiendo una cerveza después de una pequeña taquicardia en el coffeeshop donde probaron marihuana, la primera vez que visitó esa ciudad.

El padre de familia de Wisconsin hizo un comentario estúpido cuando el guía les señaló el estudio donde Jimmy Hendrix grabó Are you Experienced y los holandeses y mi amigo compartieron un sarcasmo en holandés. Desde allí marcharon juntos, y el guía–un sesentón alto y barrigón con el cabello amarrado en una coleta, que calzaba una botas de cuero enormes y vestía un pesado sobretodo de impresionante color guinda–les hacía un guiño después de contarles alguna anécdota acerca de los edificios (o la gente que vivió en ellos) frente a los cuales pasaban.

Una hora y media después de haber empezado el recorrido, el grupo llegó frente a las puertas de un bar que mi amigo veía por primera vez: allí acababa el tour. Los que quisieran podían pasar a invitarle una cerveza, a disfrutar del aroma de aserrín de una cantina que se preciaba de jamás haberle pasado un trapo al piso desde el día en que abrieron sus puertas, allá por 1854. La familia de Wisconsin se alejó después de dejarle al guía una buena propina, dos chicas francesas se fueron sin dar las gracias. Los otros europeos dieron propina y se marcharon hacia el este por la calle 7. Mi amigo y los holandeses juntaron 20 dólares y los pusieron en las manos –sorprendentemente delicadas– del guía que se despidió contándoles una anécdota del baño de damas de McSorley’s y lamentó no poder quedarse.

Una semana después, mi amigo me llevó un jueves por la noche para que mirara con mis propios ojos cómo funcionaba la maravilla: el bar más antiguo de Nueva York. Acababa de anocher. El ambiente despedía una mezcla del olor dulzón de la cerveza con el cálido humo de los cigarros. En una mesa del fondo estaba sentada la pareja de holandes (Gertrude y Hubert) que había conocido una semana atrás. Venían a despedirse: era su última noche en Manhattan.

Nos quedamos hasta que nos echaron (como debe de ser), contamos a cinco mujeres que se metieron durante la noche al mal señalizado baño para caballeros. Conté la historia que siempre cuento cuando me encuentro con holandeses: la pareja que encontré en un albergue de Buenos Aires en 1995, regresando después de haber llegado en bicicleta hasta la Tierra del Fuego. Bautizamos a dos de los meseros como el Gruñón y Robin Williams (el Gruñón nos enseñó la mano llena con los billetes de la propina y nos miró con disgusto como diciendo: ¿eso es todo?). Antes de irnos, una mesa repleta de antiguos soldados se puso a cantar God Bless America y, semi borrachos, el bar enteró hizo que retumbaran las paredes cubiertas de recuerdos y fotografías, donde alguna vez también bebieron Salinger, Dylan, Kennedy y tantos otros.

El taxi que se llevó a Gertrude y a Hubert pasaba por las maletas del hotel e iba directamente al aeropuerto. Desde entonces me imaginé que si alguna vez dejaba Nueva York, tendría que ser después de pasar la noche en aquel bar.

Ha pasado una década desde aquella experiencia y en ese tiempo han sido muchos los amigos con los que compartí la noche, comí hamburguesas y brindé por diversos motivos en ese bar. No es raro recibir mensajes de texto a las tantas horas con una simple pregunta: «¿Cómo llego al bar ése donde me llevaste aquella vez?» Muchas cosas no han cambiado: la cerveza se sigue pidiendo sólo en versiones rubia y negra, el piso sigue oliendo a cebada y aserrín de otros siglos. Robin Williams sigue atendiendo con su lacónica amabilidad pero el Gruñón ya no está. Las mujeres siguen volteando con la sorpresa, después de haberle dado una mirada por accidente al baño de caballeros. Tal vez el único cambio importante sea que ya no se fuma y que el bar, merced al turismo, parece estar siempre lleno, desde que abre a las 11 de la mañana, hasta la una de la mdrugada en que cierra.

Esta semana The New Yorker le dedica la portada para marcar el principio de la temporada navideña. ‘Tis the season to be jolly.

Mañana vienen los Madmen

Poster de la sexta temporada del drama televisivo MadMen, que comienza mañana.
Poster de la sexta temporada del drama televisivo MadMen, que comienza mañana.

Recuerdo la primera vez que ví un capítulo de Los años maravillosos. Era la representación de una época, vista en conjunto con las transformaciones sociales a que se enfrentaban las familias –padres e hijos. Las aventuras del pequeño Kevin eran fascinantes por sus aproximaciones a temas universales (el amor, la amistad, la hermandad, la paternidad). Yo, que pertenecía a una clase media parecida a la de la familia Arnold, sentía que él estaba experimentando las inseguridades juveniles por las cuales yo había pasado de adolescente. Sin embargo, los traumas de Kevin estaban amortiguados por una familia, siempre cercana a lo que le sucedía a sus hijos, una relación parecida a la de mis padres conmigo y con mis hermanos.

MadMen también retrata una era. Sin embargo,  en el universo –disfuncional– de Don Draper, la familia es sacrificada. El personaje principal, con una enorme carga emocional sobre su cuello (por un pasado de violencia que lo marca en sus relaciones con jefes, empleados, amantes y clientes), es quien despliega ante nosotros la crueldad y el glamour del mercado de la publicidad: Madison Avenue, en Manhattan, epicentro del negocio publicitario, le pone el nombre a la serie.

Junto a Draper, a sus jefes y a los empleados de la agencia, entramos al Nueva York de mitad del siglo XX y al gran negocio que mueve la rueda del capitalismo y el progreso.

El dinero y todo lo que se puede consegir en esa sociedad con él, es lo que vemos desde los ojos Draper, quien ha trepado  hasta donde está pisando a más de uno, sosteniéndose sobre su personalidad arrolladora, inspirado por el único deseo de tener más.

Draper tiene la esposa y la familia que desea, en los suburbios de Westchester. Tiene una casa con todas las comodidades que se le permiten a quien pertenece al segmento más alto de una sociedad capitalista. Lo ha conseguido mintiendo sobre su origen, al igual que muchos de los empleados y jefes con quienes convive a diario. En el mundo de Draper todo se puede sacrificar. Hay sólo un amo al que hay que obedecer y ése se llama «productividad». Su esposa y sus hijos serán los primeros en sufrir por la ambición de Draper.

Como en Los años maravillos, los eventos que transformaron la sociedad norteamericana, también se cruzan en MadMen con cierta violencia: la cotidianeidad del divorcio, la llegada de las drogas, la guerra, el violencia política, las batallas por los derechos de las minorías, la libertad sexual y el aborto, etc. Sin embargo, en este universo donde Draper vive, es difícil sentir empatía. Es muy fácil percibir lo endeble que resulta este universo de pantallas, carteles y eslogans que la aristocracia de la publicidad contribuye a crear.

MadMen, si tuviéramos que resumirlo en una sola frase, sería: un drama de diálogos y situaciones brillantes, un mundo con personajes muy interesantes, llenos de dudas, que sólo reciben respuestas bastante vagas.

La nieve te hizo tan blanca

Nieve sobre el puente de Brooklyn.

Quisiera haber apuntado en una libreta todos los detalles. Porque luego me encuentro con ella y me dice: «No, así no fue ¿no te acuerdas?» Y  lo que yo me acuerdo tiene que ver muy poco con lo que en realidad pasó.

Ella llegó una mañana de febrero en que nevó, como hoy. Yo era más joven, vivía en Brooklyn y poco sabía del invierno. Ella llegó al aeropuerto acompañada de una amiga que–cuando pasó lo que pasó–se dedicó a criticar sin mirarme a la cara. Yo creí que les había prometido un tour por Nueva York pero ella me dice que les había prometido el Empire State. Puede ser cierto porque cuando neva clausuran el balcón. Y nadie sube hasta allá para darle vueltas a la tiendita de recuerdos y tomarse un café.

Ella era trigueñita, del bello color de la arena mojada–como leí en una crónica cubana. Tenía mucho dinero y le disgustaba mojarse las botas. No sé porque nos quisimos, pero entre tantas dudas y malos recuerdos siempre parecemos concordar en aquello: nos quisimos. Fue una locura de invierno, de días cortos con noches largas. Casi siempe estuvimos metidos en la cama o en una bañera, tocándonos como quien ama por primera vez.

Su viaje estuvo cortado por un crucero que partía a las Bermudas desde un muelle en Manhattan; y por un viaje relámpago a Viena. Cuando llegó su crucero terminaba de nevar, cuando regresó desde Viena (para estar conmigo por cinco días, conocer Philadelphia y volver a Lima) nos estaba sepultando una nevada. Su amiga tomó un taxi en el muelle. Dijo que la encontraría el día de la partida, en el aeropuerto.

Caminamos por la 42. Ella miraba con espanto sus botas enterradas en el hielo de la calzada y yo forcejeaba con una maleta repleta de recuerdos vieneses. Ella sugirió que nos metiéramos a un restaurante carísimo para desayunar. Viéndola cubierta de nieve y con una mueca de angustia, intentando forzar una sonrisa debajo de su abrigo de esquimal yo le dije: «La nieve te hizo tan blanca»

–Así no fue. Yo me estaba muriendo de frío y quería tomarme algo caliente.

–Tú estabas molesta porque eran tus botas nuevas. Se te estaban arruinando.

–Y tú me dijiste que se me arruinaban y me comprabas otras ¿Eso no te acuerdas?

–¿Yo? ¡Si en esa época yo estaba más misio que nunca! No puede ser…

Ella se ríe en el teléfono. Se acuerda de otros detalles: quise que pasara la primera noche en mi departamento, que yo compartía con dos amigos. Un colombiano se hizo el huevón y quiso abrir la puerta del baño donde ella estaba calata. En Philadelphia me obligó a pagarnos un buen hotel. Sólo pude pagar una noche y ella pagó las siguientes (al parecer yo juré que le iba a mandar el dinero a Lima). La noche que se fue, lloró en el camino hacia el aeropuerto. Dice también que durante aquél viaje en taxi yo prometí acordarme de la fecha en que nos reencontramos en Nueva York después de tantos años, sin embargo

–Te olvidaste. Eso y todo lo que te conviene. Sólo te acuerdas de los polvos.

–¡Que malhablada!

Suelta una carcajada. En ella no se notan heridas ni rencores. Éramos más jóvenes y más tarados. Desde entonces nos hemos encontrado muy poco, siempre en la computadora o en el teléfono. Nunca nos hemos vuelto a ver.

–No puedo creer que hayas venido tantas veces a Lima y jamás me hayas llamado.

No hay reglas para los amores del pasado, tampoco para las amistades duraderas. Las personas se juntan por leyes de atracción que funcionan sin que movamos un dedo. Gracias a estas mismas leyes, al reencontrarse, las personas vuelven a ese afecto. Disminuído, porque se acabó «la llamarada», pero siempre allí: un afecto de llamadas cariñosas, de bromas subidas de tono. Son jueguitos semi civilizados para no dejar de ser nosotros mismos, para no olvidarnos de nuestros errores y ser, a nuestra manera, amigos inmortales.

Mi amigo amaba a Melville. Puso cara de cojudo elegante frente a su tumba, se ajustó los anteojos con solemnidad y apretó el sobretodo más que por el frío para que se viera su copia de la Norton de Moby Dick (una copia de una edición hindú, un poco más pequeña y más barata que consiguió en Alibris) mientras yo le tomaba la foto. Detrás de él se ve un poco de nieve.

Fue el 31 de diciembre de 2005. Nos habíamos encontrado para almorzar cerca de Lehman College y habíamos tomado el tren hasta Woodlawn. Yo ofrecí caminar –me gusta el frío y la caminata– pero mi amigo era comodón y vago. Deambulamos por las calles del cementerio buscando la lápida gris y mohosa. Mi amigo recitaba las líneas de uno de los capítulos que se había aprendido de memoria (en español): «The Lee Shore». Quise enseñarle la tumba de Armstrong pero él se opuso. Quería que esa experiencia se limitara a Melville y solo a Melville.

Después nos fuimos a comprar champán barato. Recogimos a una amiga rumana que aceptó acompañarnos y que caminaba con dificultad por un jalón en la pierna durante sus clases de flamenco (así es Nueva York, a todos nos da por reinventarnos). Yo estaba fresco de haber terminado mi primer semestre de literatura inglesa y mi amigo quería recibir el año mirando a Manhattan desde el malecón de Brooklyn Heights.

 

Estábamos a un paso de las oficinas donde hace poco más de un siglo Whitman trabajó de periodista. Hacía mucho frío. Nos quedamos allí pasadas las doce, contando las bengalas que explotaban en los botes que circundaban la bahía y admirando el despliegue de luces dentro de los rascacielos donde alguna mano mandaba que las oficinas se incendieran intermitentemente desde el piso uno hasta el 97 y desde el 97 hasta el uno como si fueran cubitos de tetris cayendo desde lo más alto.

Caminata por la 57

Portal de entrada de la librería Rizzoli en la calle 57. Foto de Jim in Times Square (Flickr)

La calle 57 de Manhattan es como la Larco de Miraflores. Es casi tan elegante y de alto vuelo como la Quinta Avenida –que no tiene equivalente limeño ( si alguna vez la tuvo supongo que fue en aquellas épocas de trompo con huaraca cuando el Jirón de La Unión era el Perú y los yuntas de Colónida compartían el rapé y la mulita de pisco en el Palais Concert). La 57 es una calle con fachadas elegantosas, intercaladas con uno que otro Diner, entreveradas con galerías de prestigio, restaurantes cinco estrellas, pizzerías  y oficinas.

En una de las cuadras de la 57, en una casona de tres pisos con el número 31, queda Rizzoli.

Entre paredes recubiertas de roble, pintados con una iluminación acogedora, aguardan en sus estantes los libros, discos, almanaques y otros objetos a la venta en esta librería especializada en arte y literatura italiana. No es tan raro que los eventos de Rizzoli empiecen en los salones de la librería y terminen con los invitados, el queso y los vinos, en las salas o estudios de los artistas que viven en alguno de los edificios cerca de Rizzoli.

Llegué hasta sus puertas buscando comprobar el chisme que me llegó hace una semana en los pasillos de Lehamn: en el tercer piso, en uno de aquellos ambientes alfombrados y lujosos de Rizzoli, se había armado una de las mejores colecciones de oferta de libros español de la ciudad. Parecía mentira que entre las cantaletas del «nadie lee», haya en Nueva York quienes todavía se tomen el delicado trabajo de organizar un rincón dedicado a los libros. Literatura, filosofía, historia, éxitos de ventas y libros para niños en castellano. Son libreros de cuatro niveles, con un nivel inferior donde reconozco a Muñoz Molina, a Javier Marías, a Vila-Matas. Ellos están al lado de clásicos: Castalia, Cátedra, Alianza Editorial (me pareció un poco exagerado ver tantos libros juntos de Benito Pérez Galdós).

Tomé al azar un libro de Vila-Matas.»Él único que tenemos de él» reconoció el librero, que se acercó con discresión a indagar si necesitaba algo. Se llama Pedro, es un muchacho con acento caribeño. Me contó que acababan de empezar, que están pensando en organizar actividades, que aceptan pedidos de profesores, que pueden ayudarme a conseguir los textos necesarios para una buena clase.

Metí la nariz en el libro de Vila-Matas y ésta se quedó allí. El libro se llama Dietario voluble y es una especie de diario que cubre algunos años de la última década.  Me hace pensar en los desordenados y egocéntricos diarios de Dalí: confiesa haber estado sentado en el café de una plaza con el único propósito de ver pasar a Catherine Deneuve, reconoce haber espiado desde su mesa de restaurante a John Banville, combinando impresiones al vuelo sobre su apariencia con elogios a su prosa; describe su primera caminata sobre el puente de Brooklyn para ver el crepúsculo neoyorquino, y haber metido la pata en una conferencia con franceses.

Encontré unas líneas donde se refiere a sus caminatas al azar por calles y plazas. Allí entresaca un comentario en un blog peruano y repite con fascinación los nombres de barrios limeños que no conoce y por los que aún no ha caminado: Chacarilla y Magdalena.

Vila-Matas me obliga a pensar en esas horas de recorrido entre asombrado y pensativo que algunos escritores de tendencia urbana, solemos combinar con otra caminata solitaria: la lectura. Ayer estuve haciendo eso: caminar por la 57 después de salir del tren 4, con una idea muy vaga de llegar al Met. Decidí seguir hasta Colombus Circle, solo porque por esas avenidas podía respirar imagenes de Manhattan. Coger el tren a Prince St, caminar hasta otra librería, volver a meter la nariz en otro libro, en fin: vivir.

En los suburbios

Este es el artículo publicado esta semana en mi blog Apuntes en Nueva Ítaca en la revista Suburbano de Miami:


Llegué a Nueva York en un vuelo sin accidentes desde Londres. Un primo lejano, de quien conservaba el vago recuerdo de una fiesta de carnavales en La Punta ( ese balneario embellecido por los inmigrantes italianos que llegaron al puerto del Callao en los 1900, mágico apéndice de tierra que un tsunami puede tragarse de un solo bocado) me recogió del aeropuerto John F. Kennedy y cruzamos a bordo de su Hyundai rojo fuego, las calles en cuadrícula de la Ciudad de la Furia. Desde el asiento del piloto me apuntó Times Square, tomó el desvío hacia uno de los túneles y me llevó hasta la ciudad de Hoboken, cruzando el río Hudson, para que pudiera contemplar desde Nueva Jersey esa fortaleza de rascacielos iluminados enfrentándose al paredón de los Palisades: Manhattan. Era fines de noviembre y hacía frío. Mi primo–que además de la colección completa de La Fania y de Héctor Lavoe posee una bien surtida discoteca de rock en español en la maletera–pulsó los controles del equipo de sonido y sonó la guitarra de “En camino”, una de las canciones mejor concebidas entre la discografía de Soda Stereo.

Entonces yo, después de 6 meses de intenso camino, aterrizando en Nueva York tras andar varado en Europa sin un centavo en los bolsillos, me apropié de esa canción. Aquel tema que habla de desvíos y espejismos fue la culminación de una pequeña odisea que había comenzado seis meses antes en Lima, y que había seguido mientras mochileaba por España, Portugal, Francia, Alemania e Inglaterra. En aquél momento en que mi primo cruzaba el puente George Washington para llevarme a su casa, las últimas luces que vi al despegar del aeropuerto Jorge Chávez de Lima ya eran para mí una imagen brumosa.

Mi primo cruzó la parte alta del Bronx y nos metimos en un territorio desconocido: los suburbios. Desde Lima, una tarde me dieron malas noticias: el país se derrumbaba. Nuestro dictador había renunciado por fax y la sociedad se estaba reorganizando para salvar la debilitada democracia con un gobierno de transición. Los hombres que habían transitado muy orondos con saco y corbata por la historia peruana de fines del siglo XX, estaban desfilando hacia la prisión. El consejo de mi familia era que yo esperara en Estados Unidos a que se aclarara el horizonte político y económico. Conociendo la historia peruana, aquello podía tomar años.

En diciembre enfrió aún más. Una tía me había prestado un pequeño departamento en el cuarto piso de un edificio en una calle llamada New. El edificio se caía a pedazos, pero en aquél momento en que mi vida parecía comenzar de nuevo, “New” parecía el nombre apropiado. Desde la ventana de aquél departamento vi caer los primeros copos de la temporada. Pronto los suburbios se cubrieron de nieve. Ya las voces moderadas de mi familia me habían aconsejado que me acomodase al frío y esperase tiempos mejores en el estudio de la calle New. No tenía trabajo ni dinero. En un pequeño conciliábulo de primos, ellos acordaron darme un número de seguro social y conseguirme empleo, gracias a sus contactos, en la garita de un centro médico. Allí, mientras regaba las escasas flores del estacionamiento, abriendo las puertas a los dueños del edificio y apretando el botón de una cerca eléctrica para que estacionaran los autos de los pacientes, en un horario de lunes a viernes y de 8 de la mañana a cinco de la tarde, podía ganar más dinero que en los tres empleos “prestigiosos” que había dejado en Lima antes de viajar a Europa; trabajos con horarios que iban de 7 de la mañana a 10 de la noche, de lunes a domingo. Con ese primer trabajo y con esporádicos empleos estacionando autos en un club de golf solo para ciudadanos judíos, pude pagar mi renta en el estudio de la calle New. Además, entre pequeños gastos de ropa y comida, ahorré para comprar una computadora y un viejo Honda.

Fue un invierno frío. Yo creía, ilusamente, que habiendo visto a personajes del cine con aventuras entre calles tapadas por el hielo, ya conocía aquella sensación de la nieve escabulléndose entre los zapatos y las medias, o el salvaje frío filoso de la nevada congelándote el rostro y las manos. Tenía el vívido recuerdo de una escena de una película de aquel genio del cine que fue Ingmar Bergman: sus personajes marchaban sobre la nieve que cubría la ciudad de Upsala. Llegó el día en el cual tuve que caminar en una tormenta de nieve, y con cada paso que daba, el sonido del hielo machacado por mis zapatos me recordaba aquella película y me hacía ver mi absoluta ignorancia limeña acerca de temperaturas inclementes.

Sin embargo, aprendí. Mi siguiente invierno fue menos cruento y al subsiguiente ya me atrevía a aconsejar a algún recién llegado sobre tal o cual marca de botas, o sobre la inconveniencia de intentar abrir un paraguas en una tormenta.

Cuando por fin llegó el momento de mudarme a vivir en la ciudad, en Brooklyn, uno de los corazones del monstruo neoyorquino, mis familiares que habían vivido toda a su vida de inmigrantes en ese pueblo a cuarenta minutos de Manhattan, no podían entenderlo: ¿qué le puedes ver a Nueva York? me decían. Desde Lima mi madre me instó a permanecer cerca de ellos. Como si la pesadilla del terrorismo no hubiera sido suficiente para disuadirme de mudarme a esa ciudad. Yo dije que los suburbios no tenían el encanto del concreto de la metrópolis, que la única razón para dejar el Perú era para disfrutar a plenitud de la vitalidad de aquella isla mitológica; dije que tenía que vivir en Nueva York para poder saber de lo que hablaban los escritores que habían utilizado su mejor ingenio y pluma para describirla y–una y otra vez–reinventarla.

Viví en varios departamentos en la ciudad de Nueva York. Desde mi primera habitación se podía ver el Empire State y el departamento tenía una terraza con una vista preciosa a un cementerio de chatarra. Como todo neoyorquino viví con ratones y con cucarachas. Otro departamento quedaba en el piso arriba de un club social albanés, a dos lotes de distancia de una bodega dominicana donde podía pedir emparedados a la medianoche. Comprando allí mis víveres o haciendo mi cola frente a la caja para pagarlos, aprendí lo poco que sé sobre la cultura reguetonera, gracias a la radio a todo volumen de la señora bodeguera. Mi último departamento en la ciudad de Nueva York tenía garaje privado y desde la ventana de la habitación–que compartía con quien entonces era mi novia– podíamos ver el río Hudson y los Palisades, aquella imponente pared de piedra que tanto me recordaba mi primera noche en Estados Unidos. Sin embargo, cuando apareció la oportunidad de comprarnos una casa, la lógica de formar una familia nos empujó otra vez cruzando las fronteras de la metrópolis, hasta uno de aquellos pueblitos en los suburbios donde había empezado mi vida en Norteamérica.

Esta mañana he bajado a contemplar el arroyo que pasa frente a mi propiedad. Frente a mi casa hay una reserva natural y la sensación de los árboles alrededor me hacen creer que estoy en una ciudad apartada cuando en realidad solo vivo a 40 millas de Manhattan. El cauce de ese arroyo termina una media milla hacia el oeste, en el río Hudson. Cuando llueve su caudal aumenta y desde mi pequeña oficina en la casa, mientras escribo, puedo escuchar el correr del agua. De vez en cuando, mi esposa sorprende a los venados alimentándose con las flores de nuestro jardín; y alguna vez hemos descubierto a una familia de mapaches banqueteándose en nuestros tachos de basura. Hay una buena distancia entre mi casa y la del vecino; entre ambas hay árboles que esta primavera se han llenado de flores blancas. Debajo de las ventanas de mi sala, asoman ya las primeras rosas y despuntan–de todos los colores–los tulipanes. En una de las esquinas del jardín crecen espárragos y debajo de las escaleras que llevan a mi cocina crecen matas de menta.

Ni bien llego por las noches de la estación de tren, después de dictar mis clases en el Bronx, donde camino 50 minutos diarios–entre la parada del tren y la universidad–para no olvidar el gusto de caminar por la ciudad; me detengo a observar por la ventana de mi dormitorio las estrellas que alumbran el pueblo. Y sin traicionar al cariño que le profeso a la ciudad que me ha regalado tantas enseñanzas, me confieso que a mí me agrada esta forma de vida, esta combinación afortunada del campo y de la ciudad: yo también soy un hombre suburbano.

En las calles de Harlem

El espíritu del barrio Harlem
Resiste entre las rosas y el veneno
Fuerte de antebrazo, de orgullo.

¿En qué piensan los blancos que caminan por Harlem?
¿En la trama del blanco y del negro?
¿O es que la mezcla brinda contraseñas de moda
nuevas tiendas, almacenes y en fin
El antiguo temor al color gris?

Madama Butterfly, Metropolitan Opera


La nueva puesta en escena de Madama Butterfly en el Met de Lincoln Center es fabulosa. El primer acto es demasiado largo (lei en el programa que a Puccini le hicieron la misma critica) pero el segundo acto es magnifico, lleno de eventos. El final es espectacular. A la mitad de la primera parte del segundo acto, escuché mocos a mi costado. Moqueos a mi otro costado, en el asiento de adelante, atrás mío. Parecía que la mitad del teatro estaba llorando. Hacia el final, poco antes que Butterfly se haga hara-kiri, el llanto era general. De reojo vi que Enrica sacaba su cajita de Kleenex (para exagerados, los peruanos). Pero me sorprendí a mi mismo, mirando con la boca abierta la ultima escena en la cual Butterfly se mata y entran los demonios (bueno, personajes disfrazados de negro) y empiezan a estirar interminables lonjas de terciopelo rojo que cubren todo el escenario, mientras en segundo plano, como si se tratase del borde de una colina, con el cielo anaranjado del atardecer, el capitan Pinkerton grita «¡Butterfly!» y al verla a la japonesita en el suelo ensangrentada, se desmaya. ¡Un dramón de aquellos! Excelente actuación de la soprano chilena Cristina Gallardo-Domâs, que hizo el papel de Cio-Cio San (Butterfly). Y la dirección de Minghella (El paciente inglés) quien aportó la brillante idea de usar marionetas a la usanza japonesa (operarios a ambos lados del muñeco, en lugar de cables).

Miércoles 20 de abril, Fornificar y otras perlas del castellano.

Clase con Marie. El mito de Jason y los Argonautas. Me he perdido entre tanto nombre griego, supongo que normal si reviso luego. Hemos quedado a las 7:30 en el Graduate Center. Ella maneja, conmigo y Antonio, hasta Manhattan.

Empiezo a diagramar el Bronx Journal. En realidad a cambiar el formato de las fotos. El color. En mi despacho he estado leyendo el Crumb Handbook que me compré el lunes en Barnes and Noble. Notable, se me han ocurrido algunas ideas acerca de Crumb. Al menos el estilo, empiezo a darle vueltas a la idea.

Llegamos al Medio Rey, el pubcito en la 23rd y la 10 Ave. pero lleno, con algun evento. Terminamos tomando una cerveza y comiendo un sandwich en Chelsea Piers. Marie quiere invitarnos a celebrar la Pascua griega en su casa sobre el Hudson. Parece no tan mala idea. Converso con Antonio sobre ciertos problemas y me dice que son normales, Camilo siente sana envidia por el éxito del «pajarraco» en http://www.match.com.

Dice que le han ligado varias tipas. Marie nos habla de sus cincuenta relaciones y de la pareja que fornifica abajo de su apartamento y que mueve hasta los cimientos del edificio. Tras el aperitivo se impone una cena de verdad, en el italiano donde trabaja la mesera, ex novia de Julio. Pero no es su turno, y le toca al indio con tragos de más, que bota el agua y sonríe demasiado. El fettucini a lo Alfredo estaba genial. A media cena me manda un mensaje Elisa para ir a su casa. Voy y le devuelvo Winter Light, que es del chileno. Es tarde pero nos tomamos unas cervezas en el barcito de la esquina de Broadway y cerramos la barra con Kerry, bar tender lesbiana de Michigan. Llego como a las 3 a mi depa. No me voy a levantar temprano.

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