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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Anqui + Jaquí

Las estrellas y las olas

silaca

Nos sentamos frente al mar. El cielo era una franja blanca separada de la franja azulísima del mar. La franja azul era como de tela arrugada, con muchas marcas, una al lado de la otra. Por aquella franja blanca iba descendiendo un disco brillante. El reflejo del disco caía sobre el agua y pronto ese disco estaba reflejado por completo en el agua y las olas lo cortaban, avanzando incontenibles hacia la orilla.

Era una tarde fresca y yo acababa de descubrir tus ojos claros, enormes. ¿De qué hablábamos? Quisiera saberlo, pero mis recuerdos son mudos. Nos veo a los dos intercambiando miradas, nos veo descalzos y disforzados, apretados sobre un asiento de concreto, junto a los otros. Por un rato éramos parte del grupo, prestábamos atención a los otros. Ellos también se portaban disforzados, pasando la botella de cerveza y el único vaso; alimentando las horas con conversación banal, esperando a que cayera el sol; que la noche inundara las casas pues el generador no funcionaba y la playa sin él volvía a ser como antes: cuando tú y yo éramos niños y marchábamos por aquí y por allá, entre las piedras; correteando a las lagartijas; esquivando las piedras calientes camino a las pozas, saltando y haciendo equilibrio; sumergiéndonos uno detrás del otro en las pozas de agua helada.

Veo eso en mis recuerdos, pero no escucho nada. Sé que miraba el sol porque lo hacíamos tantas veces, a la misma hora, siempre el mismo grupo de chiquillos, verano tras verano, tarde tras tarde. Sé que era la primera vez que te veía tan grande, porque a esa edad todos solemos dispararnos de pronto hacia la madurez.

Veo ese universo en mis recuerdos y veo la llegada de la noche. Entonces ya éramos sólo tú y yo; y sólo le prestábamos atención a nuestros detalles y a nuestros olores; ésos que aparecen cuando dos cuerpos adolescentes están más cerca el uno del otro, cuando las manos comienzan a tocarse y de repente nuestros labios.

Yo estaba entrando a la plaza y llegaba la camioneta con ella. Era de día. Julián, Ramiro y yo regresábamos del mar, yo cargaba dos costalillos de lapas. Mi tía Cecilia estaba de copilota y el tío Alejandro manejaba. Ella iba en el asiento de atrás, pegada a la ventanilla, con el cabello largo y rubio.

Todos me conocen. Saben que yo estoy solo en la playa porque mis padres… Bueno, a mis padres todos los conocen y saben de mis hermanos también. Y si bien a mí no me importa, también saben que uno de ellos está en la cárcel por romperle la cabeza a un jaquino en una pelea. Tal vez también me pongan otros apodos porque saben, o empiezan a darse cuenta, que yo no hago lo mismo que sus hijos hacen. No me extrañaría si a mis espaldas mis tíos me llaman «fumón»; o les piden a sus hijas que presten más atención cuando estén conmigo. Me siguen tratando igual, hasta donde yo puedo percibir.

La tía Cecilia me vio con los costalillos. Acababan de llegar de Lima. Ella dijo que me acercara y nos dimos un gran abrazo; salió mi prima de la camioneta, a ella sí no la veía hace unos tres años. El tío saludó pero sin ser tan efusivo. Siempre ha sido así el tío, lacónico y poco expresivo; pero nadie me puede culpar por sospechar de él. Creo que se portó así, medio distante, porque le han contado. De todos modos, nos dimos un abrazo y les dije que podía sacar más lapas la mañana siguiente, si querían, porque mis costalillos ya tenían dueña.

La tía Amparo iba a hacerme un picante de lapas, porque la tía Amparo está con la cadera mala, se cayó de la yegua en el cerco. Cocina rico y si yo le llevo lapas, mi tía me prepara un picante y sopa y al día siguiente puedo ir a tomar desayuno y la tía no me mira de ningún modo diferente, creo que es porque sabe que su nieto también…que los dos somos muy amigos. En fin. Mi tía Amparo ha tirado un colchón en el asiento de cemento, frente al mar. Allí puedo dormir, al fresco. Allí puedo sentarme a jugar cartas. La he invitado a mi primita para que vaya más tarde, cuando termine de instalarse en la casa: Carmen.

Carmen. Carmen. Carmen. Tengo que memorizarme su nombre porque me ha gustado cómo me miró. Allá en Lima ella sigue de novia con Juanillo, pero Juanillo nunca viene a la playa (a veces, tal vez para la yunza).  Carmen podría ir conmigo a la yunza este verano. Y esta tarde, cuando baje el sol, nos sentamos todos los primos afuera de la casa de la tía Amparo a conversar, a jugar cartas. No dije «a tomar» porque el tío estaba demasiado cerca, pero ya lo saben igual. Allá te espero, dije.  Y Carmencita sonrió y la tía Cecilia dijo «yo la mando».

Me gusta venir a pescar. No me importa la manejada: 7 horas. Lo hago sin pensar. Salgo de la oficina el viernes, meto ropa para el fin de semana, mis cosas de pescar; en la noche –solo, con mi hermano, o con algunos de  mis primos, si quieren ir–manejo de corrido hasta la playa.

Sólo paro un poco antes de Ica. Hay un quiosco donde se detienen todos los camioneros. Me tomo un buen caldo de gallina y llego a la playa al amanecer. Me gusta llegar bien de mañana porque el olor del mar entra en mis poros. El camino de bajada a la playa no es bueno; si estoy solo, prefiero bajar a mirar. A veces está lleno de grietas, sobre todo al principio de la temporada; después le pasan la cuchilla y para febrero está mucho mejor y puedo bajar sin pararme; a veces incluso a velocidad.

A mi novia no le gusta venir. Ella casi no toma y le molesta verme tomando. También le gusta pescar; y yo le he dicho que así siempre ha sido y que nunca me ha visto borracho. No entiende. Ella ha crecido en Lima pero también tiene familia en Paramonga y dice que allá chupan pero no tanto como acá. Se van a la playa, tampoco hay electricidad, tienen casitas al lado del mar; pero que cuando se apaga la luz no se quedan tomando hasta el día siguiente.

Su papá es un borracho y ella tiene miedo que yo sea igual que él. Las peores bombas han sido con su padre. Las únicas veces en que he regresado a casa a vomitar bilis han sido con él. Mi suegro es un fuera de serie pero toma demasiado. «No tomo como él, mi amor», yo le digo. Ella no puede distinguir las cantidades ni entender la diferencia entre esas borracheras y esta manera tan ligera de tomar: acá en la playa compartimos la botella y el vaso; mis primos casi no tienen dinero y siempre soy yo el que pone la cajita el sábado en la noche. «Es el único día que tomo mi amor. Ese es todo mi vacilón», le digo; pero ella no entiende.

Yo voy el fin de semana a la playa, sólo a pescar. El sábado duermo un rato en la casa de la tía Mirabel, a veces toda la mañana; almuerzo algo ligero y me voy de pesca. Eso me aloca: la pesca trepado en las peñas, lanzando el cordel a las olas, viendo el mar que revienta contra las rocas; el mar azul que me calma, que me hace sentir que la vida vale la pena.

Espero morir después de haber vivido todos mis veranos entre estas rocas. Quiero, si es posible, pescar hasta el último día de mi vida. Morir regresando de pescar, con mi cuerpo todavía oliendo a mar.

Esta noche no ha sido distinta de las otras. Mis primos son muy divertidos, son todos menores que yo, ninguno carga mucha plata y todos me gorrean. A mí me gusta invitarles la caja de cerveza. Me hace sentir muy bien. Al Peto que tiene sus padres pero como si no los tuviera; al primo Carlos que viene desde Lima y que casi nunca veo porque va muy poco al pueblo y éste es el primer verano en que viene todos los fines de semana; al primo Ramiro, siempre tan calladito.

Hoy lo he visto a Ramiro un poco alterado porque se apareció la primita, la hija de la tía Cecilia que está muy linda. Tiene los mismos ojos de la tía y su cabello es rubio, medio rojo como son muchas de las primas Guardia; y la chiquilla es muy coqueta. El pobre Ramiro no sabe ni cómo conversarle. Le temblaba la mano cuando tenía que pasarle el vaso y la botella, porque él estaba parado al final del asiento y ella estaba al otro lado y Ramiro tenía que darse toda la vuelta para llegar hasta ella; y yo podía ver cómo se ponía nervioso Ramiro cuando ella le coqueteaba al recibir la botella y el vaso.

Mala suerte para Ramiro. Ahí estaban los otros dos pegados a Carmen como lapas. El primo Carlos que la vio desde que se acercaba y de frente se sentó al lado de ella y empezó a conversarle; y eso le gustó a la chiquilla. El Peto se fregó porque él también estaba dando vueltas y conversándole; pero desde que Carlos se sentó a su lado, Carmen sólo le hablaba a él. A Ramiro eso lo tenía medio celoso, pero qué vamos a hacer. Lástima que sea la única chiquilla de su edad en la playa, porque también están las hijas del potón Carmelo pero ésas vienen recién en febrero para la yunza.

Y poco a poco se fue toda la luz y nosotros seguimos tomando hasta que se acabó la caja. Y no sé si fue mi idea, yo creo que escuché que pasaba algo entre ellos, pero es imposible ver nada cuando se va la luz en la playa. Es imposible. De todos modos ya estaba pensando en irme a dormir; para ir a pescar temprano, que es lo que me gusta hacer los domingos, antes de empezar, otra vez, la manejada para Lima.

De noche todo se inunda de estrellas. Carmen nunca había tenido 16 años en la playa y yo nunca había estado con una chica de ojos tan claros como los de Carmen.

Nos besamos. Estábamos aún pegados uno al otro y a mi lado estaba el primo Julián y al lado de ella estaba parado el Peto que seguía hablando de la fiesta de la yunza. De vez en cuando escuchaba que el primo Ramiro se paraba y venía por el otro lado y le alcanzaba a ella el vaso. Mientras se lo terminaba, ella me besaba.

No puedo escuchar nada, mis memorias siguen siendo mudas. Puedo ver a Carmen, que en la oscuridad dirigía mis manos hacia su cuerpo y, levantándose la blusa, me ofrecía que la bese y yo la besaba. Mi lengua estaba caliente pero más caliente era la piel de Carmen. Ramiro se fue primero y Julián siguió. También se fueron los dos chiquillos García y al final se fue Peto, que hablaba hasta por las orejas. También se despidió y me alcanzó su mano de dedos nudosos en la oscuridad; se la apreté y me dijo «Adiós primo».

Ofrecí acompañarla a su casa y, en el silencio de la playa, ella me dijo que estaba con Juanillo; que también era nuestro primo; pero como su madre se había casado en Lima con un piurano ya no eran tan primos como ella y yo.

¿Nosotros somos primos? Bueno, tu mamá y mi mamá son primas en segundo grado. En realidad el parentesco venía por el lado de los abuelos. En la época de los abuelos, el mundo de la playa era mucho más limitado que hoy. Eran sólo cuatro familias las que venían a pasar la temporada, desde la Navidad hasta marzo. Las cuatro familias tendían a mezclarse entre ellas. «Nosotros vivimos en Lima. Somos distintos».

Las estrellas estaban salpicadas en la oscuridad, como granos de sol. No alumbraban; sus destellos alcanzaban apenas para darnos ánimos o para enseñarnos que cada momento que vivíamos era como ellas. Eran estrellas íntimas, pequeñas.

Esos momentos siguen allí en nuestra memoria.  Miramos al pasado y los vemos: desparramados como estrellas. Siguen vívidos, coloridos y silenciosos; con su pequeña luz propia; aún hermosos.

(Este cuento ha sido publicado en diciembre del año 2012 por la revista SUBURBANO de Miami)

Canela

Saúl carga la cara mal afeitada. Cabalga su yegua albina siguiendo la línea irregular de las laderas traicioneras al borde del Chañaral. Ha matado la mayor parte del día tendido sobre la grama de sus sembríos y le parece que se merece el descanso, que el maldito sol le está jugando un truco. Su yegua aligera el paso, escudriña la tierra, rebusca con las pezuñas entre las piedras: mata el tiempo, también.

Al final Saúl ve aparecer a Lorena, a paso lento entre los granados de la casa hacienda, cruzando la acequia frente a las matas de membrillos, avanzando sobre la reseca costra del cauce del río, sin ningún temor: Lorena, la que busca y encuentra, la que lleva la voz, envuelta en un vestido que la cubre como si fuese sólo un vapor, una idea. Viene a darle alcance. Saúl inspecciona el cielo. Todo está planeado y sin embargo aún le tiemblan las manos, le siente el frío a esa caspa de agua que le moja la palma.

Cuando ella está más cerca, lo necesario para verle las líneas del rostro, Saúl hace girar al animal sólo para que Lorena lo admire. Ya no es posible admirar a esas horas. Todo ha sido teñido de un tono anaranjado y triste. Lorena lo observa, aguarda a que Saúl acomode la grupa de la yegua y le ofrezca la mano para treparla. Saúl la seca al pasar, la palma contra los pelos del lomo. Sin embargo no puede evitar que Lorena toque su nerviosismo, su milímetro de duda húmeda en esa palma que todavía le teme a las consecuencias, a pesar de encontrarse cuarteada, recia y muy bien entrenada en el campo.

Así cabalgan ahora ambos, apretados sobre el lomo, al lado del río Chañaral, por el cauce seco, entre las rocas.

–¿Eso es todo? le pregunta Lorena, cuyo cuerpo se convierte poco a poco en sólo una sombra, en una mancha negra que avanza por la banda del río, muy adelante del perfil de la hacienda que desaparece en la oscuridad de la quebrada, muy hacia el fondo.

«Eso es todo», piensa Saúl. Asiente en silencio. Siguen por la quebrada, aceptando el paso con el que la yegua los decide llevar. Se les hace de noche en la pampa. La cruzan en silencio, escuchando aquí y allá los quejidos de los zorros y las pataletas de los guanacos. Antes de la hora de la cena ya están entrando en el pueblo, pegados a las pircas de las chacras. No hay luz eléctrica y faltan almas en esas calles.

Cortan camino por el lado de la iglesia, hasta la sombra de una casa que hasta hace algunas semanas estaba tapada por el polvo y las telas de araña. La yegua se acomoda por un portón de acero e ingresa con ellos a las caballerizas. Huele a alfalfa. Mientras Saúl amarra a la yegua, ya apenas si se puede ver. Le levanta el vestido a Lorena. Sus dedos se meten entre las piernas y palpan una humedad más desesperada que la suya.

–Hace tiempo que nadie me toca, dice Lorena, sabiendo que él no necesita la explicación. En la oscuridad, gracias a un hilo de luz de luna, aún se puede adivinar al lado de la yegua, la forma de la cama de heno. Allí se tienden. Él quiere demorarse en las lamidas. Le teme al apuro y a la impaciencia, pero ella le exige que proceda.

Cuando le vinieron a decir que Lorena se casaba con ese bueno para nada, Saúl cerró la casa y vendió sus últimas reses. Se fue a la costa: buceó para los turistas, entretuvo a las criaturas paseándolas en botes con forma de banano–hizo el ridículo. Al regresar al pueblo, para ordenar sus tierras y regalarlas, lo encontraron los compañeros y le dijeron que Lorena había estado indagando por él.

Por cierta razón que entonces Saúl no entiende del todo, al final del primer chorro desesperado, la hombría se le vuelve a levantar. Saúl apoya las manos contra la piel de Lorena, pensando si le debe pedir permiso. Pero Lorena le exige que proceda, que presienta donde su carne tiembla con más fuerza. Saúl lo hace, sin darle crédito a ese estúpido dolor de viejas tardes cabizbajas, de octubres en los que sólo creía en la venganza.

Lorena tiene piel canela, y eso es todo lo que Saúl andaba buscando.

Visitando la playa, publicado en FronteraD.

De joven nunca tuve problemas escogiendo dónde me gustaría pasar el verano. Mi familia tiene acceso, desde hace más de un siglo, a una playa casi privada. Las familias de los veraneantes vienen del mismo pueblo, y todos ellos están emparentados de uno u otro modo.

La playa se llama Silaca y queda a poco más de 590 kilómetros de Lima.

De Silaca guardo muchas memorias. Casi todas maravillosas. Muchas de ellas están condensadas en este cuentito llamado «Visitando la playa» que he revisado y reescrito varias veces desde el año 2005. Es un cuento escrito en un estilo muy clásico, sin más pretensiones que rendirle un homenaje a un paisaje y a la familia de mi madre, que siempre me recibió con los brazos abiertos, que me alimentó, que me cuidó y que aguantó los errores que cometía este limeñito sin conocimiento de los códigos del pueblo, que llegaba allí para alimentar sus fantasías de escritor. Hoy, este cuento  ha sido publicado por el generoso equipo editorial de la revista española online Frontera D, que reviso regularmente desde que hace ya algún tiempo me llegara un cuento publicado en ella por Edmundo Paz Soldán.

El epígrafe de mi cuento es de Hamlet:  el drama de un joven privilegiado lleno de dudas y de inseguridades. Así es el personaje principal de Visitando la playa y así me veo yo en ese tiempo, cuando visitaba esa playa, olvidándome de la Lima donde la mayor parte de mis amigos pasaban otro tipo de vacaciones; sintiéndome privilegiado por acceder a ese universo donde podía experimentar otras sensaciones; amar y desear de un modo distinto que en la ciudad.

Ahora, ya publicado, estoy seguro de que no lo volveré a revisar. Esta versión en FronteraD es la definitiva.  Ojalá les guste. El cuento viene con una preciosa ilustración de Raúl.

Athos en Tanaka

Athos en uno de los pozos de Tanaka

Sacado de «Diario»

5 de enero, 6:31 pm.

Athos brinca y corre con la lengua desparramada y babeante. Salta sobre la arena mojada de la playa mientras que el brillo del sol hace de él solo una sombra. Una sombra que se agita sin control, que fatiga la orilla detrás de las gaviotas, que parecen tentarlo a alcanzarlas. Él cree que casi lo consigue, que depende de su fuerza y de su constancia alcanzar a esos pájaros que levantan vuelo cuando parece que ya los coge…

El escritor observa a cierta distancia y acepta que fue una buena decisión traerlo a la playa. La algarabía de Athos se le antoja como parte de otras sensaciones placenteras y de ideas felices.

Ha sido un buen tramo de caminata desde el pozo–donde se han refrescado, abriendo los ojos bajo el agua helada. El sol, amigo reposado y gualdo, los ha acompañado. Se fija en las huellas que dejan Athos y él sobre la arena y se siente como un cerdo feliz, disfrutando de la desconexión total del verano y de la irresponsabilidad. Además, presiente que aquellos instantes de dejadez completa guardan la semilla de sus próximos libros, que aquella caminata es parte de la investigación, que la alegría de Athos es en gran parte creativa, que sus cabriolas a la caza de las gaviotas también son impulsos de su imaginación.

El ranking del verano 2011

Pelícano sobrevolando el mar de Silaca. Enero 2011

Alguien murmura que faltan solo 15 días para que se acabe el invierno. Yo pienso: ¡Qué bien! Sin embargo me queda la agradable sensación de haberle robado un mes a esta temporada de hielo, gracias a ciertas imágenes del verano en el Perú. Aquí está mi lista de las mejores:

1) La brisa entrando por la ventana de la sala del depa de la tía Chela en Surco.

2)Manejando con Frances hacia la casa de Sandra, pasando frente a los edificios iluminados de la avenida El Golf Los Inkas.

3)La mirada de una amiga, en un encuentro inesperado en el Jockey Plaza. Sorpresa ¿10 años tal vez?

4)Mamá manejando en las calles del Callao. Un poco tensa, sorteando los huecos de la avenida Gambetta.

5)El estante de la Roca, lleno de libros, en su depa en La Punta. Una sensación de vivir con mucho espacio, llena de luz.

6)Las botellas de dos litros llenas de agua, en los techos y en los frontis de casonas antiguas de La Punta.

También tienen aquí mi ranking de las mejores comidas del verano 2011, rankeadas según el recuerdo de las imágenes  y de los sabores asociados a estas:

1)Corvina completa sobre plato de papas fritas en «Doña Flor y sus 40 traileros» en Agua Salada.

2)Cerdo cocinado al barril, servido bajo un enramado en Silaca

3)Un barquillo, recién sacado con el nejo, trepándome sobre las peñas del Pozo de los hombres en Silaca.

4)Arroz con mariscos en La Punta, Don Giuseppe.

5)Picarones con malta Cusqueña en Tradiciones, en La Molina.

6)Cebiche al lado del mar en el Regatas de Chorrillos.

7)Empanadita de carne en el San Antonio de La Molina Vieja

8)Queso fresco jaquino, en el desayuno en Tanaka con aceitunas secas y la salsa huancaína de Naomi.

9)Chelitas  (Cristal) con Nicolás y Roxi en el Maraca de Tanaka.

10)Cena de año nuevo en la casa de Lucho en Tanaka (con un hambre descomunal después de haber viajado toda la tarde)

11)Desayunos en el jardín de la casa de La Molina.

11)Camotitos fritos luego de parar en un grifo de la carretera, en el carro de Toño.

12)Quinua, trigo y sopita preparados por Regina, en Tanaka.

13)Empanadita de carne en la panadería de la avenida Los Ingenieros

14)Tacuchaufa en Miraflores.

La pirca

Y de niños trepábamos la cerca de los establos

Y ella me dijo con calma:

“Cierra la puerta”

Mientras cubría los pechos con sus brazos.

 

Pero frente al mar, rodeados de libertad, éramos los nunca jamás.

Interpretábamos el océano

Ese curioso laberinto.

 

“¿Y qué somos nosotros? ¿Primos?”

Es una pila de imágenes desconectadas

como la ruma de piedras de las casas

Desbaratadas.

Y sería tan bello todo con agua

Pero no hay agua

“El imbécil ignorante ha quemado el monte”

 

Sígueme. Te voy a enseñar a vencer el miedo

Nunca tuve miedo del mar.

Cubierto de barro me sumergí en el puquial.

“¡Te ahogarás!”

Corriendo hacia el sur a interpretar los acertijos.

Tampoco tengo miedo del agua

“¡Te ahogarás!”

Nunca pensé más que hoy en la muerte

Mis sueños han prefijado la noche.

 

Y yo creo en mis sueños.

 

En otra ciudad, mucho más lejos, avanzan los autos

“Toda la Javier Prado Molicentro Musa”

“Cinco minutos, cinco minutos”

“Ahora dale. Pisa, piiiiisa”

La Combi acelera

Y yo maravillado.

Mal resolvedor de acertijos

Atento y presto, con mi diccionario.

 

Vuelvo a mirarme en el reflejo del agua

Entre las olas del Pozo

Delicadeza de sus líneas, de sus ojos

Delicadeza de sus manos

Ofreciéndose.

 

¿No somos primos?

Pozo de los hombres (Ja)

Y es que las estirpes condenadas a cien años

De soledad

“¡Nunca tendrán, nunca tendrán!”

…jamás.

Descripción

Cierta mañana el camión apenas si puede pasar por el estrecho camino hacia el pueblo. Los pasajeros se inclinan sobre la madera y aprecian el precipicio. El olor a polvo seco y a calor está por todos lados, mientras rebota en el silenco el sonido de las ruedas del camión pasando esa estrechez, dejando atrás el acantilado, cada vez más cerca de Jaquí.

Discurso homérico (in full view)

Para mi chochera Camilo

Desde las puntas coloreadas como las puntas de sus senos
bajan los dioses en mancha, llenos de gloria

El mundo es uno solo
y ellos están completamente ebrios
se puede oler sus gargantas de vino
el arrebatador aroma de sus sexos

Allá en la cima del cerro veo los truenos que provoca
Su alegría
Están tomando y las manos se les van detrás de las cinturas
de las bocas sedientas de las diosas

Llueve: las higueras, los almendros
Parece que van a ser arrancados del universo
El agua nueva viene por la quebrada
Golpean poderosas las piedras de la montaña

Los animales locos
Los rugidos, los maullidos, los ladridos hacen eco
A lo largo de la chacra
Incluso el imperturbable fantasma vestido de blanco
Mira de soslayo, espía
Mientras las ramas del granado vibran
Y retumba la tierra con los truenos poderosos, eléctricos

Mi cuerpo está temblando
Sentado sobre la piedra que mira a los olivos
Mi rostro recibe la luz de los rayos
Mis pupilas dilatadas tiemblan de angustia
Mis manos se aferran a las sangrantes rodillas

Es de noche, hace frío.
sobre una piedra de Anqui veo, claramente
La destrucción de la Tierra.

Anqui, la chacra

El sonido del río viene lamiendo los troncos del último aluvión. Arropados entre las frazadas que huelen a tiempo estancado, a fragancia de siglo viejo, escuchamos el río, el ladrido de los perros y gritos que se confunden con el craqueteo de los resortes de los catres. Se levanta el abuelo, lo sigue el tío. El río está llegando por la quebrada, se está comiendo parte de la tierra de la chacra, viene cargado de lodo y hay que apurarse en cerrar las tomas de agua antes que el barro llegue e inunde las acequias, atore las tomas y cubra para siempre el estanque que abastece de agua a la hacienda.

Los ruidos se apagan pronto, se alejan los dos hombres con los perros y con sus linternas, por el sendero que lleva hacia las bocatomas, entre las piedras bajo el árbol de higo, sobre la húmeda tierra de la madrugada, debajo del granado, entre los almendros, apuran el paso sobre las pircas que dividen al estanque, van con la hoz cortando la hierba alrededor de los peros, sus pies empiezan a embarrarse con el agua que corre entre el bambú, cerca del ojo de agua del manantial. Casi treinta minutos después, agitados, alcanzan la toma de agua, mueven las piedras, cierran las entradas. El rugido del río se escucha cada vez más cerca pero ya el peligro ha pasado. El abuelo se pasa la mano para secarse unas gotas de sudor sobre el bulto de carne de su frente. El tío sigue moviendo algunas piedras, asegurándose. Después se agacha sobre el arroyuelo, hace una poza de agua entre sus manos y con el agua fresca se enjuaga la cara.

Nosotros no nos levantamos porque somos turistas. Después de la bulla nos volvemos a dormir, la fragancia vieja nos envuelve, nos mira la escopeta Remington colgada sobre la cama, nos calma la brisa de la noche que se mete entre las rendijas de la puerta de madera, el haz de luz de luna que apenas ilumina nuestras camas. A las cinco nos despiertan los gallos y nos volvemos a levantar con el jarro de metal para ordeñar las vacas, para beber directamente de la ubre caliente. El tío y el abuelo han regresado, han ido a cortar grama y se las han arreglado para encarcelar a los becerros mientras nosotros seguíamos durmiendo. Entre los sorbos de la espuma, sobre la tierna humedad de la tierra del corral, respiramos el aire del campo. Sobre la casa, en el corral del cerro, empiezan a despertarse los cuyes. Sobre la bodega de los vinos dos palomas caminan levantando el pecho y susurrando algo que no entendemos. Después de la leche la madre nos lleva a sacar las tunas. Con las manos envueltas en la áspera hoja de los higos, saca las espinas, abre la cáscara con un cuchillo y un tenedor firme. El dulce del mordisco chorrea entre nuestros dientes. Por aquí y por allá un perro camina asegurando las patas sobre la tierra, con lentitud, dejando sombras entre el pasaje de las buganvilias.

Cruzando la chacra y el cauce del río (Ayer apagado triste, hoy vivo y violento) está el auto en el que hemos llegado la tarde anterior. Qué poco tiempo ha pasado desde el final de nuestro viaje, arrumados en la parte de atrás del Toyota. Qué pocas horas desde que trepamos la tierra que se resbala, entre los maderos cruzados que sirven de entrada, que separan al río de la chacra. Qué pocas horas desde que vimos las raices de ese árbol de pacae que amenaza con caerse sobre el río si éste se acerca lo suficiente. Entre los sonidos que recordamos siempre está el sonido de Anqui, la chacra, gritándonos en una mañana de frío, obligándonos a que abramos los ojos.

Photo: «Cuidando el Campo» de Eduardo Amorim/Flicker

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