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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Pais de hartos

Oh mi Hellboy

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Cuando Julia se despertó, el hombre estaba sentado en el asiento a su lado, mirándola. Julia lo inspeccionó, incrédula. Él tenía lentecitos y vestía traje.

El autobús había salido de la capital a medianoche. Antes de quedarse dormida, Julia recordaba que su compañera de asiento era una señora con trenzas, que cabeceaba contra el asiento de adelante, con un costal de yute entre las piernas. ¿De dónde salió este hombre? pensó.

Este hombre la miraba con amabilidad. No esperó mucho tiempo, la miró a los ojos y le hizo una propuesta: le ofreció dinero por venderle el alma de esa criatura que ella tanto recordaba. Marcelo ya no es una criatura, Julia, le dijo. ¿De qué está hablando usted?, joven. No te voy a pedir que te abras el mandil ni que me enseñes los pechos, dijo el hombre. Julia se puso muy colorada.

—El trato es muy simple, dijo el hombre. Yo te doy cien soles. Mira, acá sobre tu vestido voy a dejar este billete nuevecito. Es verdadero, puedes chequearlo. Y te voy a dar este papelito, con este lapicero, y tú vas a escribir “sí”.

Julia trato de mirar por sobre el hombre, por la ventana,¿Habrían ya pasado la pampa?¿El desvío de la Panamericana, por esa carretera recién construída, que otras personas decían que la llevaba en casi nada de tiempo hasta su pueblo? No se veía nada. Muy oscuro estaba.¿De qué hablaba este hombre?

Tienes que volver Julia, le dijeron sus parientes. Todo está muy cambiado. Vas a encontrar tu casa, igualita, sólo necesitas levantar un poco de piedras del muro de la cocina que se han caído con las últimas lluvias. Y ponerle más paja al techo. Pero si toda mi familia se ha venido, todos están en la capital. No todos Julia ¿Te acuerdas de tu primo? ¿el Ciro?

—Yo lo sé todo, Julia. Ya tú me debes estar reconociendo. Tú me has visto en la televisión ¿no? Sólo te voy a dar este papelito y tú sólo tienes que escribir “sí”. Nada más. Y me lo das. Total, tú ya no vas a regresar a la ciudad, te vas a quedar a vivir en tu pueblo ¿no?. A ti que te puede importar lo que le pase a Marcelo o a su familia. ¿Que cómo sé yo que te regresas para siempre, harta de la capital? Yo lo sé todo, Julia. Sólo escribe SÍ.

Julia sentía un frío que le penetraba por los zapatos y le provocaba escalofríos. Creyó que su cuerpo se había vuelto débil, que había perdido la costumbre de la helada en tantos años de costa. Miró hacia los asientos de adelante, todos estaban cubiertos con frazadas y tiritaban. El único al que no parecía importarle nada la temperatura, era a este hombre que le alcanzaba un lapicero y un papel, que le insistía, recordando memorias que Julia creía que ya no tenía.

—¿Te quería Marcelo?¿Como a una madre?¿Por eso dejaste que succionara tus pezones tibios?¿Recuerdas que tu primito Ciro te pidió lo mismo?¿Que abrió la puerta de tu habitación mientras tú te cambiabas la ropa y repasó con su lengua ambos pechos?¿Recuerdas que puso su mano allá abajo? Todo lo sé, Julia. Escribe sí y te prometo que no te voy a molestar jamás, que puedes hacer de tu vida lo que quieras.

Y Julia dejó que Marcelo besara sus senos porque quería sentir lo mismo que le hizo sentir su primo. Y ahora ella regresaba y lo iba a volver a ver. Sólo a eso iba, si era sincera. Porque nunca creyó esa mentira del dinero para la reconstrucción, de la necesidad del regreso que algunos de sus amigos mencionaban. Regresaba hacia Ciro. Además de él sólo le quedaban del pueblo sus malos recuerdos, toda esa sangre que recordaba, la noche que asesinaron a su padre. ¿Podría acaso volver a asomarse por el valle? ¿Se atrevería a reconocer la piedra donde él apoyaba la cabeza antes de que lo asesinaran? De Marcelo ni nadie de esa familia sé nada. Dónde estarán, seguro que bien, porque ellos tenían una buena escuela, iban todas las mañanas. Julia le había preparado una buena lonchera, le había asegurado su corbatita para el desfile. Ella había jugado con él a ser mayores, su primera familia en la ciudad después de la desgracia. Eran otros tiempos, pensó Julia.

—Ya está. Un sí escrito bien claro. Eso es todo. Ahora me voy. No querrás que te arruine tu llegada contándote detalles de la vida de Ciro. No. Me has vendido el alma de Marcelo, con el derecho que te da haber sido la única mujer a la que él ha amado de verdad, la única en la que hubo reciprocidad. Y eso es todo lo que necesito. Tú ya habías cumplido con la primera condición de este trato. Abriste una noche las ventanas del cuarto de Marcelo ¿Recuerdas ese sueño en el que te pedí que dejaras las ventanas abiertas? Lo hiciste. No te pongas colorada Julia, ya nada sobre este muchacho te debería importar.

—Eso me dijo ese hombre de la televisión, y ahí nomás, yo me quedé dormida y él desapareció. Cuando abrí los ojos, allí estaba la señora de las trenzas, a mi lado, y en el bolsillo encontré un billete nuevo, de cien soles. Nunca se lo había contado a nadie. Fue en ese bus en el que regresé al pueblo, Ciro. Tú estabas casado pero igual me buscaste. Y yo de nada me arrepiento.

País de hartos. Lima: Estruendomudo, 2010. Impreso (pp. 129-131)

Las estrellas y las olas

silaca

Nos sentamos frente al mar. El cielo era una franja blanca separada de la franja azulísima del mar. La franja azul era como de tela arrugada, con muchas marcas, una al lado de la otra. Por aquella franja blanca iba descendiendo un disco brillante. El reflejo del disco caía sobre el agua y pronto ese disco estaba reflejado por completo en el agua y las olas lo cortaban, avanzando incontenibles hacia la orilla.

Era una tarde fresca y yo acababa de descubrir tus ojos claros, enormes. ¿De qué hablábamos? Quisiera saberlo, pero mis recuerdos son mudos. Nos veo a los dos intercambiando miradas, nos veo descalzos y disforzados, apretados sobre un asiento de concreto, junto a los otros. Por un rato éramos parte del grupo, prestábamos atención a los otros. Ellos también se portaban disforzados, pasando la botella de cerveza y el único vaso; alimentando las horas con conversación banal, esperando a que cayera el sol; que la noche inundara las casas pues el generador no funcionaba y la playa sin él volvía a ser como antes: cuando tú y yo éramos niños y marchábamos por aquí y por allá, entre las piedras; correteando a las lagartijas; esquivando las piedras calientes camino a las pozas, saltando y haciendo equilibrio; sumergiéndonos uno detrás del otro en las pozas de agua helada.

Veo eso en mis recuerdos, pero no escucho nada. Sé que miraba el sol porque lo hacíamos tantas veces, a la misma hora, siempre el mismo grupo de chiquillos, verano tras verano, tarde tras tarde. Sé que era la primera vez que te veía tan grande, porque a esa edad todos solemos dispararnos de pronto hacia la madurez.

Veo ese universo en mis recuerdos y veo la llegada de la noche. Entonces ya éramos sólo tú y yo; y sólo le prestábamos atención a nuestros detalles y a nuestros olores; ésos que aparecen cuando dos cuerpos adolescentes están más cerca el uno del otro, cuando las manos comienzan a tocarse y de repente nuestros labios.

Yo estaba entrando a la plaza y llegaba la camioneta con ella. Era de día. Julián, Ramiro y yo regresábamos del mar, yo cargaba dos costalillos de lapas. Mi tía Cecilia estaba de copilota y el tío Alejandro manejaba. Ella iba en el asiento de atrás, pegada a la ventanilla, con el cabello largo y rubio.

Todos me conocen. Saben que yo estoy solo en la playa porque mis padres… Bueno, a mis padres todos los conocen y saben de mis hermanos también. Y si bien a mí no me importa, también saben que uno de ellos está en la cárcel por romperle la cabeza a un jaquino en una pelea. Tal vez también me pongan otros apodos porque saben, o empiezan a darse cuenta, que yo no hago lo mismo que sus hijos hacen. No me extrañaría si a mis espaldas mis tíos me llaman «fumón»; o les piden a sus hijas que presten más atención cuando estén conmigo. Me siguen tratando igual, hasta donde yo puedo percibir.

La tía Cecilia me vio con los costalillos. Acababan de llegar de Lima. Ella dijo que me acercara y nos dimos un gran abrazo; salió mi prima de la camioneta, a ella sí no la veía hace unos tres años. El tío saludó pero sin ser tan efusivo. Siempre ha sido así el tío, lacónico y poco expresivo; pero nadie me puede culpar por sospechar de él. Creo que se portó así, medio distante, porque le han contado. De todos modos, nos dimos un abrazo y les dije que podía sacar más lapas la mañana siguiente, si querían, porque mis costalillos ya tenían dueña.

La tía Amparo iba a hacerme un picante de lapas, porque la tía Amparo está con la cadera mala, se cayó de la yegua en el cerco. Cocina rico y si yo le llevo lapas, mi tía me prepara un picante y sopa y al día siguiente puedo ir a tomar desayuno y la tía no me mira de ningún modo diferente, creo que es porque sabe que su nieto también…que los dos somos muy amigos. En fin. Mi tía Amparo ha tirado un colchón en el asiento de cemento, frente al mar. Allí puedo dormir, al fresco. Allí puedo sentarme a jugar cartas. La he invitado a mi primita para que vaya más tarde, cuando termine de instalarse en la casa: Carmen.

Carmen. Carmen. Carmen. Tengo que memorizarme su nombre porque me ha gustado cómo me miró. Allá en Lima ella sigue de novia con Juanillo, pero Juanillo nunca viene a la playa (a veces, tal vez para la yunza).  Carmen podría ir conmigo a la yunza este verano. Y esta tarde, cuando baje el sol, nos sentamos todos los primos afuera de la casa de la tía Amparo a conversar, a jugar cartas. No dije «a tomar» porque el tío estaba demasiado cerca, pero ya lo saben igual. Allá te espero, dije.  Y Carmencita sonrió y la tía Cecilia dijo «yo la mando».

Me gusta venir a pescar. No me importa la manejada: 7 horas. Lo hago sin pensar. Salgo de la oficina el viernes, meto ropa para el fin de semana, mis cosas de pescar; en la noche –solo, con mi hermano, o con algunos de  mis primos, si quieren ir–manejo de corrido hasta la playa.

Sólo paro un poco antes de Ica. Hay un quiosco donde se detienen todos los camioneros. Me tomo un buen caldo de gallina y llego a la playa al amanecer. Me gusta llegar bien de mañana porque el olor del mar entra en mis poros. El camino de bajada a la playa no es bueno; si estoy solo, prefiero bajar a mirar. A veces está lleno de grietas, sobre todo al principio de la temporada; después le pasan la cuchilla y para febrero está mucho mejor y puedo bajar sin pararme; a veces incluso a velocidad.

A mi novia no le gusta venir. Ella casi no toma y le molesta verme tomando. También le gusta pescar; y yo le he dicho que así siempre ha sido y que nunca me ha visto borracho. No entiende. Ella ha crecido en Lima pero también tiene familia en Paramonga y dice que allá chupan pero no tanto como acá. Se van a la playa, tampoco hay electricidad, tienen casitas al lado del mar; pero que cuando se apaga la luz no se quedan tomando hasta el día siguiente.

Su papá es un borracho y ella tiene miedo que yo sea igual que él. Las peores bombas han sido con su padre. Las únicas veces en que he regresado a casa a vomitar bilis han sido con él. Mi suegro es un fuera de serie pero toma demasiado. «No tomo como él, mi amor», yo le digo. Ella no puede distinguir las cantidades ni entender la diferencia entre esas borracheras y esta manera tan ligera de tomar: acá en la playa compartimos la botella y el vaso; mis primos casi no tienen dinero y siempre soy yo el que pone la cajita el sábado en la noche. «Es el único día que tomo mi amor. Ese es todo mi vacilón», le digo; pero ella no entiende.

Yo voy el fin de semana a la playa, sólo a pescar. El sábado duermo un rato en la casa de la tía Mirabel, a veces toda la mañana; almuerzo algo ligero y me voy de pesca. Eso me aloca: la pesca trepado en las peñas, lanzando el cordel a las olas, viendo el mar que revienta contra las rocas; el mar azul que me calma, que me hace sentir que la vida vale la pena.

Espero morir después de haber vivido todos mis veranos entre estas rocas. Quiero, si es posible, pescar hasta el último día de mi vida. Morir regresando de pescar, con mi cuerpo todavía oliendo a mar.

Esta noche no ha sido distinta de las otras. Mis primos son muy divertidos, son todos menores que yo, ninguno carga mucha plata y todos me gorrean. A mí me gusta invitarles la caja de cerveza. Me hace sentir muy bien. Al Peto que tiene sus padres pero como si no los tuviera; al primo Carlos que viene desde Lima y que casi nunca veo porque va muy poco al pueblo y éste es el primer verano en que viene todos los fines de semana; al primo Ramiro, siempre tan calladito.

Hoy lo he visto a Ramiro un poco alterado porque se apareció la primita, la hija de la tía Cecilia que está muy linda. Tiene los mismos ojos de la tía y su cabello es rubio, medio rojo como son muchas de las primas Guardia; y la chiquilla es muy coqueta. El pobre Ramiro no sabe ni cómo conversarle. Le temblaba la mano cuando tenía que pasarle el vaso y la botella, porque él estaba parado al final del asiento y ella estaba al otro lado y Ramiro tenía que darse toda la vuelta para llegar hasta ella; y yo podía ver cómo se ponía nervioso Ramiro cuando ella le coqueteaba al recibir la botella y el vaso.

Mala suerte para Ramiro. Ahí estaban los otros dos pegados a Carmen como lapas. El primo Carlos que la vio desde que se acercaba y de frente se sentó al lado de ella y empezó a conversarle; y eso le gustó a la chiquilla. El Peto se fregó porque él también estaba dando vueltas y conversándole; pero desde que Carlos se sentó a su lado, Carmen sólo le hablaba a él. A Ramiro eso lo tenía medio celoso, pero qué vamos a hacer. Lástima que sea la única chiquilla de su edad en la playa, porque también están las hijas del potón Carmelo pero ésas vienen recién en febrero para la yunza.

Y poco a poco se fue toda la luz y nosotros seguimos tomando hasta que se acabó la caja. Y no sé si fue mi idea, yo creo que escuché que pasaba algo entre ellos, pero es imposible ver nada cuando se va la luz en la playa. Es imposible. De todos modos ya estaba pensando en irme a dormir; para ir a pescar temprano, que es lo que me gusta hacer los domingos, antes de empezar, otra vez, la manejada para Lima.

De noche todo se inunda de estrellas. Carmen nunca había tenido 16 años en la playa y yo nunca había estado con una chica de ojos tan claros como los de Carmen.

Nos besamos. Estábamos aún pegados uno al otro y a mi lado estaba el primo Julián y al lado de ella estaba parado el Peto que seguía hablando de la fiesta de la yunza. De vez en cuando escuchaba que el primo Ramiro se paraba y venía por el otro lado y le alcanzaba a ella el vaso. Mientras se lo terminaba, ella me besaba.

No puedo escuchar nada, mis memorias siguen siendo mudas. Puedo ver a Carmen, que en la oscuridad dirigía mis manos hacia su cuerpo y, levantándose la blusa, me ofrecía que la bese y yo la besaba. Mi lengua estaba caliente pero más caliente era la piel de Carmen. Ramiro se fue primero y Julián siguió. También se fueron los dos chiquillos García y al final se fue Peto, que hablaba hasta por las orejas. También se despidió y me alcanzó su mano de dedos nudosos en la oscuridad; se la apreté y me dijo «Adiós primo».

Ofrecí acompañarla a su casa y, en el silencio de la playa, ella me dijo que estaba con Juanillo; que también era nuestro primo; pero como su madre se había casado en Lima con un piurano ya no eran tan primos como ella y yo.

¿Nosotros somos primos? Bueno, tu mamá y mi mamá son primas en segundo grado. En realidad el parentesco venía por el lado de los abuelos. En la época de los abuelos, el mundo de la playa era mucho más limitado que hoy. Eran sólo cuatro familias las que venían a pasar la temporada, desde la Navidad hasta marzo. Las cuatro familias tendían a mezclarse entre ellas. «Nosotros vivimos en Lima. Somos distintos».

Las estrellas estaban salpicadas en la oscuridad, como granos de sol. No alumbraban; sus destellos alcanzaban apenas para darnos ánimos o para enseñarnos que cada momento que vivíamos era como ellas. Eran estrellas íntimas, pequeñas.

Esos momentos siguen allí en nuestra memoria.  Miramos al pasado y los vemos: desparramados como estrellas. Siguen vívidos, coloridos y silenciosos; con su pequeña luz propia; aún hermosos.

(Este cuento ha sido publicado en diciembre del año 2012 por la revista SUBURBANO de Miami)

Más sobre Paula

¿Qué habra sido de Paula?

Para la última parte de mi novela, necesitaba crear a un personaje que se pareciera a la pintora argentina esbelta, morocha, judía y un poco loca que se me cruzó una noche en un albergue estudiantil del barrio de Botafogo. Se llamaba Paula. Creo que su nombre y gran parte de su personalidad pasaron sin ningún cambio a las páginas del Capítulo Cuatro.

Paula vivía en las cercanías de Buenos Aires. Era maestra de escuela primaria y tenía un novio enfermo celoso que se apellidaba igual que yo. Fumaba marihuana y tenía unas amigas más locas que una cabra, incluída la que llamó la primera noche que me quedé en su casa, para contarle que se iba a sucidar (Paula, con diez minutos de gritos al teléfono,  la disuadió).

Paula jamás quedó embarazada, pero me parece que –en mi subconsciente– yo tenía unas ganas tremendas de hacerla madre. Pero no sé cómo mi deliciosa morocha –que se suponía que en algún momento de la novela tenía que intentar arreglarle la vida a Marcelo– empezó a convertirse en un estorbo y a exigir que me deshiciera de ella y que la convirtiera en víctima de la cobardía de Marcelo Carbajal.

Los mafiosos brasileños existieron, pero en otro año y en otro viaje. Eran dos Fonzarellis guapos enchaquetados en cuero–uno rubio y otro muy alto de cabello negro– que fungieron de pirañitas de poca monta girando cheques sin fondo y haciéndole pasar susto a dos amigas peruanas que se enamoraron de ellos.

En beneficio de Paula –la mal creada– debo decir que yo andaba enamorado. Me parece que cualquiera de ustedes se hubiera enamorado–a los 19 años–si hubiera visto el estilacho con que Paula se abría con las dos manos el vestido amarillo vaporoso con el que tomaba sol en Ipanema para mostrar la erisipela que le ardía entre las tetas.

Es también exacto que a medio camino hacia Copacabana (para mirar bailar a las semicalatas de las escuelas de samba), Paula pasó sobre una rejilla por donde soplaba el aire, y el vestido hizo unas piruetas elegantes en el aire, convirtiéndola –por unos segundos– en la mejor copia al carbón de Marilyn Monroe.

También es verdad que regresé un año y medio después a Buenos Aires, llevándole de regalo una novelita de Alfredo Bryce. La recibió su mamá. Ella me juró haberle dado mi mensaje, pero Paula, sabiendo que yo andaba en Liniers esperándola, jamás me llamó (al parecer estaba en amores con un brasileño que también conoció en Río). La mamá–a quien yo he pintado bastante mal en las brevísimas líneas donde aparece, sólo porque separó mis platos para echarles pastillitas contra el cólera–se convirtió en mi amiga telefónica, de tanto llamar a Paula sin poder encontrarla nunca.

¿Qué habrá sido de Paula?

Hace unos meses terminé de leer The Sense of an Ending de Julian Barnes y cada vez que me encontraba con la descripción de Verónica, la primera enamorada de Tony Webster (el narrador),  pensaba–y aún pienso–en la creación de mi Paula ficticia: aquella santa muchacha de muslos divinos, a quien mi banal acercamiento sexual y el machismo de Marcelo, mi alter-ego y personaje principal de la novela, terminan destruyendo mal, sin aprovecharla lo suficiente. Sucio pecado de escritor principiante.

Estoy seguro que de haberla conocido, Bukowski la hubiera convertido en la diosa de alguna de sus novelas; Nabokov la hubiera consagrado como un símbolo sexual entre las callecitas de San Telmo; y Bryce hubiera inventado algún pelele peruano con buen sentido del humor, borrachito e incapaz, para que llorara de amor por ella.

Yo no Paula. Tan tarado: yo te maté.

Lima parada

En esta toma de la pantalla del CanalN, un caballo de la policía montada limeña, –con una pierna destrozada–intenta abrirse paso entre la turba de delincuentes del barrio de La Parada.

Ella, que desde la oscuridad me acusaba de ser un ocioso, de inventar excusas para no presentarme a clase, me llamó una tarde sólo para decirme que había estado leyendo la novela y le había chocado mucho uno de los párrafos.

«Yo no puedo ir al Perú hace años, pero cuando llegué a esa línea…era como si tú estuvieras describiendo la imagen que yo tenía de Lima en mi cabeza.»

Yo temo sus llamadas porque con bastante frecuencia las usa para lanzarme críticas o decir alguna estupidez que–por motivos extraños–siempre me afecta. Así que le dije que siguiera leyendo, que me comentara cuando acabara de leerla. En unos meses ella iba a regresar a Lima después de vivir 10 años en Nueva York y yo sabía que le iba a chocar.

«¿Cómo es?¿Cómo se siente volver a ver todo lo que has dejado atrás?» me preguntó.

Me hubiera gustado tener, en aquel momento, la paciencia para describirle la angustia previa. Pero con ella nunca tengo paciencia, o temo que entienda mi paciencia como debilidad y la utilice para burlarse de mis defectos. Así que sólo le dije «No pasa nada».

Durante ocho años, mi pesadilla recurrente era la de volver al Perú y descubrir que ya no podía regresar. Había terminado mi novela apresurado, con la convicción de que si volvía a ver Lima se iba a arruinar la fotografía que yo tenía de ella. Las imágenes que yo guardaba de mi ciudad–me convencí–no iban a coincidir con ese monstruo en permanente transformación que era la Lima del siglo 21.

Tenía razón–en parte–pues el camino desde el aeropuerto hasta mi casa había sido recuperado al polvo y al descuido. Sin embargo, bastaba salirse algunas cuadras de ese «callejón imaginario de progreso» para encontrarse con la misma ciudad de antes.

La ciudad a la que me refiero, no tiene que ver con las tiendas y los túneles nuevos, si no con algunas actitudes limeñas. Ciertas maneras que tiene el misio para pararse en una esquina, ciertas actitudes que mantiene el achorado para caminar al borde de la calzada, cierta forma de mirar del choro, el delincuente–atento, pero como si lo que hicieran los demás no le interesara.

Vi en Lima una sensación de orden endeble. Como si se le hubiera aplicado al caos una primera mano de pintura, pero aquella primera capa solo sirviera para disfrazar la precariedad. En los viajes siguientes esta sensación se ha ido debilitando. Al parecer ya vamos por la tercera o cuarta capa de orden. Conforme pasen los años es posible que de la Lima de 1999 ya no quede nada.

Los desmanes de La Parada son el recuerdo de lo que sigue mal.

Cuesta creer que esas pandillas de delincuentes vayan a desaparecer de un día para otro. La violencia que vi en la televisión, me hizo recordar la energía negativa de la que yo mismo participaba cuando me metía en el estadio: el ritual delincuencial de la tribuna (del que yo formaba parte por unas cuantas horas) que para muchos barristas significa una forma de vida.

Esa gente del barrio de San Pablo y esos jóvenes que crecen en el cerro El Pino, deben tener una imagen bastante distorsionada de «nuestro» futuro limeño. ¿Son en realidad una minoría? Porque el discurso formal–y la opinión pública–parecen apuntar a que el comercio formal y el modelo económico Gamarra es lo que ambiciona un pequeño negociante. La Parada sería «el pasado». No sé que tan cierto sea este diagnóstico.

La precaria Lima sin reglas parece estar cediendo el paso a una comunidad integrada alrededor de leyes parecidas a las que sostienen modelos urbanos civilizados. Para que se redondee la ecuación, tal vez también tendrían que desaparecer los negocios que hacen dinero violando la propiedad intelectual (Conseguí 300 canciones de rock en español, en dos CDs, por 2 dólares ) pero dado que la piratería se realiza de modo similar en ciudades del primer mundo–si bien no tan abiertamente como en Lima– ese podría ser un problema no tan estrechamente relacionado con la precariedad limeña.

La cutura es el siguiente paso. Ahí también hay avances.

Fui al teatro después de muchos años. Las caras en el escenario y en la tribuna son multiraciales. Y basta con encender la televisión para comprobar que desde el canal nacional público hasta los privados del cable, la oferta televisiva es mayoritariamente local, las producciones nacionales–sean copias de programas extranjeros o proyectos peruanos originales–van en el camino de crear una identidad nacional reflejada en la oferta televisiva. Es decir: el limeño ve al limeño. El limeño juzga al limeño, se ríe del limeño, odia e idolatra al limeño.

No sólo los artistas locales se están beneficiando de mayores oportunidades de ingresos. Es de esperar que los guionistas se alejen poco a poco de los clichés importados. Así discrepemos con los productores sobre el valor de estupideces mediáticas como Combate o Esto es guerra; el peruano está viendo a peruanos en su pantalla, se está enamorando de las piernas y de los muslos de personas con las que podría cruzarse en la calle. No están muy lejos los tiempos en que lo más inteligente y lo más estúpido de la televisión venía enlatado o que todas las caras en la televisión nacional tenían rostro blanco y ojos claros.

A ella la voy a ver mañana. Estoy seguro que me va a preguntar lo que pienso acerca de La Parada.

Me dijo que le habían robado la cartera (y con ella mi novela) así que no espero ningún comentario constructivo sobre mi escritura. Con suerte habrá leído esta entrada, y antes de hacerme una pregunta, conocerá la dirección y el tono de mis reflexiones.

Le recordaré el párrafo que me mencionó hace algunos años. Creo que será inútil:  ella ya estuvo en Lima dos veces, y después de verla, las fotos del pasado tienden a evaporarse.

Quiero pensar que este fenómeno es bueno: que el tiempo borrará–también–el dolor asociado con aquella ciudad.

Lima parada

En esta toma de la pantalla del CanalN, un caballo de la policía montada limeña, –con una pierna destrozada–intenta abrirse paso entre la turba de delincuentes del barrio de La Parada.

Ella, que desde la oscuridad me acusaba de ser un ocioso, de inventar excusas para no presentarme a clase, me llamó una tarde sólo para decirme que había estado leyendo la novela y le había chocado mucho uno de los párrafos.

«Yo no puedo ir al Perú hace años, pero cuando llegué a esa línea…era como si tú estuvieras describiendo la imagen que yo tenía de Lima en mi cabeza.»

Yo temo sus llamadas porque con bastante frecuencia las usa para lanzarme críticas o decir alguna estupidez que–por motivos extraños–siempre me afecta. Así que le dije que siguiera leyendo, que me comentara cuando acabara de leerla. En unos meses ella iba a regresar a Lima después de vivir 10 años en Nueva York y yo sabía que le iba a chocar.

«¿Cómo es?¿Cómo se siente volver a ver todo lo que has dejado atrás?» me preguntó.

Me hubiera gustado tener, en aquel momento, la paciencia para describirle la angustia previa. Pero con ella nunca tengo paciencia, o temo que entienda mi paciencia como debilidad y la utilice para burlarse de mis defectos. Así que sólo le dije «No pasa nada».

Durante ocho años, mi pesadilla recurrente era la de volver al Perú y descubrir que ya no podía regresar. Había terminado mi novela apresurado, con la convicción de que si volvía a ver Lima se iba a arruinar la fotografía que yo tenía de ella. Las imágenes que yo guardaba de mi ciudad–me convencí–no iban a coincidir con ese monstruo en permanente transformación que era la Lima del siglo 21.

Tenía razón–en parte–pues el camino desde el aeropuerto hasta mi casa había sido recuperado al polvo y al descuido. Sin embargo, bastaba salirse algunas cuadras de ese «callejón imaginario de progreso» para encontrarse con la misma ciudad de antes.

La ciudad a la que me refiero, no tiene que ver con las tiendas y los túneles nuevos, si no con algunas actitudes limeñas. Ciertas maneras que tiene el misio para pararse en una esquina, ciertas actitudes que mantiene el achorado para caminar al borde de la calzada, cierta forma de mirar del choro, el delincuente–atento, pero como si lo que hicieran los demás no le interesara.

Vi en Lima una sensación de orden endeble. Como si se le hubiera aplicado al caos una primera mano de pintura, pero aquella primera capa solo sirviera para disfrazar la precariedad. En los viajes siguientes esta sensación se ha ido debilitando. Al parecer ya vamos por la tercera o cuarta capa de orden. Conforme pasen los años es posible que de la Lima de 1999 ya no quede nada.

Los desmanes de La Parada son el recuerdo de lo que sigue mal.

Cuesta creer que esas pandillas de delincuentes vayan a desaparecer de un día para otro. La violencia que vi en la televisión, me hizo recordar la energía negativa de la que yo mismo participaba cuando me metía en el estadio: el ritual delincuencial de la tribuna (del que yo formaba parte por unas cuantas horas) que para muchos barristas significa una forma de vida.

Esa gente del barrio de San Pablo y esos jóvenes que crecen en el cerro El Pino, deben tener una imagen bastante distorsionada de «nuestro» futuro limeño. ¿Son en realidad una minoría? Porque el discurso formal–y la opinión pública–parecen apuntar a que el comercio formal y el modelo económico Gamarra es lo que ambiciona un pequeño negociante. La Parada sería «el pasado». No sé que tan cierto sea este diagnóstico.

La precaria Lima sin reglas parece estar cediendo el paso a una comunidad integrada alrededor de leyes parecidas a las que sostienen modelos urbanos civilizados. Para que se redondee la ecuación, tal vez también tendrían que desaparecer los negocios que hacen dinero violando la propiedad intelectual (Conseguí 300 canciones de rock en español, en dos CDs, por 2 dólares ) pero dado que la piratería se realiza de modo similar en ciudades del primer mundo–si bien no tan abiertamente como en Lima– ese podría ser un problema no tan estrechamente relacionado con la precariedad limeña.

La cultura es el siguiente paso. Ahí también hay avances.

Fui al teatro después de muchos años. Las caras en el escenario y en la tribuna son multiraciales. Y basta con encender la televisión para comprobar que desde el canal nacional público hasta los privados del cable, la oferta televisiva es mayoritariamente local, las producciones nacionales–sean copias de programas extranjeros o proyectos peruanos originales–van en el camino de crear una identidad nacional reflejada en la oferta televisiva. Es decir: el limeño ve al limeño. El limeño juzga al limeño, se ríe del limeño, odia e idolatra al limeño.

No sólo los artistas locales se están beneficiando de mayores oportunidades de ingresos. Es de esperar que los guionistas se alejen poco a poco de los clichés importados. Así discrepemos con los productores sobre el valor de estupideces mediáticas como Combate o Esto es guerra; el peruano está viendo a peruanos en su pantalla, se está enamorando de las piernas y de los muslos de personas con las que podría cruzarse en la calle. No están muy lejos los tiempos en que lo más inteligente y lo más estúpido de la televisión venía enlatado o que todas las caras en la televisión nacional tenían rostro blanco y ojos claros.

A ella la voy a ver mañana. Estoy seguro que me va a preguntar lo que pienso acerca de La Parada.

Me dijo que le habían robado la cartera (y con ella mi novela) así que no espero ningún comentario constructivo sobre mi escritura. Con suerte habrá leído esta entrada, y antes de hacerme una pregunta, conocerá la dirección y el tono de mis reflexiones.

Le recordaré el párrafo que me mencionó hace algunos años. Creo que será inútil: ella ya estuvo en Lima dos veces, y después de verla, las fotos del pasado tienden a evaporarse.

Quiero pensar que este fenómeno es bueno: que el tiempo borrará–también–el dolor asociado con aquella ciudad.

Equipo de barrio

Photo eriotropus/ Flickr

El equipo de Marcelo, los muchachos que se juntaban cada mañana en la esquina del parque de su barrio eran: El chino Lau, hijo del dueño de la bodega, veloz para los insultos y el encuentro cara a cara; Carlos, que vivía cruzando la calle de Marcelo, sabía repartir la pelota por las bandas, bajaba pronto a defender el arco, no hacía figuras pero sabía dar pases precisos; Víctor, el mayor: sus piruetas con los pies embravecían a los rivales más duros–sobre todo a los panaderos de Santa Felicia–, nunca se quitaba su camiseta con el 10 de la selección y jamás aparecía hasta que Carlos silbaba la seña convenida: un silbido de dos soplos largos y uno corto; Ramirito, hijo de un senador del partido del viejo presidente: vivía en otra urbanización, a cinco minutos en bicicleta, dominaba con limitaciones y a veces sus jugadas arriesgaban la propia valla, pero siempre era titular porque traía su Tango de cuero, que hasta entonces los amigos del barrio sólo habían visto en la televisión; Enrique–con sus breves pelos negros en la barbilla, al que todos llamaban Tío Chivo– era el arquero, nunca se lanzaba en situaciones de riesgo, sin embargo sabía órdenar la defensa y salir del área con la pelota ( y Víctor siempre lo defendía cuando le marcaban un gol cojudo, porque estaba enamorado de su hermana mayor y porque era el único del grupo al que le gustaba tapar); Paulo: el más alto, el más gordo y el más fanfarrón de los niños del barrio, que sabía barrerse en la defensa pero siempre abandonaba el área por irse a atacar y era lento para regresar. A los rivales les encantaba patearlo. Si su equipo iba perdiendo, la mamá de Paulo aparecía en la esquina del parque para gritar: “Pauliiiiito” y el gordo Paulo abandonaba corriendo el parque, detrás de su mamá. El Chino Lau lo despedía insultándolo, jurando que la próxima vez lo reventaría a patadas.

Marcelo y su hermano eran los más pequeños del grupo. En ocasiones normales iban a la defensa, donde hacían lo mejor posible por patear a los rivales y no dejar que la bola llegara hasta el área de Tio Chivo. Cuando eran demasiados, o cuando enfrentaban rivales más fuertes–como Santa Felicia–, Víctor los mandaba a sentar. A ellos y a Paulo. El equipo de Santa Felicia lo integraban mecánicos, panaderos y albañiles, y su capitán era un carnicero que jugaba siempre descalzo y embestía las piernas. A Marcelo nunca lo dejaron jugar contra el equipo de Santa Felicia, así que hasta cierto punto le alegraba que  sus amigos siempre perdieran.

–Los de Santa Felicia huelen a mierda–dijo el chino Lau, una de las tardes en que regresaban a casa derrotados.

­–Lau ¿Por qué siempre tienes que decir mierda? ¿Por qué siempre dices malas palabras?–preguntó Marcelo.

–Algún día tú también dirás muchas lisuras, cojudo. Y ese día te acordarás de mí.

Entrevista en Bronxnet acerca de Pais de hartos

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Vean aquí el video de la entrevista de 30 minutos en el programa Diálogo abierto del 13 de octubre del 2010. El programa fue transmitido en vivo (y por eso se ven ciertos errores en el set) en el canal Bronxnet, una estación que transmite al condado del Bronx a través de la televisión por cable (Canal 67 en Cablevision, 33 en FIOS).
La entrevista gira en torno al proceso de creación de la novela. Se hacen algunas preguntas que tratan de entender la conexión entre algunos hechos políticos peruanos y la trama del libro.
Fue una experiencia muy simpática. Sobre todo porque el presentador me dio amplia libertad para hablar, a pesar de que–según me confesó al final del programa–su intención original era que hablemos acerca del rescate de los mineros chilenos en la región de Atacama.

Los deseos

De niño tarareaba, como todos, esa canción que habla de los pasajeros en trance. Los aeropuertos me fascinaban por su posibilidad de convertirse en entradas al más allá. Sin embargo era un ignorante en aeropuertos. La escasez de dinero me había convertido en visitante asiduo de sus parientes pobres: las estaciones de buses. Había estado esperando en ellos, desesperando en ellos, durmiendo en ellos.

Irme lejos. Esa era la más grande posibilidad de quien viaja. Huir de las responsabilidades y de los parientes. Demostrar que era un rebelde, que la vida estaba escrita en las canciones de protesta. Así me metí a un bus por primera vez. Y allí juré que viajando, me quería morir.

¿Por qué viajas tanto? Me preguntó una vez una mujer en bikini. Casi me estaba ofreciendo un concubinato feliz en el verano. Y yo tenía otros planes. ¿Por qué viajas tanto? ¿A dónde esta vez? ¿Con qué dinero? No me creyó que los viajes felices cuestan poco, que la falta de dinero te acerca a los pueblos, te hace ver lo mejor de las personas, despierta la solidaridad del vecino y de los camioneros. Ella no podía salir ni a la playa sin la billetera llena. Felizmente tenía un trabajo pagado en la televisión, y sus ojitos prometían una carrera larga de actriz de telenovelas. Los míos estaban llenos de miseria de estar aquí. Ganas de experimentar.

Difícil de explicar. Lo mío era deseo de conocer el mundo. De gritar he conocido tal y cual cosa, he visto a un hombre vestido de mujer en esta playa, he visto a un mendigo calentándose la sopa en esta calle; he conversado con una diosa morena a oscuras, y ella no conocía mi idioma. Para estar libre de ver es que viajaba solo. Esto me permitía vivir sin testigos, y menos pendiente de los pecados.

Tartufo (2): As Petunias de Capao Novo

Capitulo 2
Tartufo pasó tres días en un albergue en Foz al lado de las cataratas y al amanecer del cuarto día levantó su maleta, que por entonces ya pesaba casi tanto como él, y se dirigió a la estación de buses, a la que recién estaba acostumbrándose a llamar con el nombre portugués: rodoviaria.

Del gigantesco panel de destinos y horas de salida el nombre que más lo atraía era el de siempre: Río. Tartufo se percató de que su destino sería el capricho de su voluntad. Señaló Río con el índice firme para darse el gusto de indicar un nombre que le parecía sagrado.

La terminal de buses de Río de Janeiro era un escándalo de gente. Le recordaba el Mercado de frutas de Lima pero con temperaturas del trópico. Caminó unos metros y empezó a sentir el sudorcito escurriéndose bajo la camiseta desde el cuello: Río ardía.

Por teléfono le dijeron que podía tomar un bus que lo dejaría muy cerca del albergue, frente a la playa de Botafogo (otro nombre de fábula). Se paró a esperar bajo el techo herrumbroso de un paradero azul. Al pasar el torniquete de la puerta posterior del autobús, se dió cuenta que dos adolescentes lo seguían. Uno era alto, ambos vestían pantalones de tonos brillantes y dos desbargadas camisas de cuello y botones. Lo seguían. Tomó el asiento detrás del chofer.

Los adolescentes se quedaron unos asientos detrás, en diagonal a él. Era una situación ridícula: la maletota que llevaba se estaba descosiendo de lo barata que era. Tenía algunas monedas brasileñas en el bolsillo y, los cheques de viajero que solo él podia cobrar. Volteó y los miró de frente¿Qué podrían hacer en un autobús lleno de gente? Caminaron directamente hasta su asiento, le dijeron en portugués algo que no entendió pero pareció escuchar la palabra “Asauto”. El alto le indicó con los ojos una punta que parecía ser la de una cuchilla, envuelta en la tela de su camisa. Pero no vio la cuchilla ni entendió bien la pregunta. Le pareció más que adecuado usar las palabras que le había enseñado Alexei para cuando no pudiera comunicarse en portugués. Miró a los ojos del alto, que pretendían asustar pero sin poder esconder muy bien un brillito de miedo y le soltó en el mejor acento portugués que pudo: “No entendo porra nenhuma”.

El alto se quedó perplejo. Tartufo le repitió otra vez, con voz más alta y más clara, marcando el golpe de sus palabras en portugués masticado: “No te entiendo ni mierda”.

La puerta delantera estaba abierta. Los adolescentes corrieron a bajarse. Ni bien desaparecieron, Tartufo escuchó la escandalosa risa del chofer, que clamaba que esos eran unos asaltantes ineptos. Tartufo entendió durante el recorrido hacia Botafogo –porque éste iba gritándole la historia por la ventana a otros conductores– que él pensaba que los asaltantes eran unos idiotas. “Dinero, dinero eso es todo lo que tienes que decir”, escuchó frente a un semáforo en rojo. En otro momento, el chofer se volteó en su asiento–mientras conducía– para darle una buena mirada sin dejar de reírse. Otro hombre enternado, con aspecto ínfimo, desde el asiento de al lado, le “explicó” que lo habían tratado de asaltar. Un grupo de señoras con el rostro angustiado lo miraban sin decir nada. Tartufo entendió rápido: en Río era solo él. Nadie más.

Caminando desde el paradero hasta el albergue, Tartufo contó siete mendigos establecidos en casuchas temporales de cajas de cartón sobre las veredas. El último que contó se había apropiado de la esquina frente al albergue. Tenía una hornilla pequeña de gas y estaba preparando el almuerzo en una olla que más parecía un cubo, cubierta de ollín y de óxido.

El albergue era un edificio moderno de tres pisos. El encargado de registrarlo le dijo que era el primero de un proyecto para renovar todo el sistema de hostales de viajeros. Los cuartos y los baños estaban casi vacíos ( después le explicarían a Tartufo que el más popular de Río era un albergue juvenil que se caía alegremente a pedazos, frente a la playa de Copacabana). Su habitación contaba con cuatro camas camarote. Sólo una parecía estar ocupada. Cogió la que estaba al lado de la ventana si bien tras ella apenas si se adivinaba un cerro cubierto de vegetación. La mayor parte de la vista consistía en otros edificios.

La sala de television era el lugar de reunion. Pasó por allí antes de tomar una ducha y antes de salir hacia Copacabana pero no vió a nadie. Al parecer todos habían partido hacia la playa. Tartufo no se imaginaba que los turistas pudieran ir hacia otro lugar con aquella temperatura infernal.

El viaje a Copacabana fue incómodo. Sintió el mareo del que entra en una ciudad caótica y sopesa la posibilidad de perderse o terminar engullido. El bus lo dejó en una calle de un solo sentido y lejos de la playa. Trató de averiguar donde pescar el autobus de regreso pero se trabó con el idioma y cuando por fin lo hizo obtuvo una respuesta que no entendió. Memorizó el nombre de la avenida y los colores de algunos edificios. Desde donde se bajó podia ver el horizonte del asfalto de la calle, como una pendiente inclinada, donde se adivinaba en el fondo, el espacio cubierto por el mar. Pero no se podía ver el Océano Atlántico.

Por un momento se detuvo para establecer mentalmente la magnitud de su viaje: Ni dos semanas desde la partida de Lima. Había cruzado por 36 horas la sábana caliente del desierto de Atacama. En Santiago su alma pedía el mar y partió hacia Viña. Los tres días que pasó con Alexei, los argentinos y el ecologista belga, le alegraron el alma pues hasta ese momento no estaba tan seguro que un viaje solitario por Sudamérica hubiera sido una gran idea. La hermandad de Reñaca duró lo suficiente para demostrarle lo contrario, si bien para hacer feliz a Tartufo bastaba la promesa de una mujer bonita y alcohol suficiente para traspasar la madrugada brindando hasta el alba.

Alexei lo acompañó hasta Buenos Aires. Estuvo con él dos días y antes de partir le confesó a Tartufo que se sentía inseguro porque en Porto lo esperaba una mujer: Mirelle. Le contó que su hermana Tatiana tenía un grupo de amigas con las que celebraban carnaval todos los años. Él las llamaba sus “petunias”. Antes de irse a Machu Picchu había estado locamente enamorado de la petunia Mirelle. Pero tenía que hacer el viaje de su vida antes de decirle que la amaba. Ahora regresaba con el cabello largo y los ojos llenos. Ahora estaba preparado para ofrecerle el mundo. Tartufo lo acompañó hasta la estación de Retiro y lo despidió con un abrazo de hermano. Alexei le hizo prometer que intentaría visitarlo en Porto Alegre.

Caminando por esa calle, doblando esa pendiente–pensó Tartufo–, está el Atlántico. Lo cubrió el aura de los mitológicos exploradores que cruzaron el continente. Sabía que él era una especie diferente, que la magia de aquellos viajes inciertos no podia compararse con su aventura de paneles de información, horarios de salida y albergues juveniles baratos con desayuno incluído. Mas como no conocía a nadie de su edad que hubiera llegado solo hasta Río se sintió dueño de la gracia con que la humanidad enviste a los pioneros. Era pionero en su calle, en su barrio, en su clase, en su colegio tal vez. A los 19 años, a sus amigos no les interesaba atravesar el desierto, la cordillera y la pampa hasta la playa de Copacabana. Además Tartufo guardaba en la retina la magia de las aguas cascadas del Paraná, reventando en el infierno de la Boca del Diablo; y había sentido la indescriptible epifanía que siente el viajero que abandona por primera vez la seguridad del idioma para traspasar la frontera e internarse en un universo donde la boca no le sirve para decir nada. Se sentía poderoso.

Tartufo no sospechaba en ese momento, al terminar el recuento mental de los lugares visitados en su aventura transocéanica, que antes de que los dedos reventados de su pies viajeros sintieran la textura del nuevo mar, incluso antes de que sus ojos recién acostumbrados a preveer aventuras bajo el pálido horizonte divisaran el color profundo de la Bahía de Guanabara, de las azules playas de Copacabana, unas palabras lo devolverían al universo miserable de los temblorosos mortales a los que él creía haber logrado superar.

2.

Los hermanos Gil regresaron a Porto Alegre con la maleta sin deshacer. Alexei se dedicó a tiempo completo a un proyecto experimental que tenía postergado durante mucho tiempo. Tache, después de tres semanas aún no había podido recobrarse del susto y la angustia. Una mañana despertó bañada en llanto y sudor. En su cabeza giraban dos palabras ininteligibles. Las escribió en un papel. Estaba desayunando cuando reparó en el detalle: Esas eran las palabras de los asesinos que mataron a Tartufo.

Sonó el teléfono. Primero no entendió. Luego escuchó un nombre familiar: Antonio. Sí se acordaba, sí lo disculpaba por llamar tan temprano, no era molestia, estaba despierta. Era algo urgente. Antonio le contó su pesadilla: eran tres mujeres, tres ancianas las que habían matado a Tartufo. No solo eso. Antonio había entendido las palabras que ellas proferían mientras lo mataban: ióm ktanón. Una amiga había escuchado su historia y se las tradujo. “Es griego antiguo y significa…” Y en el teléfono Antonio hizo una pausa honda: Asesino de tu hijo. Son las tres Furias o tres personas disfrazadas de ellas. Las encargadas en la mitología griega de vengar los crímenes contra tu propia sangre.

“¿Estás hablando en serio?” “¿Qué me estás diciendo?” repitió Tache. Una amiga del trabajo la iba a pasar a recoger, se disculpó. Antonio le pidió solo unos minutos para terminar su idea. Dijo que estaba tan sorprendido como ella. Nunca le había gustado la literatura ni la mitología, ni tenía predisposición a ver imágenes o espíritus. Lo que estaba viviendo era perturbador: no rendía en el hospital, caminaba ansioso y tenso. Creía necesitar algún tipo de descanso pero él y su esposa acababan de estar dos semanas de visita en Perú y ella no entendía nada. Las pesadillas eran constantes, las imágenes de las asesinas lo perseguían en sus sueños. “Yo tengo que traer niños al mundo. Mi vida es el nacimiento y súbitamente, tengo que lidiar todos los días con la muerte, tú eres siquiatra, tal vez puedas entender y aguantar major que yo”. Se quedó en silencio. “He leído un libro que me explica la historia, si bien no sé cómo conectarlo con Tartufo, con el Bronx, con nosotros tres”. Los tres sobrevivientes del bar Pizelli, como los habían llamado–en un artículo escondido en la página de policiales–el New York Post. “¿Qué libro”, preguntó Tache. “Euménides de Esquilo. Te voy a enviar un e-mail con algunos párrafos”. “¿Tú tienes mi correo electronico?” A Tache no le molestaba saberlo, solo que no entendía cómo lo había conseguido. “En su habitación en Lima, Tartufo guardaba tu correspondencia. Hablé con su madre–explicó Antonio–en una postal le dabas tu teléfono y tu e-mail. Me dijo que ha pensado en llamarte, pero que está esperando que pase el tiempo.”

–Claro, mándame un e-mail–respondió Tache–“Ahora discúlpame, me tengo que ir.”
Su amiga estaba tocando la bocina en la puerta del edificio.

3.
Antes de caminar hasta la playa Tartufo creyó que tenía que llamar a Lima. Vio un teléfono de larga distancia en una esquina.

“Hola. Quién habla?” Era su hermano, con un tono de voz apagado “A qué no adivinas donde estoy” No pudo esperar a que él le respondiera “En Río”, dijo. “¿Mi mamá?” Tartufo escuchó la respuesta y su rostro se ensombreció.“¿Todos? ¿Al pueblo?” “…” “No” “Vuelvo a llamar. Diles que estoy bien”

No era un hombre aún. No estaba preparado para enfrentar la muerte.

Tartufo había dejado a su abuelo ya decaído y sin memoria. Pero pensaba regresar a verlo y contarle su historia aunque él no pudiera responderle. Su abuela había muerto con las heridas en las piernas que se le pudrían entre las gasas urgentes. Su abuelo se había dejado ir. Una vez se paró sin acabar su cena. “Dame la escopeta, le dijo”. “Vámonos al monte a matar indios”. Era como si le hablara en serio, pero nadie sino él le prestaba atención. Ahora él estaba lejos ¿De qué servía el mar?¿De qué sirve tu viaje Tartufo? ¿A quién podrás contarles tus aventuras al regresar si ellos han tenido una aventura mayor, si ellos han estado lidiando con la muerte?

Tartufo recordaba cómo eran esas caravanas fúnebres hacia el pueblo. Creía entender la magia que llevaban los muertos que regresaban de tierras extrañas a ser enterrados entre los suyos. El cuerpo de su abuelo iría tendido en la parte de atrás de la camioneta, como si estuviera enfermo. A ambos lados irían dos de sus hijas. Si la policía los detenía, dirían que estaban cuidándolo, le llenarían la cara de paños con alcohol para que pensaran que dormía con angustia. Uno de los hijos, el piloto, ordenaría las coronas y el féretro y designaría a los que se encargarían de tener todo dispuesto para el velorio. El viaje duraba ocho horas, y habría una caravana discreta de familiares que se les uniría conforme pasaran los pueblitos después de Nazca. A la salida del túnel de Palpa, el piloto bajaría para encender una vela al Cristo negro y fumarse un cigarro. Esa sería la única parada del viaje. Llegando al pueblo habría gente que los esperaría en la calle principal, a la entrada, para demostrarles su dolor.

En la casa vieja, la única hija que la ocupaba saldría a mirar el cuerpo de su padre. Se encargaría de vestirlo. Con un terno oscuro solemne. Le llenarían la boca de algodón. Debajo de sus brazos cruzados colocarían al señor crucificado de hierro, bendecido en el Vaticano a mitad de siglo. Habría silencio en la sala de pintura blanca carcomida y la luz de los velones se reflejaría en los cristales de las fotos descoloridas de sus hijos colgadas en las paredes. Allí estaría la primera comunión de su madre y la foto del menor con el cabello engominado y el fondo de la ciudad de Nueva York. Las hijas mayores estarían totalmente vestidas de negro y sorberían el café con disciplina. La mayor de las hijas contaría historias y el profesor Dongo empezaría a quejarse en algún momento de la mierda que estaban haciendo con los recursos de la provincia, de las cagadas en las que estaba metido el tipo ese que se llevó la plata para arreglar el motor del alumbrado público y que los terrucos estaban dando vueltas. Y de repente, levantando los ojos del piso, con el cigarillo humeando entre los labios, preguntaría: ¿Y dónde está Tartufo?

Embriagado aún por el sopor de la notica que había recibido, Tartufo se detuvo sobre un malecón de figuras negras y blancas y empezó a reconocer el paisaje: aquél horizonte de edificios gigantes que asomaba al borde de la playa era Río de Janeiro, esa franja de arena blanca, poblada de hombres y mujeres con cuerpos mayormente atléticos y mallas de baño diminutas era la playa de Copacabana, aquella franja azul que se extendía hasta el horizonte, desde donde soplaba un viento fresco que calmaba el ardor de la ciudad era el Océano Atlántico, la Bahía de Guanabara. Y el pequeño hombre con una camiseta blanca, pantalones cortos azules y una toalla de motives geométricos colgada al hombro, que hacía un esfuerzo enorme para no empezar a llorar, era él.

Las mujeres eran de un color asombroso. Tartufo caminaba por la playa y trataba que no se le confundieran ambas cosas. Acababa de llegar a Río de Janeiro. Acababa de morir su abuelo, el que llevaba su nombre. Tuvo muchas cosas en qué pensar mientras disfrutaba del agua mojándole los pies. Mientras intentaba recrear la vista en los senos alegóricos que se escurrían de agua saliendo del mar. Caminó por Copacabana hasta que se acabó la playa, siguió caminando por Ipanema y llegó hasta la playa de Leblon. No fue tan difícil encontrar el camino de vuelta al paradero de autobús. Miró al pasar el teléfono por donde la habían comunicado la noticia. Sintió frío. Pensaba que todo podia haber sido diferente si se hubiese quedado en Lima. Lo hubiera visto morir. Se preguntó si todo no había sido tramado por él, este viaje de dos meses, predestinado para no encargarse de ningún trámite de ningún sufrimiento directo relacionado con la muerte. Trató de olvidarse y se dio cuenta que no le sería tan difícil y que el sentimiento de culpa no le podia durar demasiado. Esa revelación lo dejó atónito. Sabía que bastaba que el hiciera un mínimo esfuerzo, en ese instante, que lo quisiera simplemente, para que todo el asunto de la muerte de su abuelo pasara al olvido, que la culpa no lo persiguiera. Sabría que tendría que cargar con cierto remordimiento, pero Tartufo también sabía que eso era lo que realmente quería. Llegó a Botafogo y el ambiente era distinto: estaba lleno de gente.

4.
Tatiana trabajaba en el ultimo piso del hospital público siquiátrico de Porto Alegre. Alexei tenía su consultorio dos pisos abajo de ella. Desde la ventana la vista era gris. No podia simplemente levantar el teléfono y llamar. ¿O sí? Era demasiado interés por alguien que no había visto sino dos veces en su vida. Había una brecha de más de diez años¿No había sido acaso ya demasiado trágico verlo morir frente a ella? ¿No le bastaba con escuchar las balas en pesadillas y esas voces de ultratumba que ahora, gracias a la llamada de Antonio, tenían un significado siniestro? “Asesino de tu hijo”.

Tomó un café y se sentó frente a la computadora. Mientras sorbía el líquido oscuro, con descuido iba adentrándose en la maraña de la red y leyendo historias que la conducían a lo que le había revelado Antonio. Las Furias atacaban criminales ensangrentados con la sangre familiar. Su decision era determinante y el final siempre era la muerte excepto si algún dios decidía invocar a la justicia y el acusado era declarado inimputable. Repitió varias veces, en voz alta, un nombre que inmediatamente le inspiró cariño: Orestes. El resto del día transcurrió entre reuniones con pacientes y conversaciones banales con sus compañeras. En la tarde se encontró en uno de los pasillos con su hermano Alexei con quien conversó de la preparación de un matrimonio y una fiesta con amigos comunes. Al regresar a su departamento sintió la necesitad de un baño de agua caliente. Mientras el agua la cubría y se le endurecían la punta de los senos, sus dedos trazaron un camino húmedo que la hicieron distenderse. Pronto se sacudieron sus nervios y en el momento en que parecía estar olvidándolo todo, recordó la última mirada de Tartufo y sintió lo mismo que aquella mañana que Alexei abrió la puerta de su habitación para presentarlos y la encontró desnuda y en vilo bajo las sábanas. Tartufo nunca supo que con él, ella, la reina del carnaval, enredada a los 17 años en la llamarada de la pira de las hojas de bronce, se había masturbado por primera vez.

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