Esta semana (últimos días de mayo 2022) la periodista mexicana Irma Gallo me entrevistó desde la organización de la Feria Internacional del Libro de Nueva York, a propósito de mi trabajo como profesor, editor y escritor. Hablé un poco de Los Bárbaros, de las ediciones de Chatos Inhumanos, de mi trabajo en Lehman College, de mi novela País de hartos y de mis textos publicados en la antología Excritorxs Salvajes. 37 Hispanic Writers in the US (antologado por Hernán Vera y publicados en 2019 por Hypermedia).
Los invito a visitar el enlace y darse una vuelta por las más de 100 entrevistas en que Pacheco –desde la ciudad de Austin en Texas– ha entrevistado no solo a autoras sino también a editorxs, traductorxs, directorxs, estableciendo un puente entre proyectos que se han establecido en diferentes puntos dentro y fuera de los Estados Unidos.
Espero que les guste la entrevista y que disfruten el podcast.
El podcast literario Entrelíneas colgó esta entrevista que me hizo la editora Claudia Giribaldi en diciembre 2020.
En 30 minutos, conversamos sobre mi llegada a los Estados Unidos, mis primeros trabajos eventuales –con un Social Security bamba– los inicios en el periodismo y la Maestría en Literatura Inglesa. Y traté de explicarle cómo así un dibujante de comics en Lima se transformó en editor de Los Bárbaros y en fundador de los Chatos Inhumanos en Nueva York.
Claudia también me forzó a leerles el prólogo de Los Bárbaros 8, sobre «Escoger» y Hunter S. Thompson. (mentira, lo hice con gusto)
Muchas gracias Claudia y Entrelíneas.
A comienzos de octubre de este 2020, tuve una Conversación nocturna con Hernán Vera Álvarez. En ella, Vera se refirió con mucho cariño a mi novela País de hartos.
Fue un placer conversar sobre la novela, sobre autores peruanos que quiero (y que no quiero), sobre literatura escrita en Nueva York, sobre las taras latinoamericanas —argentinas y peruanas—, sobre la experiencia del que deja todo y cambia de vida en los Estados Unidos, sobre Los Bárbaros y el trabajo de Chatos Inhumanos.
Una agradable noche literaria -desde las 11 pm hasta casi la 1 de la mañana- que ha quedado registrada en este podcast de Suburbano Ediciones. Gracias también Pedro Medina León por haber hecho crecer este espacio para la literatura en castellano escrita en los Estados Unidos.
Y de pronto la gente de pantalla se aparece en tu vida/ Presionados por quién sabe qué pedazo de tiempo/ Alguna esfera azul/ Una campanada enmedio de la noche/ Así como aquella doña que soñaba con croquetas del cuerpo de un torero/ Se aparecen y te dan la mano y sonríen y se vuelven tan simpáticos como en la vida irreal/ La gente de pantalla proyecta una nueva imagen y esa imagen se toca con la tuya. Y bum.
Sospecho que tenía gripe
y ganas de joder.
Claro que yo era muy joven
y sufría después del pan con mantequilla
hasta las 6 en que entraba a buscarla,
me desparramaba en su sofá
y la admiraba.
Sólo/solo la admiraba.
Tres veces le dije que la amaba
otras muchas, en silencio, la amé.
Ella me despistó
con su temprana edad, con su
cinismo,
con su vocación
a lo Flaubert.
Y alguna vez lloré, pero después
escribí una novela.
Me tomé una botella contando la historia.
Ella tenía gripe
y esta noche, me la ha pasado.
Soplo en la noche de Madrid,
le mando un beso,
volado.
Era Lima, 1992, y yo era mucho más tonto. Me levanté de la cama una madrugada con un único nombre entre los labios. Sabía dónde vivía ella, sabía que nos separaban 57 cuadras de distancia. Aferrado al volante del auto de mi padre, llegué hasta la esquina de su casa, la vi salir, puse el carro al lado de la vereda y saludé. Dije que la llevaba.
Yo venía de recorrer a solas buena parte del mundo y supuse que el futuro era más sencillo de lo que parecía. Fue un desastre. Ella bajó diciéndome que jamás pasaría nada entre nosotros. El futuro era una ilusión.
El alcohol y la vida te curan las heridas y traen algo que se parece mucho al olvido. A mí, los seres humanos con los que me puse a conversar durante aquellas noches de borrosa tristeza, me convencieron de que era indispensable transformar al amor en otra cosa. “¿Quién no ha pasado por momentos así?”, me dijo alguno. “Lo mío fue mucho peor”, me dijo el otro. En esquinas oscuras de bares, en borracheras a media luz de cantinas de playa, entre los cuerpos pegajosos de salsódromos hacinados, escuchando boleros de putas, y en ciertos libros que describen las desgracias amorosas, me enteré de familias y de fortunas que se derrumbaron por historias mucho más interesantes que la mía.
Cuando pisé Nueva York ya era un sobreviviente. No me consideraba un experto pero al cabo de ciertas noches me sorprendí a mí mismo como un animal nuevo. Algunas veces, pensé haber perdido el alma. Si acaso las buscan, encontrarán a las víctimas: aquella que quiso que perdiera la vida metiéndome en su cama, aquella que se fue mientras salía el sol, cansada de intentar arrancarme una promesa desesperada, un juramento; la que me llamaba desde larga distancia para repetirme una historia en la que yo ya no creía, la que esperaba que dejara todo como estaba y basado en la promesa de su amor me largara a buscarla.
No solemos prestarle demasiada atención a las historias de hadas que nos leyeron cuando éramos frágiles. Las que nos explicaron cómo sucedía la vida, con terrible intensidad monocromática: la vida es tan sencilla. Esas fantasías se nos graban de niño. Luego, la escasez del tiempo─esas tantas horas estudiando, buscando trabajo, manejando hacia el trabajo, trabajando para no perder el trabajo─nos condena a no reconsiderar nada de lo que aprendimos antes de que las axilas nos apestaran a hombre grande.
En esta ciudad me sobraba el tiempo. Lo reconsideré todo. El amor más que nada.
Es verdad que cuando uno cree saberlo todo, sucede aquello que nos hace ver que no sabemos nada. Es cierto que nunca terminamos de conocernos. Hoy estamos seguros de que palpitamos. Mañana, temeremos habernos convertido en hombres de yeso.
Me levanto de la cama, entro a la cocina y me preparo un café. Escribo un poema que jamás publicaré. Observo la ventana: la nieve sobre el bosque. Presiento el frío. Pienso en todos los proyectos. De repente desde otra habitación me llegan unas voces: intentan decir algo. Aún no sé si en castellano o en inglés. Son unos niños que, tal vez, me reclaman.
En ese momento me entra de nuevo la duda. ¿También les contaré los cuentos de hadas? ¿O les diré que el amor es otra cosa, que la vida se desbanda (que es una tómbola), que la felicidad no es una fórmula y que a veces hay que perderle el miedo a convertirnos en tontos para siempre (solo sé que nada sé)?
Es Nueva York, diciembre de 2016.
I was there, on the subway, on the train, over the bridge. Just shivering as the other ones. They waited at the platform or looked through the window to the man dying. Over the tallest building a signal of hope: A yellow star pretending to be black. This guy of the blue gaze, just before the seizures, was admiring the weather while the train was running over the Manhattan bridge, pretending to be blind: “Yo hablo español, solo que no lo he desarrollado mucho.”
What kind of accusation against him? How to spread the idea without the help of his eyes? ¿Cómo interpretar la historia sin la permamente acusación de su historia? ¡No temeremos a las mariposas incrustadas en el pergamino de Agamenón! ¡No desperdiciaremos el tiempo mal ganado en las pesadillas de otros! “Is that not the truth Omar?”, he asked, just before his agony. We were too busy…
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4 de febrero de 2016
Desde una mesa donde pide una naranjada, él la observa «No me trates como si fuera un niño al que puedes mandar». Ella lo manda por un helado y él va, ciego. Así lo mande a la luna. Después de la locura triunfa el amor. «Qué linda es la vida» grita él. Los invitados están disfrazados, Drácula y un ángel se toman una botella en la cocina, Pantaleón y las visitadoras acaparan la pista de baile, que es un pedazo de pasto rodeado por un par de tumbas abiertas. Para llegar hasta la cerveza hay que abrirse paso entre las telarañas. Ella baila a su lado, lo mira por sobre el hombro mientras baila con su pareja, luego se acerca y lo besa. Entonces el exnovio, que hasta ese momento había estado rodeado de mujeres al lado de la chimenea de la casa ─un sinvergüenza ha ido a darle la noticia─llega hasta la silla donde él se ha sentado para recuperarse de la cerveza y sin decir nada, lo empuja.
Es verano y ella lo ha besado en la oscuridad. Después se han puesto todos a bailar mientras la orquesta sigue tocando. En la madrugada se ilumina el canchón de tierra detrás de las casas, los faros brillan como el sol en la noche. Es una camioneta destartalada repleta de personas que viene bajando y celebrando con la bocina. De la tolva baja el enamorado. Mientras ella baila con él, lo mira. La orquesta sí que sabe hacer ruido. Uno de los mineros invita cerveza a todo el que quiera. El pueblo entero está bailando y los niños, que se han desaparecido casi una hora detrás de la piedras─seguramente a cazar lagartijas y serpientes─regresan para rodear a ella y al enamorado que bailan y mientras se mueven en un ronda espectacular le gritan «El venao, el venao». Todos marchan al mar al amanecer. Mientras ella baja con su enamorado él pasa por su lado con los demás chicos y le aprieta la mano. Deja a todos en el mar, dice que tiene que hacer algo en la casa. Unos minutos después ella inventa una excusa parecida y lo sigue. Como música de fondo se escucha la algarabía de la gente y el ruido de las olas reventando contra las rocas. Él le dice «tienes unos labios riquísimos» mientras se apreta más al cuerpo de ella contra la pared de la sala. Ella dice «lo sé».
Al amanecer, Soledad está dormida como una sirena. Los hombres que aún seguían despiertos están haciendo fila. El hermano pequeño de Soledad ha ido a buscarlos, los ha formado frente a las piedras donde ella duerme y ahora todos van, uno por uno y la besan en los labios. Sus labios saben a sal y ella tiene una media sonrisa.
Ese invierno ha sido la fiesta y lo han mandado a la chacra para que pague a unos peones y dirija la cosecha. Tiene que volver esa misma noche porque trabaja los lunes. Ella es la muchacha rubia que ha visto varias veces en casa de los primos. Él le dice que nunca se ha cansado de verla y ella le replica «Es una pena porque a ti ya te van a casar». No sirve de nada que él replique que eso no es verdad porque ella ha escuchado la conversación entre su padre y uno de los millonarios de la zona. Ya eso está arreglado. Conversan igual toda la noche, mientras los designados de las mejores familias intentan partir con un hacha el tronco del árbol repleto de regalos, mientras aparecen unas muchachas que nunca había visto antes, niñas que nacieron y crecieron en la ciudad y que solo aparecen una o dos veces en el año en el pueblo para las fiestas patronales. Ha hecho un amigo ese día («creo que este es el comienzo de una buena y larga amistad», le dice) y le pide que le recuerde que tiene que volver a la ciudad esa misma noche. Así que el amigo se acerca, le dice que ya se van a ir, cuando él está zapateando con locura y bailando esa música por primera vez en su vida. Le dice adiós a la rubia y promete buscarla en la ciudad.
Está ebrio y sin embargo le parece notable que haya podido subirse a ese auto y cerrar la puerta. El portazo lo desconecta del olor del pueblo a fiesta, del ruido interminable de celebración. Quedarse en silencio en el auto es como haber entrado de pronto a otra dimensión. Cree que ha hecho bien, que su destino era terminar tirado debajo de alguna de las mesas de la fiesta, tal vez después de hacer una tontería en el cuarto de la muchacha nueva con la que ha bailado un lento. Es que después de la algarabía a alguien se le ocurrió poner música romántica y no sabe cómo, con el valor que da el alcohol, tomó la mano de esa chiquilla que los mira a todos como quien mira una serie de fenómenos y espejismos. Apoyó su rostro contra su hombro y el perfume que brotaba de su piel lo hizo olvidarse de la sensación de jolgorio que lo invadía unos minutos antes. Era como ver el mundo inmóvil en la orilla desde un barco que cruza el río, desde un bote que se deja mecer por la correntada. Mirarlos a todos mientras abraza a esa niña, observar a los mortales desde una nube. Cuando se acaba el baile regresa el ruido y las voces, ella se aleja y le vuelve la sensación de ser una nota más del ritmo, de estar medianamente borracho.
Claro que ya no. Él está con su nuevo amigo metido en el auto que va bordeando las chacras oscuras del valle después de cruzar el pueblo negro y vacío, ese fantasma de casas mitad de quincha y mitad de concreto al que todas las almas se le han ido hacia el estadio donde se celebra la fiesta patronal. Él cree que llegará a esa hora a la carretera y encontrará quien lo lleve a la capital durante la madrugada, que amanecerá en su casa y le servirán un desayuno. Hasta que ve la fila de autos. Bajan los choferes a la noche, se juntan en medio de la trocha y se dicen que hay un camión en sentido contrario al que se le ha bajado la llanta, que al chofer lo han llevado al pueblo a arreglarla.
En esas horas en que están apoyados contra el auto escuchando el río y los grillos no falta una cerveza. Alguien pone un casete con chistes en uno de los autos y todos se están riendo allí parados en medio del malpaso, bajo la sombra del cerro tajeado. Él siente el cansancio y se recuesta a dormir en el asiento del copiloto. Cuando despierta ya el cielo tiene color. Se baja del auto y respira la mañana, disfruta de su sabor. Al borde de la trocha hay un precipicio y un río. Ve gente conversando entre los autos, uno de ellos sostiene una botella de cerveza, todos siguen esperando que se abra el camino para seguir viviendo.
Desde el otro lado de la quebrada (tal vez lo sueña porque es un sonido frágil, como la memoria) le parece que el viento le trae el sonido de la música.
Todos los fotogramas pertenecen al filme «Gato negro gato blanco» (1998), esa maravillosa creación del serbio Emir Kusturica.