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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Memorias

Summer Hours (L’heure d’été)

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Sylvie y sus amigos entran en la casa que ya no es más que una cáscara. Se han llevado los muebles, los armarios, los cuadros, los jarrones. Los objetos se han convertido en piezas de museo. «Mi abuela Hélène me dijo que algún día regresaría aquí con mis hijos. Mi abuela ahora está muerta y la casa ha sido vendida», dice Sylvie. ¿Qué queda de una casa cuando se va la gente que la habitaba y los objetos que la llenaban?

La casa donde él está escribiendo fue construída en 1953. Allí vivía una familia que se apellidaba Salvati. El señor Salvati adquirió los lotes adyacentes para tener el terreno necesario y que su hija mayor, Lorraine, y su hijo menor, David, construyeran dos pequeñas casas al lado de la gran casa paterna. Plantó manzanos, peros, arbustos de cerezas. Salvati enviudó en 1990. Dicen los vecinos que por esos días el hijo estaba muy metido en las drogas y que llegaba dando gritos enmedio de la noche, sin importarle que la madre estuviera enferma.

Lorraine se casó y se mudó a una casa en Cold Spring, a 20 minutos de su padre. Lo visitaba todos los fines de semana. A sus gemelas─Claire y Josephine─les encantaba colgarse de las ramas del manzano. Su abuelo las llevaba hacia el parque Blue Mountain por el borde del riachuelo Dickey que lindaba con la propiedad. El último verano las dejaron caminar desde Blue Montain, acompañadas de su perro Hubbert, el Spanish Water que les regaló su padre por su noveno cumpleaños. Cruzaron el riachuelo sobre un tronco podrido y entraron a la casa con Hubbert y sus patas mojadas. El abuelo las reprimió con una sonrisa cansada. Ya sabía que tenía cáncer.

Cuando murió Salvati, Lorraine pasó en esa casa varios fines de semana. Se dedicó a empaquetar los artículos del sótano y del ático, la ropa de cama, las vasijas. Cuando tomó el exprimidor de naranjas que pertenecía a su madre se puso a llorar ahí en la cocina, mirando el arroyo y las hojas de los árboles de color naranja. Ese fin de semana extrañó más que nunca a su padre. El siguiente lunes pusieron la casa en venta.

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Las gemelas acompañaban a su madre. Mientras ella trabajaba se iban con Hubbert hacia la calle Washington y trepaban la loma hacia el parque Blue Mountain. Atravezaban el puente colgante sobre el lago, se metían por los senderos en el bosque y regresaban a la casa bordeando el arroyo.

Un sábado entre los árboles, desde la orilla antes de cruzar el Dickie, vieron al tío David conversando con mamá debajo de un manzano. Casi nunca veían a su tío. Él les preguntó si querían ayudarlo a limpiar el cobertizo. Mientras movía las cosas les contó que vivía con una chica hermosa de Montana que conoció en el verano, que uno de esos días iba a ir con ella a visitarlas en Cold Spring. Les entregó el pequeño balde de metal rosado donde el viejo Salvati guardaba las herramientas que usaban sus nietas cada primavera para mover la tierra y plantar los tomates en la huerta. Les hizo adiós mientras arrancaba su camioneta. «Se parece tanto a papá», pensó Lorraine y se puso triste otra vez.

David fue a visitarlas unas semanas después. Sin su chica porque estaban peleados. Le temblaban las manos. Hablaba como conteniendo la respiración. En un momento empezó a gritar, primero vocalizando y luego como si no pudiera contenerse: «Just sell the fucking house». Se fue de la casa gritando. Por esos días el presidente George W. Bush acababa de anunciar el colapso del mercado de valores y el inicio de la gran depresión. Bancos y grandes compañías de inversión se habían declarado en quiebra. Dorine Giordano, la corredora, había llamado esa mañana para preguntarle a Lorraine si aún quería seguir vendiendo la casa de Salvati: los precios se habían desplomado.

Meses después, a principios de la primavera, Dorine los llamó. Tenían una oferta. Era casi la tercera parte del precio que habían pactado en las oficinas de Coldwell Banker durante el verano. «La otra opción sería esperar. Pueden pasar unos años antes de que los precios regresen a su nivel», dijo Giordano. «Sell the house Lorraine» dijo David cuando su hermana lo llamó para consultar.

summerposter«A le gente le gusta lo tranquilo que se está aquí.También que está a muy poca distancia de Paris» dice el alcalde del pueblo de Valmondois, dando a entender que  la casa encontrará un buen precio en el mercado y que el municipio debe invertir en reparar el cementerio donde enterrarán a Hélène. Su hijo Frédéric detiene el auto en un recodo del camino de regreso a la ciudad porque no puede soportar la desolación ante lo que está por suceder: van a desmantelar la casa en la que ha vivido su infancia, el museo que su madre ha construido en honor del gran amor de su vida, el famoso pintor Berthier.

Cuando el escritor y su esposa llegaron por primera vez a la casa de Salvati lo que más les gustó fue que desde la sala se pudiera escuchar el sonido del arroyo. Les gustaron las plantas de manzanos, el cerco vivo que los separaba de la calle, que la propiedad estuviera en un calle dead end y que la casa no fuera de madera sino de cemento. El ático y el sótano eran enormes. La familia había dejado los pisos alfombrados y algunos objetos de decoración: frente a la chimenea estaba la pequeña mesa de ajedrez donde Salvati solía jugar con su hijo David.

El escritor y su esposa acordaron que se desharían de las alfombras, pulirían los pisos de madera, instalarían una mejor iluminación en los techos y renovarían la cocina. Las ventanas de marco de aluminio tendrían que ser reemplazadas por unas nuevas que ahorraran energía.

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Se observa con cuidado los objetos, se les pone un precio. El Musée D’Orsay los quiere hace bastante tiempo. «No vamos a poder venir a Francia en los veranos, la casa no la vamos a aprovechar», han dicho Jérémie y su esposa, a punto de mudarse con su compañía de Shangai a Pekín. Adrienne anuncia que se casará en Nueva York y que le será difícil acercarse otra vez a ese país del que ya se considera tan distante.  Se descuelgan los cuadros, se sacan los armarios, se apilan las sillas. Éloise, la sirvienta que los hermanos recuerdan desde su niñez, se empina sobre las ventanas y las puertas cerradas y lo único que ve es una cáscara sin vida.

El escritor y su esposa le pidieron a Dorine que  la casa se quedara vacía. Que limpiaran el muro de piedras apiladas al lado de la entrada. Que vaciaran el cobertizo. «Están comprando una casa con una base sólida», les dice Lorraine, el día del cierre, desde el otro lado de la mesa de negociación. No puede evitar llorar mientras firma los papeles que le entrega su abogado. Esa noche David estaciona frente a la casa de Cold Spring y Lorraine le entrega un cheque. Dobla el cheque, se lo mete en el bolsillo del pantalón y se va.

Msummerhours3eses después, la noche de Halloween, golpean la puerta. Son dos niñas. «We used to live here» le dicen al escritor que les ha abierto mientras él mete la mano en una bolsa con golosinas para sacar Snickers y Butterfingers. Se siente incómodo porque no sabe si debe de invitarlas a pasar, si tiene que dejarlas que miren en qué se ha convertido la casa del abuelo: lo poco que queda de la que ellas conocían. Las gemelas le hacen adiós y se van hacia la calle. Detrás del cerco vivo el escritor ve a un perro y la sombra de Lorraine.

Al escritor le gusta su casa sea tan tranquila y que quede tan cerca de Nueva York. «50 minutos en automóvil» les dijo Giordano. Le gusta ver el arroyo desde los altos y escuchar el murmullo del agua desde la mesa donde se sienta por las mañanas a escribir. A veces se pone a pensar en lo que pasará con la casa una vez que ya no esté allí.

Todos los fotogramas de esta entrada pertenecen al magnífico filme Summer Hours (L’heure d’été) dirigida por Olivier Assayas en 2008.

 

 

 

 

 

 

El apartamento

 

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5 de febrero de 2016

Cuando él dijo que se mudaba, que abandonaba la comodidad de la empleada doméstica y la ropa limpia, doblada y planchada, su madre le dijo que estaba tirando su dinero. Su hermana lo llamó un desagradecido. «El que se va sin que lo boten regresa sin que lo llamen», le dijo con la voz alterada cuando vio que la suerte estaba echada y el camión de la mudanza esperaba frente a la puerta para cargar sus últimos trapos.

Tenía que vivir solo. No sabía exactamente por qué.

Su primer intento de independencia fue a los 14 años, cuando movió la cama de la habitación que compartía con su hermano y se hizo del cuarto que se usaba para planchar. Pegó en las paredes posters anarquistas y una hoja de periódico a color con su equipo de fútbol.

En ese cuarto se murió la abuela, después de sufrir la maldad del olvido y de padecer en la carne de ambas piernas las heridas de la inmovilidad. Allí fumaba su abuelo, extendido en la cama con su boquilla de carey y su chompa marrón clara de cuello en V. Al mudarse pensó que sus abuelos se le aparecerían de cuando en cuando para conversarle pero jamás le dijeron nada.

A su cuarto se podía entrar desde la cocina por una escalera de fierro. Por ahí se metía la nueva empleada que se prendó de él cuando lo vio llegar desnutrido y barbudo después de un viaje de un mes entre Ecuador y Colombia. Él se metía en la cocina apenas la escuchaba bajar desde su cuarto en la azotea y le comía el sexo mientras ella exprimía las naranjas.

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Allí metió también a su primera enamorada. Quiso besar sus senos: ella no lo dejó porque concebía que para tener sexo tenía que estar casada. En el forcejeo él descubrió que (para su gusto) eran demasiado pequeños. Nunca deja de asombrarse de lo tonto que era. En ese cuarto se echó a besar a esa rubia amiga de su hermana que se refugió en casa porque estaba harta de gritarle a sus padres (porque le sacaban en cara que estaba embarazada, no tenía trabajo y no pensaba en casarse).

Desde ese cuarto escuchaba las voces de una joven vecina. A veces golpeaba la pared y ella ─supuso que era ella─ respondía. Una noche en que llegó ebrio, se descolgó desde su habitación y entró en aquella casa por una ventana. Casi no se veía en la oscuridad pero encontró su cama y supo que allí estaba ella, dormida. De repente abrió los ojos, le sonrió y a él se le fue de golpe todo el valor.

theaprtment5Cuando empezó a trabajar cambió las viejas cortinas de tela por unas persianas. Compró un televisor para no soportar las peleas que se armaban con sus hermanos y las empleadas para cambiar de canal. Fue uno de los primeros entre sus amigos en tener cable. No salió un sábado por la noche porque pasaban Pulp Fiction. Hasta hoy le impresiona aquella imagen de la sangre de Vincent Vega entrando en la jeringa llena de heroína. Otra madrugada encontró Singles y no solo se enamoró de Bridget Fonda sino que se le metió la idea de conseguirse un teléfono propio y de tener una contestadora. Fue feliz hasta que la enamorada de su hermano empezó a despertarlo porque el teléfono de la casa andaba desconectado por falta de pago.

Le daba pánico pensar en que su futuro sería seguir viviendo en la casa de sus padres hasta los 40 años.  Asi que a la primera oportunidad que tuvo, se salió.

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Era un apartamento grande y cómodo compartido con tres hermanos que se habían quedado sin padres de manera repentina. Entonces tenía tres trabajos, le aceptaron el crédito para una camioneta nueva de doble tracción y se endeudó. La zona del edificio era bonita y los hermanos se gastaron un dineral en contratar una empleada y en amoblar la sala y el comedor. Así que cuando sus amigos─todos egresados de la universidad pero aún viviendo con sus padres─ fueron a visitarlo por primera vez, a pesar de que les dijo que pagaba muy poco, creyeron que en realidad su negocio era la droga y lo bautizaron como El Narco.

Después vivió en otros apartamentos. Ninguno tan pobre y tan feliz como el que tuvo en el Bronx. Ninguno tan lleno de luz como aquella ratonera en Brooklyn. Ninguno tan a punto de caerse como esa esquina en Mamaroneck desde cuya ventana vio la nieve por primera vez. Ninguno tan frío como aquel ático en Westchester. Ninguno tan húmedo y abandonado como ese nido de cucarachas en White Plains. Ninguno con una vista tan bella como el de su gran amor en Riverdale.

¿Por qué salió de la casa de sus padres y se fue a buscar apartamentos? Algunas veces sospecha que se trata del traidor de la familia. Otras veces cree que su vida hubiera sido más boba de lo que fue si no hubiera empacado y huído de un destino que sospechaba que tenía ya trazado.

theapartment3Al terminar The Apartment─aguantando unas lágrimas que llegaron de pronto mientras Miss Kubelik corría por las calles de Manhattan hacia el apartamento de Mr. Baxter, para celebrar el año nuevo─él sospecha que si es que alguna vez hubo respuesta ésta ya no existe. Parte de ella son estas historias, estos recuerdos. No hay más. Si alguna vez existió una verdad esencial ésta ya se ha perdido: en los cuartos que abandonó, en las noches que vivió fuera de casa, en el fervor de sus mudanzas.

Todos los fotogramas en esta entrada pertenecen a una de las mejores comedias del director Billy Wilder: The Apartment (1960) con Shirley McLaine como Fran Kubelik y Jack Lemmon como CC Baxter.

 

Gato negro & gato blanco

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4 de febrero de 2016

Desde una mesa donde pide una naranjada, él la observa «No me trates como si fuera un niño al que puedes mandar». Ella lo manda por un helado y él va, ciego. Así lo mande a la luna. Después de la locura triunfa el amor. «Qué linda es la vida» grita él. Los invitados están disfrazados, Drácula y un ángel se toman una botella en la cocina, Pantaleón y las visitadoras acaparan la pista de baile, que es un pedazo de pasto rodeado por un par de tumbas abiertas. Para llegar hasta la cerveza hay que abrirse paso entre las telarañas. Ella baila a su lado, lo mira por sobre el hombro mientras baila con su pareja, luego se acerca  y lo besa. Entonces el exnovio, que hasta ese momento había estado rodeado de mujeres al lado de la chimenea de la casa ─un sinvergüenza ha ido a darle la noticia─llega hasta la silla donde él se ha sentado para recuperarse de la cerveza y sin decir nada, lo empuja.

kusturica1Es verano y ella lo ha besado en la oscuridad. Después se han puesto todos a bailar mientras la orquesta sigue tocando. En la madrugada se ilumina el canchón de tierra detrás de las casas, los faros brillan como el sol en la noche. Es una camioneta destartalada repleta de personas que viene bajando y celebrando con la bocina. De la tolva baja el enamorado.  Mientras ella baila con él, lo mira. La orquesta sí que sabe hacer ruido. Uno de los mineros invita cerveza a todo el que quiera. El pueblo entero está bailando y los niños, que se han desaparecido casi una hora detrás de la piedras─seguramente a cazar lagartijas y serpientes─regresan para rodear a ella y al enamorado que bailan y mientras se mueven en un ronda espectacular le gritan «El venao, el venao». Todos marchan al mar al amanecer. Mientras ella baja con su enamorado él pasa por su lado con los demás chicos y le aprieta la mano. Deja a todos en el mar, dice que tiene que hacer algo en la casa. Unos minutos después ella inventa una excusa parecida y lo sigue. Como música de fondo se escucha la algarabía de la gente y el ruido de las olas reventando contra las rocas. Él le dice «tienes unos labios riquísimos» mientras se apreta más al cuerpo de ella contra la pared de la sala. Ella dice «lo sé».

Al amanecer, Soledad está dormida como una sirena. Los hombres que aún seguían despiertos están haciendo fila. El hermano pequeño de Soledad ha ido a buscarlos, los ha formado frente a las piedras donde ella duerme y ahora todos van, uno por uno y la besan en los labios. Sus labios saben a sal y ella tiene una media sonrisa.

kusturica3Ese invierno ha sido la fiesta y lo han mandado a la chacra para que pague a unos peones y dirija la cosecha. Tiene que volver esa misma noche porque trabaja los lunes. Ella es la muchacha rubia que ha visto varias veces en casa de los primos. Él le dice que nunca se ha cansado de verla y ella le replica «Es una pena porque a ti ya te van a casar».  No sirve de nada que él replique que eso no es verdad porque ella ha escuchado la conversación entre su padre y uno de los millonarios de la zona. Ya eso está arreglado. Conversan igual toda la noche, mientras los designados de las mejores familias intentan partir con un hacha el tronco del árbol repleto de regalos, mientras aparecen unas muchachas que nunca había visto antes, niñas que nacieron y crecieron en la ciudad y que solo aparecen una o dos veces en el año en el pueblo para las fiestas patronales. Ha hecho un amigo ese día («creo que este es el comienzo de una buena y larga amistad», le dice) y le pide que le recuerde que tiene que volver a la ciudad esa misma noche. Así que el amigo se acerca, le dice que ya se van a ir, cuando él está zapateando con locura y bailando esa música por primera vez en su vida. Le dice adiós a la rubia y promete buscarla en la ciudad.

Está ebrio y sin embargo le parece notable que haya podido subirse a ese auto y cerrar la puerta. El portazo lo desconecta del olor del pueblo a fiesta, del ruido interminable de celebración. Quedarse en silencio en el auto es como haber entrado de pronto a otra dimensión. Cree que ha hecho bien, que su destino era terminar tirado debajo de alguna de las mesas de la fiesta, tal vez después de hacer una tontería en el cuarto de la muchacha nueva con la que ha bailado un lento. Es que después de la algarabía a alguien se le ocurrió poner música romántica y no sabe cómo, con el valor que da el alcohol, tomó la mano de esa chiquilla que los mira a todos como quien mira una serie de fenómenos y espejismos. Apoyó su rostro contra su hombro y el perfume que brotaba de su piel lo hizo olvidarse de la sensación de jolgorio que lo invadía unos minutos antes. Era como ver el mundo inmóvil en la orilla desde un barco que cruza el río, desde un bote que se deja mecer por la correntada. Mirarlos a todos mientras abraza a esa niña, observar a los mortales desde una nube. Cuando se acaba el baile regresa el ruido y las voces, ella se aleja y le vuelve la sensación de ser una nota más del ritmo, de estar medianamente borracho.

Claro que ya no. Él está con su nuevo amigo metido en el auto que va bordeando las chacras oscuras del valle después de cruzar el pueblo negro y vacío, ese fantasma de casas mitad de quincha y mitad de concreto al que todas las almas se le han ido hacia el estadio donde se celebra la fiesta patronal. Él cree que llegará a esa hora a la carretera y encontrará quien lo lleve a la capital durante la madrugada, que amanecerá en su casa y le servirán un desayuno. Hasta que ve la fila de autos. Bajan los choferes a la noche, se juntan en medio de la trocha y se dicen que hay un camión en sentido contrario al que se le ha bajado la llanta, que al chofer lo han llevado al pueblo a arreglarla.

En esas horas en que están apoyados contra el auto escuchando el río y los grillos no falta una cerveza. Alguien pone un casete con chistes en uno de los autos y todos se están riendo allí parados en medio del malpaso, bajo la sombra del cerro tajeado. Él siente el cansancio y se recuesta a dormir en el asiento del copiloto. Cuando despierta ya el cielo tiene color. Se baja del auto y respira la mañana, disfruta de su sabor. Al borde de la trocha hay un precipicio y un río. Ve gente conversando entre los autos, uno de ellos sostiene una botella de cerveza, todos siguen esperando que se abra el camino para seguir viviendo.

Desde el otro lado de la quebrada (tal vez lo sueña porque es un sonido frágil, como la memoria) le parece que el viento le trae el sonido de la música.

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Todos los fotogramas pertenecen al filme «Gato negro gato blanco» (1998), esa maravillosa creación del serbio Emir Kusturica.

The End of the Island

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Montauk lighthouse, Long Island, NY. Photo by Oldsamovar@ Flicker.

I have seen a Jitney bus parked in a narrow street in Portland, Maine. I didn’t know what it was doing there. From that trip to Portland I only remember a bar close to the port, the lighthouse, an ice cream store, the story of a blue lobster told by a tour guide on a tour bus, the front of the house of Longfellow and that Jitney bus parked on one of its streets.

Why? Because the Jitney is one of the symbols of my first wanderings at The End of Long Island. It is the magical word that connected me to a land I barely knew when I first came here, in the winter of 2007.

While I was a student in Manhattan I read a lot about New York. I lived in Brooklyn and did not have a car, but somehow, perhaps through the newspapers I understood that the word «Hampton» represented a certain mix of the words summer, comfort and high class. Once I asked my roommate in Brooklyn about the way to get to East Hampton and she told me that there was a bus that would charge me a lot of money for a trip that could last up to 3 hours. She touched her forehead in a gesture that summarized the craziness of even thinking about paying so much, in order to go to a beach so far away.

Every area in New York State worthy to be known, I visited for the first time with my wife, who showed me places where she did her own wanderings when she was a kid or a teenager.

For example: Cold Spring, the town by the river where we traveled together on a weekend, by train from the Bronx, was a place where she has been before on a hiking trip. The FDR Home and the Vanderbilt Mansion in Hyde Park, another short getaway, were places where she had been before, as a kid. We went to New Paltz and the Ashokan Reservoir, and she had vague memories of a trip she made with her parents when she was a little brat.

To me, the rivers, lakes, castles and farms on our way to those places were a revelation: an unknown world of views I never imagined were so close to the city where I had been living for almost 6 years.

Of course, the biggest discovery was on Long Island, the towns all the way to the east. I had read some stories about East Hampton and Montauk: New Yorkers had been visiting the area for many decades, and have transformed the region in their favorite spot for the Summer.

There is a lot of money in the Hamptons (Bridgehampton, Southampton, Amagansett, East Hampton). More than anything a stupid Peruvian with no real knowledge of money –like me– could have imagined. However, the area is much more than big houses. Its beaches are surrounded by vegetation and dunes, and the local communities have fought hard to keep the area free of the big hotels and huge resorts, protecting their wildlife and a certain vibe of primitive beauty.

This region was –it is not anymore– a collection of fishermen villas and a farmer’s region. Most of the farms became mansions and gardens, and the fisherman left because of the high cost of living. However, a bunch of anglers still leave Montauk every day to get lobster, fish and sea food. And between those big mansions, the beaches and the golf courses you will find farmers selling their produce at the side of the street, in a kiosk next to their farm.

There is wildlife everywhere. The deer can show up at any road around the town, the rabbits will stand still, their ears up while the cars pass next to the lawns where they rest; the wild turkeys will run to hide behind trees and bushes, and once in a while there will be a line of cars on Three Mile Harbor, waiting to let a turtle get to the other side of the road.

During the summer, the fishermen standing on the rocks next to the inlets, by the piers and hills, next to the water, are part of the landscape. There are also the tourists, everywhere, the campers, the surfers and the local people who do their best to smile and not be bothered.

Also, once in a while, roaming through these streets, there are people like me: strangers who belong to a different world, taken by their daydreaming to the first morning they stepped on a corner in Manhattan, to take a Jitney bus, all the way to The End.

De maestros y de hombres

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«Fíjense en la pizarra. Así se escribe primero de mayo. En todos los paises del mundo, el primero de mayo es el día del trabajo. Excepto en los Estados Unidos porque este país cree que ésa es una celebración comunista. Por eso celebramos, en otra fecha, el Labor’s Day»

Termino de darle el discurso a mis estudiantes y ya sé que debo hablar menos. A ellos no les importa lo que yo pueda decirles. Por último, están más concentrados pensando en qué momento les reparto la prueba sobre el imperfecto, el presente perfecto y el pluscuamperfecto del modo subjuntivo,  que en mis comentarios –tan fuera de lugar– acerca del día internacional del trabajo.

Algunos de mis amigos parecen recordar, con claridad,  frases y comentarios de sus maestros destinados a convertir su vida en un camino ascendente. Yo no.

Escarbando en mis recuerdos, en esas largas horas que pasaba frente a un pizarrón, sólo me llegan las memorias que me hacen sentir mal: esas lágrimas incomprensibles cuando por un error arruiné una prueba completa de ortografía, y la profesora Doris preguntó desde su carpeta por el inapropiado sonido de mi llanto; el día en que insulté a una compañera de la que estaba medio enamorado, llamándola gorda, y la profesora Zoila nos obligó a darnos la mano; la humillación frente a las barras a las que tenía que saltar y avanzar colgándome de dos en dos, y el profesor Atilio castigándome con dos vueltas completas a la cancha alta y a la cancha baja; la reunión, sentados en una banca de madera de color gris –todos mis recuerdos del colegio vienen con ese color– con el profesor Valiente, diciéndome que una de mis compañeras, una soplona, había descubierto mi intento ilegal por ayudar a un compañero a punto de repetir el año, jurándome que podían expulsarme pero que, para ser más justos, habían decidido expulsarlo a él.

Recuerdo también momentos ligeros, bromas como las del profesor Castañeda haciéndonos saber que la mejor manera de combatir una infección era orinando encima de una herida; o del profesor Barrientos, moviendo las orejas al mismo tiempo que sus cejas al grito de «¡Por la patria!» (Saber que lo botaron del colegio por venderle los exámenes a los alumnos, no disminuye mi fascinación por ese panzón que nos mostraba los fondos agujereados de su saco de terno y nos decía, mientras pedía que lo ayudemos a empujar su Escarabajo que no prendía, que también dictaba en dos institutos y daba clases privadas para cubrir sus gastos).

Hace unos meses, de vacaciones en Lima, me tropecé de casualidad en una rampa de estacionamiento con el Padre Gastón Garatea. Doblado y agotado, me miró sin reconocerme. Aproveché para declararle mi simpatía por su pequeña lucha contra el dictador de mal carácter y cuestionable hoja de vida que sujeta hoy las riendas de la iglesia católica en el Perú. No sé si recordaba que frente a su escritorio, él sosteniendo unas fotocopias de caricaturas de alguno de mis profesores más tontos, él me perdonó la vida. En realidad, reforzó mi impresión de que no tenemos que hacer todo lo que nos dicen las autoridades: burlarnos de ellos es la consecuencia de juzgar el mundo en base a otros principios. «Que no se entere», me dijo antes de devolverme los papeles, con un gesto de entendimiento que se complementaba bien con lo que nos enseñaba en sus clases de filosofía, de las cuales–lo confieso– sólo recuerdo un nombre: Hegel.

He escuchado reclamos que lanzan quienes compartieron la escuela conmigo. Muchos profesores me dieron todo lo que sabían y todo lo que eran capaces de dar. Otros abusaron de su autoridad: el libidinoso del chato Mendez, un energúmeno apellidado Martínez.

Los veo a todos, en la memoria, caminando gastados por los pasillos de patio, intentando hacerse de la vista gorda antes quienes no portábamos la insignia o nos olvidábamos –a propósito– de la horrible chompa gris del colegio. Pobre gente. De todo su tiempo frente a nosotros, qué poco recordamos.

Y allí estoy yo. Una tarde del primero de mayo. Parado frente a la clase, con la camisa que me aprieta, el chaleco que me abriga, el tobillo que aún me duele y la cojera que apenas me permite ir de una carpeta a otra, entregándoles la prueba. Intentando inspirarles la pasión por un idioma que llena mi vida. En ese intento, sobrellevando mis propias taras, conflictos, deficiencias e inseguridades, he hecho el ridículo, más de una vez.

Tal vez sea mejor: que no me brinden demasiada atención.

El significado de la Navidad

Los cuetes no podían faltar en la Nochebuena de Lima.
Los cuetes no podían faltar en la Nochebuena de Lima.

Mi tío Santiago. ¡Qué seriedad! Con esos anteojos de marco dorado, y esas cejas semifruncidas, pareciera que estaba a punto de gritarnos o reclamarnos algo. Y de pronto,  aparecía en el jardín, parsimonioso. Con el cigarrillo encendía un paquete rojo de cohetecillos; y paso a paso, sin miedo, esperaba que la mecha estuviera en el punto preciso para lanzar el paquete al jardín donde los cuetes, todos al mismo tiempo, empezaban a reventar.

¡Feliz Navidad!

Por más que he leído crónicas y escuchado testimonios de otras gentes, de otras latitudes; por más que he participado en la celebración con otras familias con otros credos, más regalos y muchas más fotos; no soy capaz de entender la Navidad sin esa explosión  simultánea. Ese jolgorio empaquetado en China. Hasta los 27 años pasé 26 Nochebuenas con mi familia, en Lima. La única fuera de Lima, la recibí en Jaquí, Arequipa. Y la noche tal vez hubiera sido tan memorable como las otras, si al sonido de las 12 campanadas que anunciaban la medianoche no hubiera yo entrado corriendo a la casa y colisionado frente contra frente con mi hermano que salía. Después, los otros años, allí estaba el tío Santiago en el jardín,  con sus múltiples paquetes de cohetecillos chinos.

Y el tío Pancho, con otro estilo: cogiendo el cartucho de las bolas de colores apuntando al cielo. Esperando que empezaran a volar una por una, que la oscuridad limeña se coloreara para él y su familia. Y también, como si la Navidad fuera una competencia de valentía, el tío era experto en reventar cuetes en la mano. Prendía uno con la punta del cigarrillo y lo sostenía entre dos dedos, con el brazo estirado.

¡Pum! Qué valiente que es mi tío.

Navidades: música de villancicos, olor a chocolate caliente; sabor de panetón. Y en mis memorias instantáneas, las peleas fingidas con mi padre, agarrando cada uno una pierna de pavo–a lo Picapiedra–, listos para el duelo de las 12. Las guirnaldas en el árbol, el nacimiento con un pedacito de algodón cubriéndole el rostro a la pequeña figura de Jesús. ¿Los regalos eran importantes? Supongo que sí. Sólo así se explica el misterio con que se escondían los obsequios en la casa de mis primos vecinos; sólo así la preocupación de mamá y papá por ordenar con mucho tiempo el último de los placeres: el Atari (o las bicicletas, o el futbolín de mano)

De vez en cuando me encuentro con personas que sobreviven a la Navidad con melancolía. Para ellos, los recuerdos no les obligan a nada bueno. Tal vez soy un buen destilador de malas memorias. Si he llorado por quienes estaban lejos, no lo recuerdo.

Me sentiré afortunado si podemos estar otra vez, juntos a la medianoche. Entonces, guardaré con cariño los recuerdos, para que me acompañen cuando no estemos todos. La Nochebuena es la ocasión inventada para probarme que tengo fe. Es mi fiesta consagrada a la memoria selectiva; una excusa–válida–para recordar que, como decían las Azúcar Moreno: sólo se vive una vez.

Aquella salsa

Las canciones de Marc Anthony me hacen recordar la Panamericana Sur. Especialmente una curva en la carretera, a la altura de la quebrada de Agua Salada, donde recibí mi primera lección de salsa:

Escucha hijito. Ésto es música–dijo mi prima, mientras sonstenía el timón de su auto con una mano y con la otra trataba de hacer funcionar la casetera.

La carretera iba al borde de un precipicio. Desde la tapa me miraba un flaco de lentes y despeinado. No recuerdo si fue una sensación cercana al vértigo, ni si aquella tuvo que ver con la fuerza con que aquella música se fijó en mi memoria. Sólo sé que años después–muchos años después–aún escucho cualquier canción de Marc Anthony y vuelve a repetirse en mi cabeza aquella carretera al borde de los acantilados. ¿A dónde íbamos? La Panamericana Sur, que estuvo a punto de desaparecer durante los 80’s, había sido completamente reparada. Las líneas amarillas y blancas brillaban sobre el nuevo asfalto. El viaje entre la playa de Silaca y el puerto de Chala duraba la mitad que cuando la carretera estaba parchada de agujeros. Por lo tanto, no pudieron ser más de cuarenta minutos de música.

No me importa su vida sexual (ni con Jennifer López ni con Miss Puerto Rico);  pero lo escucho y aquella carretera aparece en mi memoria con la música de fondo y un Tercel azul que chilla en las curvas a casi 100  kilómetros por hora…

Jamás fui salsero: un salsero sabe bailar y yo no lo sé. Mi torpeza se extiende hasta la pubertad (¿14 años?), hasta la espalda de una muchacha que me tuvo que detener porque en medio de un quinceañero, sin darme cuenta de nada, siguiendo el ritmo de la salsa con mis dedos en su espalda, estaba a punto de desabrochar su brassiere.

Mis mejores memorias: sentado sobre una silla Comodoy, pegado a la pared, en el salón de la casa de mis primos, durante las fiestas de año nuevo familiares, viendo a tíos y a tías bailando Fuma el barco y Caballo viejo.

También están los recuerdos incómodos: una y otra mujer queriendo enseñarme a mover los hombros, las caderas, a enderezar lo que parecía no enderezable.  Mi madre forzándome a bailar con ella, mi hermana forzándome a bailar con ella. Y en otras ocasiones me veo feliz, ebrio, aprendiendo a dar vueltitas, a repetir el mismo paso una y otra vez, o marchando abrazado al tren interminable mientras los parlantes anunciaban que yo dejé mi corazón que sólo vive, en un mágico rincón de mi Caribe.

Pero si escucho: Yo que te conozco bien, me atrevería a jurar que vas a regresar que tocarás mi puerta... la memoria viaja hacia una geografía específica y a un tiempo específico de mi adolescencia.

Creo que se debe a cierto tipo de barrera inconsciente: a mí me gustaba andar con los chancabuques altos y la camisa de franela. No me gustaba el sistema. Me gustaba el rock subterráneo y no la salsa, porque la salsa era parte del sistema. Todo lo que sucedía en la radio era parte del sistema. Y para aquel muchacho que era yo, el iluso que creía marchar a los márgenes de la sociedad, Marc Anthony no podía pasar aquella barrera.

Sin embargo, él la pasó.

Hoy lo escucho en el auto mientras marcho a comprar lo que necesito para sobrevivir al desastre. Por estas calles de troncos caídos, su voz sigue llevándome a una época en que la música y el amor eran lo más importante. Avanzando con cautela hacia una tienda A&P, sin querer pensar en otra cosa que una lista de víveres, aparece su voz y mi mente viaja hacia el pasado, hacia aquella carretera donde Llegaste a mí.

La nieve te hizo tan blanca

Nieve sobre el puente de Brooklyn.

Quisiera haber apuntado en una libreta todos los detalles. Porque luego me encuentro con ella y me dice: «No, así no fue ¿no te acuerdas?» Y  lo que yo me acuerdo tiene que ver muy poco con lo que en realidad pasó.

Ella llegó una mañana de febrero en que nevó, como hoy. Yo era más joven, vivía en Brooklyn y poco sabía del invierno. Ella llegó al aeropuerto acompañada de una amiga que–cuando pasó lo que pasó–se dedicó a criticar sin mirarme a la cara. Yo creí que les había prometido un tour por Nueva York pero ella me dice que les había prometido el Empire State. Puede ser cierto porque cuando neva clausuran el balcón. Y nadie sube hasta allá para darle vueltas a la tiendita de recuerdos y tomarse un café.

Ella era trigueñita, del bello color de la arena mojada–como leí en una crónica cubana. Tenía mucho dinero y le disgustaba mojarse las botas. No sé porque nos quisimos, pero entre tantas dudas y malos recuerdos siempre parecemos concordar en aquello: nos quisimos. Fue una locura de invierno, de días cortos con noches largas. Casi siempe estuvimos metidos en la cama o en una bañera, tocándonos como quien ama por primera vez.

Su viaje estuvo cortado por un crucero que partía a las Bermudas desde un muelle en Manhattan; y por un viaje relámpago a Viena. Cuando llegó su crucero terminaba de nevar, cuando regresó desde Viena (para estar conmigo por cinco días, conocer Philadelphia y volver a Lima) nos estaba sepultando una nevada. Su amiga tomó un taxi en el muelle. Dijo que la encontraría el día de la partida, en el aeropuerto.

Caminamos por la 42. Ella miraba con espanto sus botas enterradas en el hielo de la calzada y yo forcejeaba con una maleta repleta de recuerdos vieneses. Ella sugirió que nos metiéramos a un restaurante carísimo para desayunar. Viéndola cubierta de nieve y con una mueca de angustia, intentando forzar una sonrisa debajo de su abrigo de esquimal yo le dije: «La nieve te hizo tan blanca»

–Así no fue. Yo me estaba muriendo de frío y quería tomarme algo caliente.

–Tú estabas molesta porque eran tus botas nuevas. Se te estaban arruinando.

–Y tú me dijiste que se me arruinaban y me comprabas otras ¿Eso no te acuerdas?

–¿Yo? ¡Si en esa época yo estaba más misio que nunca! No puede ser…

Ella se ríe en el teléfono. Se acuerda de otros detalles: quise que pasara la primera noche en mi departamento, que yo compartía con dos amigos. Un colombiano se hizo el huevón y quiso abrir la puerta del baño donde ella estaba calata. En Philadelphia me obligó a pagarnos un buen hotel. Sólo pude pagar una noche y ella pagó las siguientes (al parecer yo juré que le iba a mandar el dinero a Lima). La noche que se fue, lloró en el camino hacia el aeropuerto. Dice también que durante aquél viaje en taxi yo prometí acordarme de la fecha en que nos reencontramos en Nueva York después de tantos años, sin embargo

–Te olvidaste. Eso y todo lo que te conviene. Sólo te acuerdas de los polvos.

–¡Que malhablada!

Suelta una carcajada. En ella no se notan heridas ni rencores. Éramos más jóvenes y más tarados. Desde entonces nos hemos encontrado muy poco, siempre en la computadora o en el teléfono. Nunca nos hemos vuelto a ver.

–No puedo creer que hayas venido tantas veces a Lima y jamás me hayas llamado.

No hay reglas para los amores del pasado, tampoco para las amistades duraderas. Las personas se juntan por leyes de atracción que funcionan sin que movamos un dedo. Gracias a estas mismas leyes, al reencontrarse, las personas vuelven a ese afecto. Disminuído, porque se acabó «la llamarada», pero siempre allí: un afecto de llamadas cariñosas, de bromas subidas de tono. Son jueguitos semi civilizados para no dejar de ser nosotros mismos, para no olvidarnos de nuestros errores y ser, a nuestra manera, amigos inmortales.

Poesía del siglo XXI

La actriz coreana Jeong-hie-Yun en una escena de una gran película: Poetry.

Un balazo que te hace temblar. Un hombre que se cae de una silla con un agujero rojo en la frente. Minutos de desesperación, gritos, recriminaciones. Una vida que se va: joven, casi completa, repleta de espejos, de aniversarios, de días especiales. Un día que no tenía por qué ser especial un joven desaparece.

El día siguiente no parece ser muy diferente. Es más, ni siquiera puedo recordar las fechas exactas. Sé que tenía 19 años, sé que estudiaba en la universidad. Sé que fue una noche incómoda y que al despertar me dieron la noticia: se fue. Parece una vulgaridad que nosotros tuviéramos que seguir con nuestras vidas, que una vida menos no oscureció la mañana, no empañó nuestros mejores momentos en el futuro o nos consoló en nuestros días más flacos, en nuestras tardes más desesperadas. Se fue y allí sigue él, flotando en la incertidumbre de un universo que algunos susurran que nos toca todos los días. Que a veces incluso nos respira en la oreja y hasta nos abraza.

Así se sienten nuestros muertos. Creemos que no están hasta que una línea de un libro o una imagen en la televisión nos alcanza con la imagen correcta y la memoria de una pérdida resuena como una melodía a veces dulce y a veces muy amarga. Nos reconciliamos con el olvido y el abandono temporal; nos imaginamos historias con nuestro muerto, como si él siguiera vivo. Somos hombres con alma, parece decirnos el recuerdo. La estupidez no tiene cabida en la nostalgia. La memoria nos permite, paradójicamente, sentirnos afortunados, hasta orgullosos del camino andado, insensibles a los logros por venir: He llegado ¿qué más me da el futuro?

Entonces, una muerte transforma el día. Una muerte se vuelve el tema de una memoria, de un poema, de una lágrima que sí tiene sentido.

La muerte generadora de vida. Ese es un gran poema.

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