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The New York Street

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OPINIÓN

El renacimiento peruano y Sigo siendo

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Víctor Angulo, gran guitarrista arequipeño y uno de los músicos presentados en el documental Sigo siendo sobre la música peruana

 

Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo solamente a la gente plebeya y humilde, que todo aquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo

Don Quijote

Suele ser un lugar común llamar Renacimiento a un período de cierto crecimiento cultural.  En el caso del Perú podría ser un caso extremo de estrechez visual: todo renacimiento debería estar acompañado de un incontestable tiempo de renovación, un abandono de las formas antiguas que se reemplazan por una época de esplendor humanista. Sin embargo, incluso en sociedades cuyo florecimiento cultural e intelectual tiende a ser considerado como el ejemplo mayor del término «renacimiento», los primeros signos del avance humanista–y acá estoy refiriéndome a los esfuerzos de Valla y de Petrarca, entre otros–estuvieron acompañados del oscurantismo y las costumbres heredadas de la época que aquellos hombres definieron como Edad Media, es decir, la situada en la mitad entre un período de esplendor y otro.

Para nadie resulta un secreto que la actividad cultural, la discusión intelectual y la producción artística han crecido en el Perú a la par del desarrollo económico, con cierta constancia, desde principios del siglo XXI. A nivel internacional, la coronación de uno de nuestros más brillantes intelectuales con el Premio Nobel de Literatura en el año 2010 sirvió para cerrar con un broche magnífico (sin apagar discrepancias de tono político o esconder las consideraciones al deterioro de su obra novelística) una década de crecimiento cultural, de permanente florecimiento de las artes, en muchos de sus campos. La segunda década del siglo XXI ha comenzado a darnos similares demostraciones de lo que se podría denominar como renacimiento.

Es verdad que nuestro florecimiento intelectual y artístico se ve menguado por otras condiciones de frivolidad en la cultura y superficialidad en los contenidos a los que accede el consumidor de medios impresos y audiovisuales. Es una tendencia mundial y el Perú no ha podido aislarse de ella.

Se ha denunciado cómo los intereses políticos pueden perjudicar el nivel de calidad de un medio impreso que ha servido un papel central para la difusión de las ideas, del arte, las letras y las ciencias en la historia peruana. Felizmente, el deterioro de El Comercio, también ha coincidido con la llegada de las nuevas ventanas iluministas que son las herramientas del Internet: notas individuales que se difunden con modestia desde los aparatos que manejan estos peruanos que se suman a la discusión y que, por las condiciones económicas y sociales que primaban antes del comienzo del siglo, están, en muchos casos, fuera de las fronteras del país.

A ellos, se suma la obra de pioneros, intelectuales y artistas que han recorrido el mundo y regresan al país– atraídos por los mismos signos de renacimiento– para, a la manera de los humanistas, demostrar lo que se puede conseguir cuando se ponen las mejores sensibilidades y cerebros al lado a los mejores recursos (técnicas y tencologías de narrar historias o de producirlas) al servicio de nuevas obras (muchas veces redescubriendo y quitando el polvo a lo notable y prestigioso ya existente y poco conocido) que cumplen las mismas funciones que Valla, Petrarca, Nebrija, Porras Barrenechea o Vargas Llosa  cumplieron en su momento: anunciar una promesa de nueva civilización. En nuestro caso: el Perú Posible.

Así veo la aparición de filmes como Sigo siendo, que Javier Corcuera ofrece como obra maestra de su trabajo como documentalista, para conectar las diferentes zonas del Perú con una historia que muestra la riqueza de su música poniendo en evidencia la fortuna cultural de nuestro país. Es una historia que sólo puede ser apreciada hoy, porque es recién después de un largo camino de desarrollo sostenido que existen las condiciones, la teconología, el aparato de producción nacional, los medios de distribución y, mucho más importante: el público, preparado para ver lo que nos enseña la pantalla.

En la última edad media peruana que fue esa noche de desastre político y convulsión de las últimas décadas del siglo XX, en un territorio fragmentado por la guerra, al que se conocía muy poco (porque la sociedad urbana apenas salía y la sociedad rural estaba en proceso de acomodación a la vida de la gran capital y otras capitales regionales) una película como la de Corcuera hubiera sido vista por muy pocos. Además, hubiera sido como un estudio etnográfico: Tres países desconectados, unidos en una melodía a la que sólo hubieran tenido acceso algunas minorías en Lima.

Hoy, todas las regiones del país tienen sus representantes en esas salas de cine que se podrían llenar para experimentar esa conciencia de patria. Y las voces que hablen sobre ella y sobre el fenómeno que significa producir películas que traten con seriedad a la sociedad, que cuenten historias profundas sobre nosotros mismos, vendrán de todos lados.

La discusión sobre la cultura y su desarrollo se abrirá desde ventanas como ésta, en espacios liberados de la tiranía de unos pocos medios de información controlados por unos cuantos individuos.

Hoy aparecen más publicaciones–novelas, crónicas, historietas, ensayos, poemarios–, esculturas, poemas,fotografías, representaciones de teatro o danza que analizan el sentido de la peruanidad. Los extranjeros a quienes les importan las diferentes manifestaciones de una civilización, alcanzan estas obras y también identifican una cultura que, para nosotros apenas se está empezando a reconocer, y  que a ellos les asombra.

No habría que perder la luz, habrá que seguir iluminando el camino. Y no negarle el crédito que tiene en este renacimiento, ese otro sendero de lucha por el progreso (y no por el retroceso y la barbarie de la violencia) que tomó nuestro pueblo, las grandes mayorías nacionales. Hay que apuntar a la integración y condenar los esfuerzos racistas o clasistas. Si nos sentimos orgullosos de la comida y de la música que produjeron quienes mejor siguen representando esa edad de oro que hoy miramos y nos asombra, admiremos y respetemos a nuestros indígenas, a quienes menos tienen.  Esto significa también defender sus áreas de vida y crecimiento, su ambiente, ante la destrucción que pretenden quienes promueven actividades extractivas irresponsables con la ecología. Los peruanos más pobres en dinero pero los más ricos culturalmente, han sabido conservar las tradiciones de sus pueblos a pesar de la permanente batalla en algún momento hispanizadora, en otro afrancesante y hoy norteamericanizante que establece Lima, muchas veces con prepotencia.

Tal vez la falta de recursos desacelere este crecimiento, tal vez no. Quizá la presencia de voces importantes–intelectuales de izquierda, pero también de centro y de derecha– en distintos centros creativos que hoy tiene el país sigan trabajando y dejemos atrás, por fin los años de la oscuridad. El renacimiento del Perú, visible en documentales como los de Corcuera, será el cumplimiento de una promesa a la que muchos le han dado y hoy le siguen dando la vida.

Lima parada

En esta toma de la pantalla del CanalN, un caballo de la policía montada limeña, –con una pierna destrozada–intenta abrirse paso entre la turba de delincuentes del barrio de La Parada.

Ella, que desde la oscuridad me acusaba de ser un ocioso, de inventar excusas para no presentarme a clase, me llamó una tarde sólo para decirme que había estado leyendo la novela y le había chocado mucho uno de los párrafos.

«Yo no puedo ir al Perú hace años, pero cuando llegué a esa línea…era como si tú estuvieras describiendo la imagen que yo tenía de Lima en mi cabeza.»

Yo temo sus llamadas porque con bastante frecuencia las usa para lanzarme críticas o decir alguna estupidez que–por motivos extraños–siempre me afecta. Así que le dije que siguiera leyendo, que me comentara cuando acabara de leerla. En unos meses ella iba a regresar a Lima después de vivir 10 años en Nueva York y yo sabía que le iba a chocar.

«¿Cómo es?¿Cómo se siente volver a ver todo lo que has dejado atrás?» me preguntó.

Me hubiera gustado tener, en aquel momento, la paciencia para describirle la angustia previa. Pero con ella nunca tengo paciencia, o temo que entienda mi paciencia como debilidad y la utilice para burlarse de mis defectos. Así que sólo le dije «No pasa nada».

Durante ocho años, mi pesadilla recurrente era la de volver al Perú y descubrir que ya no podía regresar. Había terminado mi novela apresurado, con la convicción de que si volvía a ver Lima se iba a arruinar la fotografía que yo tenía de ella. Las imágenes que yo guardaba de mi ciudad–me convencí–no iban a coincidir con ese monstruo en permanente transformación que era la Lima del siglo 21.

Tenía razón–en parte–pues el camino desde el aeropuerto hasta mi casa había sido recuperado al polvo y al descuido. Sin embargo, bastaba salirse algunas cuadras de ese «callejón imaginario de progreso» para encontrarse con la misma ciudad de antes.

La ciudad a la que me refiero, no tiene que ver con las tiendas y los túneles nuevos, si no con algunas actitudes limeñas. Ciertas maneras que tiene el misio para pararse en una esquina, ciertas actitudes que mantiene el achorado para caminar al borde de la calzada, cierta forma de mirar del choro, el delincuente–atento, pero como si lo que hicieran los demás no le interesara.

Vi en Lima una sensación de orden endeble. Como si se le hubiera aplicado al caos una primera mano de pintura, pero aquella primera capa solo sirviera para disfrazar la precariedad. En los viajes siguientes esta sensación se ha ido debilitando. Al parecer ya vamos por la tercera o cuarta capa de orden. Conforme pasen los años es posible que de la Lima de 1999 ya no quede nada.

Los desmanes de La Parada son el recuerdo de lo que sigue mal.

Cuesta creer que esas pandillas de delincuentes vayan a desaparecer de un día para otro. La violencia que vi en la televisión, me hizo recordar la energía negativa de la que yo mismo participaba cuando me metía en el estadio: el ritual delincuencial de la tribuna (del que yo formaba parte por unas cuantas horas) que para muchos barristas significa una forma de vida.

Esa gente del barrio de San Pablo y esos jóvenes que crecen en el cerro El Pino, deben tener una imagen bastante distorsionada de «nuestro» futuro limeño. ¿Son en realidad una minoría? Porque el discurso formal–y la opinión pública–parecen apuntar a que el comercio formal y el modelo económico Gamarra es lo que ambiciona un pequeño negociante. La Parada sería «el pasado». No sé que tan cierto sea este diagnóstico.

La precaria Lima sin reglas parece estar cediendo el paso a una comunidad integrada alrededor de leyes parecidas a las que sostienen modelos urbanos civilizados. Para que se redondee la ecuación, tal vez también tendrían que desaparecer los negocios que hacen dinero violando la propiedad intelectual (Conseguí 300 canciones de rock en español, en dos CDs, por 2 dólares ) pero dado que la piratería se realiza de modo similar en ciudades del primer mundo–si bien no tan abiertamente como en Lima– ese podría ser un problema no tan estrechamente relacionado con la precariedad limeña.

La cutura es el siguiente paso. Ahí también hay avances.

Fui al teatro después de muchos años. Las caras en el escenario y en la tribuna son multiraciales. Y basta con encender la televisión para comprobar que desde el canal nacional público hasta los privados del cable, la oferta televisiva es mayoritariamente local, las producciones nacionales–sean copias de programas extranjeros o proyectos peruanos originales–van en el camino de crear una identidad nacional reflejada en la oferta televisiva. Es decir: el limeño ve al limeño. El limeño juzga al limeño, se ríe del limeño, odia e idolatra al limeño.

No sólo los artistas locales se están beneficiando de mayores oportunidades de ingresos. Es de esperar que los guionistas se alejen poco a poco de los clichés importados. Así discrepemos con los productores sobre el valor de estupideces mediáticas como Combate o Esto es guerra; el peruano está viendo a peruanos en su pantalla, se está enamorando de las piernas y de los muslos de personas con las que podría cruzarse en la calle. No están muy lejos los tiempos en que lo más inteligente y lo más estúpido de la televisión venía enlatado o que todas las caras en la televisión nacional tenían rostro blanco y ojos claros.

A ella la voy a ver mañana. Estoy seguro que me va a preguntar lo que pienso acerca de La Parada.

Me dijo que le habían robado la cartera (y con ella mi novela) así que no espero ningún comentario constructivo sobre mi escritura. Con suerte habrá leído esta entrada, y antes de hacerme una pregunta, conocerá la dirección y el tono de mis reflexiones.

Le recordaré el párrafo que me mencionó hace algunos años. Creo que será inútil:  ella ya estuvo en Lima dos veces, y después de verla, las fotos del pasado tienden a evaporarse.

Quiero pensar que este fenómeno es bueno: que el tiempo borrará–también–el dolor asociado con aquella ciudad.

Lima parada

En esta toma de la pantalla del CanalN, un caballo de la policía montada limeña, –con una pierna destrozada–intenta abrirse paso entre la turba de delincuentes del barrio de La Parada.

Ella, que desde la oscuridad me acusaba de ser un ocioso, de inventar excusas para no presentarme a clase, me llamó una tarde sólo para decirme que había estado leyendo la novela y le había chocado mucho uno de los párrafos.

«Yo no puedo ir al Perú hace años, pero cuando llegué a esa línea…era como si tú estuvieras describiendo la imagen que yo tenía de Lima en mi cabeza.»

Yo temo sus llamadas porque con bastante frecuencia las usa para lanzarme críticas o decir alguna estupidez que–por motivos extraños–siempre me afecta. Así que le dije que siguiera leyendo, que me comentara cuando acabara de leerla. En unos meses ella iba a regresar a Lima después de vivir 10 años en Nueva York y yo sabía que le iba a chocar.

«¿Cómo es?¿Cómo se siente volver a ver todo lo que has dejado atrás?» me preguntó.

Me hubiera gustado tener, en aquel momento, la paciencia para describirle la angustia previa. Pero con ella nunca tengo paciencia, o temo que entienda mi paciencia como debilidad y la utilice para burlarse de mis defectos. Así que sólo le dije «No pasa nada».

Durante ocho años, mi pesadilla recurrente era la de volver al Perú y descubrir que ya no podía regresar. Había terminado mi novela apresurado, con la convicción de que si volvía a ver Lima se iba a arruinar la fotografía que yo tenía de ella. Las imágenes que yo guardaba de mi ciudad–me convencí–no iban a coincidir con ese monstruo en permanente transformación que era la Lima del siglo 21.

Tenía razón–en parte–pues el camino desde el aeropuerto hasta mi casa había sido recuperado al polvo y al descuido. Sin embargo, bastaba salirse algunas cuadras de ese «callejón imaginario de progreso» para encontrarse con la misma ciudad de antes.

La ciudad a la que me refiero, no tiene que ver con las tiendas y los túneles nuevos, si no con algunas actitudes limeñas. Ciertas maneras que tiene el misio para pararse en una esquina, ciertas actitudes que mantiene el achorado para caminar al borde de la calzada, cierta forma de mirar del choro, el delincuente–atento, pero como si lo que hicieran los demás no le interesara.

Vi en Lima una sensación de orden endeble. Como si se le hubiera aplicado al caos una primera mano de pintura, pero aquella primera capa solo sirviera para disfrazar la precariedad. En los viajes siguientes esta sensación se ha ido debilitando. Al parecer ya vamos por la tercera o cuarta capa de orden. Conforme pasen los años es posible que de la Lima de 1999 ya no quede nada.

Los desmanes de La Parada son el recuerdo de lo que sigue mal.

Cuesta creer que esas pandillas de delincuentes vayan a desaparecer de un día para otro. La violencia que vi en la televisión, me hizo recordar la energía negativa de la que yo mismo participaba cuando me metía en el estadio: el ritual delincuencial de la tribuna (del que yo formaba parte por unas cuantas horas) que para muchos barristas significa una forma de vida.

Esa gente del barrio de San Pablo y esos jóvenes que crecen en el cerro El Pino, deben tener una imagen bastante distorsionada de «nuestro» futuro limeño. ¿Son en realidad una minoría? Porque el discurso formal–y la opinión pública–parecen apuntar a que el comercio formal y el modelo económico Gamarra es lo que ambiciona un pequeño negociante. La Parada sería «el pasado». No sé que tan cierto sea este diagnóstico.

La precaria Lima sin reglas parece estar cediendo el paso a una comunidad integrada alrededor de leyes parecidas a las que sostienen modelos urbanos civilizados. Para que se redondee la ecuación, tal vez también tendrían que desaparecer los negocios que hacen dinero violando la propiedad intelectual (Conseguí 300 canciones de rock en español, en dos CDs, por 2 dólares ) pero dado que la piratería se realiza de modo similar en ciudades del primer mundo–si bien no tan abiertamente como en Lima– ese podría ser un problema no tan estrechamente relacionado con la precariedad limeña.

La cultura es el siguiente paso. Ahí también hay avances.

Fui al teatro después de muchos años. Las caras en el escenario y en la tribuna son multiraciales. Y basta con encender la televisión para comprobar que desde el canal nacional público hasta los privados del cable, la oferta televisiva es mayoritariamente local, las producciones nacionales–sean copias de programas extranjeros o proyectos peruanos originales–van en el camino de crear una identidad nacional reflejada en la oferta televisiva. Es decir: el limeño ve al limeño. El limeño juzga al limeño, se ríe del limeño, odia e idolatra al limeño.

No sólo los artistas locales se están beneficiando de mayores oportunidades de ingresos. Es de esperar que los guionistas se alejen poco a poco de los clichés importados. Así discrepemos con los productores sobre el valor de estupideces mediáticas como Combate o Esto es guerra; el peruano está viendo a peruanos en su pantalla, se está enamorando de las piernas y de los muslos de personas con las que podría cruzarse en la calle. No están muy lejos los tiempos en que lo más inteligente y lo más estúpido de la televisión venía enlatado o que todas las caras en la televisión nacional tenían rostro blanco y ojos claros.

A ella la voy a ver mañana. Estoy seguro que me va a preguntar lo que pienso acerca de La Parada.

Me dijo que le habían robado la cartera (y con ella mi novela) así que no espero ningún comentario constructivo sobre mi escritura. Con suerte habrá leído esta entrada, y antes de hacerme una pregunta, conocerá la dirección y el tono de mis reflexiones.

Le recordaré el párrafo que me mencionó hace algunos años. Creo que será inútil: ella ya estuvo en Lima dos veces, y después de verla, las fotos del pasado tienden a evaporarse.

Quiero pensar que este fenómeno es bueno: que el tiempo borrará–también–el dolor asociado con aquella ciudad.

País de nada

Salvatore Romano de Madmen. Su primer encuentro homosexual

Esta semana, la carátula del New Yorker apareció con un dibujo de dos novias en la carátula. Dos novias tomadas de la mano: marida y esposa. Hace poco tiempo, unos días después de la toma de posición pública de Obama frente al matrimonio homosexual (podría ser amparado por las leyes federales), la carátula del New Yorker puso en la carátula un dibujo del frente de la Casa Blanca con las columnas pintadas en un jubiloso color arcoiris.

La idea del matrimonio gay aún mueve las billeteras de los hipócritas que lo usan como excusa para apoyar otras ambiciones «conservadoras» de la agenda republicana (más poder para las corporaciones, menos poder para los sindicatos de trabajadores y el gobierno que los apoya). Si bien, poco a poco, la idea de que en este país un matrimonio gay puede ser amparado por el gobierno federal empieza a alejarse del ámbito de la ciencia ficción.

Hace unas semanas, en un capítulo de la tercera temporada de MadMen (2009), veía que Salvatore Romano–director del departamento de arte de la agencia Sterling Cooper–vivía su primer encuentro homosexual (protegido por el «anonimato» de una habitación de hotel y un botones libidinoso y discreto). Una temporada atrás, Salvatore rechazaba una mano varonil en un bar y, confundido, pretendía negar lo innegable: la carga eléctrica que le generaba el perfil de ciertos caballeros.

Pero en Madmen también hay personajes como el guapo, lacónico, europeo y recién contratado ejecutivo creativo quien ante las insinuaciones de sus compañeros por su «interés» en la fogosa Peggy Olsen, de buenas a primeras aclara que él es homosexual. «A mí me gustan los hombres, no las mujeres». La ciudad de Nueva York de Madmen (1960), contenía a los dos tipos de gays. Sin embargo, aquellas «escapadas del closet» eran asumidas entre el público–los neoyorquinos que elegían a JFK en vez de a Nixon–con una enorme dosis de repugnancia.

En ese sentido, Estados Unidos algo ha avanzado. Porque cuando JCPenny escogió a Ellen DeGeneres como su imagen de marca; y los grupos conservadores quisieron censurar a JCP por escoger a una lesbiana exitosa, transparente y sexualmente feliz; Estados Unidos–la mayoría, que la ama por su personalidad y por su carisma–les dio la espalda.

¿Cambiaremos? ¿Siglos y siglos de formación retrógada podrían terminarse–al menos en la vida pública–y se esfumaría el espejismo colectivo de que el homosexualismo es una enfermedad que condena a sus víctimas a la infelicidad (y al infierno)?

¿Esos papas que alguna vez prestaron su silencio para apoyar agendas como el holocausto nazi; la esclavitud y la pederastia, cerrarán la boca cuando se les pida opinión; y se dedicarán a temas más provechosos como: la justicia social, el abuso del poder y del capital; la protección del medio ambiente y los derechos humanos?

Conversemos sobre esos problemas, amigos conservadores. Dejemos a los homosexuales en paz.

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