Esa noche de julio un relámpago cortó el cielo en tres partes. Cada una de ellas estaba identificada por colores y estos eran–extraño, muy extraño–el verde, el amarillo y el rojo de nuestra bandera. Esa noche supe, asomado contra el alféizar de la ventana que miraba al río, mientras identificaba la corriente embravecida y la comparaba con el vuelo desordenado de chaucas y arrendajos que chillaban asustados en busca de guarida; que las tormentas a mí me hablaban en un lenguage cifrado (yo había nacido con un huracán). Acababa de cumplir seis años.
Después de aquella noche, mi padre –entusiasmadísimo porque mi autismo se desvanecía cuando el cielo se iluminaba–clavó dos alcayatas cerca de la ventana y de ellas colgó una hamaca para que me pudiera tumbar a observar las tormentas sin empaparme. Aquél se volvió un ritual común durante los veranos, cuando el clima solía ser más violento. Él inclinado sobre los libros que descifraba, y yo interpretando los relámpagos. Vivimos en ese apartamento hasta que cumplí los nueve.
Después de un verano intenso en signos, nos mudamos a una casita en la pampa y allí empecé a mejorar. Mi habitación estaba diseñada con una cúpula transparente: bastaba echarme sobre la cama para presenciar el apocalipsis. Allí las tormentas venían acompañadas con el granizo y descubrí palabras de la tormenta, manifestaciones de la naturaleza comunicándose conmigo. A los 13 ya se había desarrrollado mi lado matemático, me aceptaron en una clínica de la capital para muchachos con capacidades especiales y a mi padre solo lo vi de vez en cuando: él se tenía que quedar en la pampa entre sus libros, agachado entre enciclopedias y tomos cientificos que parecían ser capaces de absorber su memoria con la misma rapidez con la que le entregaban datos complejos y acertijos.
A los 14 volví a a ver María, mi madre, que me había abandonado al nacer, asustada por ciertas marcas en la atmósfera–que ella interpretó con fatalidad–y por la involución de mi padre, desbarrancado en esa «ciencia por la ciencia» que a María–más apegada a la interpretación empírica–la oprimía. Fue muy dulce conmigo. Lloró al borde de mi cama. Me pidió perdón. Fui capaz de desarrollar una fórmula para sentir amor de madre pero aún no podía pronunciarla. Las enfermeras fueron las únicas que se dieron cuenta del cambio significativo y anotaron con delicadeza en mi expediente que aquella noche tuve mi primera erección. Aquél fue el primer síntoma físico de mis facultades.
María se dedicaba a muchas causas. Sobrevivía gracias al dinero de compañías interesadas en la caridad. Ella conferenciaba con los ejecutivos, armada con evidencias como flores muertas, especies dañadas por la exposición al sol y cuadros estadísticos radicales. Después de sus rondas de las mañanas iba a verme a la clínica, almorzaba conmigo, regresaba después de la tarde para contarme cientos de historias. Esas apariciones de mi madre contenían fórmulas extrañas, alegorías que sirvieron para desarrollar mi sensibilidad. Sin ellas jamás habría salido del todo de mi condición.
Llegaron mis 15 años y las enfermeras anotaron más detalles. Mi evolución fue espectacular: me comuniqué a través de gestos, me sonrojé, manipulé a mi madre, mentí a mi padre sobre cosas que eran obvias para que ellas lo anoten, escribí mis primeras fórmulas en un papel. La comunidad notó mi presencia pero no apareció.
Fueron dos años de cambios. Mi padre aceptó mudarse al lado de la clínica para participar del fenómeno. María abandonaba sus reuniones antes del almuerzo para pasar más tiempo conmigo. Una de las enfermeras se apasionó tanto por mí que perdió la objetividad y los papeles y casi arruina el registro de mi caso. Me mandó flores desde algún laboratorio donde se encerró para olvidarme.
A los 17 años yo ya estaba mejor preparado y la comunidad envió a su primer emisario: un muchacho chino con un cargo menor. Me hizo una pregunta y yo le respondí con una fórmula complicada. Se excusó. Al día siguiente apareció frente a mi cama el presidente de la comunidad (y la prensa se estacionó frente a las puertas de la clínica). El presidente se paró frente a mi cama sosteniendo en un papel las revelaciones que yo había declarado el día anterior. Me hizo saber que aquellas posibilidades aún no habían sido inventadas. Me dio a entender que incluso él, amante de la ciencia, no se había atrevido a jugar con aquellos logaritmos y cifras por miedo a descubrir la naturaleza negativa. Dijo que mi fórmula era bellísima y que si era capaz de escribirla a los 17 años no había la menor duda de que yo era él. Y se fue.
Así supe que yo era él. Amigo de los relámpagos, único entre los únicos. La comunidad me presta mucha atención y me espera. Sabe que ha llegado mi tiempo y que las voces completas pronto serán escuchadas. Aunque para decir la fórmula yo tenga que matarlos a todos. Pero aquél detalle ínfimo poco les importa.