
El piloto de la camioneta les ofreció un cigarrillo como si les ofreciera un bote salvavidas. Los había encontrado a ambos, Renato y María, tirando dedo al borde de la carretera que cruzaba la pampa rumbo a la ciudad. Eran las 8 de la tarde. Renato y María se habían detenido a pocos pasos de un grifo, luego de caminar un par de kilómetros desde San Luis. Llevaban casi todo el día en los bordes de la autopista, pues venían cruzando la montaña, con la idea de llegar al otro lado del continente antes del día siguiente.
Renato y María aceptaron el cigarro, subieron sus maletas a la vieja camioneta pick up, y se fueron con él. No les prometió llevarlos hasta la siguiente ciudad–porque el siguiente pueblo estaba a más de dos horas de camino–pero sí les ofreció alojarlos en su casa. El hombre se llamaba Vicente, su esposa se llamaba Sofía, y sus tres hijas pequeñas se llamaban Rina, Elena y Catalina.
Vicente y Sofía, a los 22 años, habían recorrido la Argentina a bordo de aquella camioneta. Hacía mucho calor en las madrugadas del verano, así que cargaban con ellos un colchón dos plazas, al que llamaban El Muerto. Tiraban el colchón sobre la tolva y dormían al aire libre. De norte a sur, de este a oeste del país. Fueron sus años hippies. Después Vicente intentó hacer empresa en la capital, llegó a tener un chalet de clase media en Ituzaingó, un pueblo a una hora de tren desde la estación de Constitución; pero se aburrió de eso y de la vida sedentaria y se movió para San Luis. Con esa camioneta repartía las galletas que su hermano, dueño de una fábrica en Buenos Aires, le enviaba todas las semanas. Era un trabajo que le daba lo necesario para comer, para educar a sus hijas y para no deberle nada a nadie.
De la carretera se abría una pequeña trocha, y desde allí el carro entraba hasta su casa de campo: terraza de troncos cubierta de vides, árboles frutales, un huerto de hortalizas y legumbres. Vicente tenía una barba larga y canosa, el jean gastado, la camiseta descolorida y una frente amplia. Su esposa era más bien menuda, muy delgada y enfundada en unos blue jeans desgastados pero muy ajustados que dejaba ver unas piernas bien conservadas. Llevaba el pelo negro lacio y largo. Tenía una sonrisa traviesa y unos ojos pequeños que se le achinaban al enseñar los dientes.
Entraron en la casa y empezó una lluvia torrencial. Renato y María cruzaron una mirada, pensando qué hubiera sido de su viaje por la carretera si Vicente no los hubiera recogido. Se imaginaron corriendo a buscar guarida debajo del techo de la estación de servicio. Vicente les ofreció sentarse, conversar, más cigarros y cervezas. Ese fue el comienzo de una seguidilla de ofrecimientos a lo largo de la noche, porque a ambos anfitriones les encantaba hablar con gente que viajaba, les encantaba volver a hablar de su travesía desde los Andes hasta la Patagonia; les encantaba decir que estaban felices en esa pequeña casa en medio de la nada y que la vida de la ciudad nunca podía compararse con el esplendor de una buena parrillada bajo el sol de San Luis.
Además─dijo Vicente─ lo habían hecho pensando en las niñas, que crecían mucho más tranquilas en ese ambiente campestre que en el violento y despersonalizado centro de la capital. «Cuando terminen la escuela secundaria, las tres tendrán la posibilidad de escoger–ya maduras, ya formadas–si se van de casa, si se quedan a cosechar, a sembrar, a hacer vida de campo o se largan para la capital.»
Vicente invitó a sus hijas a salir a hacer unas compras. Ellas se subieron a la camioneta y partieron enmedio del aguacero, rumbo a la ciudad. De lo que se trataba era de comprar una pizza casera tamaño familiar, mucho más vino, cerveza, cigarrillos y comida. Porque si bien María y Renato explicaron que no querían ser una molestia─con haber conseguido una cama ya eran muy felices─, los anfitriones insistieron.
Vicente y sus niñas regresaron con muchas bolsas y más cuentos de su vida en la ciudad de San Luis. Al llegar a la casa empezaron los truenos. Renato y María volvieron a mirarse; y agradecieron por haberlos salvado de aquella pesadilla eléctrica. El granizo comenzó a destrozarlo todo. Fue como una avalancha encima de la casa. El granizo rebotaba por todos lados. Renato y María contaron asombrados que era su primera experiencia con los trozos de hielo y Vicente dijo que iba a abrir un poquito la puerta y por una hendidura sacó una varita de madera y arrastró un trozo de hielo enorme, como una de esas rocas que las madres usaban en la cocina para chancar ajos. Cerró la puerta apoyándose con todo su cuerpo, un poco preocupado porque la tormenta era más fuerte de lo que acostumbraba ser. Se sentaron alrededor de la mesa y empezaron a hablar bajo el sonido del hielo. Su esposa preparaba la pizza en el horno, pero salía a cada minuto de la cocina para seguir la conversación, reirse y preguntarles qué es lo que los había llevado hasta San Luis.
Renato les contó que él había planeado un viaje al norte aquel verano. Lo más al norte que se pudiera, tal vez cruzando el Canal. Pero María quería ir hacia el sur, asistir a un concierto de los Rolling Stones en Santiago; y después recorrer toda la zona de los lagos e intentar llegar hasta el Atlántico, y luego lo más al sur que se lo permitiera el tiempo y el dinero. Renato dijo que ya estaban a punto de irse por dos caminos distintos, cuando comenzó la guerra con el país del norte. María lo llamó por teléfono apenas escuchó las noticias y a Renato no le quedó otra que acompañarla porque ese verano de verdad quería viajar. Y si bien quería conocer Ecuador, Colombia y Venezuela, tampoco le disgustaba la idea de ver el sur de Chile y a los Rolling Stones. Así que estuvieron primero recorriendo de norte a sur. Tomaron un tren que los llevó hasta Valdivia y después durmieron en posadas baratas hasta Puerto Montt donde el frio parecía ya provenir del Polo Sur. Después tuvieron que regresar a Santiago para el concierto y, cuando se dieron cuenta, se habían gastado casi la totalidad de su dinero entre posadas, comidas, y uno que otro gasto extra: como aquella noche que dijeron «a la mierda» y se fueron a bailar a la discoteca más austral del mundo y caminaron con el mar de la Antártida al costado y el frío polar encima. A la mañana siguiente a Renato casi lo atropella el caballo de una carroza que apareció de la nada cuando caminaban de regreso hacia su posada, medio congelados pero agradecidos por la noche y aún con la voz del vocalista de La Unión cantando Lobo Hombre en París en los oídos.
Un camión los cruzó de un país a otro. Luego los llevaron carros, una furgoneta, una camioneta de aquellas con grúa articulada de la compañía telefónica, camiones y vehículos particulares. María le contó a Vicente y a su esposa como había pescado una bacteria cuando se lavó con el agua de una pileta, en Mendoza. Una conjuntivitis que le transformó uno de sus ojos en una pelota de tenis.
María enseñó su ojo todavía no completamente deshinchado, aunque mucho mejor que aquella mañana en que tuvo que gastarse una parte importante de su poco dinero en comprar una crema carísima para la conjuntivitis. Entonces estaban pensando seguir así a la mañana siguiente, esperando llegar al mar antes de la noche porque ya no les quedaban muchos días: María necesitaba matricularse en la universidad y Renato tenía que volver a su trabajo. La pizza estuvo lista. Vicente invitó cerveza y las niñas se fueron a dormir antes de la sobremesa, que fue donde la tormenta se puso más fuerte y se fue la luz y Sofía les informó que se había cortado el teléfono.
Prendieron las velas y siguieron conversando acerca de los diferentes insultos en los distintos países. Hablaron de Brasil y de Argentina, de Perú, de Lima y de Buenos Aires y de un lado a otro; de caminos que les faltaban por recorrer pero que ellos ya habían seguido; y de la política, la cerveza, el vino y la pizza. Fue la mejor velada de la historia.
Duró hasta que se hizo tan tarde que Vicente sacó al Muerto: el histórico colchón que sobrevivía echado sobre el ropero del dormitorio y que podía ser ofrecido a dos viajeros como Renato y María, sin remordimientos, porque El Muerto se ha hecho no para la casa sino para la aventura, y en este caso eran dos muchachos que bien podrían ser ellos, en una casa caliente pero en medio de la nada. El Muerto estaría satisfecho.
Amaneció en San Luis y el sol ya estaba otra vez sobre la casa y todos estaban despiertos menos Renato. Vicente ofreció preparar un asado en el patio, al que ni María ni Renato podían decir que no. El tiempo para llegar hasta Buenos Aires y regresar hasta Lima se ponía escaso, pero la barriga de los viajeros decía que no se desperdicia un pedazo de buena carne de la pampa cuando has estado varios días al borde de mendigar comida. Así que aceptaron la carne, el vino, la cerveza y los cigarrillos otra vez; y comprobaron que la tormenta había barrido con todas las parras y todas las uvas para ese año. Era un desastre. Sin embargo Vicente dijo estar seguro –lo repitió–de que nada era grave en el campo. A diferencia de la ciudad donde la violencia, la delincuencia, el ritmo de vida, etcétera…
Esa mañana Renato y María conocieron a los perros: cinco pastores alemanes hermosos, de orejas atentas, gordos pero ágiles que oyeron ladrar enmedio de la tormenta. Los perros estaban dando vueltas por el patio de la casa, mientras Vicente calentaba la parrilla y sacaba la carne y ofrecía cientos de historias a los jóvenes hippies. Renato y María sabían que tenían que marcharse, que si no seguían su camino aquella tarde iba a ser difícil que les alcanzara el tiempo para visitar Buenos Aires y hacer el camino de regreso. Dijeron que partían después del almuerzo. Vicente y Sofía insistieron en que tenían que ir a dar una vuelta por los alrededores para enseñarles un par de sitios preciosos a los que tenían que regresar cuando tuvieran más tiempo y estuvieran de vuelta. Tenía que ser rápido porque ya regresaban las niñas de la escuela y había que recibirlas.
Regresando del paseo sucedió la desgracia: Vicente dijo que iba a sacar la camioneta del garaje para llevarlos al camino, que las niñas ya estaban por llegar.
La camioneta estaba metida en un garaje techado, a un lado de la casa. Alrededor saltaban los perros. A uno de ellos le gustaba echarse detrás de la llanta. Renato lo vio, vio lo que iba a pasar, pero no pudo hacer nada. Fue demasiado rápido. La llanta patinó en la cabeza del perro, la sangre salpicó hacia todos lados mientras el animal se sacudía antes de morir. Vicente bajó del carro con la cara descompuesta por el horror. Todos los demás se habían quedado paralizados. Secándose el sudor de la frente le pidió a Renato que le ayudara con una lampa a hacer un hoyo en el patio. Tenía que ser muy rápido porque las niñas estaban por llegar. Echaron el cuerpo, un paquete de huesos que sólo unas horas antes había sido uno de los perros más alegres y vivaces sobre la tierra. Los perros acompañaron de cerca el pequeño entierro, sin entender lo que estaba pasando.
¿Entenderían? Soló unos minutos después de la última palada de tierra, aparecieron las niñas tras la verja de una casa contigua. Traían regalos para Renato y María: una pirámide de cuarzo y un llavero de mármol con la forma de la provincia de San Luis. Aunque el clima era tenso y el silencio no disimulaba nada, las niñas parecían no haberse dado cuenta. El viaje hasta la carretera fue como la bienvenida: muy alegre. A pesar de que la garganta de Vicente aún no articulaba bien, Vicente hizo algunas bromas sobre el camino y volvió a invitarlos a quedarse si es que nadie los recogía aquella tarde. Vicente encendió un último cigarrillo con Renato, y le dijo que un día iba a viajar de nuevo hacia el norte, queria visitar Lima y comprobar si ésta había cambiado desde la última vez que llegó manejando, allá por los años 70.
Con el puchito final se abrazaron y se despidieron. El último regalo fue una bolsa gigante de galletas para el camino y un beso en la frente. Siguieron haciendo hola y dando vueltas por allí durante la hora que les tomó encontrar un auto que los llevara. A Renato no le disgustaba mucho quedarse otra noche entre aquella familia, pero María–que era la voz de la razón cuando se trataba de viajr contra el tiempo–lo obligó a considerar que ya no podían quedarse más, ni abusar de una hospitalidad exagerada como aquella.
Así que se subieron al primer camión destartalado que se detuvo. María hizo como que no vio que el chofer tenía los bigotes sucios y manejaba sin camisa y tenía cicatrices y tatuajes. Que apestaba a alcohol y que cargaba una botella de plástico con trago en una mano y un cigarrillo en la otra mientras conducía. La familia de San Luis volvió a pasar unas horas más tarde y ya no los encontró. Entonces se alejaron en su camioneta levantando el polvo de esa trocha en medio de la nada. Mientras tanto, el camión que llevaba a María y a Renato se abrió paso entre la bruma y el calor, lento, despacio, por esa autopista que iba directo hacia un mar de plata.
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