
Nos sentamos frente al mar. El cielo era una franja blanca separada de la franja azulísima del mar. La franja azul era como de tela arrugada, con muchas marcas, una al lado de la otra. Por aquella franja blanca iba descendiendo un disco brillante. El reflejo del disco caía sobre el agua y pronto ese disco estaba reflejado por completo en el agua y las olas lo cortaban, avanzando incontenibles hacia la orilla.
Era una tarde fresca y yo acababa de descubrir tus ojos claros, enormes. ¿De qué hablábamos? Quisiera saberlo, pero mis recuerdos son mudos. Nos veo a los dos intercambiando miradas, nos veo descalzos y disforzados, apretados sobre un asiento de concreto, junto a los otros. Por un rato éramos parte del grupo, prestábamos atención a los otros. Ellos también se portaban disforzados, pasando la botella de cerveza y el único vaso; alimentando las horas con conversación banal, esperando a que cayera el sol; que la noche inundara las casas pues el generador no funcionaba y la playa sin él volvía a ser como antes: cuando tú y yo éramos niños y marchábamos por aquí y por allá, entre las piedras; correteando a las lagartijas; esquivando las piedras calientes camino a las pozas, saltando y haciendo equilibrio; sumergiéndonos uno detrás del otro en las pozas de agua helada.
Veo eso en mis recuerdos, pero no escucho nada. Sé que miraba el sol porque lo hacíamos tantas veces, a la misma hora, siempre el mismo grupo de chiquillos, verano tras verano, tarde tras tarde. Sé que era la primera vez que te veía tan grande, porque a esa edad todos solemos dispararnos de pronto hacia la madurez.
Veo ese universo en mis recuerdos y veo la llegada de la noche. Entonces ya éramos sólo tú y yo; y sólo le prestábamos atención a nuestros detalles y a nuestros olores; ésos que aparecen cuando dos cuerpos adolescentes están más cerca el uno del otro, cuando las manos comienzan a tocarse y de repente nuestros labios.
Yo estaba entrando a la plaza y llegaba la camioneta con ella. Era de día. Julián, Ramiro y yo regresábamos del mar, yo cargaba dos costalillos de lapas. Mi tía Cecilia estaba de copilota y el tío Alejandro manejaba. Ella iba en el asiento de atrás, pegada a la ventanilla, con el cabello largo y rubio.
Todos me conocen. Saben que yo estoy solo en la playa porque mis padres… Bueno, a mis padres todos los conocen y saben de mis hermanos también. Y si bien a mí no me importa, también saben que uno de ellos está en la cárcel por romperle la cabeza a un jaquino en una pelea. Tal vez también me pongan otros apodos porque saben, o empiezan a darse cuenta, que yo no hago lo mismo que sus hijos hacen. No me extrañaría si a mis espaldas mis tíos me llaman «fumón»; o les piden a sus hijas que presten más atención cuando estén conmigo. Me siguen tratando igual, hasta donde yo puedo percibir.
La tía Cecilia me vio con los costalillos. Acababan de llegar de Lima. Ella dijo que me acercara y nos dimos un gran abrazo; salió mi prima de la camioneta, a ella sí no la veía hace unos tres años. El tío saludó pero sin ser tan efusivo. Siempre ha sido así el tío, lacónico y poco expresivo; pero nadie me puede culpar por sospechar de él. Creo que se portó así, medio distante, porque le han contado. De todos modos, nos dimos un abrazo y les dije que podía sacar más lapas la mañana siguiente, si querían, porque mis costalillos ya tenían dueña.
La tía Amparo iba a hacerme un picante de lapas, porque la tía Amparo está con la cadera mala, se cayó de la yegua en el cerco. Cocina rico y si yo le llevo lapas, mi tía me prepara un picante y sopa y al día siguiente puedo ir a tomar desayuno y la tía no me mira de ningún modo diferente, creo que es porque sabe que su nieto también…que los dos somos muy amigos. En fin. Mi tía Amparo ha tirado un colchón en el asiento de cemento, frente al mar. Allí puedo dormir, al fresco. Allí puedo sentarme a jugar cartas. La he invitado a mi primita para que vaya más tarde, cuando termine de instalarse en la casa: Carmen.
Carmen. Carmen. Carmen. Tengo que memorizarme su nombre porque me ha gustado cómo me miró. Allá en Lima ella sigue de novia con Juanillo, pero Juanillo nunca viene a la playa (a veces, tal vez para la yunza). Carmen podría ir conmigo a la yunza este verano. Y esta tarde, cuando baje el sol, nos sentamos todos los primos afuera de la casa de la tía Amparo a conversar, a jugar cartas. No dije «a tomar» porque el tío estaba demasiado cerca, pero ya lo saben igual. Allá te espero, dije. Y Carmencita sonrió y la tía Cecilia dijo «yo la mando».
Me gusta venir a pescar. No me importa la manejada: 7 horas. Lo hago sin pensar. Salgo de la oficina el viernes, meto ropa para el fin de semana, mis cosas de pescar; en la noche –solo, con mi hermano, o con algunos de mis primos, si quieren ir–manejo de corrido hasta la playa.
Sólo paro un poco antes de Ica. Hay un quiosco donde se detienen todos los camioneros. Me tomo un buen caldo de gallina y llego a la playa al amanecer. Me gusta llegar bien de mañana porque el olor del mar entra en mis poros. El camino de bajada a la playa no es bueno; si estoy solo, prefiero bajar a mirar. A veces está lleno de grietas, sobre todo al principio de la temporada; después le pasan la cuchilla y para febrero está mucho mejor y puedo bajar sin pararme; a veces incluso a velocidad.
A mi novia no le gusta venir. Ella casi no toma y le molesta verme tomando. También le gusta pescar; y yo le he dicho que así siempre ha sido y que nunca me ha visto borracho. No entiende. Ella ha crecido en Lima pero también tiene familia en Paramonga y dice que allá chupan pero no tanto como acá. Se van a la playa, tampoco hay electricidad, tienen casitas al lado del mar; pero que cuando se apaga la luz no se quedan tomando hasta el día siguiente.
Su papá es un borracho y ella tiene miedo que yo sea igual que él. Las peores bombas han sido con su padre. Las únicas veces en que he regresado a casa a vomitar bilis han sido con él. Mi suegro es un fuera de serie pero toma demasiado. «No tomo como él, mi amor», yo le digo. Ella no puede distinguir las cantidades ni entender la diferencia entre esas borracheras y esta manera tan ligera de tomar: acá en la playa compartimos la botella y el vaso; mis primos casi no tienen dinero y siempre soy yo el que pone la cajita el sábado en la noche. «Es el único día que tomo mi amor. Ese es todo mi vacilón», le digo; pero ella no entiende.
Yo voy el fin de semana a la playa, sólo a pescar. El sábado duermo un rato en la casa de la tía Mirabel, a veces toda la mañana; almuerzo algo ligero y me voy de pesca. Eso me aloca: la pesca trepado en las peñas, lanzando el cordel a las olas, viendo el mar que revienta contra las rocas; el mar azul que me calma, que me hace sentir que la vida vale la pena.
Espero morir después de haber vivido todos mis veranos entre estas rocas. Quiero, si es posible, pescar hasta el último día de mi vida. Morir regresando de pescar, con mi cuerpo todavía oliendo a mar.
Esta noche no ha sido distinta de las otras. Mis primos son muy divertidos, son todos menores que yo, ninguno carga mucha plata y todos me gorrean. A mí me gusta invitarles la caja de cerveza. Me hace sentir muy bien. Al Peto que tiene sus padres pero como si no los tuviera; al primo Carlos que viene desde Lima y que casi nunca veo porque va muy poco al pueblo y éste es el primer verano en que viene todos los fines de semana; al primo Ramiro, siempre tan calladito.
Hoy lo he visto a Ramiro un poco alterado porque se apareció la primita, la hija de la tía Cecilia que está muy linda. Tiene los mismos ojos de la tía y su cabello es rubio, medio rojo como son muchas de las primas Guardia; y la chiquilla es muy coqueta. El pobre Ramiro no sabe ni cómo conversarle. Le temblaba la mano cuando tenía que pasarle el vaso y la botella, porque él estaba parado al final del asiento y ella estaba al otro lado y Ramiro tenía que darse toda la vuelta para llegar hasta ella; y yo podía ver cómo se ponía nervioso Ramiro cuando ella le coqueteaba al recibir la botella y el vaso.
Mala suerte para Ramiro. Ahí estaban los otros dos pegados a Carmen como lapas. El primo Carlos que la vio desde que se acercaba y de frente se sentó al lado de ella y empezó a conversarle; y eso le gustó a la chiquilla. El Peto se fregó porque él también estaba dando vueltas y conversándole; pero desde que Carlos se sentó a su lado, Carmen sólo le hablaba a él. A Ramiro eso lo tenía medio celoso, pero qué vamos a hacer. Lástima que sea la única chiquilla de su edad en la playa, porque también están las hijas del potón Carmelo pero ésas vienen recién en febrero para la yunza.
Y poco a poco se fue toda la luz y nosotros seguimos tomando hasta que se acabó la caja. Y no sé si fue mi idea, yo creo que escuché que pasaba algo entre ellos, pero es imposible ver nada cuando se va la luz en la playa. Es imposible. De todos modos ya estaba pensando en irme a dormir; para ir a pescar temprano, que es lo que me gusta hacer los domingos, antes de empezar, otra vez, la manejada para Lima.
De noche todo se inunda de estrellas. Carmen nunca había tenido 16 años en la playa y yo nunca había estado con una chica de ojos tan claros como los de Carmen.
Nos besamos. Estábamos aún pegados uno al otro y a mi lado estaba el primo Julián y al lado de ella estaba parado el Peto que seguía hablando de la fiesta de la yunza. De vez en cuando escuchaba que el primo Ramiro se paraba y venía por el otro lado y le alcanzaba a ella el vaso. Mientras se lo terminaba, ella me besaba.
No puedo escuchar nada, mis memorias siguen siendo mudas. Puedo ver a Carmen, que en la oscuridad dirigía mis manos hacia su cuerpo y, levantándose la blusa, me ofrecía que la bese y yo la besaba. Mi lengua estaba caliente pero más caliente era la piel de Carmen. Ramiro se fue primero y Julián siguió. También se fueron los dos chiquillos García y al final se fue Peto, que hablaba hasta por las orejas. También se despidió y me alcanzó su mano de dedos nudosos en la oscuridad; se la apreté y me dijo «Adiós primo».
Ofrecí acompañarla a su casa y, en el silencio de la playa, ella me dijo que estaba con Juanillo; que también era nuestro primo; pero como su madre se había casado en Lima con un piurano ya no eran tan primos como ella y yo.
¿Nosotros somos primos? Bueno, tu mamá y mi mamá son primas en segundo grado. En realidad el parentesco venía por el lado de los abuelos. En la época de los abuelos, el mundo de la playa era mucho más limitado que hoy. Eran sólo cuatro familias las que venían a pasar la temporada, desde la Navidad hasta marzo. Las cuatro familias tendían a mezclarse entre ellas. «Nosotros vivimos en Lima. Somos distintos».
Las estrellas estaban salpicadas en la oscuridad, como granos de sol. No alumbraban; sus destellos alcanzaban apenas para darnos ánimos o para enseñarnos que cada momento que vivíamos era como ellas. Eran estrellas íntimas, pequeñas.
Esos momentos siguen allí en nuestra memoria. Miramos al pasado y los vemos: desparramados como estrellas. Siguen vívidos, coloridos y silenciosos; con su pequeña luz propia; aún hermosos.
(Este cuento ha sido publicado en diciembre del año 2012 por la revista SUBURBANO de Miami)
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