
Algunos financistas dilapidan su dinero en empresas absurdas. Otros se apasionan con tener una biblioteca valiosa, piezas de arte únicas y una colección de más un millar de pequeños sellos y tabletas con escritura cuneiforme de la antigua Mesopotamia. Pierpont Morgan, uno de los financistas más poderosos del mundo a fines del siglo XIX y comienzos del XX, gastó una fortuna en coleccionar arte, libros y restos arqueológicos que le apasionaban, como aquellos encontrados en las excavaciones de la mitológica ciudad de Nínive.
Lo más fascinante del museo han sido estos sellos cilíndricos (parecen corchos de botella), con diminutos grabados de gran detalle referentes a historias de la vida, los mitos y las leyendas de los habitantes de aquella región. Estos sellos pertenecen a una civilización que floreció 2000 años antes de Cristo. Fue tan brutal–y tan perdida en la noche del tiempo–la desaparición de la espléndida ciudad de Nínive, que cuando Herodoto escribió sus Historias, en el año 400 antes de Cristo, no la menciona. Sin embargo, en las tablillas encontradas en las excavaciones, emerge la historia de una civilización muy avanzada. Entre sus símbolos cuneiformes, se han encontrado evidencias de epopeyas que han llegado hasta nosotros por otros medios, como la de un hombre bueno al que los dioses encargaron rescatar un ejemplar de cada especie animal, subiéndolo a bordo de una gran barcaza, porque la Tierra iba a ser inundada. Estas tablillas originales-que se encuentran en exhibición, acompañadas de traducciones al inglés- cuentan también la historia de reyes avaros asesinados por sus parientes; y la de un rey muy noble que se vestía de obrero para moldear el primer ladrillo de un templo, enseñando a su pueblo que los reyes tenían que ser humildes para ser respetados por sus deidades.
Otras cosas que me impresionaron en este museo: La Biblia de Gutemberg, una de las tres que adquirió Morgan; y el primer globo terráqueo (data de 1532) en bronce dorado, donde se dibuja la costa de Norteamérica que el cartógrafo ya había bautizado con su nombre: Verrazana; una partitura original de Mozart, obsequiada al rey de Bavaria y que se encuentra en una cajita acolchada con terciopelo; el retrato Cobbe de Shakespeare, que este año salió por primera vez de Gran Bretaña para llegar a la Morgan (junto con la pintura del Earl de Southhampton, protector del bardo); un par de hojas manuscritas del diario de Walt Whitman visitando a los heridos de la Guerra Civil y de Toureau cuando vivía en su famosa cabaña; una carta de John Adams cuando ya tenía más de 80 años, con la letra tembleque; la máscara que un escultor le hiciera en vida a George Washington; y por último: todos esos lomos de libros únicos que Morgan coleccionó–algunos de ellos protegidos de cualquier desgracia dentro de una bóveda de acero impenetrable–entre los que se cuentan primeras ediciones de los más grandes escritores en lengua inglesa: Dickens, Wilde, Johnson, Swift, Shakespeare; pero también de Balzac y de Goethe, en francés y en alemán. Algo que me llamó la atención: las varias copias que tenía Morgan, alrededor de salones y anaqueles de su vasta biblioteca, de un libro en particular: Las aventuras de Robinson Crusoe.