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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Crónica

The End of the Island

montauk
Montauk lighthouse, Long Island, NY. Photo by Oldsamovar@ Flicker.

I have seen a Jitney bus parked in a narrow street in Portland, Maine. I didn’t know what it was doing there. From that trip to Portland I only remember a bar close to the port, the lighthouse, an ice cream store, the story of a blue lobster told by a tour guide on a tour bus, the front of the house of Longfellow and that Jitney bus parked on one of its streets.

Why? Because the Jitney is one of the symbols of my first wanderings at The End of Long Island. It is the magical word that connected me to a land I barely knew when I first came here, in the winter of 2007.

While I was a student in Manhattan I read a lot about New York. I lived in Brooklyn and did not have a car, but somehow, perhaps through the newspapers I understood that the word «Hampton» represented a certain mix of the words summer, comfort and high class. Once I asked my roommate in Brooklyn about the way to get to East Hampton and she told me that there was a bus that would charge me a lot of money for a trip that could last up to 3 hours. She touched her forehead in a gesture that summarized the craziness of even thinking about paying so much, in order to go to a beach so far away.

Every area in New York State worthy to be known, I visited for the first time with my wife, who showed me places where she did her own wanderings when she was a kid or a teenager.

For example: Cold Spring, the town by the river where we traveled together on a weekend, by train from the Bronx, was a place where she has been before on a hiking trip. The FDR Home and the Vanderbilt Mansion in Hyde Park, another short getaway, were places where she had been before, as a kid. We went to New Paltz and the Ashokan Reservoir, and she had vague memories of a trip she made with her parents when she was a little brat.

To me, the rivers, lakes, castles and farms on our way to those places were a revelation: an unknown world of views I never imagined were so close to the city where I had been living for almost 6 years.

Of course, the biggest discovery was on Long Island, the towns all the way to the east. I had read some stories about East Hampton and Montauk: New Yorkers had been visiting the area for many decades, and have transformed the region in their favorite spot for the Summer.

There is a lot of money in the Hamptons (Bridgehampton, Southampton, Amagansett, East Hampton). More than anything a stupid Peruvian with no real knowledge of money –like me– could have imagined. However, the area is much more than big houses. Its beaches are surrounded by vegetation and dunes, and the local communities have fought hard to keep the area free of the big hotels and huge resorts, protecting their wildlife and a certain vibe of primitive beauty.

This region was –it is not anymore– a collection of fishermen villas and a farmer’s region. Most of the farms became mansions and gardens, and the fisherman left because of the high cost of living. However, a bunch of anglers still leave Montauk every day to get lobster, fish and sea food. And between those big mansions, the beaches and the golf courses you will find farmers selling their produce at the side of the street, in a kiosk next to their farm.

There is wildlife everywhere. The deer can show up at any road around the town, the rabbits will stand still, their ears up while the cars pass next to the lawns where they rest; the wild turkeys will run to hide behind trees and bushes, and once in a while there will be a line of cars on Three Mile Harbor, waiting to let a turtle get to the other side of the road.

During the summer, the fishermen standing on the rocks next to the inlets, by the piers and hills, next to the water, are part of the landscape. There are also the tourists, everywhere, the campers, the surfers and the local people who do their best to smile and not be bothered.

Also, once in a while, roaming through these streets, there are people like me: strangers who belong to a different world, taken by their daydreaming to the first morning they stepped on a corner in Manhattan, to take a Jitney bus, all the way to The End.

Shop Rite, Croton Harmon

Estragos del huracán en estación de trenes de Croton Harmon
Estragos del huracán en estación de trenes de Croton Harmon

Una anciana se demora la vida en la caja registradora. Tiene dos tarjetas y ninguna tiene fondos («¿Qué hago?» se pregunta Taísha, 16 años, cajera del Shop Rite de Croton-Harmon. Hay un peruano detrás de ella que me mira, que parece no estar desesperado, que pareciera tener tiempo que perder.) «This is not fair» grita la anciana, encorvada, que no puede entender en sus gafas gigantes y su pelo teñido de color rabo de perro, que sus tarjetas se hayan quedado sin fondos y que el líquido para los ojos–con cupón a $1.90–se haya agotado.

Una anciana con más canas pero mucho menos paciencia, pregunta si la atenderán rápido. Mira una y otra vez a la anciana de las tarjetas sin fondo, abre los ojos con exageración.

¿Y el peruano? Este peruano observa. Es bajo, retacón, con una casaca azul medio vieja de su suegro, que lleva el cartel de una empresa de reparación de calefacción y aire acondicionado en todo el pecho. Ha procedido a dejar a su esposa en el tren, ha enrumbado a la sección de alimentos orgánicos con la lista ordenada que le han dejado: pepinillos, toronjas, peras, manzanas, pimientos rojos. Aparte de una vaga idea de ordenar la casa, lijar las patas de una mesa, leer un par de libros y prepararse un filete de pescado; este peruano no tiene nada mejor que hacer que observar. Es una observación comparativa, porque hay en esta displicencia que sucede dentro del supermercado, la prueba fatal de lo que separa a su país de los Estados Unidos: la libertad de tener paciencia.

¿Es que acaso no tenemos paciencia los peruanos? Ya se imagina las quejas y reclamos de sus familiares. Todos pacientes y supersofisticados. Esta pequeña tienda de pueblo no puede explicar nada, no puede ser ejemplo de otra cosa que de un día lento en Croton-Harmon, un jueves tardo y apagado, una mañana con resaca.

Filete de lenguado atrapado en alta mar. Un poco de aceite de oliva. Ya está salivando. Mientras tanto la anciana sin paciencia ha preguntado si la pueden atender en la caja de al costado. Claro que sí, como no. El peruano la ayuda a regresar sus cosas desde la banda móvil hasta el carrito, lo empuja con gentileza hasta la caja de al lado. Él puede esperar.

Taísha está un poco sofocada. La gerente de la tienda aparece y entonces viene la jugada maestra: la anciana saca un billete de la cartera, un billete de 20 dólares y reclama que ya le ha explicado varias veces a la muchacha que quiere pagar en efectivo. («¿Sonrío?» piensa Taísha)  La señora de las dos tarjetas hasta ha sugerido que la sofocante cajera de pestañas largas y moño coqueto en la nuca no habla bien el inglés. Le ha pedido perdón al peruano por hacerlo esperar. («Si escuchara mi madre, la pone en vereda» piensa Taísha) «Le voy a cobrar 16.20 ¿ok? Acá está su vuelto: $3.80 ¿ok?» Dice la mujer gerenta, con las cejas levantadas y las gafas colgándole sobre la gruesa nariz colorada.

Así es la mañana. Nada de aquello prometía la niebla camino al tren, apenas un susto con los patrulleros en el centro de la pista, esperando una pequeña distracción y una levantada de velocidad.

Miramos el río. Hemos descubierto una isla casi tocando el puerto: una isla que permanecía invisible los tres últimos años de idas y vueltas hacia el tren. Por allá se escucha a un halcón que levanta vuelo entre la neblina (Más neblina que en Lima, ¡Válgame Dios!) El peruano ha querido imitar sus aires navideños escuchando unas canciones en inglés recién bajadas al iPod, pero ellas no se sostienen, le dan dolor de cabeza. Solo piensa en su filete de lenguado, en el final de la mañana, en la tarde que ya viene.

Misturas y mescolanzas

Julio Hancco cultiva 185 especies de papa en las alturas del Cuzco.

«Mistura es una mezcla bonita» dice Gastón, en el documental The Power of Food de Patricia Pérez. Mis estudiantes miran y se ríen de buena gana con los comentarios del chef Javier Wong: «¿Puedes comer lomo saltado todos los días? No, porque aburre. ¿Se puede comer cebiche todos los días? Claro que sí. El cebiche es adictivo».

¿Es una reseña? Sí es una reseña. Es una reseña positiva de un evento que sucede todos los años. «¿En dónde profesor?» En Lima. «¿Y cuántas variedades de papas dice que cultiva? ¿185? Y yo solo conozco 3…»

«Es que en nuestros países hay de todo ¿no es cierto?» «¿El pescado del cebiche no se cocina no?» «¡Se cura con el limón!» «¿Cómo se le dice a ese grupo de gente que canta y baila? ¿Comparsa?»

«Yo lo ví a ese Gastón Acurio, estaba con un chef español muy famoso y habían inventado un tipo de dulce. No sé si se hizo conocido o no.»

Y el documental se va desde la feria en Lima hasta las alturas del Cuzco, donde Don Julio Hancco, que solo ha terminado tercero de primaria, sabe cómo sacarle a la tierra 185 variedades de papa. Habla quechua y sus palabras me hacen recordar las imágenes de ciertas páginas de Los ríos profundos que he venido leyendo en el tren, los cantos a los cernícalos que saltan desde los acantilados y se prenden de los cóndores con sus uñas.

En Mistura encontramos  a «El Chinito» y el mejor arroz chaufa, a los panaderos que compiten por una medalla, a Doña Grimanesa con la receta secreta de sus anticuchos, cocinando los palitos mientras recibe pedidos en el celular; a las comparsas que pasan frente a la cámara diciendo: «Solo se vive una vez».

Se ha armado un pequeño alboroto en la clase cuando les digo que he descubierto que el diccionario de la Real Academia incluye «pompa» como «bomba de agua y «bloque» como «grupo de casas». «Eso no está bien…» dice Gustavo, apesadumbrado. Hace una semana, él defendía la pureza del español que se está perdiendo a manos del spanglish.

¿Es el spanglish una mezcla bonita? ¿Es una mistura? ¿O es un injerto abominable que crece y engorda corrompiendo al español?¿Es el spanglish el heraldo negro que nos manda la muerte?

Mis alumnos comparten bocaditos que han traído a la clase y se desean felicidades antes de partir a celebrar Acción de Gracias. «Feliz día del pavo» dicen algunos.

Hoy la noche acaba con buenas noticias. Se resumen en la foto del rostro sonriente de Hillary Clinton anunciando el cese de las hostilidades entre Israel y la ciudad de Gaza; y en este texto explicativo del New York Times acerca del rol del presidente de los Estados Unidos que ha mantenido una comunicación telefónica constante con el líder egipcio: «a singular partnership developing between Mr. Morsi, who is the most important international ally for Hamas, and Mr. Obama, who plays essentially the same role for Israel…»

El artículo dice que la inusual colaboración–Morsi pertenece a la organización extremista Muslim Broterhood– se debe a que el mandatario egipcio parece ser un interlocutor orientado a la resolución de problemas; ha sido franco, ha ido directo al grano. Uno de los testigos presentes durante las conversaciones telefónicas ha declarado que hubo una conexión inmediata entre Morsi y Obama.

¿Será otra mezcla bonita?

Odisea 86

Tenía una forma de mover el cuerpo y la boca que nos volvía locos. Tal vez era el maquillaje o su cabellera que se iba de un lado para otro mientras apretaba el micrófono y cantaba como si estuviera a punto de alcanzar el orgasmo. Susurraba, casi comiéndose el micro mientras hablaba de sexo. De deseo, de cópula y de masturbación. Era 1986 y nosotros nunca habíamos visto nada parecido. A nuestros quince años, Gustavo Cerati ya nos tenía cogidos de los huevos.

No sé en qué momento empezó la fiebre. Jorge Sayón, un amigo del colegio que vivía en Santa Leticia–ese barrio cruzando la Avenida Constructores que mis padres juraban que estaba lleno de drogadictos y de putas–; me dijo que lo acompañara hasta su casa y me prestaba el disco. Jorge se vestía de negro, usaba chancabuques y tenía un peinado a lo Cerati de color oxigenado amarillo caca. Con cierta reserva–la pintada de cabello lo había vuelto menos popular de lo que ya era–, lo acompañé a su casa. Me ofreció entrar para ver los posters de Soda que había pegado en la pared de su cuarto, pero guardé la calma y dije que ahí nomás lo esperaba, paradito en la calle : «Es que estoy apurado». Jorge salió minutos después con el disco metido en una bolsa negra –para que a nadie se le ocurriera robármelo. Regresé a casa ansioso, a paso ligero.

Además del Vita-Set, un popurrí fabricado por las radios, yo no había escuchado nada de Soda. Ese LP fue una revelación. Desde la portada me miraban Cerati, Zeta y Alberti, con los ojos bien delineados. Me vino la fiebre. Le tuve que devolver el disco a Jorge, pero pronto empezó a circular la droga musical por la radio: Sobredosis de TV, Nada personal, Cuando pase el temblor . Así me hice un Sodafán. Junté unas cuantas camisas negras (no hubo plata para el pantalón); incluso agarré el delineador e hice una mala raya debajo de uno de los ojos. Salpicó y me pasé los dos siguientes días con el ojo derecho irritado. Di explicaciones evasivas y por primera vez mi padre sospechó que yo era fumón.

Me paraba frente al espejo del baño de mis padres y daba saltos. Mi cabello no era lo suficientemente largo. ¡Mierda! no estaría listo antes del concierto. Así como lo oyen: Soda venía a Lima; y el padre de Jorge Sayón, que hacía espectáculos para los dueños de Radio Panamericana, conseguiría entradas gratis, preferenciales, para el Coliseo Amauta, para que su hijo Jorge y su mejor amigo fueran a encontrarse con sus ídolos. «Tal vez nos dejen pasar detrás del escenario para saludarlos», dijo Jorge antes de colgar, muy excitado.

Fueron días de ansiedad. Pensé en maquillarme antes del concierto y hasta en soltarme un poco de agua oxigenada sobre la cabeza, pero era demasiado peligroso. A Jorge Sayón el pelo color caca no le quedaba muy bien. Decidí que yo sería un Sodafán con personalidad: me memorizaría todas las letras para que Cerati me viera cantarlas a viva voz pero mi cabello seguiría negro y corto. Ya lo decía ese gran rocanrolero llamado Palito Ortega: La pinta es lo de menos.

Llegó el día y Jorge con su padre pasaron a recogerme en un agresivo Lada Niva de color rojo, con el mataperros más grande y el cromado más brillante que había visto en mi vida. Don Miguel «Chapulín» Sayón era un típico emigrante exitoso. Llevaba unos lentes oscuros un poco más grandes que el tamaño de su cara, sobre una nariz muy aplastada, parecida a la de Jorge. Sin embargo Don Miguel tenía el cabello muy negro, muy cortito y parado como sólidas púas; como si en lugar de echarle gel lo hubiera metido en un balde lleno de pegamento.

«Tú también eres Sodafán ¿di?», me preguntó don Miguel. Y empezó a conversarme–durante el largo recorrido hasta el coliseo Amauta–de su vida junto a lo más graneado de la cumbia tropical peruana. Mencionaba nombres de cantantes que al parecer causaban furor en los pueblos y ciudades a donde él viajaba casi a diario. «En este negocio las mujeres se te pegan como moscas», decía don Miguel, mientras le daba una palmada furiosa al hombro de su hijo. Una palmada que más parecía un gancho de box. El señor Sayón me miró detrás de aquellos lentes muy negros y pareció–¿o sólo me dio la impresión?–que quería echarse a llorar; mientras que Jorge siguió con la mirada fija en el camino, inmutable.

No le hizo muy bien a mi popularidad escolar aparecer frente al Amauta con Jorge Sayón. Como teníamos entradas preferenciales y el padre de Jorge nos dejó–por error– en la entrada de popular; tuvimos que dar la vuelta al estadio por las calles aledañas, y encontramos en la fila a casi todo el colegio. Noté que algunos me saludaban muy rápido y se daban la vuelta. Algunos de mis compañeros me veían de lejos y preferían hacerse los distraídos. Jorge Sayón era un gorila de pelo amarillo, con 1.80 metros y unos 100 kilos de peso. Nadie podía no verlo. Sucedió algo peor cuando llegamos a las entradas para tribunas preferenciales: allí, en una colita que se formaba disciplinada frente a la entrada principal, estaban juntas las únicas tres chicas del colegio que a mí me importaba impresionar. Se llamaban Rossella, Morella y Fabiola: las tres gracias.  Las tres estaban demasiado arregladas para un concierto popular, muy rubias y estiradas, con los jeans perfectos y al cuete. Estaban con otra muchachita tan rubia y perfecta como ellas tres, que yo no conocía. Asumí que era de otro colegio. Todos estábamos muy cerca frente al portón de entrada y las cuatro tuvieron que haber visto al corpulento Jorge Sayón, moviéndose más disforzado que nunca, bamboleando de un lado a otro su pelo color amarillo caca; gritándole a los vigilantes con vozarrón de fan enamorado que lo dejaran pasar porque él era el hijo de Chapulín Sayón. «A mí y a mi amigo» dijo muy fuerte. Y detrás de él, sin querer averiguar por qué los guardias se hacían a un lado y arrimaban a todos para que pase Jorge, sintiendo una pizca de arrepentimiento por no haber pensado ni un minuto en lo que le esperaba a mi reputación escolar después de aquel concierto, yo lo seguí.

Fue un loquerío. Después de la primera canción (Satélites) Jorge Sayón estaba delirando, como un loco, saltando y agarrándose el cabello como si fuera la reencarnación de Cerati, cuando la marea popular empezó a descolgarse  de las tribunas más altas y nos empujó de golpe contra la masa de gente que cantaba apretada contra el estrado. La marea de gente había empujado a Jorge contra mí. Entonces noté que éste, a pesar de que había cierto espacio para maniobrar enmedio de la locura que eran 20,000 personas gritando Sobredosis de TV, se había pegado demasiado a mi espalda y seguía allí, apretado, sin intentar moverse. Escuchaba su vozarrón cantándome en la oreja y en un segundo supe lo que tenía que hacer.

Delante mío, enmedio de aquella marea de muchachos arrastrados por la corriente humana, había visto a la muchacha rubia que acompañaba a mis tres gracias. En el caos que siguió a la invasión de las tribunas populares, Rossella, Morella y Fabiola se habían separado violentamente de su amiga, y ella había terminado delante mío, en parálisis total, en clarísimo estado de tensión y de alarma, muy similar al que me estaba provocando el cuerpo de Jorge Sayón apretándose contra mi espalda y cantándome al oído. Saqué ambas manos–que había mantenido rígidas frente a mi cuerpo, para no chocar con los demás–y con un pequeño impulso, todo el que me permitía el estrecho espacio que me separaba, con los dedos abiertos y golosos, le metí la mano en el poto. Salté hacia un lado y me di la vuelta. Por el rabillo del ojo, ví la violencia con la que Jorge Sayón, paralizado, recibió la primera cachetada. Luego otra. Y otra.

Hace unos días me encontré con una de las tres gracias originales, en el Skype; y me dijo que casi se había olvidado del incidente. Dijo que su amiga le metió un rodillazo en el centro mismo de su masculinidad y que entre la bulla, el laberinto y el pánico, le juró que lo iba a denunciar a la policía. «Y todos pensábamos que era maricón ¿te acuerdas? ¡Tremendo sapazo el Sayón!»

Yo me fui a un rincón del Amauta, pegado a las cortinas.  Cuando Soda terminó de tocar, conseguí colarme hacia los vestuarios mostrando mi pase preferencial y fui hacia Cerati. Grité «¡Eres un grande!» Y Gustavo Cerati –quien fuera de escena parecía menos grande y mucho más flaco– levantó la mano y me gritó «gracias».

Jorge Sayón no fue a clases el lunes, faltó toda la semana. Cuando regresó tenía el cabello corto, negro y muy trinchudo. Nunca me volvió a hablar.

De carne y hueso

Portada de la novela de Michael Houellebecq

La salida de la casa está cubierta de narcisos. La vecina mira con envidia. La verdad que la suya pierde con la comparación. Han crecido amarillos y blancos y por aquí y por allá desparramados por el jardín. Entre los narcisos hay un tulipán que ha crecido escondido, es el único sobrevieviente del hambre de los venados ¿Quién se come las flores? Aún se notan las pisadas frescas, las huellas enseñan cómo se ha parado la bestia para engullirse los bulbos de otras flores a punto de brotar. El patio está lleno de la caca que dejan cuando pasan de una casa a otra, cabizbajos, mientras devoran todo lo que pueden a su paso.

Hoy prometieron que llovería pero no ha caído nada. Apenas si se ha nublado un poco más el cielo, lo suficiente para ir a dar vueltas por el pueblo, a comer en un Diner de los años 50. Parece tan antiguo ¿lo será? Al lado de un perchero cuelga una foto en blanco y negro de los autos de forma covadongada pasando frente al mismo local donde yo como con cuidado porque el jamón de los omelets ha venido con hueso. Café de la mañana: la mesera me llena el vaso cinco veces. Tal vez me prepara para la caminata alrededor de las calles: silenciosas, casi vacías. Detrás de las vitrinas de los pocos restaurantes abiertos hay caras que empiezan el día, niños que comen a la fuerza lo que sus padres les ponen sobre la mesa: un pan relleno con queso y oloroso a canela. Domingo de pasos tranquilos.

Ayer he acabado un libro: Las partículas elementales de  Michael Houellebecq. Otro viaje por Europa un poco distinto que el de hace unos días por Julian Barnes en The Sense of an Ending. El de Barnes es un pedazo de vida recompuesto en base a memorias bien contadas, con un lenguaje que tiene compás y ritmo (Seduce: uno lee y se imagina junto a ese grupo de colegiales que discutían el suicidio de un compañero como si la vida tuviera que comportarse tal y como en la mejor literatura).

El libro de Houellebecq es distinto pero tan bueno como el de Barnes. La piel de gallina que cubre la carátula es tan importante como el vertiginoso timón con que el conductor te maneja entre orgías, deprimentes paisajes urbanos, episodios masturbatorios y decadentes personajes prendidos en una época que les cae a pelo. Acá los buenos tienen que suicidarse. En esta novela está la frase que lo volvió a su autor  famoso y que tuvo como consecuencia la reafirmación de la secularidad del gobierno francés: «El islam–de lejos la más estúpida, falsa y confusa de todas las religiones». Si bien Houellebecq se mete contra el catolicismo y contra las otras religiones. Se burla de los intelectuales y se mofa de los científicos. Su novela es un compendio de lo más inútil que nos ha dejado esta experiencia a la que llegamos sin opción, esta cosa llamada «Humanidad».

Malos sueños con The Sense of an Ending. La noche que lo acabé veía las opciones del desenlace cruzar como relámpagos, mientras daba vueltas en la cama y no podía quedarme dormido. Como si esas líneas finales se me hubieran metido en el subconsciente. Los narcisos acaban de nacer y ya se están marchitando, pero otras flores aparecen entre la tierra. Otro ciclo. Mis libros al lado de la ventana, una moneda en el suelo que no compra nada. Ha sido un día con pasos ciertos, moviéndolo todo en la casa. ¿Spaguetti o Linguini? dice ella, mientras me toma la orden. Un alfiler que le parte los labios, cabello color morado. Tiene una sonrisa nerviosa, como la de esa mujer que lo entretiene a Barnes durante toda la novela, que le remueve el cerebro con una tonelada de misterio. En esta parte del planeta hoy nunca salió el sol.

El perro romántico

Los perros románticos, Roberto Bolaño

Pero en aquel momento crecer hubiera sido un crimen.

Estoy aquí, dije, con los perros románticos

y aquí me voy a quedar.

Roberto Bolaño, Los perros románticos

Hace unos días empecé a ver una comedia llamada How I Met Your Mother. El argumento básico es que un padre cuarentón, en un hipotético año 2030, sienta a sus dos hijos adolescentes en el sofá y les cuenta historias que sucedieron alrededor de los años en que conoció a su madre. Las historias son las de un veinteañero estadounidense de clase media, en Manhattan, en una época alrededor del final de sus estudios universitarios y sus primeros trabajos. Una vida de «sacrificio» con sus consiguientes distracciones: juergas, sexo y amistad. Estas experiencias ocurren en la ciudad de la furia, allá por el año 2005.

Allá en el año 2030, si es que tengo hijos, tendré que sentarlos en un sofá y contarles la historia de un chico peruano que llegó al JFK acabando sus 20s, como de casualidad; y que una tarde del 2006, alrededor de una mesa de madera, en un salón en una universidad en el Bronx, durante la primera clase de un curso llamado «Literatura Afroamericana del siglo XX» vio a su madre por primera vez.

Ninguno de los dos quería estar allí (¿así no son las grandes historias de amor?). Ella había escogido la clase porque quería tentar si se animaba a ir por un doctorado en literatura inglesa; y yo, a regañadientes, porque era la única clase que se ajustaba a mis horarios.

Ella dice que yo la presioné. Yo recuerdo su invitación, muy cortés, a enseñarle el camino a la cafetería y una pregunta (creí entonces que jalada de los pelos, entre vasos de café humeante que decían Starbucks) acerca de la pronunciación del nombre de una de sus estudiantes (ella era profesora de inglés en otra universidad y su estudiante se llamaba Guillermina). Ella dice que yo la presioné para salir. Sin embargo yo recuerdo que, como quién no quiere la cosa, ella dijo de que no iba a un cine hacía casi cinco años. ¿Cómo una chica te puede decir algo así y no esperar que la invites tú a romper su mala racha cinematográfica? Ella dice que yo la intenté besar (aún conservo memoria de las tetas bien puestas de Penélope Cruz bajo un vestido rojo sangre en Volver) y yo recuerdo, con claridad filmográfica, que ella volteó la cara para que mi boca tocara la suya, porque yo no sabía si besarla era lo correcto. Todo aquello sucedió bajo la lluvia, con un poco de frío y muy poca luz, bajo los rieles elevados del tren, en la estación de la Avenida Broadway con la calle 231.

Un amigo solía decir que las mujeres me habían pagado mal porque yo me enamoraba mucho. Este perro romántico jamás había tenido una relación duradera. Mi vida era una colección de encuentros fortuitos, de noches apasionadas seguidas por largas temporadas de furiosas y salvajes noches solitarias. Había dos o tres mujeres que se repetían, porque a nuestra manera supongo que nos queríamos, pero ninguna de aquellas se había convertido en nada estable. Sin embargo, por la época en la que conocí a la que sería mi esposa (quien supongo que será la madre de mis hijos) había empezado a desarrollar inusitados hábitos, para mí, de galán barato.

Una mala experiencia me había obligado a replantearme mi vida de soltero. Perdí peso y empecé a frecuentar el gimnasio. Entonces mi calendario, hasta entonces magro de aventuras, se llenó de ellas. Ellas aparecían una noche y se quedaban hasta la tarde. Eran relevadas y se convertían en aventuras que duraban un día más o se convertían en dos o tres noches seguidas entre las sábanas. Vivía en un cuarto muy pequeño con balcón a una calle llamada Villa. Era limpio, pero de vez en cuando, porque los dueños albaneses no le daban ningún mantenimiento, se aparecían unos bichos –que yo recordaba mucho más grandes en su versión limeña-, unos monstruos de color anaranajado oscuro llamados cucarachas, que yo trataba de matar contra las losetas del baño mientras me cepillaba los dientes. Allí viví dos años. Siempre había fiestas que me obligaban a ir hasta Manhattan o a Brooklyn. Había también visitas que se quedaban hasta el amanecer y se despedían de mí para tomar el tren, o viajeras de otras latitudes que aparecían con sus llantos, sus sonrisas y sus historias, algunas muy descabelladas; para compartir mi cama de plaza y media que apenas si cabía en aquella habitación.

Ya tenía una oficina, a dos cuadras de mi departamento, en una universidad. Allí enseñaba un curso de diseño y diagramación básicos con Illustrator, Photoshop y Quark Xpress. También aprendía, con paciencia, la belleza de un sueño llamado Literatura Inglesa. En la bliblioteca de Lehman College y en mi habitación, gracias a unos tomos impresos a principios de los 1900 y protegidos con una pasta de cuero ennegrecido, leí por primera vez Gulliver’s Travels y A Modest Proposal de Jonathan Swift, Absalom and Achitophel de Dryden, The Rime of The Ancient Mariner de Coleridge, In Memoriam de Tennyson y Marriage of Heaven and Hell de Blake.

En aquél cuarto también me levantaba los viernes a las 6 de la mañana para coger un taxi hasta la estación de tren de Fordham Road hasta la ciudad de White Plains, tomar un bus desde allí hasta el límite con el pueblo de Elmsford en el condado de Westchester, y luego caminar algunas cuadras por encima de la autopista I-287, para trabajar estacionando automóviles los fines de semana en el club de golf más antiguo de los Estados Unidos. En ese club de golf, en las horas vacías de los días de mal clima, bajo un tablero de llaves, también abría mis libros y leía por primera vez los Sonnets de Shakespeare, sus dramas históricos, las comedias y luego las tragedias. Allí también leí –por primera vez– las mejores páginas de Joyce, Woolf, Eliot, Austen, Conrad y Wilde.

Y así conocí a su madre, les diré. O era un perro romántico o era un loco que, de pronto, se dio cuenta de algo. De aquella clase que no quería llevar, mirándola entre observación y observación, tomando notas acerca del Souls of Black Folk, de W. E. B. Dubois, una noche llegamos a su departamento y nunca más nos separamos.

Mi esposa dice que lo intentó. Que me quiso evitar. Que yo la acosé. Que le puse el ojo y nunca la quise dejar en paz. Que con engaños me la llevé a comer sushi en un restaurancito en Riverdale. Que me metí en su cama casi a la fuerza, ante el escándalo de su conejo, Toby, que rondaba celoso. Dice que ya no me quise ir; y que yo iba tan preparado para el asalto final que hasta llevaba un condón, listo, en uno de los bolsillos de mis jeans.

Yo no recuerdo nada de aquéllo. Tal vez sean los trucos de la memoria o detalles que el tiempo ha borrado.  Pero ésta es mi historia y por lo tanto, se la cuento yo.

Esta entrada fue publicada originalmente en el blog Newyópolis de la revista española FronteraD.

Ciudad de los Reyes

Foto de Edgar Asensio.

Mi recuerdo más antiguo en la ciudad de Lima es una foto en blanco y negro en el Parque Washington en 1972, donde mi madre–con un peinado que le debía demasiado a la moda nuevaolera  (una peluca como aquella que lucían las coristas de B-52)–sostiene entre sus brazos una manta de tela con la que arropa a un bebé rollizo, llorón y con pelo muy negro estilo puercoespín. A un lado está mi padre, con los botones de la camisa a punto de explotar, aún mostrando ese grueso bigote colorado que llevó toda mi infancia y que se afeitaría cuando el cabello se le empezó a llenar de canas.

El Parque Washington es una pequeña plaza en en el barrio de Santa Beatriz, a la altura de las primeras cuadras de la Avenida Arequipa, entrando a lo que se conoce como el Centro Histórico. Allí mi padre, que se había recién graduado de ingeniero y trabajaba para el Ministerio de Vivienda, alquiló un pequeño departamento durante un año, mientras esperábamos que se terminara la construcción de la que sería nuestra casa de siempre: un lote de la calle Los Químicos en la Urbanización de la Cooperativa de Ingenieros, en el entonces muy aislado distrito de La Molina, al este de la ciudad.

No queda ninguna otra fotografía de aquellos días, ni  tengo otro recuerdo de aquel parque (a no ser por aquellas tardes de domingo, ya adolescente, en las que junto a mi hermano y amigos huíamos en turba, seguidos por las cachiporras de los policías, al término de algún clásico del fútbol jugado en el Estadio Nacional). Mis siguientes memorias de la ciudad son casi todas de La Molina, de aquel barrio entre campos de cultivo: Mi madre entraba conduciendo su escarabajo blanco hasta la casucha del guardián de un terreno a la espalda de nuestra casa. Allí comprábamos fresas. Era tierra zanjada y las frutas se recogían directamente de las zanjas. Nos la pesaba en una balanza de metal azul oxidada (recuerdo los dedos callosos del campesino jugando con la pesita mientras mi madre reclamaba o regateaba el precio y la calidad de las fresas);  y luego mi madre manejaba las dos cuadras hasta la casa para enseñarnos que antes de comer una fresa debíamos remojarlas en agua yodada en el lavatorio de la cocina. En ese fresal, años después, se contruiría el edificio central de las oficinas de la IBM del Perú, al cual nuestro barrio le debe, en el lapso de nueve años, dos ruidosos atentados senderistas.

Tal vez porque las mañanas en La Molina siempre suelen estar acompañadas de un sol brillante, mi otro recuerdo permanente de la ciudad–por contraste–está asociado al cielo oscuro de la costa. A mamá le gustaba llevarnos a las playas de la Costa Verde,  donde se tumbaba a leer bajo la sombrilla mientras nosotros hacíamos agujeros y castillos en la orilla. Antes de regresar a casa, nos acompañaba a cruzar la rotosa pista del circuito de playas, para que nos desprendiéramos de la arena en los chorrillos de agua que caían por los acantilados. Era verano, pero recuerdo muy bien esa neblina espesa: trepada, abrazada a los edificios más altos de Miraflores. Era una visión a la que se llegaba conduciendo por la recién construída Via Expresa, que entonces todos llamábamos por su apodo: el Zanjón.

Mi siguiente recuerdo de Miraflores es el de la Avenida Larco. Era un edificio oscuro y era invierno. Avanzaba por unos pasillos angostos con paredes de color blanco oscuro y allí estaba ese olor penetrante de los cuartitos de las nebulizaciones, que mi madre necesitaba para que no empeoraran sus ataques de asma. En una de las esquinas de Larco había un local del Banco Hipotecario y muchas veces estuve allí, esperando en el auto, mientras mi madre retiraba o depositaba dinero, observando detrás del parabrisas a los viandantes: miraflorinos de pantalones setenteros y apretados; o  mujeres de chompas hasta el borde del cuello y lentes oscuros grandazos de tonos pardos.

Al Centro de Lima solo entrábamos por las mañanas para dejar a mi padre en su trabajo. Él ya se había convertido en uno de los ingenieros de la sección de tasaciones del Banco de la Vivienda. Su entrada a las 8 de la mañana siempre iba acompañada por prisas entre el peaje de la Avenida Circunvalación (donde yo y mi hermano nos disputábamos por quedarnos con los coloridos tickets de peaje en forma de billetes que entregaban en la caseta) y la entrada al Centro, por una callecita empedrada y muy estrecha. De esos viajes recuerdo sobre todo el cielo negro y los cerros, donde se apiñaban las casuchas. No conocía a nadie que viviera allí. La única palabra que asociaba con ese paisaje, era «pobreza».

En la zanja de la Avenida Circunvalación se amontonaba la basura. Eran cerros de desperdicios entre los que deambulaban perros y gente. Había muchos niños correteando entre aquellos montículos hediondos (siempre cruzábamos esa zona con las ventanas bien cerradas). A veces los chiquillos cruzaban la pista, corrían entre los automóviles sin dejar de sonreir: bajo el humo oscuro del cielo, con el paisaje al fondo de los cerros negros y las fábricas de color negro donde se acumulaba el fierro oxidado.

De vez en cuando los papeles flotaban en el aire, entre los autos. Y yo los miraba, sin pensar en nada.

Mal día para pescar

Escena de la película uruguaya Mal día para pescar (2009)

Toco una tecla de la computadora y siento el dolor de cabeza instalándose. Como si una idea quisiera acampar allí, como si existiera un sueño al que le provocara quedarse en ella.

Nevó hace una semana, muy inusual. Desde entonces ha mejorado el clima pero aún quedan restos de nieve. He empezado un nuevo año de vida, vi esta mañana una rendija más en mi frente: una arruga. Descubro que los anteojos de sol cubren las patas de gallo y los ojos cansados. No sé por qué se me ocurre ahora que siempre he tomado mis mejores fotografías con la luz del día. Una asociación entre mi vida y mis fotografías. Las fotografías hablan de mí, eso lo sabemos todos. Y hablan de lo que no me gusta mostrar. Creo disponer de cierto talento para elegir lo que debería salir de la foto. Y ese es el mejor secreto de toda buena composición.

Volvamos a Onetti. He leído «El pozo». En un tren a Princeton después de aburrirme de «Los adioses». Descubro allí una oscuridad que se supone que puede descomponerse. Camino conversando sobre Onetti. Mi intelocutor me dice todas las cosas que un escritor puede aprender de él. «Tal vez él lo haya conocido», pienso yo. Tal vez en la misma ciudad de Santa María: en ese pequeño infierno. Casi como un Jaquí más grande. ¿Les conté? Casi les dije todo en la novela, pero sospecho que solo en mi cabeza tienen sentido las imágenes de esa mujer abandonándonos a los dos con el polvo, caminando hacia la pampa o hacia la bodega, calle arriba, sílaba por sílaba, haciendo las pausas para que no se nos pierda nada: «Donde hubo fuego, cenizas quedan». ¿Qué habrá pensado ella, mi ex? Desde entonces no hemos hablado. Por medio de terceras personas sé que está bien, que tuvo tantos hijos (¿Ven? ya lo he olvidado. No puedo recordar ni cuántos) Y al fin y al cabo en este cuento, en esta crónica, en esta memoria, en esta mezcla de géneros no sé ni siquiera si tenga sentido decirles que así era Jaquí: como esos días en que me iba detrás de la loca de la tía que tenía en su casa fotonovelas porno. Las escondía debajo del colchón, pero siempre nos dejaba un pedacito de la esquina visible, para que sepamos, sin que nos los diga, que había una revista nueva. Se iba con algún pretexto y nos dejaba a solas a mí y a su hija, libres para inspeccionar su cuarto, levantar el colchón y leer un par de veces sus revistas.  Después volvía y nos hablaba de Dios y de la iglesia. De lo mucho que la necesitaban los curas porque ella vivía en olor de santidad. Me pregunto si será cierto que la iglesia–el terreno y la construcción–fueron donaciones de mi abuelo. Les dio una catedral y un cementerio, para que los jaquinos vivamos en paz con los dormitorios eternos de arriba y de abajo. Con el bien y con el mal.

Leí «El Pozo» y me impactó. Me llenó de ganas de ser un buen escritor, de inventar recursos como los que crea Onetti mientras recita una historia cruda y sencilla como cualquier otra que hemos escuchado en la calle polvorienta del pueblo o en los periódicos amarillentos. Una mujer casi violada. Un hombre a quien le perturba la idea de que tal vez en ese momento, lo mejor para ella era que lo hubiera hecho. Que esa mujer rechazada jamás se lo iba a perdonar. Reconstruir esos momentos toma toda la vida. Tal vez uno empieza a querer repararlos ni bien los ha destrozado. Tal vez es como la escena de «Solo para fumadores» en la que apenas si se ha deshecho de los cigarrillos y ya Ribeyro siente que debe lanzarse por la ventana a recogerlos. Tal vez las imágenes desesperadas sean  por las que yo me mataré toda mi vida.

(Un poema ¿por qué ya no escribo poemas?)

Es cierto que fui yo quien me asomé detrás de ella. Es cierto que fui yo quien empecé a tocarla. Pero también es verdad que era un niño y que ella era una niña y que después de besarme fue ella la que se me entregó. ¿Esa imagen me torturará? No siempre. Hay veces en que cierro los ojos y me provoca una sonrisa, ensueños en los que yo soy un personaje y ella guía mi mano y después–mucho después–me arrincona contra una pared, me besa con rabia y me pregunta ¿por qué ya no me buscas? Y si la hubiera buscado ¿Dónde estaría yo ahora? Estaría como el Príncipe Orsini en esa película que he visto hoy: «Mal día para pescar»; estaría fumando un cigarrillo en una calla de Santa María e imaginándome todo lo que pudo pasar, las cosas que pude haber hecho con mi vida.

Pude. Jamás lo hice. Tendré que darme crédito por haber tomado algunas buenas decisiones, por no haberme dejado embaucar en torpezas lamentables, como por ejemplo: las de tener un hijo con ella. Ella, que me suplicaba que no me pusiera nada, que la hiciera suya.

Otros errores: haberme largado con ella, o haberme quedado en el pueblo a pescar, a ser uno más. Otros errores posibles: malacostumbrarme a sufrir. Si me hubieras visto llorando al regresar de su casa o sentado en esa silla donde imaginaba que me tocaba morir hubieras entendido de lo que hablo. Pero no me viste. Solo me vi yo y me vio mi hermano. Y mi hermano me hizo alguna broma, me hizo pensar en lo estúpidas que pueden volverse las cosas cuando uno tiene diecinueve años y cree estar enamorado.

Otro error: no haber llegado más temprano y más tarde, un par de veces que me quedé dormido, como aquella en que ella era rubia y me miraba y nos estábamos pudriendo de la risa. O esa otra en que dirigí mi mano debajo de su pantalón y no seguí. O aquella en que me rehusé a besarla cuando ella se me puso de frente, en la oscuridad;  y levantó su camiseta. Errores de ignorancia, pero quién sabe. Tal vez es cierto y nunca hubo nadie tan triste como ella.

Salud con Onetti.

La isla y los libros

Esta semana he publicado esta entrada en mi blog NEWYÓPOLIS en FronteraD. Trata sobre la experiencia de leer en la ciudad de Nueva York.

Foto por PerrySt-Flickr.

Un libro viejo mirándote desde un escaparate. ¿Cómo resistir la mirada de un libro viejo que uno quiere leer? Ese libro viejo te mira y entonces ¿qué más puedes hacer? De niño fui un mal lector. Le he echado la culpa al dinero escaso, pero la verdad es que mis aficiones literarias en Lima se redujeron a las recomendaciones de uno que otro amigo, a títulos que pescaba en la televisión o en alguna película. Fui un pésimo lector. Pasé de Julio Verne a Gabriel García Márquez y me conformé con una que otra novela de autores latinoamericanos. Me entusiasmaba demasiado Alfredo Bryce Echenique. No sabía leer a Borges. Nunca leí a los griegos ni a los latinos. Ya en Nueva York cometí la estupidez de preguntarle a un amigo que me hablaba de Esquilo «¿Los dramas se leen?»

Pero en Nueva York, con libros viejos y baratos en cada barrio ¿cómo no hacerle caso a los libros? Esta es una ciudad donde basta tener un poco de tiempo libre para disfrutar el día tumbado al lado de un ventanal, leyendo en librerías de anaqueles bien surtidos (No como en Lima, donde abres un libro y un empleado corre a pedirte que pases por caja antes de osar leerlo) En esta ciudad de millones de impacientes lectores, quedan aún librerías suficientes, pequeñas y grandes tiendas desperdigadas en sus diferentes barrios. Pero la madre de todas ellas, el paraíso de los libros usados, es Strand.

La primera vez que entré a Strand fue a un local que ya no existe, en Fulton Street, cerca del puerto de Manhattan y en pleno centro financiero. Una banderola roja flameaba en la entrada y sus «18 millas de libros» (ese es el eslogan de la tienda), parecían haberse apoderado de cada rincón. Era un local húmedo, inapropiado para tanto papel amontonado. Poco tiempo después se abrió el renovado segundo piso del ahora único local, a dos cuadras de Union Square. Strand es una librería modelo, siempre está abarrotada de gente. Cada vez que entro en ella me vuelve la fe en esta ciudad: en Nueva York aún leemos. En esta metrópoli apurada aún es posible entablar discusiones literarias con alguna persona en el tren subterráneo, aconsejar a un extraño tal o cual libro, tomarnos un café mientras preguntamos con amabilidad al vecino, o al pasajero que lee concentrado en el bus ¿qué tal es ese libro? Recuerdo a una enamorada judía, a la que abordé en un restaurante de esos que abren 24 horas, después de la medianoche, para decirle que me gustaban sus bucles pelirrojos. Después de una sonrisa de agradecimiento, ella me soltó su primera pregunta, mirando la edición de tapa blanda de la novela–comprada en Strand–que yo apretaba contra mi sobretodo: «¿Estás leyendo a Faulkner?» Era su autor favorito.

Ahora observo los libreros de mi casa y el signo de Strand está en muchos de esos tomos que el amor por la literatura me ha obligado a adquirir (¿Cómo resistir la mirada de tantos libros hermosos?) Son libros que fueron comprados a menos de la mitad del precio original, a veces con la ventaja de alguna nota conveniente de un buen lector, y en ocasiones con la dedicatoria de un padre cariñoso, un buen amigo o un amante. Allí están mis tomos de tapa dura de la Everyman’s Library: allí leí a Joyce por primera vez. También los cuentos de Rudyard Kipling–qué magnífica experiencia la lectura de The Man Who Would Be King–y las obras completas de Oscar Wilde–difícil resistir la carcajada con The Importance of Being Earnest. En esa misma colección, comprados a menos de ocho dólares, vino Mrs. Dalloway y To the Lighthouse, la imprescindible novela de Virginia Woolf. El enriquecedor diario de Mircea Eliade vino de los anaqueles de Strand, igual que The Sacred and the Profane. También la autobiografía de Ingmar Bergman, The Magic Lantern; y la biografía de Emir Rodríguez Monegal sobre Borges. Hay mucha poesía (Keats, Heaney, Lee Masters, Matthew Arnold, Auden, Plath) y libros que me iluminaron la vida: Macbeth en la edición de la Signet; The Complete Plays of Sophocles editado por Moses Hadas; las traducciones de Dryden y de Allen Mandellbaum de The Aeneid y la de Maude de War and Peace; y History of My Life de Giacomo Casanova (el tomo 1 y 2) De allí también salieron mis libros de ensayos de Eliot, de Pound, de William Carlos Williams; y esa interesante guía por el universo de la buena literatura que Harold Bloom me autografió una tarde con letra tembleque: The Western Canon.

En alguna página de las obras completas de Borges, saboreé hace tiempo un ensayo donde Emanuel Swedenborg pronosticaba que el paraíso prometido por Dios es un espacio para que conversen las almas de quienes fueron buenos lectores en vida. Gracias a mi experiencia en Nueva York, a sus libros usados y a Strand, creo estar cada vez mejor preparado, por si alguna vez me toca llegar a esa eterna tertulia celestial imaginada por el iluminado Swedenborg.

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