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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Brooklyn

James Salter, All That Is y la vida a los 80

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A los 87 años, Salter ha escrito una de las mejores novelas publicadas en los Estados Unidos.

¿Cuántos escritores publican su mejor novela a los 87 años?¿Cuántos pueden decir que dejaron de frecuentar a Saúl Bellow porque éste era demasiado condescendiente con ellos? James Salter nació en 1925 y 87 años después ha publicado una novela brillante: All That Is. La historia (de amor, para decir que es de algo y que no lo abarca todo, como las grandes novelas) comienza con varias escenas de guerra y de mar, entre ellas la de un oficial de la marina de los Estados Unidos saltando al agua, por error, entre el bombardeo de los kamikazes japoneses en el Pacífico.

Para mí, la experiencia de mi lectura de All That Is comenzó con la foto de Salter en la tapa. Allí estaba el octogenario, sin parecerlo: el expiloto de caza bombarderos, el ex amigo de Bellow y compañero de carpeta de William Buckley y de Jack Kerouac, el ex guionista de Robert Redford.

En The New Yorker acaban de publicar un perfil sobre Salter. «Es un escritor de escritores» dicen los que lo admiran y no se sorprenden de que no muchos hayan escuchado su nombre. «Un escritor de escritores acerca de escritores» dice Joyce Carol Oates que lo considera su amigo. En la contraportada, entre los elogios están los nombres de John Banville y de Julian Barnes. No me extraña: dos escritores a quienes todavía les importa mucho no sólo lo que se dice sino el cómo se dice. Banville te puede conquistar diciéndote como los dioses observan a un adolescente (The Infinities), Barnes te puede atrapar para siempre al describirte una escena en un colegio rural, cuando parecía que Europa nunca llegaría a la mayoría de edad (The Sense of an Ending). Salter te puede atrapar de varias formas: en el aire (The Hunters), en la cama (A Sport and a Pastime) y ahora en el agua (All That Is). A mí me atrapó cuando lo leí por primera vez, esta semana, en una historia sobre una supuesta muerta y dos amantes descubiertos ( Last Night).

Al escribir una nota de un libro, uno se da cuenta que tan inútil es tratar de reducir una historia bien contada a unas cuantas palabras. De lo que se trata –como decía Muñoz Molina, hace muy poco, en una nota sobre Salter publicada el 13 de abril de 2013 en El País– es de recomendarlo, de ponerlo en la vitrina, de decirle a otros escritores que están buscando la luz: léete a Salter.

Otras cosas que dice The New Yorker sobre Salter: la mayor desgracia de su vida fue la muerte de su hija adolescente, quien murió electrocutada en la ducha en una cabaña, al lado de Salter, en Colorado. También dice: a quienes lo conocen más, les ha costado acostumbrarse a que Salter siempre toma notas: mientras conversa, en reuniones, en una cena formal. Salter siempre está tomando notas debajo de la mesa.

La nota también dice que escribía con seudónimo cuando apareció su primer libro sobre un grupo de aviadores en la guerra de Corea: por miedo a que sus amigos lo consideraran un intelectual inútil.

En The New York Times, hace dos días, publicaron un artículo sobre las apuestas que se hacían entre los libreros de Park Slope en Brooklyn, a propósito de los candidatos al premio de ficción. El año anterior, el desastre fue que lo declararan nulo, obviando la pequeña obra maestra de Denis Johnson, la novelita Train Dreams. El 2013 no creo que haya un mejor candidato que Salter. Todas las apuestas a All That Is.

El vicio y la conquista del mundo

Las portadas de Vice nunca se han caracterizado por su buen gusto. Tienden a ser chocantes y ofensivas.
Las portadas de Vice nunca se han caracterizado por su buen gusto. Tienden a ser chocantes y ofensivas.

Williamsburg siempre me ha parecido un lugar frío. Al menos, mucho más helado que el Downtown de Brooklyn o el Woodlawn del Bronx. Sospecho que así es porque mis recuerdos son de invierno, de mañanas o tardes en que me sentaba en sus hospitalarios cafés  a renegar del tiempo, o de noches en las que caminaba abrigándome, sobre la nieve, hacia algún club oscuro entre las paredes adornadas de grafitti.

Allí en Williamsburg, encontré Vice por primera vez. Era una revista con carátula de colores chillones, mucha publicidad y unos cuantos artículos casi ininteligibles. Un experimento editorial, gratuito, que yo recogía y consumía con mayor velocidad que el Village Voice.

Esta semana, en un largo artículo en The New Yorker, descubro que aquella publicación ya no es una revistilla sino un conglomerado multimedia con 35 oficinas en el mundo, convenios de distribución y producción con gigantes como YouTube, HBO y Viacom, con reportajes espectaculares, no siempre de muy buen gusto, que van desde la santería y la criminalidad en Caracas o la imposible forma de vida en Corea del Norte , hasta la venta de armas en Florida o las fotos de crímenes violentos publicados por un diario amarillista de la Ciudad de México.

«Una buena noticia es la que puedes contarle a tu mejor amigo, sentado en el bar, mientras se toman un trago», dice Shan Smith, gerente general de Vice y protagonista de muchos de los reportajes. Smith es un ambicioso hijo de puta, en el buen sentido de la palabra.

El artículo nos cuenta sus inicios en Canadá. Vice empezó en 1994 como una publicación gratuita, aprobada como parte de un programa del gobierno para jóvenes desempleados, destinado a ser una revista que informara sobre la vida cultural de Montreal. Smith y sus socios, pronto convirtieron a Vice en la herramienta para cubrir los tres temas que más amaban: las drogas, el rap y el punk. Al parecer Smith tiene un talento muy especial para olfatear notas de interés y para cerrar negocios de publicidad. Por los años en que mudaron la operación a Williamsburg, ya Smith solía llamar de madrugada desde los teléfonos públicos a gritarle a sus amigos «¡Vamos a ser ricos!». En 2013, Vice tiene más de un millón de suscriptores a sus páginas web y canales de YouTube y la ambición de convertirse en una cadena de noticias de 24 horas para jóvenes, al mejor estilo de CNN.

En febrero de 2013, Vice hizo noticia. Smith y su equipo fueron recibidos por el líder supremo de Corea del Norte: Kim Jong Un. Al saber que Jong Un era un fanático de los Chicago Bulls y de la NBA (desde sus años de estudios en un internado suizo), Vice organizó un partido de exhibición de los Globetrotters en la capital norcoreana, con un fantástico invitado: Dennis Rodman, ex estrella de los Bulls. Rodman se convirtió en el primer ciudadano de los Estados Unidos en estrecharle la mano a Jong Un y se sentó a su lado durante el juego. Aquella visita fue parte de los preparativos para el lanzamiento de la próxima serie Vice por HBO, según Smith, una de las tantas jugadas maestras en su objetivo de transformar la televisión y convertirse en líder informativo para el segmento joven.

Hace unas horas terminé de ver un documental de Vice sobre SOFEX,  una gran feria de armamento en Jordania, información que no solemos ver en los canales de los Estados Unidos.  El reportaje es muy bueno. Pienso contárselo a mis amigos la próxima vez que nos tomemos unas cervezas.

La nieve te hizo tan blanca

Nieve sobre el puente de Brooklyn.

Quisiera haber apuntado en una libreta todos los detalles. Porque luego me encuentro con ella y me dice: «No, así no fue ¿no te acuerdas?» Y  lo que yo me acuerdo tiene que ver muy poco con lo que en realidad pasó.

Ella llegó una mañana de febrero en que nevó, como hoy. Yo era más joven, vivía en Brooklyn y poco sabía del invierno. Ella llegó al aeropuerto acompañada de una amiga que–cuando pasó lo que pasó–se dedicó a criticar sin mirarme a la cara. Yo creí que les había prometido un tour por Nueva York pero ella me dice que les había prometido el Empire State. Puede ser cierto porque cuando neva clausuran el balcón. Y nadie sube hasta allá para darle vueltas a la tiendita de recuerdos y tomarse un café.

Ella era trigueñita, del bello color de la arena mojada–como leí en una crónica cubana. Tenía mucho dinero y le disgustaba mojarse las botas. No sé porque nos quisimos, pero entre tantas dudas y malos recuerdos siempre parecemos concordar en aquello: nos quisimos. Fue una locura de invierno, de días cortos con noches largas. Casi siempe estuvimos metidos en la cama o en una bañera, tocándonos como quien ama por primera vez.

Su viaje estuvo cortado por un crucero que partía a las Bermudas desde un muelle en Manhattan; y por un viaje relámpago a Viena. Cuando llegó su crucero terminaba de nevar, cuando regresó desde Viena (para estar conmigo por cinco días, conocer Philadelphia y volver a Lima) nos estaba sepultando una nevada. Su amiga tomó un taxi en el muelle. Dijo que la encontraría el día de la partida, en el aeropuerto.

Caminamos por la 42. Ella miraba con espanto sus botas enterradas en el hielo de la calzada y yo forcejeaba con una maleta repleta de recuerdos vieneses. Ella sugirió que nos metiéramos a un restaurante carísimo para desayunar. Viéndola cubierta de nieve y con una mueca de angustia, intentando forzar una sonrisa debajo de su abrigo de esquimal yo le dije: «La nieve te hizo tan blanca»

–Así no fue. Yo me estaba muriendo de frío y quería tomarme algo caliente.

–Tú estabas molesta porque eran tus botas nuevas. Se te estaban arruinando.

–Y tú me dijiste que se me arruinaban y me comprabas otras ¿Eso no te acuerdas?

–¿Yo? ¡Si en esa época yo estaba más misio que nunca! No puede ser…

Ella se ríe en el teléfono. Se acuerda de otros detalles: quise que pasara la primera noche en mi departamento, que yo compartía con dos amigos. Un colombiano se hizo el huevón y quiso abrir la puerta del baño donde ella estaba calata. En Philadelphia me obligó a pagarnos un buen hotel. Sólo pude pagar una noche y ella pagó las siguientes (al parecer yo juré que le iba a mandar el dinero a Lima). La noche que se fue, lloró en el camino hacia el aeropuerto. Dice también que durante aquél viaje en taxi yo prometí acordarme de la fecha en que nos reencontramos en Nueva York después de tantos años, sin embargo

–Te olvidaste. Eso y todo lo que te conviene. Sólo te acuerdas de los polvos.

–¡Que malhablada!

Suelta una carcajada. En ella no se notan heridas ni rencores. Éramos más jóvenes y más tarados. Desde entonces nos hemos encontrado muy poco, siempre en la computadora o en el teléfono. Nunca nos hemos vuelto a ver.

–No puedo creer que hayas venido tantas veces a Lima y jamás me hayas llamado.

No hay reglas para los amores del pasado, tampoco para las amistades duraderas. Las personas se juntan por leyes de atracción que funcionan sin que movamos un dedo. Gracias a estas mismas leyes, al reencontrarse, las personas vuelven a ese afecto. Disminuído, porque se acabó «la llamarada», pero siempre allí: un afecto de llamadas cariñosas, de bromas subidas de tono. Son jueguitos semi civilizados para no dejar de ser nosotros mismos, para no olvidarnos de nuestros errores y ser, a nuestra manera, amigos inmortales.

Mi amigo amaba a Melville. Puso cara de cojudo elegante frente a su tumba, se ajustó los anteojos con solemnidad y apretó el sobretodo más que por el frío para que se viera su copia de la Norton de Moby Dick (una copia de una edición hindú, un poco más pequeña y más barata que consiguió en Alibris) mientras yo le tomaba la foto. Detrás de él se ve un poco de nieve.

Fue el 31 de diciembre de 2005. Nos habíamos encontrado para almorzar cerca de Lehman College y habíamos tomado el tren hasta Woodlawn. Yo ofrecí caminar –me gusta el frío y la caminata– pero mi amigo era comodón y vago. Deambulamos por las calles del cementerio buscando la lápida gris y mohosa. Mi amigo recitaba las líneas de uno de los capítulos que se había aprendido de memoria (en español): «The Lee Shore». Quise enseñarle la tumba de Armstrong pero él se opuso. Quería que esa experiencia se limitara a Melville y solo a Melville.

Después nos fuimos a comprar champán barato. Recogimos a una amiga rumana que aceptó acompañarnos y que caminaba con dificultad por un jalón en la pierna durante sus clases de flamenco (así es Nueva York, a todos nos da por reinventarnos). Yo estaba fresco de haber terminado mi primer semestre de literatura inglesa y mi amigo quería recibir el año mirando a Manhattan desde el malecón de Brooklyn Heights.

 

Estábamos a un paso de las oficinas donde hace poco más de un siglo Whitman trabajó de periodista. Hacía mucho frío. Nos quedamos allí pasadas las doce, contando las bengalas que explotaban en los botes que circundaban la bahía y admirando el despliegue de luces dentro de los rascacielos donde alguna mano mandaba que las oficinas se incendieran intermitentemente desde el piso uno hasta el 97 y desde el 97 hasta el uno como si fueran cubitos de tetris cayendo desde lo más alto.

La ciudad y el mar

Este es el artículo publicado esta semana en mi blog de FronteraD

The cure for anything is salt water. Sweat, tears, or the sea»

Isak Dinesen

Una tarde creí ver el mar en Madrid. Era junio y yo deambulaba cerca de un castillo donde mi guía decía que vivía el rey. Al lado se veía una gran cantidad de cielo y yo, ingenuo, mal acostumbrado al paisaje limeño, le dije: «Ahí tiene que estar el mar. Ahí debería de estar el mar». Aquella noche, en una disco cerca de Lavapiés, discutimos aquella sensación. «Jamás podría vivir en una ciudad lejos del mar», me dijo ella. Y coincidimos, tal vez tercermundistamente, que incluso en los días más ajetreados de nuestra experiencia limeña, saber que el océano estaba a un paso, así solo fuera para observarlo, hacía más llevaderas nuestras vidas.

Nueva York está rodeada por el mar. Sus residentes han conservado espacios que aprovechan la cercanía de la metrópolis al agua. Es cierto que la mayoría de postales representan a Newyópolis en complicidad con el Hudson –ese río de proporciones amazónicas que sube y baja desde la zona montañosa de los Adirondacks–; pero el agua del Atlántico alimenta a este río que los primeros exploradores españoles bautizaron alguna vez como San Antonio. Además, las playas de los neoyorquinos no son dulces.

Mis primeros veranos, cuando dependía de los vehículos de parientes, la experiencia playera consistía en expediciones  de muchas horas hacia Long Island, en las afueras de la metrópoli. Allí están las arenas más visitadas: Jones Beach y Long Beach, cuya popularidad transforma al tráfico del fin de semana en un infierno. La cerveza debe ser consumida a escondidas, y la comida debe ser protegida de unas gaviotas gordas como puercos que deambulan alrededor de los cientos de tachos de basura colocados cada veinte pasos sobre la arena. Sin embargo,  al conocer mejor las rutas del tren subterráneo, mi oferta playera se amplió: cuatro de los cinco barrios que conforman Nueva York tienen arenas que moja el Atlántico.

La más conocida es Coney Island, en la punta sur de Brooklyn. Antes de la invención del automóvil, este era el único destino veraniego de los neoyorquinos. Aún quedan vestigios de su vieja gloria. El viento y las llamas se llevaron a los lujosos y colosales hoteles a la medida de las ambiciones del país; pero aún están allí tres de sus principales atracciones, que reciben cada verano a la sudorosa marea de visitantes: los juegos mecánicos –incluyendo al Cyclone, la primera montaña rusa–; el maravilloso Acuario de Brooklyn, y el restaurante donde los americanos dicen haber reinventado el hot-dog: Nathan’s, que cada 4 de julio revive su fama cuando un grupo de trogloditas compiten para ver quien es capaz de embutirse más salchichas en la boca.

Muy cerca de Coney Island, a poco más de media hora de caminata, está mi playa favorita: Brighton Beach. Es el balneario tradicional de los inmigrantes rusos. Cuesta creer que estando tan cerca de Coney Island sea una playa tan distinta. Coney Island es ruidosa y muy juvenil. Brighton Beach es familiar. Lo que más abunda en Coney Island son jóvenes retozando en la arena. Allí el sexo es un elemento que vibra en el ambiente. Sobran las miradas lascivas. Brighton Beach, al menos en mi experiencia, es más calmada. Lo que abundan son familias: abuelas rusas muy gordas, padres de familia panzones, criaturas que saltan en el agua. En Brighton Beach podía leer un libro y escuchar el mar. En Coney Island era imposible alejarse lo suficiente de los muchachos con equipos de radio o gargantas a todo volumen. En invierno, ese paisaje es  muy distinto. Ver la arena de Coney Island cubierta de nieve, con la sombra de sus parques de atracciones silenciosos, es todo un espectáculo.

Un verano me doblé el tobillo. Coincidió con la primera visita de mis padres a mi pequeño departamento en el Bronx. Les anuncié que visitaríamos una parte de la ciudad donde se reposara y no se tuviera que caminar (Ambos estuvieron de acuerdo. Sus anteriores visitas –al Nueva York turístico– estuvieron cargadas de subidas y bajadas por las escaleras del subway, y por caminatas de muchas horas entre calles y parques, no muy condescendientes con sus piernas sexagenarias). Además de Coney Island y Brighton Beach, llegamos en un bus hasta Orchard Beach, en el Bronx, una paradisíaca frontera con el mar, que la población hispana convierte cada fin de semana en una fiesta, llena de sabores tropicales, salsa y bachata. También fuimos en el tren, cruzando una bellísima zona de pantanos, hasta Far Rockaway Beach, en Queens. Es una playa de aguas turquesas, de arena blanca entre las que se puede ver a los cangrejos cavando hoyos. A esta playa hay que llegar de día, pues está muy cerca de barrios peligrosos. Se puede llegar sin cruzarlos, pero nosotros, novatos, tuvimos que caminar por una calle de casas abandonadas, sin puertas ni ventanas, con sus habitantes desarrapados, con la mirada rojiza y perdida, que nos observaban mientras deambulaban como zombis, bien abrigados en el calor del verano.

El barrio menos conocido es Staten Island. Los neoyorquinos recomiendan a los turistas subirse al ferry gratuito que conecta a ese barrio con Manhattan, solo para ver de cerca la Estatua de la Libertad. A llegar a Staten Island hay que bajarse del barco, darse una vuelta de un par de minutos por el terminal y tomar el ferry de regreso. Nunca había puesto los pies afuera del terminal, hasta que se nos ocurrió ir a South Beach, una preciosa playa de arenas rojizas, de apariencia muy familiar, con un malecón menos bullicioso que el de Jones Beach y con impresionantes vistas del puente Verrazano y la costa de Brooklyn.

A más de dos horas de la ciudad, queda una franja de playas que recién descubriría años más tarde gracias a la relación con la familia de mis esposa: los Hamptons. La surferísima Montauk y otra docena de pueblos ubicados en la punta de la Isla Larga (Long Island) fueron en algún momento el paraíso de pescadores y de balleneros. Durante el siglo XX se transformaron en lugares privilegiados para el veraneo de las familias más acomodadas de Nueva York. Allí se mudan en los meses de verano muchos artistas y millonarios (la familia de mi esposa, lamentablemente, no es ni lo uno ni lo otro). Alguna vez, aquí pasaron el verano Los Beatles. Paul McCartney aún mantiene una residencia frente al océano. Aquí se prometieron amor eterno los divorciados Alec Baldwin y Kim Basinger. Billy Joel le ha dedicado algunas canciones a esos territorios; y John Steinbeck se refugió al lado de esas playas para escribir algunas de sus novelas. Los Hamptons tiene un encanto que proviene de que los habitantes han sabido conservar su paisaje semi salvaje, protegiendo a las especies animales que aún se reproducen y caminan con libertad por la zona. No es dificíl tropezarse con una tortuga o una familia de pavos salvajes cruzando las pistas, ni que decir de los venados. Los pobladores también han conservado, con sacrificio y mucha lucha, una rica tradición granjera; y aún quedan extensos terrenos dedicados al maíz, papas, viñedos, entre otros cultivos. Los millonarios del verano, a quienes los habitantes locales detestan, pues encarecen los precios y malogran el tráfico; conviven y comparten con los lugareños estas magníficas playas con vista hacia el Atlántico.

Esta semana calurosa, mientras observaba una zona protegida para las aves (East Hampton ha decidido mover sus tradicionales juegos artificiales del 4 de julio al mes de octubre para que no perturben el período de incubación de una especie de aves en peligro de extinción); al lado del cual tomábamos el sol yo y otros bañistas, pensaba en esta combinación del mar y la salud, en esa famosa frase de Dinesen que he puesto en el epígrafe. Es cierto: existe una estrecha relación entre la salud y el mar.

Y recordé otra vez aquella ocasión en que creí encontrar el océano en Madrid. Lo siento por ustedes madrileños, no sé como pueden. A mí tampoco me gustaría vivir lejos de él.

Tartufo en Brooklyn

Desde el borde de la acera sobrevino el sonido de los renacuajos asomándose. La ciudad se escondía del viento que golpeteaba las puertas y las ventanas y el pueblo se refugiaba en los hogares sagrados al pie de la leña crepitando y el fuego amable, para escapar de la furia del frío. Nadie más que Tartufo temía tanto al frío en su calle de Brooklyn porque el frío de alguna manera perforaba su piel, se deslizaba dentro de su cuerpo y le calcinaba los órganos. Le aletargaba la memoria y se alejaba dejándolo sin tacto, sin gusto, sin olfato y le disminuía la visión y el oído lentamente. Pronto, gracias al frío, Tartufo sería un completo inútil. Así habían pasado ya cinco inviernos desde que Tartufo se percatara que el frío lo atacaba a él de una manera distinta que a los otros. Y en ese tiempo había aprendido ciertas argucias de superviviencia.
Ya no desperdiciaba su vida en caminatas, pues ellas le robaban la energía que necesitaba para las lecturas.
Tomaba el subterráneo y aprendió de memoria los planos de las estaciones en los cuales podía encontrar amparo, y cuidados en caso de alguna emergencia.

La huachaferia según Vargas Llosa


Desde que me mudé al Bronx, he estado pocas veces en Brooklyn. La más interesante de mis escasas visitas, ha sido sin duda la de esta semana a la casa del profesor Joaquín Martínez.

Es la tercera vez que nos reunimos con él y con Camilo y, para variar, ellos hablaron casi todo el tiempo y yo escuché. Ávido, sintiéndome afortunado, como aquél norteamericano con perfecto español que hace unos años se paró de una mesa contigua antes de retirarse, para saludar y lamentarse, pues había estado durante varias horas «disfrutando de la conversación».

Entre otras cosas, el tema más recurrente fue el de los libros leídos. Como siempre, he hecho una lista de los que me gustaría leer. La reunión anterior fueron The Winter’s Tale , de Shakespeare y Le Planetarium de Sarraute; esta vez han sido El maestro y Margarita de Bulgakov, The History of the Conquest of Mexico de Prescott e Historia de mi vida de Casanova (que ya he empezado).

Joaquín ha terminado de leer el libro de Prescott y parece muy impresionado por el trabajo del norteamericano, quien describe con pelos y señales un país que nunca había visitado, usando gran imaginación y capacidad de síntesis.

Uno de los temas de la conversación, entre muchos otros, fue el de la huachafería. Camilo mencionó un artículo de Vargas Llosa sobre el tema, que hoy he encontrado buscando en Internet: («¿Un champancito, hermanito?»). Me parece tan feliz, que aquí lo copio. Fíjense en el párrafo final, soberbio; y en su mención a Manuel Scorza («en Scorza, hasta las comas y los acentos parecen huachafos»).

Huachafería es un peruanismo que en los vocabularios empobrecen describiéndolo como sinónimo de cursi. En verdad, es algo más sutil y complejo, una de las contribuciones del Perú a la experiencia universal; quien la desdeña o malentiende, queda confundido respecto a lo que es este país, a la psicología y cultura de un sector importante, acaso mayoritario de los peruanos. Porque la huachafería es una visión del mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, gozar, expresarse y juzgar a los demás.

La cursilería es la distorsión del gusto. Una persona es cursi cuando imita algo -el refinamiento, la elegancia- que no logra alcanzar, y, en su empeño, rebaja y caricaturiza los modelos estéticos. La huachafería no pervierte ningún modelo porque es un modelo en sí misma; no desnaturaliza patrones estéticos sino, más bien, los implanta, y es, no la réplica ridícula de la elegancia y el refinamiento, sino una forma propia y distinta -peruana- de ser refinado y elegante.

En vez de intentar una definición de huachafería -cota de malla conceptual que, inevitablemente, dejaría escapar por sus rendijas innumerables ingredientes de ese ser diseminado y protoplasmático- vale la pena mostrar, con algunos ejemplos, lo vasta y escurridiza que es, la multitud de campos en que se manifiesta y a los que marca.

Hay una huachafería aristocrática y otra proletaria pero es probablemente en la clase media donde ella reina y truena. A condición de no salir de la ciudad, está por todas partes. En el campo, en cambio, es inexistente. Un campesino no es jamás huachafo, a no ser que haya tenido una prolongada experiencia citadina. Además de urbana, es antirracionalista y sentimental. La comunicación huachafa entre el hombre y el mundo pasa por las emociones y los sentidos antes que por la razón; las ideas son para ellas decorativas y prescindibles, un estorbo a la libre efusión del del sentimiento. El vals criollo es la expresión por excelencia de la huachafería en el ámbito musical, a tal extremo que se puede formular una ley sin excepciones: para ser bueno, un vals criollo debe ser huachafo. Todos nuestros grandes compositores (de Felipe Pinglo a Chabuca Granda) lo intuyeron así y, en las letras de sus canciones, a menudo esotéricas desde el punto de vista intelectual, derrocharon imágenes de inflamado color, sentimentalismo iridiscente, malicia erótica, risueña necrofilia y otros formidables excesos retóricos que contrastaban, casi siempre, con la indigencia de ideas. La huachafería puede ser genial pero es rara vez inteligente; ella es intuitiva, verbosa, formalista, melódica, imaginativa, y, por encima de todo, sensiblera. Una mínima dosis de huachafería es indispensable para entender un vals criollo y disfrutar de él; no pasa lo mismo con el huayno, que pocas veces es huachafo, y, cuando lo es, generalmente es malo.

Pero sería una equivocación deducir de esto que sólo hay huachafos y huachafas en las ciudades de la costa y que las de la sierra están inmunizadas contra la huachafería. El «indigenismo», explotación ornamental, literaria, política e histórica de un Perú prehispánico estereotipado y romántico, es la versión serrana de la huachafería costeña equivalente: el «hispanismo», explotación ornamental, literaria, política e histórica de un Perú hispánico estereotipado y romántico. La fiesta del Inti Raymi, que se resucita anualmente en el Cusco con millares de extras, es una ceremonia intensamente huachafa, ni más ni menos que la Procesión del Señor de los Milagros que amorata Lima (adviértase que adjetivo con huachafería) en el mes de Octubre.

Por su naturaleza, la huachafería está más cerca de ciertos quehaceres y actividades que de otros, pero, en realidad, no hay comportamiento u ocupación que la excluya esencialmente. La oratoria sólo si es huachafa seduce al público nacional. El político que no gesticula, prefiere la línea curva a la recta, abusa de las metáforas y las alegorías y, en vez de hablar, ruge o canta, difícilmente llegará al corazón de los oyentes. Un «gran orador» en el Perú quiere decir alguien frondoso, florido, teatral y musical. En resumen: un encantador de serpientes. Las ciencias exactas y naturales tienen sólo nerviosos contactos con la huachafería. La religión, en cambio, se codea con ella todo el tiempo, y hay ciencias con una irresistible predisposición huachafa, como las llamadas -huachafísicamente- ciencias «sociales». ¿Se puede ser «científico social» o «politólogo» sin incurrir en alguna forma de huachafería? Tal vez, pero si así sucede, tenemos la sensación de un escamoteo, como cuando un torero no hace desplantes al toro.

Acaso donde mejor se puede apreciar las infinitas variantes de la huachafería es en la literatura, porque, naturalmente, ella está sobre todo presente en el hablar y en el escribir. Hay poetas que son huachafos a ratos, como Vallejo, y otros que los son siempre, como José Santos Chocano, y poetas que no son huachafos cuando escriben poesía y sí cuando escriben prosa, como Martín Adán. Es insólito el caso de prosistas como Julio Ramón Ribeyro, que no es huachafo jamás, lo que tratándose de un escritor peruano resulta una extravagancia. Más frecuente es el caso de aquellos, como Bryce y como yo mismo, en los que, pese a nuestros prejuicios y cobardías contra ella, la huachafería irrumpe siempre en algún momento en lo que escribimos, como un incurable vicio secreto. Ejemplo notable es el de Manuel Scorza en el que hasta las comas y los acentos parecen huachafos.

He aquí algunos ejemplos de huachafería de alta alcurnia: retar a duelo, la afición taurina, tener casa en Miami, el uso de la partícula «de» o la conjunción «y» en el apellido, los anglicismos y creerse blancos. De clase media: ver telenovelas y reproducirlas en la vida real; llevar tallarines en ollas familiares a las playas los días domingos y comérselos entre ola y ola; decir «pienso de que» y meter diminutivos hasta en la sopa («¿Te tomas un champancito, hermanito?») y tratar de «cholo» (en sentido peyorativo o no) al prójimo. Y proletarias: usar brillantina, mascar chicle, fumar marihuana, bailar rock and roll y ser racista.

Los surrealistas decían que en el acto surrealista prototípico era salir salir a la calle y pegarle un tiro al primer transeúnte. El acto huachafo emblemático es el del boxeador que, por las pantallas de televisión, saluda a su mamacita que lo está viendo y rezando por su triunfo, o del suicida frustrado que, al abrir los ojos, pide confesión. Hay una huachafería tierna (la muchacha que se compra el calzoncito rojo, con blondas, para turbar al novio) y aproximaciones que, por inesperadas, la evocan: los curas marxistas, por ejemplo. La huachafería ofrece una perspectiva desde la cual observar (y organizar) el mundo y la cultura. Argentina y la India (si juzgamos por sus películas) parecen más cerca de ella que Finlandia. Los griegos eran huachafos y los espartanos no; entre las religiones, el catolicismo se lleva la medalla de oro. El más huachafo de los de los grandes pintores es Rubens; el siglo más huachafo es el XVIII y, entre los monumentos, nada hay tan huachafo como el Sacre Coeur y el Valle de los Caídos. Hay épocas históricas que parecen construidas por y para ella: el Imperio Bizantino, Luis de Baviera, la Restauración. Hay palabras huachafas: telúrico, prístina, societal, concientizar, mi cielo (dicho a un hombre o a una mujer), devenir en, aperturar, arrebol. Lo que más se parece en el mundo de la huachafería no es la cursilería sino lo que en Venezuela llaman la pava. (Ejemplos de pava que le oí una vez a Salvador Garmendia: una mujer desnuda jugando billar, una cortina de lágrimas; flores de cera y peceras en los salones). Pero la pava tiene una connotación de mal agüero, anuncia desgracias, algo de lo que -afortunadamente- la huachafería está exenta.

¿Debo terminar este artículo con una frase huachafa? He escrito estas modestas líneas sin arrogancia intelectual, sólo con calor humano y sinceridad, pensando en esa maravillosa hechura de Dios, mi congénere: ¡el hombre!

– Mario Vargas Llosa. Publicado en El Comercio, Lima, 28 de agosto de 1983. Derechos Reservados.

Liv


Nos conocimos en un seminario de yoga al que había asistido de curioso, en una de la callecitas abandonadas (ahora rejuvenecidas con discotecas y bares) de la zona del mercado de pescadores.

Se le ocurrió estudiar yoga luego de un viaje de dos meses a la India. Encontró el anuncio de clases semanales por menos de 100 dólares en Craigslist y se inscribió inmediatamente.

A la tercera semana de clases la invité a cenar. Le pregunté si conocía algún restaurante de sushi cerca y ella me dijo que había uno en Gramercy Park a la vuelta de su depa. Aprendí esa noche que a Liv le encantaba hacer caras. Achinar los ojos, encojer los labios, agrandar las bolas de los ojos. Era una experta en muecas.

Conseguí que me invitara a su departamento. Era un estudio pequeño. No había separaciones entre la sala y el dormitorio. La cama, ordenada y cubierta con una muy femenina cubrecama de rayas rosadas me miraba todo el rato. Quise besarla.

-Creo que estamos yendo demasiado rápido-me dijo. Y yo no insistí.

Estuvimos haciendo boberías, contándole de mis clases avanzadas de guitarra y de mi breve experiencia como corresponsal de guerra en Afganistan. Casi se orina de risa cuando le dije que todo había sido culpa de mi falta de inglés y de mi mala costumbre de no tener un aparato de televisión durante más de diez años. «Yo pensé que la guerra ya se había acabado». Estaba entre sorprendida y desconfiada de mi absoluto desconocimiento de los temas de actualidad

-¿Cómo puedes trabajar de fotógrafo para periódicos si no sabes lo que pasa en el mundo? Liv tenía (tiene aún) , un modo muy peculiar de interrogar con la mirada. Mueve las cejas así y asá, giran los rulitos castaños sobre su frente y sus pechos parecen rebalsar debajo de la camiseta.

Le expliqué que mi trabajo poco tenía que ver con la actualidad. Por ejemplo: fotografiaba un árbol a punto de derrumbarse en una calle de Brooklyn, fotografiaba animales que merodeaban debajo de ese árbol y usaba la computadora para hacer collages fotográficos. Ilustraciones que parecieran fotografías. Me gustaban los colores vivos, los rojos Almodóvar, los amarillos Kubrick. No me entendió lo de Almodóvar ni lo de Kubrick con lo cual me di el gusto de replicar que si bien mi desconocimiento de la actualidad era terrible, su ignorancia acerca de películas era total.

-La última vez que fui al cine fue antes del 2000. Una película de drogas y lesbianas atolondradas.

Le respondí que esa bien podría haber sido una película de Almodóvar. Le mencioné todos los títulos pero ella no parecía acordarse de ninguno. Apenas si recordaba una escena en que una salchicha de carretilla se transformaba en nave espacial. Me dejó en la luna. Me lancé otra vez a besarla y esta vez me dejó. Sus labios eran frescos y tiernos.

-Creo que estamos yendo demasiado rápido-murmuró. Y con las manos apretó mis bolsillos y me preguntó -¿Qué llevas acá?
-Un condón-respondí. Y no paramos de reirnos mientras nos desnudábamos con prisa.

En la mañana Liv volvió a hacer sus muecas deliciosas mientras me recitaba un largo menú con todo lo que podía prepararme para el desayuno. Le dije que si me alcanzaba la guitarra que colgaba en la pared, le podía dedicar una canción. Le compuse una melodía que ella escuchó en silencio, mientras jugaba con su manos debajo la sábana, volviéndome un amasijo de ternura mientras intentaba traducir en música lo que sentía por ella esa mañana.

Creo que lo conseguí.

Me llaman el desaparecido (Manu Chau en Brooklyn)

Después de los problemas para entrar al concierto de Cerati el sábado, Natalia no quería arriesgar. A las 5 p.m. estaba agarrada de la reja, en la primera fila para entrar al parque. Tony, su amigo mexicano, había perdido el ticket y Natalia estaba traumada porque las entradas estaban agotadas y no sabía si iba a poder conseguir otra. Mi ticket lo cambié por un pase de prensa, pero igual terminamos al frente del escenario junto con toda la gente. Se llenó. Y Manu tocó una y otra vez. No le gustaba la idea de irse. Volvió para tocar Mala Vida que Alejandra le pedía a voz en cuello. Stephanie nunca lo había visto en vivo y estaba alucinada.

Sharon se quedó sin entrada, lo escuchó detrás de la reja. Alejandra se moría de ganas de ir a la fiesta , pero entre la quinta y la quinta decidimos que no valía la pena ir hasta el muelle 17 de Manhattan sin saber si Manu tocaba o no. Entre las masas apareció otra vez el luchador de la máscara plateada. Y el Cromañón parado delante mío, el Trucu-Tru, saltaba salvajemente con su bandera de Colo Colo y la agitaba sin darse cuenta de que tapaba todo y nos jodía a los que estábamos parados detrás. Hasta que Manu lo vió y lo hizo feliz gritándole: «Colo Colo, presente.» Con la boina roja y la camisa verde, Manu criticó el «White House terrorism» ( y le mandó su saludito al Sub Comandante Marcos…)

Esperando en la puerta, mientras calentaban el escenario los malísimos Plastelina Mosh veo a la poeta portorriqueña que me presentó Elisa hace meses en la casa del periodista colombiano. A la fotógrafa peruana que me presentó Camilo, a mi amiga Katy, profesora de Lehman. Stephanie vino manejando desde Port Washington. Lisa baila con el bebe en la panza. Todos somos clandestinos en el cemento de Prospect Park. Manu canta Volver y las luces del parque estallan otra vez. A algunas calles de distancia, Ale y yo somos invitados a la casa de los amigos de Stephanie y Sharon. Hay un tabladillo sobre el techo, desde donde se ve Manhattan. La vista, el ambiente, la cerveza de Clavo y Canela de la que Sharon se ha enviciado gracias a un largo invierno en Brooklyn, están espectaculares. Como a las tres de la mañana llego al Bronx, a enterrarme, trapo, en la colchoneta al lado de la cama donde duermen placidamente mis viejos. «Me llaman el desparecido», me dice Stephanie en un mensaje de texto…El cuerpo no da para más.

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