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The New York Street

Un blog lleno de historias

Tutuma y cachina

Fiesta de la yunza en El Carmen (Chincha) Foto de Cindy Hualpa Cotito (Flickr).

Los tres partimos en autobús desde el Centro de Lima y unas horas después entramos caminando, ya de noche, al barrio El Carmen en Chincha. Sobre las calles de tierra, poco iluminadas, encontramos una fiesta: limeños bailando. Muchas turistas gringas girando alrededor de un árbol, abrazadas con los vecinos negros. Escuchamos los golpes de cajón, el zapateo sobre el polvo de la calle, el rasgueo de las guitarras, un violín. 

“Tutuma”, me dijeron que se llamaba el licor de uva con el que me llenaron el vaso muchas veces. También me dijeron que entrara a la cocina de la casa principal, a un pasillo de gente hambrienta donde una señora negra y grande me sirvió un plato desde un ollón. Olía delicioso. Con esa comida me senté sobre una vereda. Desde ahí pude ver cómo se desvanecían las estrellas sobre un cielo oscuro y despejado. Seguía la fiesta cuando vi salir el sol.

En esos años yo tenía tiempo y exploraba. Tal vez por eso estaba en El Carmen con dos amigos que recién se habían conocido antes de ese viaje.

Una se llamaba Charo. La había encontrado meses antes en medio de un viaje, en Bolivia. Un tren estaba llegando a Santa Cruz de la Sierra y Charo estaba llorando porque un chico que parecía Arthur Fonzarelli –el de Happy Days, el Fonzi–se despedía de ella. “Llora por el boliviano mientras abraza el peluche que le dio su novio en Lima”, me explicó su amiga, Rossana,  cuando Charo ya dormía y los tres nos íbamos en los asientos de un tren que cruzaba la selva boliviana hacia el Brasil. 

En ese viaje Charo era una mujer grande y con anteojos gruesos. Nos despedimos en São Paulo y nos reencontramos cuando ella y Rossana volvían de Río de Janeiro, de una aventura con una pandilla de chicos guapos y ladrones. “Rossana estaba templada, pero hubieras visto cómo le cambió la cara cuando se dijo cuenta de que la quería estafar”, me contó Charo, riendo, mientras caminábamos entre los animales del enorme zoológico de São Paulo. 

Aquel viaje intenso nos unió. Nos vimos algunas veces, fuimos al cine, salimos a comer, me invitó a su casa. Tal vez por eso cuando supo que yo quería ir a la fiesta en El Carmen, Charo se invitó. 

El día en que partimos Charo estaba mucho más delgada, se había sacado las gafas y usaba lentes de contacto. Era una muchacha atractiva. Eso le pareció a mi amigo Gonzalo, que la vio por primera vez y quedó fascinado. Charo era inteligente y muy culta. Su familia –que en algún momento había tenido muchísimo dinero y una mansión frente a la Javier Prado– era un desastre. Al terminar la universidad, Charo decidió vivir en sus términos. Eso explicaba, tal vez, su viaje a Brasil y su historia con Fonzi. 

Ella y Gonzalo conversaron mucho mientras viajábamos. En El Carmen vieron salir el sol uno al lado del otro. Gonzalo le puso su casaca sobre los hombros mientras caminábamos hacia la terminal de autobuses. Esa mañana en que regresamos a Lima juntos, iban acurrucados en sus asientos. 

Una semana después fuimos con un grupo más grande al Festival de la Vendimia en Ica. Antes de llegar, Charo se quejó de que sus lentes de contacto eran un infierno. Dijo que el viaje le parecía horrible. Ni bien bajamos del autobús, cerca de la medianoche, Charo dijo que Ica no le gustaba y anunció que regresaba a Lima. Gonzalo sugirió que la acompañáramos. Yo dije que después de cinco horas en autobús no había forma de que yo volviera. 

Di muchas vueltas esa noche entre el desorden de aquella fiesta muy mal organizada. Al día siguiente, en muy mal estado por culpa de varias botellas de un licor barato de uva que los iqueños llaman cachina, nuestro grupo volvió a Lima. Gonzalo sí se había regresado con Charo la misma noche en que llegaron, porque era obvio que estaba enamorado.

Unas semanas después ella dijo que se iba a Trujillo, a otro de esos festivales turísticos. Gonzalo me sugirió que fuéramos y yo le dije que con Charo no iba ni a la esquina. Tal vez Gonzalo se dio cuenta que lo iban a hacer sufrir y tampoco fue. Ella regresó unas semanas después, no sólo enamorada sino también embarazada de un tablista/economista de la rancia aristocracia trujillana. Al parecer, el hombre nunca se comprometió con la idea de ser padre. Durante el embarazo, Charo volvió a ser la mujer inmensa que yo conocí. Su amiga Rosanna me dijo entonces: “Cuando Charito se pone gorda, es buena, cuando adelgaza, se vuelve mala”.

Charo fue madre de una niña. Gonzalo, que siguió frecuentándola, se convirtió en el tío. Creo que también fue el padrino. Los vieron caminando por las calles de Miraflores. Charo empujaba el coche con la bebé y Gonzalo iba conversando con ella. La ayudaba, le servía, le llevaba cosas, la acompañaba al médico, cuidaba a la niña cuando Charo tenía que ir a trabajar. Tiempo después ella se casó con otro hombre y se alejaron.

No supe mucho más.

Diario de la Feria del Libro 2025

Daniella Glitin, Mariana Graciano y Gabriela Borrelli conversan sobre traducción colaborativa.

Las mañanas después de la Feria del Libro son extrañas. Nos contaba Giuseppe Caputo –que alguna vez estuvo a cargo de la FILBO en Bogotá– que después de muchos días de organización y de eventos, el cansancio del día siguiente a la clausura se mezclaba con los restos de la adrenalina. Eso debe de ser, pienso, esta mañana en que vuelvo a mi rutina de los lunes, yendo hacia Lehman College, con la radio del auto a todo volumen por la Saw Mill, escuchando a Juan Gabriel en Bellas Artes.

Pongo esa música porque Brenda Navarro, conversando con Yuri Herrera acerca de la influencia de la música en la literatura, nos habló de aquel disco (el único que se llevaría a una isla desierta, dijo, si bien aclaró que Palabra de honor de Luis Miguel era la obra maestra). Y cada vez que a mí me mencionan a Juan Gabriel se me va la nostalgia rumbo a Lima, hacia alguna tarde soleada cuando una muchacha encendió la radio y escuché por primera vez Querida.

La vida esta hecho de esos momentos, pienso.

Y por eso, mientras manejo hacia el Bronx y el divo de México sigue cantando se me olvidaba que habiamos teerminado se me ocurre que tengo que escribir el diario de la Feria (como el 2023). Para dejar un registro, hoy que la FILNYC 2025 es una colección de momentos frescos, como los de la noche del miércoles en John Jay, cuando Christina Rosenvinge nos cantó unos versos del Romancero gitano, los mismos que había cantado –dijo ella– frente a la tumba fresca de su padre. Este es el diario:

Martes 21 de octubre.

Mato el tiempo parado frente al edificio de la New York Public Library, al lado de los leones Paciencia y Fortaleza, pensando en que los días se están poniendo frescos, observando como el sol empieza a perderse entre los rascacielos de la 43. Recuerdo lo que he aprendido sobre esta central del sistema de bibliotecas públicas de la Quinta Avenida, una construcción imponente al lado de Bryant Park: fue un reservorio de agua, ahora es una obra maestra de la ingeniería con sótanos climatizados donde se guardan algunos tesoros de la literatura.  Por ejemplo: la Biblia de Gutenberg o los manuscritos de cuentos de Borges. Confirmo en el teléfono que el evento en el que Cristina Rivera Garza y Mónica Ojeda conversarán abriendo el programa de la Feria ha sido movido una hora más tarde. Me siento en una silla plegable de metal al lado de unos malabaristas que lanzan al aire palitroques y pelotas, las hacen bailar y las reciben con gracia. Viéndolos me pregunto si es que alguna vez se me ocurrió ser malabarista y me respondo que no. Lo más extremo que se me ha ocurrido hacer con mi vida es ser dibujante de historietas.

Presiento que me voy a resfriar si me quedo al aire libre así que ingreso a curiosear. Subo al tercer piso y me entretengo en la exposición por los 100 años de The New Yorker. Hay admiradores de la revista que le toman fotos a las portadas, que leen las explicaciones al lado de los cuadros. Estoy en eso cuando Silvia Lunardi me manda un texto avisándome que va a empezar la conferencia. Entro al auditorio bastante lleno, consigo asientos por el centro.

Adoré leer El invencible verano de Liliana. Lo que me molesta hoy es no haber leído muchos de los libros de Rivera Garza. Mónica Ojeda es una revelación. La vi hace mucho tiempo en Madrid cuando presentaba Mandíbula con Editorial Candaya. Mañana ella me dirá que eran sus primeros meses en Madrid y que le costaba acostumbrarse. El trabajo de la moderadora, María Julia Rossi, es muy bueno. Ella es una escritora prolífica a quien conoceré mejor durante los siguientes días. Terminada la conferencia grabo en un video de fan a Isabel Dominguez luego de que  Rivera Garza le firmara su ejemplar de Terrestre. Al salir de la biblioteca, agradeciendo a la vigilante que nos mira con ojos de odio porque nos hemos pasado de la hora del cierre, con mi Chamanes eléctricos autografiado por Ojeda metido en la maleta, acompaño a la Lunardi a embarcarse en el N hacia Astoria. Vuelvo a paso lento por la 42 hacia Grand Central Terminal para tomar el 4 hacia el Bronx donde está mi auto estacionado. Es una noche hermosa para caminar por Manhattan.

Miércoles 22 de octubre

Sara Cordón y Christina Rosenvinge en la FILNYC 2025

«¡Ulises!» me dice Pedro Mairal al reconocerme en el auditorio de John Jay, y eso me emociona. Me he acercado con timidez, pensando que tal vez, entre los muchos lectores que lo admiramos, le sería difícil reconocer al peruano que se metió a algunos de sus talleres por Zoom durante la pandemia. Me firma mi ejemplar de (esa extraordinaria novela que sigue de cerca a The Catcher in the Rye) Los nuevos: «¡Qué bueno vernos en NY!» escribe en su dedicatoria. Pedro Mairal ha sido importante para mí no sólo por sus libros. Durante los días del confinamiento del Covid, cuando los eventos literarios estaban congelados, Fernanda Trías recomendó sus ensayos reunidos y editados por Leila Guerriero: Maniobras de evasión. Después también leí algunos libros que Mairal recomendaba desde Tachame el Nobel, un programa de la radio de Buenos Aires que yo escuchaba en el teléfono durante la pandemia, con SoundCloud. En su programa hablaba de libros y canciones de poetas y narradores como Fabián Casas, Selva Almada, Julián López o Tamara Tenembaum; cantantes como Lola Cobach, Gabo Ferro y Liliana Herrera; y extraordinarios cineastas como Andrés DiTella.

Mairal me mostró un mundo cultural argentino pero descentrado de Buenos Aires. Él le daba espacio a lo porteño pero también al litoral, a los Andes, al folklore, a la poesía de Juan L., a la guitarra de Fandermole (¡Qué canción extraordinaria La oración del remanso!) y también a lo que pasaba cruzando el Río de la Plata, en el Uruguay, con Fernando Cabrera,  Natalia Mardero, Alfredo Zitarrosa o Jorge Drexler.

Ortuño, Guerriero y Mairal.

Esa noche de Feria, terminada la mesa en la que Christina Rosenvinge nos regaló los versos de Lorca a capella, marchamos con Sara y Silvia por la vereda de la 59 hacia el área de Lincoln Center, al restaurante Rosa Mexicana y una reunión celebratoria organizada por el CUNY Mexican Studies Institute, entre guacamole, canapés y margaritas de distintos colores. Ahí me encontré con Oswaldo Zavala (mi asesor de tesis), emocionado por su próxima participación en la Maratón de Nueva York; y con la poeta y traductora María José Zubieta (que me convenció de jugar el sábado con su esposo, mi amigo Mario Michelena). Después llegó Guillermo Severiche, y apoyándos sobre una mesa, conversamos sobre su próxima novela, la que Sara y Laura están editando para Chatos Inhumanos.

En las veredas de la noche de Manhattan, ya camino al tren D para volver al Bronx, ilusionado por el comienzo de la FILNYC, recuerdo la imagen de Gabriela Cabezón con porte de diva y anteojos oscuros, llegando en un taxi amarillo al restaurante y dándonos un abrazo. También la emoción de Sara Cordón para quien moderar a Rosenvinge equivalía a pisar la luna. Le digo a Sara que ya está a esa altura. Que cuando se publique su próxima novela el mundo se enterará quién es ella. No sé si me creyó.

Jueves 23 de octubre

Los editores Chatos vendiendo libros en la FILNYC

¿Cómo se llevan un montón de libros a la Feria del libro de la Ciudad de Nueva York? Pues en dos maletas más tres cajas y sufriendo. Porque es difícil estacionar en la 59 y está el riesgo de dejar el auto en doble fila y que te claven una multa de 150 dólares. Tenía que encargarme de los libros de Chatos, los que había dejado desde la feria de 2024 el editor de HUM/Estuario, de Los Bárbaros, Las Furias y los ejemplares de mis ensayos La vida papaya publicados por Suburbano de Miami. La solución fue dejar maletas y cajas dentro del edificio, a una lado de la puerta, y confiar en las vendedoras, Paola y Ángela, contratadas desde Uruguay por Martín Fernández de HUM. Vuelvo hasta el Bronx para estacionar en Lehman y tomo el tren D de vuelta a la 59. La mesa de Chatos está montada y andando por la tarde.

Después de escuchar a Sabina Urraca con Xita Rubert y Mónica Ojeda, y de aprender un poco más sobre cómo ellas leyeron de niñas El diario de Ana Frank (Rubert dijo que a los 9 años su madré le recomendó el Diario y después de leerlo su padre le dio a leer Mein kampf de Hitler); poco antes de las 7 p.m. empiezo a cruzar Manhattan, caminando desde la 59 y la Décima Avenida hasta la 49 y la Segunda Avenida para llegar a la Velada Lorca. Hago lo que mi prima Patty Durán recomendaba cuando empezó a trabajar en Nueva York en el año 2001: caminar en zigzag, cruzar y doblar según el ritmo de los semáforos. Al entrar al patio del Cervantes, la Lunardi me llama la antención por estar tarde y me señala las escaleras que van al evento. En la puerta encuentro a Rosalía Reyes que me saluda emocionada porque le da vergüenza entrar tarde y sola frente a la sala llena. Caminamos entre las butacas y encontramos los dos últimos asientos pegados a la pared del fondo. Es una conversación adorable. Valió la pena cruzar la isla. Aprendo mucho sobre Lorca (detalles de sus estudios en la Universidad de Columbia, de las cartas a sus padres y su vida sexual y religiosa, su españolidad entre la calle 14 y Harlem). Me emociona escuchar a Ray Loriga, con una voz –tal vez por su enfermedad, me aclara Sara–parecida a la de mi tío Pancho, el hermano de mi madre: ronca como de fumador, demorándose para pronunciar cada sílaba. Me uno después de la conversación a la fiesta de cumpleaños de Lorca (que no nació en octubre, me dice Lunardi, pero a nadie parece molestarle ese detalle) con vinos, quesos, torta, y con amigas de años como Carmen Saen-de-Casas (a quien vi animada, si bien todavía estremecida por la repentina desaparición de su pareja en la primavera neoyorquina). Pienso en lo complicado y necesario es hablar sobre lo que nos genera la muerte.

Con Paloma, Sara, Angels y Lunardi en la Velada Lorca.

Hacia el final de la velada, entusiasmados por el vino, firmamos un pacto con Angels, Paloma, Silvia y Sara. Vamos a celebrar los 100 años los de la Generación del 27. Son pasadas las 9 cuando salimos del Cervantes, enfilamos isla arriba por Lexington, hacia la entrada del tren 4 en la calle 59. Mi auto me espera, otra vez, allá por el Bronx. Felizmente que tengo Alguien camina sobre tu tumba (en la hermosa edición de Laguna) para que el viaje de subway parezca más corto. Qué bien que escribe Mariana Enríquez sobre la muerte y el sexo.

Viernes 24 de octubre

Supongo que es normal estar agotado tras esta rutina que incluye trenes ida y vuelta al Bronx, conferencias, venta de libros y manejar por la noche hacia Westchester. En la mañana camino con mis hijos hacia la escuela del pueblo, regreso, me cambio y antes de partir me reúno con mis dos mejores amigos del barrio.

Es una rutina simple: con unas tazas y la cafetera a un lado, tres hombres alrededor de una mesa riéndonos del mundo. Un cachorro, Moca, se trepa a las sillas como si quisiera tomarse el café. Les cuento a mis amigos sobre la lectura de Urraca y Rubert del libro de Ana Frank y uno de ellos me dice que lo leyó en el colegio y no recuerda el pasaje en que la autora pone un espejo frente a sus piernas abiertas para mirarse la vagina. (Que según Sabina Urraca es el recuerdo que tiene más vívido de su primera lectura, en la niñez, del libro de Frank). Le digo que ellas mencionaron que El Diario había sido censurado por su padre. Que algunas versiones en castellano recuperan el manuscrito original. Mis amigos me piden que les consiga en España esa versión que nunca llegó a los Estados Unidos.

Desde Lehman tomo el tren D. La Feria ha armado un speed dating entre editoriales y libreros. Me siento en la mesa de citas y conozco a dos editoras que me preguntan si Chatos Inhumanos tiene autores caribeños (respondo avergonzado, que aún no), a una traductora hondureña a quien decepciono diciendo que no publicamos libros infantiles, y a un escritor argentino de paso por Nueva York, a quien debo decirle que sólo publicábamos autores que viven en Estados Unidos.

Boullosa y Zavala.

Entro a la presentación del libro La modernidad insufrible, donde Carmen Boullosa le llama la atención a Oswaldo Zavala por decir ciertas cosas que a ella le parecen inexactas sobre las actividades de Roberto Bolaño en México. Es una interesante bronca intelectual entre dos paisanos que se quieren. Me reencuentro con Naief Yehya –que me firma su libro El planeta de los hongos–y veo al hijo de Oswaldo y Sarah: un muchacho que se sienta a mi lado, que parece sentirse un tanto incómodo en el mundo de sus padres. Yo lo había conocido años atrás. Él era un niño. Cómo pasa el tiempo, compañeros. Esa tarde me encuentro con Naida Saavedra, a quien no veo desde la Feria de Chicago y con Keila Vall con quien participé en el Miami Book Fair. Estas ferias también sirven para que los escritores se reencuentren.

Leila Guerriero es una de las voces más poderosas de la literatura en idioma castellano. Yo he intentado seguirla en distintas ciudadades, porque escuchándola se aprende cómo combinar el periodismo con la escritura. Nadie lo hace con más disciplina que Guerriero. En su mesa también participa Juan Pablo Meneses, personaje fascinante. Meneses tiene una visión lúdica del oficio de cronista y es un versátil promotor. Es el nombre detrás del Premio Nuevas Plumas. La ganadora este año es una colombiana que escribió sobre los patinadores hispanos que no pueden practicar ese deporte en los parques neoyorquinos. Meneses dice en la mesa que para estudiar la fascinación de los bonaerenses por la carne se compró una vaca. Y para escribir sobre Nueva York creó una religión y la lanzó por las redes sociales desde Times Square.

Otro personaje de la mesa es un periodista a quien respeto mucho: Óscar Martínez ha presentado la mugre encubierta del presidente Nayib Bukele. Gracias a Martínez y El Faro –más el trabajo de elhilo y Central de Radio Ambulante– sabemos un poco más sobre los abusos que se han cometido contra enemigos políticos y gente inocente presentada en El señor de los sueños. Desde hace algunos meses, amenazado con la cárcel, Martínez vive en el exilio.

Salgo de John Jay sobre las 9. Tomo el D hacia el Bronx y manejo a casa. Me sorprende no estar agotado. Me queda fuerza para ir a casa de amigos del barrio donde están jugando  mis hijos con los suyos. Mi amiga ha preparado dumplings y pan focaccia. Me voy a dormir con la barriga llena y el corazón contento.

Sábado 25 de octubre

Juego tenis a las 8:15 de la mañana en el Seton Park de Riverdale, en el Bronx. Durante el día, en John Jay, tengo la oportunidad de repetir, con felicidad, la hazaña que ha sido ganar dos sets consecutivos. (Mi rival no se pica. Celebra y espera su revancha, que llegará el siguiente sábado. Lo dejó ahí porque este diario es sobre libros).

Lo mejor del sábado es la presencia de nuestra autora Mariana Graciano, que conversa en una mesa con Daniella Gitlin sobre los retos al traducir su novela O ar. El libro se llama The Air y está disponible en la web de Chatos. El cariño de Mariana es contagioso. Nos tomamos muchas fotos. Este es el objetivo de una editorial en castellano en los Estados Unidos: servir a quienes escriben en ese idioma, en un país cruzado por la xenofobia.

Más tarde, sobre el escenario del auditorio Lynch de John Jay, conversan Eduardo Lago, Andrés Neuman, Daniela Catrileo y Gabriela Borrelli. Lago dice que necesitamos recordar que para los norteamericanos «los que escribimos en castellano en este país somos invisibles». Los panelistas parecen contrariados. Tal vez porque a pesar de nuestro ruido al promover la literatura hispana en Nueva York, muchas veces pensamos en que nadie nos ve. El trabajo de la FILNYC y otros esfuerzos similares es indispensable para visibilizar el esfuerzo de tantos. Lago intentará matizar después el pesimismo de su afirmación.

Ray Loriga, con la voz del tío Pancho, en la Velada Lorca.

Me gusta la última mesa sobre cuánto incomoda la literatura. Están Leila Guerriero y  Pedro Mairal. También Antonio Ortuño que aprovecha su turno para recordar a un tipo miserable que hacía los crucigramas en la revista que fue su primer trabajo. «Yo escribía contra él», dice Ortuño. Me voy hacia Columbus Circle con María Gracia, ella se va para Penn Station a tomar su tren para Filadelfia. Me cuenta que sus amigos le decían “la chatita” y que su ambición es que le paguen por reseñar libros. Me pide que le pase muchos manuscritos de Las Yubartas para que ella los lea. Se para de cierta manera desafiante mientras camina por la vereda de la 60. Me dice que ella también paseaba perros de unos amigos por ahí. Le dejaban que viviera en el departamento cuando ellos viajaban, a cambio de que sacara a la mascota a caminar. Le cuento la historia de la señora colombiana cuyo hijo era banquero en Suiza, que me contrataba para pasear perros en el invierno, y que cuidaba a una gata con diabetes que vivía sola en un penthouse con vista a Central Park.Nos despedimos cuando ella toma el 1 Downtown y yo me voy hacia el D Uptown, rumbo al Bronx. No puedo leer nada en el tren, pero me anima pensar que al día siguiente, el domingo, la Feria se termina.

Domingo 26 de octubre

Tengo la intención de levantarme a las 6 para correr como todos los domingos con un grupo de amigos en la Reserva de Rockefeller pero no escucho el despertador. Es un día gris. El plan para hoy es intentar estacionar cerca de John Jay para traerme los libros que no se han vendido a la casa. Me da flojera la idea de volver en tren hasta Lehman con la maleta y las cajas pero si no encuentro un lugar en la calle va a tener que ser así. Pienso que también podría buscar parqueo en Riverside Drive cerca de Columbia. Mi esposa dice que podría ir a las 2 para las actividades infantiles pero no es nada seguro porque hoy día los niños tienen un partido de fútbol importante contra White Plains. Tengo que salir temprano porque hoy también estoy de moderarador de una mesa de revistas. Antes de ir a dormir he impreso una lista de preguntas. 

Con Mariana en la mesa de los Chatos

Llego a las 10 manejando y consigo un estacionamiento perfecto frente a John Jay, armo la mesa de Chatos cuando no hay nadie aún, tomo desayuno con las salas vacías. Creo que he moderado bien el panel. Hemos insistido en que las revistas son esenciales para visibilizar el trabajo de la comunidad pero que tienen muy pocos recursos económicos. Marco Ramírez de Ciberletras dice que hasta prefiere eso porque así no le pueden exigir nada. Pobreza a cambio de libertad. Grisel Acosta habla del racismo de la Academia (me recuerda lo que dijo ayer Lago). Alejandro Varderi me cuenta que él también enseña cine en BMCC pero que está a punto de retirarse. Inmaculada Lara Bonilla es muy generosa al mencionar que “tú deberías de ser parte de esta mesa”. Le recuerdo que mis primeros poemas publicados aparecieron en un número de Revista Hostosiana cuando la dirigía Isaac Goldenberg. Marco nos cuenta de sus tours literarios por Manhattan y con Sara coincidimos en que sería una gran idea hacerlo en la próxima feria.

Giuseppe Caputo se emociona –lo sé porque estoy sentado en el público al lado suyo– cuando Brenda Navarro y Yuri Herrera mencionan los nombres de Rocío Durcal y Juan Gabriel e insinúan que alguna vez habrían incluso llegado a cantar Pimpinela en una visita de Navarro a Nueva Orleans. Navarro parece que mira a un punto en el horizonte cuando alza los ojos al cielo mientras habla y parece dejar que la emoción fluya. En Caputo esa emoción parece salir incontrolable. La cara muy seria de Herrera se va transformando conforme Navarro nos habla del escritor que compone música con sus amigos, que escribió un corrido para una colega de Tulane Univesity. El escritor parece sorprendido cuando una de las asistentes le pregunta por el poema que escribió para un documental sobre Depeche Mode. Navarro dice que le parece horrible esa pasión con la que alguna vez escuchó mil veces La incondicional de Luis Miguel, pero que Palabra de honor le parece un tema magistral.

Lo más impactante de hoy son las tres pantallas en una sala del subsuelo de John Jay, en el que se hace un recorrido por la historia del arte hispano en Nueva York. La productora del proyecto es Rita Indiana. Qué fabuloso trabajo de archivo, visual, digital, sonoro: que va de los ritmos caribeños al hip hop, a la destrucción del barrio puertorriqueño del Upper West Side donde se levantó el Lincoln Center, hasta el fuego que consumió el Bronx en los 1970s. Usan imágenes de un documental dirigido por Vivian Vázquez que siempre les enseño en la clases de periodismo a mis estudiantes de Lehman. El cierre del día es tranquilo. Los voluntarios que hacen posible esta Feria, trabajando gratis –por pura pasión, como la Lunardi–, se paran con Dejanira Álvarez y José Higuera frente al auditorio y reciben nuestros aplausos. Después una de las coordinadoras les pide que empiecen a retirar las macetas con flores encima del escenario. Es hora de desarmar todo. Da la sensación que le falta público a este cierre magnífico. Meto las maletas y las cajas en la maletera del auto, me voy por la West Side Highway hasta la casa, llego pasadas las 9 de la noche.

Y, como decía César Vallejo: sanseacabó.

Moderando la mesa de revistas literarias: Varderi, Ramírez, Acosta y Lara Bonilla.

Hombre político

Ustedes me han visto. Soy pequeño, hablo inglés con acento, vivo más o menos entregado a mi trabajo, mi oficio literario y mi familia. Vivo bastante distanciado de mi país, si bien intento estar presente, disponible y mal que bien informarme a grandes rasgos sobre una realidad que en teoría comparto, pero no a diario.

No deberían de obsesionarme demasiado los problemas del Perú y del mundo. Pero sí. A veces me detengo a mí mismo cuando empiezo a compartir entradas en Instagram que tienen que ver con decisiones políticas en Estados Unidos, en Perú, en Israel y el mundo árabe, en Europa, más que nada de temas sobre los que nunca he decidido darles demasiado tiempo pero que me conciernen.

Entiendo que entre mis amigos en las redes sociales hay personas que votaron por Trump o que votarían por Vox en España, por Porky en el Perú, o que respaldan con su silencio lo que está haciendo Netanyahu en Palestina, lo que está sucediendo en Estados Unidos con los inmigrantes, la violencia con la que se habla de ideas progresistas y de corte liberal. Creo que hacia ellos van estas ráfagas semi inconscientes de información (casi siempre corroborada con cifras o por expertos). Lo hago porque no me atrevo a decirles en su cara que sus opciones políticas van en contra de una de mis convicciones más fuertes: la prepotencia, el abuso de poder y las políticas autoritarias suelen terminar en catástrofes que habrá que limpiar, tal vez regresando al punto inicial después de varios años de haber avanzado en el sentido contrario. Hay ejemplos abundantes , Fujimori tal vez sea el más claro.

Por otro lado, esta actitud manifiesta un deseo de diálogo. Quiero escuchar argumentos que respalden también con cifras y con estudios serios las decisiones políticas contra las que hablo. Pero lo único que suele llegar desde el otro lado de ese esfuerzo por informar es el sonido de los grillos. Ayer escuchaba en un episodio de What Now, el podcast que conduce Trevor Noah, una conversación grabada en enero de 2025 con Robert Putnam, un académico que ha intentado encontrar la raíz de los instintos autoritarios en los Estados Unidos y ha encontrado que el problema principal es el aislamiento y la falta de comunidades en las que se puede conversar con el vecino o el desconocido, o descubrir cómo es la vida del otro (Bowling Alone se llama uno de sus libros)

Sospecho que aquello podría explicar la fascinación con Trump en los Estados Unidos (Putnam dice que Trump es un club en los que muchos «solitarios» han encontrado cómo identificarse como grupo: usan la misma gorra roja, siguen al mismo líder y repiten sus slogans). Sin embargo ¿cómo explicar la fascinación de los argentinos con Milei, o los brasileros con Bolsonaro?¿No será la teoría de Putnam parte del mismo problema de ceguera liberal que ha empujado a muchos votantes demócratas a abandonar ese partido y darle el beneficio de la duda al actual presidente?

Porque a veces pensamos que el problema son los rojos, los magas, los seguidores de DJT y nos olvidamos que el trabajo del otro partido tiene que ser siempre «atraer» al votante, simpatizar con sus problemas y ofrecerle soluciones que empaticen con sus dilemas existenciales y del día a día.

Pienso en el Perú. Por más que aborrezca la represión de Dina Boluarte y las políticas cavernarias de muchos operarios, no puedo ignorar que hubo gobiernos de izquierda que la precedieron (anotando que ella es la vicepresidente del izquierdista Pedro Castillo) y que en vez de solucionar muchos de los problemas del país los agravaron. A diferencia de los Estados Unidos, siempre que tengo un argumento contra las políticas de Dina, me mandan mensajes amigos peruanos que me recuerdan por qué es necesario un país estable y ordenado, por qué no se puede crear nada sin estabilidad (Lo cual a mí me parece más un llamado a que las fuerzas opositoras de izquierda se organicen alrededor de líderes responsables más que un espaldarazo al gobierno de esta líder política tan poco preparada para el cargo, que ejecuta un plan que no tiene nada que ver con el que los peruanos la votaron.)

Trump –dice Putnam– esun oportunista que ha encontrado a millones de estadounidenses desencantados. Es un vendedor de babas de serpiente cosechando la desilución de los ciudadanos que no ven propuestas que empaticen con ellos en el otro partido. Esta sociedad ha cedido a la tentación del dictador que promete solucionarlo todo, él solo, sin nosotros.

Me parece saber, basado en la historia, cómo terminan de mal esos experimentos.

La forma de morir

Esta semana he estado leyendo Staring at the Sun, una novela de Julian Barnes publicada en 1986. Lo encontré entre la ruma de libros que ofrece gratis la biblioteca local (porque han sido donados, porque se los dejan semana a semana, en cajas, los usuarios, por motivos diversos: mudanzas, muerte de un familiar, etc.)

Si bien el título de este libro no me decía nada, me lo llevé porque me gusta cómo escribe Julian Barnes.

El personaje central de la novela es Jean Sarjeant, una mujer inglesa de clase media que crece en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Claro que la trama sólo es una excusa para que Barnes deslice en la historia –como lo hace en otros de sus libros– aquellos temas que lo obsesionan. La insatisfacción con la vida es uno de ellos. El otro es la muerte. Más específicamente: la forma de morir.

Por ejemplo, en una pasaje dedicado a explicar cómo Jean, después de ser madre a los 38 años (cuando los doctores le han dicho que ya no es posible), huyendo de su vida anterior y del padre (un policía que ella teme podría perseguirla pero que luego sabemos que que lo único que hace es informarse a distancia por si su hijo, o Jean, lo necesitan), Barnes se detiene a explicar la relación de Jean con los aviones: esos a los que decide subirse para viajar por el mundo cuando su hijo, Gregory, ya está grande.

Jean se obsesiona con visitar las siete Maravillas del Mundo. Y lo hace. Sin embargo la experiencia que reaparece una y otra vez en las páginas de este novela es la de su viaje a la China.

El pasaje de los aviones le sirve a Barnes para hablar de otro tema: los accidentes aéreos. Es decir, la posibilidad de morir en un avión. Barnes nos deja saber, a través de Gregory –el hijo de Jean, ya independiente, vendedor de seguros de vida, de un carácter introvertido y cuestionador– que morir en un accidente de avión es la menos elegante, la más vergonzoza, la más humillante de todas las formas de irse de este mundo.

Es impresionante cómo Barnes se va por la tangente. Es fabuloso.

Barnes utiliza varias páginas para detallarnos ese momento en que el cuerpo de los pasajeros de un avión encuentra su último destino aplastado por la mesa delantera del asiento, sepultado por las maletas de los compartimientos superiores.

You died with a little plastic fold-down table whose surface bore a circular indentation so that your coffee cup would be held safely. You died with overhead luggage racks and little plastic blinds to pull down over the mean windows. You died with supermarket girls waiting on you. You died with soft furnishing designed to make you feel jolly. You died stubbing out your cigarette in the ashtray on your armrest. You died watching a film from which most of the sexual content had been deleted. You died with the razor towel you had stolen still in your sponge bag (98)

Ese ejercicio de pensar en la muerte, lo desarrollará aún más en otro libro que leí el verano pasado: Nothing to Be Frightened Of.

Tal vez porque até esos dos cables (esos dos libros) escribí esta entrada.

La novela me hizo pensar en ese otro gran libro sobre la vida, la muerte y el significado del término «eternidad» que es To the lighthouse de Virginia Woolf. Una novela que además se burla, como Barnes, de cualquier pretensión literaria de alcanzar la trascendencia. Woolf ya nos decía que todo desaparece. Que todas las palabras, tarde o temprano, se las lleva el olvido.

La muerte es un tema que a mí también me obsesiona. No con el esfuerzo sistemático de Barnes, pero sí es verdad que, de uno u otro modo, suele aparecer en mis textos. Por ejemplo en este que escribí para la revista QSQOQST, que debería de haber sido sobre la satisfacción sexual pero termina siendo una invocación a la inevitable decadencia del ser humano.

(Recuerdo que al explicar esa obsesión una amiga me recordó que «tengo hijos» como si aquello me impidiera pensar en la forma de irme. También entendí que estas obsesiones no son las de todos nosotros.)

Este verano también leí el largo ensayo sobre Michel de Montaigne How to Live de la inglesa Sarah Bakewell que me hizo apreciar esa otra obsesión recurrente en los libros de Barnes: la insatisfacción con la vida. O mejor dicho: la observación de la vida como lo que es: una sucesión de momentos en los que se intercala lo extraordinario y lo banal, lo superfluo y los trascendental, lo horrible y lo hermoso, lo fascinante y lo trivial.

Bakewell me hizo consciente de lo que La vida papaya en Nueva York le debe a ese caballero francés de fines del siglo XVI que decidió abandonar las obligaciones comunes a su rango y dedicarse las últimas décadas de su vida sólo a meditar sobre la experiencia fascinante que es una vida. La suya.

(Con Cervantes y Proust, Montaigne es una de las tres fuentes de las que bebe la obra de Antonio Muñoz Molina. Lo sé porque Muñoz Molina lo dice en El verano de Cervantes, un gran libro sobre sus lecturas de Don Quijote que me traje de Madrid en junio)

Y ya termino: Julian Barnes está obsesionado con la muerte pero también con la vida.

Quizá valga la pena mencionar aquí aquello que destaca Bakewell de sus múltiples lectura de los Ensayos de Michel de Montaigne y en lo que yo estoy muy de acuerdo (y probablemente Barnes también): Life should be an aim unto itself, a purpose unto itself.

Pensamos en la muerte porque nuestra vida nos fascina.

Color playero

Mi piel es más oscura que la de mis hijos. Sin embargo, este verano uno de ellos se está acercando al mismo tono que el mío. Supongo que mi color tiene que ver esa juventud que pasé tostándome sin crema protectora. Miro a mi hijo que corre sobre la arena, se sumerge en el mar, sale de él, se echa sobre una toalla a mirar a los salvavidas jugando al vóleibol.

Si le pregunto «¿Necesitas una camiseta?», siempre dice que no.

Siento algo de angustia que tal vez tendrá que ver con las campañas de cremas y las decenas de artículos sobre el cáncer de piel. Intento ser un padre que vela por su hijo. Ese que corre y se mete al mar. Ese al que no le importa cómo su piel consigue el color de la melaza.

Qué tiempos los de Lima: esos veranos de los 80s y los 90s en el sur del mundo donde te quemabas y te pelabas con regularidad. La piel que se caía se parecía al concolón que yo escarbaba de la olla de arroz.

Claro que ahí estaba el tono de piel que querías: el playero, el que te asemejaba –o al menos eso creías– a los cuerpos de los comerciales de Pilsen, de Cristal.

¿Habrá algo que conecta lo que piensa tu hijo cuando corre por la arena de una playa en Nueva York con lo que pensaba ese tipo (yo) que se tumbaba sobre una toalla en las playas de Lima ? ¿Habrá un pulso genético que lo empuja a él –como me empujaba a mí– a absorber con persistencia e intensidad la vitamina D?

Un compañero de la Facultad llamaba «el gringo» al sol. Mi hijo, que tiene un lado gringo y solía tener la piel algo más clara que la mía, este verano parece haberse tomado en serio lo de su color playero.

La experiencia de tomar café

El café de esta mañana no es una urgencia. Es algo similar–sin serlo–a una rutina. Consiste en entrar a la cocina, mirar que esté limpio el percolador y llenarlo con agua del caño; echarle café (siempre pensando en la cantidad porque de eso dependerá el sabor), y enchufar la máquina.

No sé por qué lo hago. Tal vez porque he desarrollado esta singular forma de empezar el día sin comer hasta pasadas las 11 de la mañana. Lo único que me permito es agua y café. En algún lugar leí que puede ayudarme a perder peso. Lo cierto es que no estoy tan seguro y mi peso oscila siempre entre los mismos números. Entonces se trata de una rutina «semi inconsciente».

Si bien eso no existe ¿Cierto? O se piensa algo o no se piensa. Y ya sabemos que mi vida dista mucho de ser la del que mira concentrado todo lo que está haciendo.

No lo iba a hacer pero me provoca escribir algunas notas sobre La vida a plazos de Don Jacobo Lerner. Es un libro de fragmentos reordenados. Por ejemplo: el personaje Efraín es una exploración. Lo que le da consistencia al experimento son las entradas de Alma Hebrea, una publicación no sé si fidedigna, no sé si existió, pero que remite a una sociedad de judíos establecidos en el Perú, desde fines de los años 1920s hasta mediados de los años 1930.

(Sé que existía el Club Hebraica, sobre la Avenida La Molina, sé que existía el León Pinelo, donde estudiaron algunos amigos de la de Lima como Rosemberg ¿qué será de él? Y sé –por Luis C. y algún otro amigo– que hay una comunidad vibrante, involucrada con la sociedad peruana en general).

¿Es valiosa la novela? Claro que sí. Y la edición de Las afueras (la diagramación, el espacio, el diseño de la caja) creo que permite disfrutar de la experiencia de lectura. Si bien no tengo una edición anterior me permito creer que esto es esencial en este libro que aparece 40 años después de su primera impresión.

Pensé en las similitudes con País de Jauja pero en ese libro hay mucho más desarrollo de los personajes. Acá en La vida a plazos lo que hay son bocetos de ellos y un sostenido esfuerzo de abstracción que tal vez era la única manera de estampar la experiencia del judaísmo peruano en esos años, sobre todo en ese territorio provincial y a la vez tan conectado a Lima y en cierta medida mirando hacia Europa que era el Chepén donde nació su autor, Isaac Goldemberg. Por ejemplo: la conversación entre Efraín y la araña o la escena en que los niños entran a la casa del judío para asustar a la ciega y son descubiertos. O la escena del incendio.

El libro está muy bien escrito. Se disfruta más tal vez porque se aprende sobre una experiencia que representa a una comunidad. No me gustó más que País de Jauja (lo digo porque me parece que las críticas ambiguas no son honestas). Sí lo recomiendo. Es un libro muy interesante.

Además tiene el añadido que el autor es uno de los símbolos más importantes de la presencia intelectual peruana en la vida neoyorquina. Alguna vez fui a la presentación de un libro de Issac en McNally. Él colaboró con mucho gusto en un par de libros de Los Bárbaros.

Ya se acabó el café. Y casi son las 11. A ver qué como.

Sueño de comics

Algunas veces despierto imaginando que soy un dibujante de comics. Me levanto y me siento y me distrae el mail, los antiguos posts de mi blog, una solicitud de trabajo, los niños que bajan corriendo y empiezan a pedir comida, mi esposa que se levanta y mi propia responsabilidad. Es casi la hora de que vayan al colegio. Y me doy cuenta que soy un dibujante de comics solo en sueños.

Entrevista con Antonio Díaz Oliva

A propósito de la publicación de La vida papaya en Nueva York, el escritor chileno radicado en Chicago, Antonio Díaz Oliva (Ado), me hizo esta entrevista sobre mis gustos literarios, influencias y otros temas relacionados con la publicación de mis ensayos personales. La entrevista completa, en la web de SUBURBANO, está en este enlace.

La vida son momentos y las obsesiones son muy pocas y se repiten a lo largo de la vida. Y quien ha leído mucho sabe que todo lo que se escribe hoy, ya lo escribió de algún modo Homero, ya lo puso en escena Sófocles. En la vida hay espacio para las aventuras, pero es bastante corta. Si uno quiere respetar cierto nivel de escritura no se puede decir demasiado. Especialmente si se vive, como yo lo estoy intentando, con lealtad hacia los tuyos, tus amigos, tu familia, con respeto por tus raíces.

La vida papaya en Indoor Voices podcast

Hace una semans, Mercedes Diez, Directora de Communications and College Relations en Lehman College, me entrevistó a propósito del Hispanic Heritage Month. Conversamos acerca de las experiencias y el trabajo detrás de las crónicas de mi libro La vida papaya en Nuevsa York. Espero que les guste escucharlo. Aquí el enlace.

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