Correcta corbatita amarilla y pantalones de soldadito de plomo, sombrero de líder cuáquero y arrugas. Muchas.Ni bien pisa el estrado, correctamente se dirige a su teclado y se coge bien. Empieza con»Everybody must get stoned».
La banda es la que marca la noche la que mueve a la tribuna, mientras la voz de Bob es la que embruja. No carece de fuerza, pero es oscura, entreverada, grave, como si estuviera gritándose a sí mismo. El público es diverso. Sesentones de largo pelo gris y jeans despintados y grupos de veinteañeras, muchachones de cabello largo y otros de pelo corto que no deben tener más de 30. Dylan ya no agarra la guitarra, a pesar de que se lo piden a gritos. Dylan apenas se dirige al público, no es un showman, sólo canta. Debajo del teclado veo que mueve los pies, taconea, sigue el ritmo.
Mucho rock and roll, la banda es buenísima, y sin embargo las canciones no son las que yo conozco. No soy un «hard-core fan». Hay un grupo grande al lado de donde estamos nosotros, pegados a la barra, frente al escenario, que grita con cada tema.Sin embargo, cuando se va, se apagan las luces, el público lo llama insistentemente y Dylan regresa. Otra vez detrás del teclado para empezar con «Like a Rolling Stone» y despedirse con «Visions of Johanna». Eso es más de lo que esperaba. Gritamos, aplaudimos, vibramos.
Dylan se va. Hace una venia muy formal al lado de sus músicos, una reverencia y un guiño-me parece- a los que estamos en primera fila. Cuando se apagan las luces del escenario se abre una cortinita al lado del estrado y sale Bruce Springteen. Pasa frente a mi, a un paso. Con una gran sonrisa, saluda a todos. Parece un fan más, feliz después de un gran concierto de Bob Dylan en Asbury Park, el pueblo en la costa de New Jersey donde Springsteen nació y pasó la mayor parte de su juventud.