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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Historias

[Humillantes]Escenas de barrio

 

Tómbolas del alma en que, a dedo, dos capitanes te designaban como el malazo. Primero escogían a los que tiraban bola. Después a los más o menos. Al final: el relleno. El grito de victoria cuando te vinieron a buscar, un sábado. Necesitaban uno más, te traían el short y la camiseta rojas. Corrieron hacia la canchita del colegio Lisson. Fue un mal partido, haces lo que puedes. Tu corazón palpita, aceptas: No sirves para el fútbol.

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Los viejos de Yi eran dueños de la bodega donde comprabas figuritas para el álbum de moda: Érase una vez el hombre, Sankuokai, El porqué de las cosas. Yi, y los que se juntaban contigo en la esquina de Los Mineros con Los Mecánicos, eran tres o cuatro años más grandes. Tú los escuchabas. Se te ocurre decirle a Yi que no diga «mierda», que no diga «putamadre». Tus viejos te han enseñado a no decir malas palabras. La cara con la que te mira. Eres una lorna.

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Al maricón de César no le gustaba perder. Sacaba pa fuera el poto fofo que ya tenía a los ocho años. Su mamá, en asquerosa complicidad, lo llamaba.  «Cesiiiiiitar, a comeeeer», gritaba la vieja desde la casa y el pavo triste se iba corriendo. Y nosotros teníamos que quedarnos con uno menos en el equipo.  A veces era su pelota y se la llevaba. No le gustaba perder al huevón.  Por eso una vez en su casa, me robó mis canicas. Se llevó mis dos cholones y varias ojo de leche. No dije nada. Supuse que a los tramposos les llega la venganza en algún momento. Tal vez hoy.

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«Agárrate uno, si este huevón tiene varios», dice Bolvo. Y tú le crees porque el papá de Edmundo es político y seguro que le sobra la plata. Y después llega Edmundo y dice «¿Quién se ha choreado un casete? Habían seis» y tú tienes que comerte la vergüenza y sacar el casete de la maleta donde lo habías metido. Y Bolvo se caga de la risa.

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Dicen que su papá es gerente de los caramelos Ambrosoli, pero al Loco Güili lo único que le vacila es la droga y la hermana del Tío Chivo. Hace tiempo que no lo ves, pero esa tarde en que estás en la redondela del parque con tu amigo de la universidad, el Loco Güili aparece. Quiere invitarte un preparado en un botellón de Coca Cola, casi vacío. Se ve feo y caliente. Cuando ustedes dicen que pasan, Güili les grita que «si se creen más que él». Se calma y les pide 20 soles para ir a comprar unos quetes a Santa Felicia. No tienes plata pero tu amigo le da un billete de 20. Güili jura por su madrecita que va a regresar, compra al toque y ya viene. Ya viene.

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Javier te cuenta que se corre la paja con el sostén de su mamá. Y te mira preguntándote si tú también. Lo más normal. No sé qué cara habrás puesto. Tú te corrías la paja con las calatas en blanco y negro de Caretas que colocabas en fila sobre la alfombra de tu casa. Y con la última página de la revista Zeta que Rucho escondía bajo el colchón del catre en Jaquí. Además,  la vieja de Javier es muy fea y muy gorda, piensas «¿Cómo va a ser?»

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La pobre Blanca se fue sin decir chau. Quién le manda contarle a la novia de tu hermano que eran enamorados. Que si podían ir al cine los cuatro. Tenías muy presente la historia del primo tuyo al que la empleada acusó de haber embarazado. Blanca te quería quitar el jebe cada vez que te lo ponías. Unos años después volteaste tu cama y encontraste un corazón de lapicero del tamaño del colchón, con tus iniciales y la de ella. Extraño es el amor.

 

 

 

 

Coger es inevitable

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¿Por qué era tan bruta para decirle las cosas?

Esperando al ferry, la poeta hizo una broma con coger. Pensaba en el doble sentido que tiene para los hispanohablantes. Él le dijo que aquel verbo no le decía nada. En absoluto. La palabra que usaba su generación a media voz —luego en voz alta, conforme se hacían hombres y mujeres— era otra: cachar.

En Estados Unidos esta palabra alude al béisbol.  Es cierto que para él ya ha perdido la fuerza que tenía a los 14. Pero allá en la pubertad, sus compañeros la susurraban en los baños, en los pasillos, en las reuniones de la escuela. «Me la quiero cachar», «Cacha riquísimo», «Se la ha cachado no sé quién».

Cuando él por fin cachó con la mujer de sus sueños se sintió iluminado. Fue una nueva realidad: los senos, los labios de la vagina, el ano. En su caso, el sexo─cree él─siempre estuvo acompañado de alguna historia. Tal vez porque las suyas siempre fueron relaciones breves, las escenas de sexo de su juventud siempre están cargadas de conversaciones, de miradas, del tanteo que se decantaba de repente─con demasiada lentitud pensaba él, porque sus experiencias siempre demoraron un siglo en concretarse─ en pasión, en la voz que temblaba mientras pronunciaba el deseo: vamos a cachar, quiero metértela. Cosas así.

Con ella fue igual. Tal vez con menos lentitud. Quizá por el frío de Nueva York. Estaba solo en la habitación que rentaba en un ático, y ella subió pidiendo que le prestara la computadora. Ella empezó a escribir mientras él la miraba desde la cama. Ella pretendía estar concentrada mientras él se paraba detrás de la silla. Puso las manos en sus pechos. Tan pronto como ella se deshizo de la idea (ridícula) de terminar el email que le escribía a su padre, se encamaron. Ella susurró que era virgen. Se rió. «Virgen por el poto» terminó de decir y eso despertó en él todo lo que aún no se había despertado. Lo que hicieron se transformó en su ritual durante los meses siguientes en que se encontraron con regularidad: ella le ofrecía la espalda y él se montaba sobre ella y no se detenía hasta que se venían, y él la abrazaba con fuerza, mientras terminaba adentro, como si el semen fuera un líquido precioso y hubiera que exprimir cada gota.

¿Por qué era ella tan bruta para decirle las cosas?

Tal vez porque comenzaron así: como dos perros que se encuentran por la calle. Meses después, ella llegaba en el auto de su jefa y le decía «súbete», y él subía. Ella buscaba un estacionamiento en cualquier calle oscura y, cuando terminaban de hacerlo, lo devolvía a su casa. Nunca se dijeron palabras bonitas. Se rieron mucho. Se separaron por temporadas y se volvieron a juntar, incluso cuando el buen criterio decía que no debían. A veces ella lo sacaba a un bar y actuaba como resentida durante algunas horas, negándose a la mano que él metía debajo de su blusa. Después se daba una vuelta, reaparecía, se lo llevaba hasta la esquina más oscura y lo obligaba a que se la metiera. Esas eran como historias mágicas que veinte años después uno cree que le sucedieron a otro hombre.

Las imágenes menos violentas tal vez sean las de Manhattan. Se metieron a un hotel que encontraron gracias a los consejos de un taxista. Estaba semiescondido a unas cuadras de la Estación Central, en una calle estrecha. El que atendía en la ventanilla era un ruso. Abrieron una puerta de metal y caminaron por un pasillo largo antes de meterse al dormitorio. Allí él puso las manos debajo de sus senos. Los pesó y los sintió tibios. Pensó que tenían una redondez y una temperatura perfectas. Tal vez aquella noche sí la amó. Sin embargo, ya para entonces habían de dejado de pertenecerse.

Mira su foto esta noche, después de mucho tiempo. La imagen no coincide con las que guarda en su memoria. El rostro no cuadra con la imagen de una mujer pequeña, de cintura muy estrecha, desnuda, con el cabello castaño lacio y suelto cayéndole más abajo de los hombros, juntando las manos encima de la cabeza, con los ojos cerrados, gimiendo, gritando, exigiéndole que se luciera, mientras lo montaba y él se venía por tercera, cuarta, quinta, sexta vez. Tiene que haber sido otro hombre, piensa él.

Esta noche, en sus sueños, encuentra otros recuerdos: cuando sus amigos los sorprendieron en un cuarto al lado de la mesa de billar, una escena en la ducha, cuando ella le pidió que se la metiera en silencio mientras dormían los niños que cuidaba por las tardes; el auto en el que llegaron a toda velocidad hasta el motel de Westchester donde después de revolcarse y quedarse dormidos, al amanecer, antes de despedirse para siempre, él la miró echada, separó sus nalgas y entró en ella por última vez.

Mientras intenta volver a dormir, cierra los ojos y consigue recordar un detalle importante: ella siempre le hablaba con brusquedad. Escucha la voz de la poeta que le dice en el ferry: «coger es inevitable». Y entiende que coger entre él y ella, jamás fue la palabra. La palabra era cachar. Siempre cacharon como animales.

Y la palabra correcta trae a las demás. Ellas aparecen ordenadas, como dardos precisos, arrojados contra las puertas de la memoria.

Ladybugs

ladybug

We call them mariquitas in Peru. Little bugs, orange with black dots. It is the winter and they are resisting. They hold themselves to the walls of the windows. They look at the cold outside and they decide to stay home. «I’m not moving, old man!», they yell.

I look at them. I count ten, eleven…twenty-three. I stop, there are more but who cares. I’m tired. The house is infested with these talking animals. «Ladybugs». Don’t bother the ladies. Let them stay. We have plenty of room in this house for everyone. Let’s spend the winter together. Let them sitting around the fireplace, all of them, the twenty-three and more and let them hear the last story you wrote during the Summer. «Oh, I’m going to tell you, little ladies…» They will move their ears, sit quiet, look at the fire.

Expect happiness this winter .

*.*

Al fin de Lima


Estacionó el automóvil y se bajó. Desde allí se veía, a la distancia, la ciudad cubierta de arena. Las dunas habían avanzado con lentitud y persistencia durante tres años y, finalmente, a principios de octubre, la habían sepultado.

Mirando hacia el este se podía ver la enorme antena que levantaron. Apenas la punta. Los cerros con cuya vista había crecido ─eriazos, grises, bañados de neblina, como una correa ajustada alrededor de la ciudad, algunos llenos de gente─ estaban tapados. Con ellos habían desaparecido las últimas señas que acompañaban esos recuerdos con los que siempre había contado para permanecer cuerdo.

Él volvía desde el extranjero en los inviernos para recordar cómo fue su vida en Lima. Lo hacía mientras caminaba entre la neblina, con amigos, a veces desde las oxidadas unidades de trasporte público, apoyado contra los vidrios. Otras veces a paso lento por las calles estrechas y empedradas del Centro, bajo las arboledas de Miraflores o en los malecones de San Isidro y Magdalena, observando la silueta de San Lorenzo y El Frontón, la raquítica sombra en que se convertía La Punta desde la cima de los acantilados.

Antes de que Lima muriera sepultada ya era insano vivir allí.  Sus residentes fugaron en manadas multitudinarias hacia los pueblos del norte: Trujillo, Chiclayo, Chimbote—que se extendieron con mejor suerte porque los fugitivos limeños ya habían aprendido en carne propia las consecuencias del desorden urbano—; y hacia el sur: Ica, Nazca, Chala, Camaná, Mollendo —que se beneficiaron del aporte de algunas industrias y negocios administrativos que se marcharon sin ánimos de gastarse más de la cuenta en la mudanza (quizá con una mínima esperanza de que algún milagro rescatara a la ciudad de la arena).

Otros se alejaron lo más que pudieron: más allá de las montañas: Huaraz, Huancayo, Ayacucho, Cajamarca, Cuzco, Tarapoto, Iquitos, millones que llegaron abrazando la idea de recomenzar en otro sitio distinto.

Los exiliados que se fueron mucho antes del final ya sabían — porque conversaban con los muertos o porque creían saber interpretar la humedad del cielo en las hojas de coca— que no volverían jamás a ese lugar.

Esa tarde en que salió de su automóvil a observar el silencio, habían desaparecido los campamentos de los negociadores de tierras. Desde el auto comprobó la perfecta soledad del paraje. Es que en los tiempos del cataclismo se asentaron quienes imaginaron en este desastre una oportunidad magnífica para el negocio. Esos (¿gallinazos?) desafiaron al viento brutal, imaginando, en las pausas del paracas, que su paciencia y fortaleza les traería la fortuna. Sin embargo, pronto empezaron a escucharse los rumores: esos malevos envalentonados, ansiosos por hacerse ricos lotizando el descampado que alguna vez fue la gran metrópolis, caminaban sobre la arena hasta que se perdían. Nunca se supo de ellos. Hubo sobrevivientes testigos─muy pocos, los suficientes para llenarnos de miedo─ que dijeron haber visto a los agujeros abrirse a los pies de los hombres. El grito que aquellos desdichados proferían mientras se los tragaba la arena era el sonido del horror.

Quienes vivían aún pendientes del destino de Lima llegaron a creer que la arena que la cubrió tenía vida. Se convencieron de que la calamidad había sido planificada, de que se trataba de un acuerdo pactado —entre quién sabe qué fuerzas o qué dioses—  para tragarse a esa ciudad y preservar el espacio donde ella estuvo. Parte de ese plan era también disuadir a los fugitivos, convencerlos de la inutilidad de volver.

Para eso sirvieron aquellos rumores que se esparcieron pronto: los que definían el cataclismo como la consecuencia inevitable. Ya nadie hablaba más de la peculiar belleza de la capital—que él recordaba con claridad, tal vez porque venía de lejos— sino de cómo Lima se fue transformando en una nueva Gomorra.  Nadie hablaba de la voluntad de celebrar, de las fiestas: de toros, de gallos, de fútbol, la parrillada, la anticuchada, la noche cálida en que los amigos se reencontraban en las esquinas. No se mencionaba sus parques donde los novios remoloneaban, ni las risotadas de sus bares. Tampoco el canto de las palomas que acompañaba a los hombres y mujeres hasta en los barrios más bregados de cemento.

Extraño: nadie parecía querer recordar aquel descalabro espectacular que eran los fuegos artificiales y el humo de la Navidad y el Año Nuevo.

De Lima solo se mencionaba la vileza, el polvo que se pegaba a su gente.

Él la recordaba. Muy bien. Miró el desierto, la planicie uniforme. Muy pronto llegará el día en el que nadie escribirá una línea más sobre esa ciudad. La fantástica Lima se irá disolviendo: como Ilión. Pronto ella solo existirá en su memoria y los hijos de sus hijos no le creerán cuando lean lo que solo él puede escribir acerca de ella.  Es más, si los trajera con él, si los obligara a observar lo que él entonces está viendo, esa vista solo sería aquello que ve allí: nada.

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