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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Historias

[Humillantes]Escenas de barrio

 

Tómbolas del alma en que, a dedo, dos capitanes te designaban como el malazo. Primero escogían a los que tiraban bola. Después a los más o menos. Al final: el relleno. El grito de victoria cuando te vinieron a buscar, un sábado. Necesitaban uno más, te traían el short y la camiseta rojas. Corrieron hacia la canchita del colegio Lisson. Fue un mal partido, haces lo que puedes. Tu corazón palpita, aceptas: No sirves para el fútbol.

*

Los viejos de Yi eran dueños de la bodega donde comprabas figuritas para el álbum de moda: Érase una vez el hombre, Sankuokai, El porqué de las cosas. Yi, y los que se juntaban contigo en la esquina de Los Mineros con Los Mecánicos, eran tres o cuatro años más grandes. Tú los escuchabas. Se te ocurre decirle a Yi que no diga «mierda», que no diga «putamadre». Tus viejos te han enseñado a no decir malas palabras. La cara con la que te mira. Eres una lorna.

*

Al maricón de César no le gustaba perder. Sacaba pa fuera el poto fofo que ya tenía a los ocho años. Su mamá, en asquerosa complicidad, lo llamaba.  «Cesiiiiiitar, a comeeeer», gritaba la vieja desde la casa y el pavo triste se iba corriendo. Y nosotros teníamos que quedarnos con uno menos en el equipo.  A veces era su pelota y se la llevaba. No le gustaba perder al huevón.  Por eso una vez en su casa, me robó mis canicas. Se llevó mis dos cholones y varias ojo de leche. No dije nada. Supuse que a los tramposos les llega la venganza en algún momento. Tal vez hoy.

*

«Agárrate uno, si este huevón tiene varios», dice Bolvo. Y tú le crees porque el papá de Edmundo es político y seguro que le sobra la plata. Y después llega Edmundo y dice «¿Quién se ha choreado un casete? Habían seis» y tú tienes que comerte la vergüenza y sacar el casete de la maleta donde lo habías metido. Y Bolvo se caga de la risa.

*

Dicen que su papá es gerente de los caramelos Ambrosoli, pero al Loco Güili lo único que le vacila es la droga y la hermana del Tío Chivo. Hace tiempo que no lo ves, pero esa tarde en que estás en la redondela del parque con tu amigo de la universidad, el Loco Güili aparece. Quiere invitarte un preparado en un botellón de Coca Cola, casi vacío. Se ve feo y caliente. Cuando ustedes dicen que pasan, Güili les grita que «si se creen más que él». Se calma y les pide 20 soles para ir a comprar unos quetes a Santa Felicia. No tienes plata pero tu amigo le da un billete de 20. Güili jura por su madrecita que va a regresar, compra al toque y ya viene. Ya viene.

*

Javier te cuenta que se corre la paja con el sostén de su mamá. Y te mira preguntándote si tú también. Lo más normal. No sé qué cara habrás puesto. Tú te corrías la paja con las calatas en blanco y negro de Caretas que colocabas en fila sobre la alfombra de tu casa. Y con la última página de la revista Zeta que Rucho escondía bajo el colchón del catre en Jaquí. Además,  la vieja de Javier es muy fea y muy gorda, piensas «¿Cómo va a ser?»

*

La pobre Blanca se fue sin decir chau. Quién le manda contarle a la novia de tu hermano que eran enamorados. Que si podían ir al cine los cuatro. Tenías muy presente la historia del primo tuyo al que la empleada acusó de haber embarazado. Blanca te quería quitar el jebe cada vez que te lo ponías. Unos años después volteaste tu cama y encontraste un corazón de lapicero del tamaño del colchón, con tus iniciales y la de ella. Extraño es el amor.

 

 

 

 

Mar, playa, árboles, cielo, sol.

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A la edad en que su hijo ha cumplido los tres años, un padre ha dedicado cinco días de su vida a cambiar pañales.

Me han pasado una lista de diez cosas que debería de saber, y ésta no me la puedo sacar de la cabeza. Serán cinco días completos dedicados a limpiar potos, frotar potos, sacar y poner pañales. Supongo que en los casos de mellizos el tiempo se amplía un poco más. Claro que habría que considerar que en algunas ocasiones el padre no es el único que los cambia. Pongamos que restando las ayudas todo se limita a cinco días entre los dos niños: 120 horas dedicados a la caca y a la pichi.

Habrá que poner la idea de ese tiempo al lado de las horas en que uno los mira con la boca semiabierta ─porque aprenden nuevos trucos, porque hacen un gesto por primera vez─ y al lado de los minutos del día dedicados a mirarlos a los ojos y hablarles. Otro dato que recuerdo de esa lista de diez: A los dos años, los niños aprenden cinco palabras nuevas por día. Si bien todavía no los cumplen, para ver qué pasa les susurro (mientras empujo su coche por la calle Kings Point): mar, playa, árboles, cielo, sol.

«Estas son sus palabras de hoy», les digo. Me miran, no dicen nada.

Mis pocos recuerdos de su edad están relacionados con el agua. Siempre tuve una imagen estática de la playa de Silaca: las rocas y el mar reventando contra ellas. Sólo la pude sacar de mi cabeza cuando regresé de adolescente. Mi madre me dijo que la última vez que estuve ahí no había cumplido el año. Hay una foto mía de bebé, enrollado en una manta, al lado del Pozo de Piero. Otro recuerdo es en Las Lagunas de La Molina. Mi madre y su prima caminaban entre unas cañas, alguien lanzaba piedras al agua. En las fotos de ese día, yo era un bebé. También recuerdo los chorros de agua en la Costa Verde, esas mañanas en que íbamos a Chorillos en el escarabajo blanco de mi madre, cuando aún no entraba al nido.

¿Qué recordarán mis hijos de este día? Sé que si no lo escribo será otro más de muchos: esas mañanas de verano en que los dos se despertaban aún sin dominar un idioma preciso, en que los sentaba a la mesa en sus sillas para que desayunaran un poco de avena y comieran unas frutas. Luego ellos me hacían señas de que querían salir. Se trepaban en el coche, hacían como que sabían ajustarse el cinturón. Salíamos a la calle y los bajaba de espaldas por los tres peldaños de la entrada.

Algunos días yo estoy más despierto que en otros. En éste apenas si había abierto los ojos. No eran ni las siete. Salir a caminar era parte del proceso para despertarme. Hacía calor. Antes de doblar la esquina de la calle Kings Point  ya habíamos pasado los restos de una ardilla atropellada. Doblando por  la calle Water Hole nos habíamos encontrado con un venado que parecía esperar algo.

Saludé a un par de empleados de una compañía de jardinería, en castellano. Ellos respondieron con un «buenos días» sin demasiado acento  (¿colombianos, mexicanos, ecuatorianos?) Ojalá se les haya quedado grabada a los niños la gentileza con que esos hombres ensombrerados le desean buen día a uno.

Pasamos la casa que ya están terminando de construir: hemos visto el proceso completo desde nuestros paseos en el verano de 2016: la demolición de la anterior, la llegada de la madera, la instalación del garaje donde pusieron las máquinas para trabajar las vigas, la lenta construcción de la chimenea durante el invierno. Esta semana han llegado los setos y los pinos, los han plantado en el perímetro y de pronto ya no se puede ver toda la fachada. Les hago notar a los niños que han removido la tierra que da a a la calle, preparándola para la llegada del césped. Éste suele llegar en camiones, en rollos enormes. Hay un detalle que a los españoles les haría gracia: los camiones de los jardineros tienen un logo dibujado en la puerta en el que dice que pertenecen a la empresa Della Polla.

No nos hemos cruzado hoy con la pareja que hace jogging empujando el coche de su hijo: Ozzie, un cachetón lleno de rizos. Tampoco con su abuela, una profesora de música en un pueblo del interior de Virginia con quien nos hemos puesto a hablar, una mañana cualquiera, caminando por Water Hole. Ella nos ha contado que su nuera es actriz de Broadway─su última obra antes de dar a luz a Ozzie fue Mamma Mia─, que su hijo es trompetista, que ella y él se conocieron a bordo de un crucero. Dijo que los dos han puesto una compañía de entrenamiento físico, y que entre sus clientes están los Seinfeld y la Paltrow.

Hoy tampoco hemos visto a la señora de cara redonda y ojos bondadosos que le alquila una parte de la casa a una pareja de puertorriqueños de Rincón. Ella nos contó que su vecino del frente durante muchos años fue Pelé, que un antiguo novio fue futbolista del Scratch, que hoy divide su año entre East Hampton y Colorado. Tampoco hemos visto a las tres mujeres que pasean juntas a sus perros, ni a la pareja de latinos setentones con sombrero que siempre parecen estar haciéndole algo nuevo al jardín de su casa.

Antes de llegar a la playa nos ha saludado un cardenal parado sobre la rama más alta de un árbol. Al entrar en la playa se nos ha cruzado un conejo. He detenido el coche para que le digan «hola» y «adiós» mientras éste nos vigila por el rabillo del ojo y al final desaparece enseñando la cola blanca, saltando detrás de unas matas. No hay nadie en la arena de la playa, no hay pescadores en el canal, no hay empleados limpiando los botes estacionados. Tampoco esta Charlie, el encargado de mantenimiento contratado este año por  la asociación de vecinos. Ayer lo vimos lavando su viejo Cadillac color beige con una manguera, al lado de la entrada.

Vamos hasta el borde del agua, pasando frente a las duchas y a una pequeña zona techada. A los niños les gusta imitar el sonido del coche que avanza sobre las piedras de la entrada. El camino de regreso tampoco ha tenido más detalles. Las palabras que les he repetido resumen bastante bien las emociones de un día común y corriente del verano de 2017, ese año en que aún no habían cumplido dos:

Mar, playa, árboles, cielo, sol.

Ñaño: el superhéroe ilegal

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Corren los primeros años del siglo XXI y la vida se pone difícil para los ilegales que viven en Nueva York.

Después de los atentados del año 2001 el gobierno ha impuesto una serie de medidas que complican aún más la vida de quienes residen en esta ciudad sin visa de los Estados Unidos ni tarjeta verde.

Para colmo de males, la MTA decide que para mejorar el lamentable servicio de transporte público que le brinda a sus usuarios, debe de aumentar –de manera drástica– el costo de los pasajes y las MetroCard ¿Quién puede ayudar a los pobres latinoamericanos que sobreviven, mal que bien, paralizados entre las amenazas terroristas, los aumentos del costo de vida y las maniobras políticas de ese presidente impresentable llamado George W.Bush?

Así nace Ñaño: El superhéroe ilegal. Un embanderado de la justicia que hace su trabajo superheroístico en la ilegalidad porque ha entrado a EEUU cruzando la frontera por los aires, sin detenerse en los controles migratorios. Un ciudadano cuyo único documento de identidad es el que le ha expedido una nación sudamericana en permanente crisis económica y política.

El único poder de Ñaño es el poder de convencimiento. Y armado con él, viaja por los cielos de los cinco condados neoyorquinos, haciendo el bien.

Coiman en Nueva York

Allá por el año 2011, mi amigo Renso Gonzales, uno de los editores del fanzine limeño Carboncito me preguntó si tenía algo para enviar a una exhibición de comics que iban a montar en el festival Entreviñetas en Medellín. Hasta donde yo recuerdo esta historieta que dibujé con Coiman (el primer policía con calculadora) la hice en blanco y negro y fue trabajada con mucha rapidez y algo de descuido en Photoshop para que se vaya pronto a Colombia. Hoy estuve rebuscando entre el material que se publicó en Carboncito y encontré el archivo original en alta. Espero que se lea y se vea bien.

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Al fin de Lima


Estacionó el automóvil y se bajó. Desde allí se veía, a la distancia, la ciudad cubierta de arena. Las dunas habían avanzado con lentitud y persistencia durante tres años y, finalmente, a principios de octubre, la habían sepultado.

Mirando hacia el este se podía ver la enorme antena que levantaron. Apenas la punta. Los cerros con cuya vista había crecido ─eriazos, grises, bañados de neblina, como una correa ajustada alrededor de la ciudad, algunos llenos de gente─ estaban tapados. Con ellos habían desaparecido las últimas señas que acompañaban esos recuerdos con los que siempre había contado para permanecer cuerdo.

Él volvía desde el extranjero en los inviernos para recordar cómo fue su vida en Lima. Lo hacía mientras caminaba entre la neblina, con amigos, a veces desde las oxidadas unidades de trasporte público, apoyado contra los vidrios. Otras veces a paso lento por las calles estrechas y empedradas del Centro, bajo las arboledas de Miraflores o en los malecones de San Isidro y Magdalena, observando la silueta de San Lorenzo y El Frontón, la raquítica sombra en que se convertía La Punta desde la cima de los acantilados.

Antes de que Lima muriera sepultada ya era insano vivir allí.  Sus residentes fugaron en manadas multitudinarias hacia los pueblos del norte: Trujillo, Chiclayo, Chimbote—que se extendieron con mejor suerte porque los fugitivos limeños ya habían aprendido en carne propia las consecuencias del desorden urbano—; y hacia el sur: Ica, Nazca, Chala, Camaná, Mollendo —que se beneficiaron del aporte de algunas industrias y negocios administrativos que se marcharon sin ánimos de gastarse más de la cuenta en la mudanza (quizá con una mínima esperanza de que algún milagro rescatara a la ciudad de la arena).

Otros se alejaron lo más que pudieron: más allá de las montañas: Huaraz, Huancayo, Ayacucho, Cajamarca, Cuzco, Tarapoto, Iquitos, millones que llegaron abrazando la idea de recomenzar en otro sitio distinto.

Los exiliados que se fueron mucho antes del final ya sabían — porque conversaban con los muertos o porque creían saber interpretar la humedad del cielo en las hojas de coca— que no volverían jamás a ese lugar.

Esa tarde en que salió de su automóvil a observar el silencio, habían desaparecido los campamentos de los negociadores de tierras. Desde el auto comprobó la perfecta soledad del paraje. Es que en los tiempos del cataclismo se asentaron quienes imaginaron en este desastre una oportunidad magnífica para el negocio. Esos (¿gallinazos?) desafiaron al viento brutal, imaginando, en las pausas del paracas, que su paciencia y fortaleza les traería la fortuna. Sin embargo, pronto empezaron a escucharse los rumores: esos malevos envalentonados, ansiosos por hacerse ricos lotizando el descampado que alguna vez fue la gran metrópolis, caminaban sobre la arena hasta que se perdían. Nunca se supo de ellos. Hubo sobrevivientes testigos─muy pocos, los suficientes para llenarnos de miedo─ que dijeron haber visto a los agujeros abrirse a los pies de los hombres. El grito que aquellos desdichados proferían mientras se los tragaba la arena era el sonido del horror.

Quienes vivían aún pendientes del destino de Lima llegaron a creer que la arena que la cubrió tenía vida. Se convencieron de que la calamidad había sido planificada, de que se trataba de un acuerdo pactado —entre quién sabe qué fuerzas o qué dioses—  para tragarse a esa ciudad y preservar el espacio donde ella estuvo. Parte de ese plan era también disuadir a los fugitivos, convencerlos de la inutilidad de volver.

Para eso sirvieron aquellos rumores que se esparcieron pronto: los que definían el cataclismo como la consecuencia inevitable. Ya nadie hablaba más de la peculiar belleza de la capital—que él recordaba con claridad, tal vez porque venía de lejos— sino de cómo Lima se fue transformando en una nueva Gomorra.  Nadie hablaba de la voluntad de celebrar, de las fiestas: de toros, de gallos, de fútbol, la parrillada, la anticuchada, la noche cálida en que los amigos se reencontraban en las esquinas. No se mencionaba sus parques donde los novios remoloneaban, ni las risotadas de sus bares. Tampoco el canto de las palomas que acompañaba a los hombres y mujeres hasta en los barrios más bregados de cemento.

Extraño: nadie parecía querer recordar aquel descalabro espectacular que eran los fuegos artificiales y el humo de la Navidad y el Año Nuevo.

De Lima solo se mencionaba la vileza, el polvo que se pegaba a su gente.

Él la recordaba. Muy bien. Miró el desierto, la planicie uniforme. Muy pronto llegará el día en el que nadie escribirá una línea más sobre esa ciudad. La fantástica Lima se irá disolviendo: como Ilión. Pronto ella solo existirá en su memoria y los hijos de sus hijos no le creerán cuando lean lo que solo él puede escribir acerca de ella.  Es más, si los trajera con él, si los obligara a observar lo que él entonces está viendo, esa vista solo sería aquello que ve allí: nada.

Antolojía de FronteraD

Alfonso Armada soñó con hacer una revista de periodismo serio. El sueño ─ mezcla de pasión, insensatez y locura─ se produjo mientras Armada miraba el río Este de Manhattan, detrás de los ventanales de la cafetería del edificio de las Naciones Unidas. Fronterad nació en 2009.

A principios del año 2011 yo tenía un solo cuento publicado. Éste había aparecido en una antología impresa en Lima, el año 2008. Desde entonces yo había trabajado mucho la historia y me interesaba volver a publicarla, esta vez en la web . En esa búsqueda, leí en algún espacio literario que alguien mencionaba al editor de esa revista. Decidí escribirle.

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Ilustración de Raúl para mi historia «Vistando la playa» Marzo de 2011, FronteraD.

Armada me dijo que la historia le había encantado pero que necesitaba tiempo para que la trabajara el ilustrador. Así apareció mi cuento «Visitando la playa» en marzo de 2011, con una ilustración de Raúl. Me gustó tanto el resultado que ─lanzando los dados de la suerte─ le propuse escribir una bitácora desde la experiencia de vivir en Nueva York. Así nació el blog Newyópolis, acompañado por la bella cabecera ilustrada de Dodot. Quedé desde entonces enganchado a este proyecto que a fines de 2014 cumplió 5 años publicando, semanalmente, contenidos originales, escritos por autores que viven a ambos lados del Atlántico.

FIVE portada
Revista Five. Madrid, diciembre de 2013.

A fines de 2013, Fronterad publicó en papel una primera colección de textos. Apareció en la revista Five, junto con los artículos de otras cuatro revistas periodísticas que trabajan en formatos online: Alternativas económicas, Materia, Periodismo Humano y Jot Down. Armada me invitó a participar con un texto que resumiera el contenido de mi blog. Así apareció «Las posibilidades de Nueva York» una breve crónica que pretendía resumir, en menos de 600 palabras, la situación casi kafkiana de quienes alguna mañana nos dimos cuenta de que nos habíamos transformado en un insecto de complicada definición: un neoyorquino latinoamericano. En Five, entre una selección de textos provenientes de la experiencia fronteriza, Armada describía su aventura editorial , titulándola: «Elogio de la sutileza»:

Nos gusta huir del trazo grueso, de la ideología que aplica plantillas de acero y hormigón a nuestra escurridiza naturaleza, la economía, el arte y los sueños. Porque las fronteras son fruto de la historia, pero como los insectos de la poeta polaca Wislawa Szymborska, se pueden salvar, de noche y de día, con una linterna azul, con un mapa y una alforja llena de deseos. Un afán lleno de cómplices.
¡Vénganse!

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Portada de Antolojía (2009─2014: cinco años contra el ruido) Madrid, 2015.

Este 2015, como parte de las celebraciones por los cinco años de Fronterad, Armada me invitó a formar parte de un libro llamado Antolojía (la j como homenaje a Juan Ramón Jiménez) que llegó a mis manos en enero. Es una edición bellísima que los invito a adquirir y a leer aquí. Se trata de una selección de las historias que aparecieron online. Son 400 páginas de deliciosa lectura. Entre ellas está incluído un «Breve diccionario de la crónica hispanoamericana» de Lino González Veiguela─que ya he compartido con mis alumnos de periodismo─ así sea para que sepan las precariedades con las que se enfrentan quienes aman el periodismo literario: esos Quijotes dispuestos a sacrificar cientos de horas por una pasión, por orgullo y por ─si hay suerte─ un puñado de dólares. Antolojía contiene además diversos artículos sobre arte, ciencia, literatura y política ─desde las secciones «Arpa», «Periodismo elegante», «Mientras tanto» y «Acordeón»─ que tienen la virtud de mantenerse relevantes a pesar del tiempo transcurrido. Es que lo que publica FronteraD pertenece a una categoría que a mí me gustaría denominar periodismo para siempre: textos que uno lee para aproximarse, de una manera hermosa, a la realidad.

Son cinco años batallando viernes a viernes contra el ruido. Desde esta calle de Nueva York honramos a Alfonso Armada y a su equipo, por enseñarnos que los sueños, con paciencia y trabajo, se pueden convertir en una revista periodística semanal de tanta calidad.

Aquella tarde en Brooklyn

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«Una de las enseñanzas que me ha dado la vida ─me dijo mi padre─ es que para conseguir aquello que quieres siempre debes ir directamente. Nunca des vueltas».

Estábamos en el automóvil, una noche en Lima. Tenía 19 años, estaba a punto de viajar y creo que mi viejo sintió la necesidad de entregarme la píldora más valiosa de su sabiduría. Nunca olvidé aquel consejo. Gran parte de lo poco que he conseguido se lo debo a esas palabras. Me estoy refiriendo a mis trabajos, a mi decisión de emigrar a los 27 años, a la facilidad con la que pude recomenzar mi vida en los Estados Unidos.

Sin embargo a veces, como en esta noche de insomnio en que la luna aparece entre las hojas de los pinos que mueve el viento del invierno, en una habitación oscura en un pedazo de tierra rodeado de agua muy al este de Long Island, recuerdo otras cosas: las que perdí por mi impaciencia, por estar determinado a creer que el único camino que valía la pena recorrer para conseguir algo en la vida era el más directo.

Pienso por ejemplo en Claudia.

En 2003 yo vivía en Brooklyn. Me acababa de mudar a un pequeño cuarto detrás de una chatarrera, a media cuadra de Atlantic, esa avenida informe, larga tira de asfalto que corta la isla desde Downtown Brooklyn hasta la autopista que cruza Long Island en dirección a Montauk. Aquella mudanza había sido una decisión impetuosa. Hasta entonces había vivido con comodidad en los suburbios, cerca de un trabajo de propinas que consumía mi fin de semana pero me permitía vivir con holgura de lunes a viernes. Tenía independencia y un auto propio: un Honda del 84 de carrocería oxidada al que se le caían los parachoques. Mi inglés había mejorado en meses de clases intensivas y mi familia en los suburbios era un sistema fabuloso de cordialidades que siempre me amparaba. Sin embargo, me sentía un impostor cuando escribía y decía estar viviendo en la ciudad de Nueva York, estando tan lejos de ella.

Gracias a mis amigos, con los que compartíamos un sótano de una sola habitación llena de cucarachas en el centro de White Plains, había conocido a una muchacha peruana. Con ella mantuve una relación de constantes encuentros, siempre afiebrados, ya fuera dentro de automóviles estacionados en calles oscuras, en espacios aislados que nos brindaba la suerte, o en cuartos de motel donde recaímos cada cierto tiempo, cuando nuestros cuerpos nos pedían una noche entera, que consumíamos en faenas maravillosas que nos dejaban satisfechos y exhaustos. Tal vez podía haber seguido con ella, formalizado, encontrado la manera de solucionar nuestros respectivos problemas de inmigrantes, empezado una familia, sucumbiendo a ese destino con el que se encuentran quienes descubren en algún minuto inesperado que la vida también puede consistir en tener alguien con quien seguirse muriendo acompañado, en conseguir un empleo honrado que te de suficiente dinero para vivir.

Si bien ella solía demostrarme un cariño que algunas veces iba más allá del momento en que despertábamos abrazados y tensos, era obvio que no era para mí. Estaba seguro─y así fue─que ella conseguiría muy pronto a algún novio que le solucionaría el tema de la residencia. Mudarme a Brooklyn, en gran parte también significaba alejarme de la comodidad y de ella y empezar otra vez.

Recuerdo el pánico de la primera mañana en que salí a encontrar mi dirección desde la estación Clinton-Washington. Sentí una duda: tal vez lo que había hecho era egoísta y terrible. Desde Lima mis padres me instaban a no alejarme de la familia. Tal vez mudarme a ese barrio era el pésimo paso que a veces dan los inmigrantes, el que los hace terminar muy mal.

La sensación de desamparo se esfumó muy pronto.  Me acomodé a esas calles con relativa facilidad. Recuerdo con cariño incluso el frío que me acompañaba durante las muchas cuadras que caminaba de madrugada hasta la lavandería más cercana en la Avenida Fulton. Vivía con una española que conocí en la escuela de inglés y a la que le gustaba leer, cantar y cocinar. Éramos muy amigos en ese departamento en el que compartíamos no solo la habitación sino también los libros. A veces organizábamos reuniones ─mejor sería decir que ella las organizaba y yo colaboraba. En los ratos libres nos sentábamos a escribir juntos, y recuerdo que alguna vez lo hicimos para imaginarnos nuestra vida, la que tenemos hoy.

Cuando estaba acomodado a esa vida entre mi universidad en el Bronx ─a la que me demoraba 90 minutos en llegar─y las calles de Brooklyn, me encontré con Claudia.

Teníamos recuerdos de nuestros compañeros comunes en la universidad. Fue alguno de ellos, en un correo electrónico, quien me anunció que Claudia llegaba a Nueva York. La fui a buscar, a la pequeña sala que había convertido con paciencia en departamento. Escuchamos, tumbados en un sofá, las canciones de su excelente colección de música brasilera. Caminamos juntos por el Parque Central, y me quedé a dormir con ella, al lado de su cabello que olía a almendras─sin tocarla, pensando que lo que tendría que suceder, en algún momento sucedería.

Una tarde, cuando llegamos desde Chinatown hasta mi departamento con bolsas de limones y pescado, nos invadió a los dos una sensación de camaradería que no creo errar si califico de mágica. El departamento de Brooklyn tenía un balcón por donde se colaba un halo de luz blanca. Tendría que ser mayo o junio, porque recuerdo una tibieza tierna que nos acompañó mientras cortábamos los limones, sazonábamos el pescado, almorzábamos y conversábamos de nosotros dos, de nuestros sueños. Ella quería ser antropóloga pero no estaba segura de cómo empezar a conseguirlo. Yo le hablaba de ser periodista otra vez, de mis clases, de las tantas personas que había empezado a conocer en la universidad.

Nos tendimos en mi cama a descansar, uno al lado del otro, como otras veces en que habíamos dormido juntos sin que pasara nada. Recuerdo haberme sacado la camiseta y haber empezado a conversar de lo que conversaba hace diez años. Claudia me escuchaba, tal vez interrumpía de vez en cuando con una voz muy suave y se reía con una dulzura que pocas veces volví a encontrar en esta ciudad. Estábamos solos en Nueva York, dos muchachos de la misma universidad, cubiertos de luz blanca, echados uno al lado del otro en una tarde de Brooklyn. Claudia apoyaba la cabeza sobre mi hombro y puso sus dedos sobre mi pecho, como queriendo tocar algo que yo llevaba escondido adentro.

Nunca pude explicar lo que pasó. Tal vez esta noche lo consiga. Creo que tiene que ver con aquellas palabras que alguna vez me dijo mi padre. Sus dedos resbalaron sobre los vellos de mi pecho y sentí que me asomaba a un mundo distinto, que aquél podía ser uno de aquellos momentos en que se abre una puerta, solo por unos segundos, para que atisbes un universo paralelo. La miré como si lo que siguiera en ese instante fuera inevitablemente el momento de poseerla. Recordé aquella noche en que vi su perfil desnudo en la oscuridad de una habitación en Manhattan y la mañana en que desperté antes que ella y me quedé observando la boca semiabierta y los ojos cerrados y tranquilos de un rostro que combinaba tan bien con el olor de las almendras.

En ese momento la miré como si fuera el salvaje delirante que acaba de descubrir la fuente del fuego. Sus dedos se desprendieron de mi pecho y yo entendí que si abría la boca para decir algo habría cruzado una línea invisible, que el camino recto que sugería mi padre me iba a conducir a un cruce de vías, que la puerta se cerraba y yo estaba a punto de quedarme adentro. Tal vez fue lo contrario. Tal vez solo tenía que abrir la boca y decirle lo que quería: que la deseaba.

Ha pasado mucho tiempo y hemos seguido siendo amigos. Alguna vez, una Nochebuena, poco después de su primer divorcio, Claudia fue la que alentó a una judía de cabello colorado para que no dudara más y se metiera en mi cama. Tiempo después, cuando ella vivía con un muchacho distinto y ya se había comprado su propio departamento en el Soho, le dije que me casaba. Me dio la bendición y un regalo muy valioso que aún conservo. Ambos hemos recorrido largos caminos. Ambos hemos sobrevivido a las tormentas. Ninguna de ellas nos ha obligado a marcharnos.

Esta noche en que no puedo dormir, me la imagino a Claudia navegando por un río de aguas apacibles en la oscuridad, bajo la sombra de alguna montaña. Los dos vamos en balsas distintas, la de ella al lado de la mía. A Claudia y a mí se nos ve despreocupados, acurrucados en las esquinas de nuestras balsas. Ambos nos dejamos llevar por la corriente, y nos saludamos en medio de la noche, apenas reconociéndonos con la luna, sin atrevernos a quebrar el silencio.

brooklyn

El viento también mueve las hojas por acá

 

la foto

Quisiera que hubieras visto mi rostro cuando me dijo que le había gustado.

«Así fue. Tal y como lo cuentas».

Los hechos habían sucedido como los había imaginado. Como que los soñé. Pero no los soñé. No estuve allí. Nunca estuve allí. Fui un viajero de capital haciendo una escala en el pueblo. Me acerqué al forado que se hizo entre nuestra casa y el puesto de policía. Busqué con cara de tonto entre las piedritas en la pista sin asfaltar alrededor de la plaza, como si después de un año aún fuera posible encontrar casquillos de bala. ¿Quién me lo habrá contado? Con pelos y señales. Sabía que La Gringa era la encargada de lanzar el ataque desde los cerros de la quebrada, bajar hasta el pueblo y organizar a la gente asustada. No sabía que uno de ellos pertenecía a las huestes del Malón: ese hijodeputa que degolló a sangre fría a un policía, más allá de Pueblo Nuevo (eso ya es Ayacucho), sin saber que su hermano, militar, iba a viajar con un grupo armado hasta esa zona para buscarlo, que lo iba a acorralar y lo iba a matar de a poquitos en la plaza, cortándole los testículos, los dedos de la mano, los pies, que se iba a acercar hasta su cuerpo moribundo, a escuchar un último deseo y recibir de Malón el escupitajo con su sangre.

En esa quebrada sin río

Sin cielo serrano, sin hoces y sin martillos, de un botazo

destrozándole la cara

Murió Malón de varios tiros,

A manos del hermano de quien molió a balazos.

Jamás pidió perdón.

 

Tampoco supe (lástima, la novela ya está escrita) que fue por intermedio del alcalde (que sabía adelantarse a los hechos porque paró tantos años de arriba a abajo por la quebrada con su padre) que mandaron los refuerzos que evitaron que el pueblo cayera en manos de los terroristas.

» Acarí lo tomaron y mataron al alcalde. Él era contemporáneo de mi papá. Mi papá se subió a la camioneta con 20 botellas de vino y se fue a Arequipa. El comandante que estaba a cargo pidió un vaso y probó. Carajo, de dónde ha sacado esta delicia. A ver ¿qué me va a pedir?»

Solo quería que mandaran refuerzos. Temía que bajaran a matarlo igual que al alcalde de Acarí. Tú sabes cómo es mi papá. Conversaron de todo, se cagaron de risa, se tomaron varias botellas juntos. Se cayeron muy bien. Ordenó que fueran al pueblo 40 refuerzos. Pero no cualquier refuerzo: 40 policías contrainsurgentes. Esos que estaban entrenados para la lucha antiterrorista. También mandó a tres espías a trabajar en las chacras de la quebrada. Esos tres espías fueron la clave de todo. Ellos se comunicaron con la comisaría apenas vieron que los terrucos empezaban a organizarse para bajar. Cuando estuvieron listos para atacar el pueblo, la policía ya los estaba esperando.

«Hasta la cantidad de los que mataron fue así como tú cuentas».

En la chacra, de niño, yo olía el viento. Por la tarde, cuando la brisa movía las ramas, se escuchaba un ruido muy débil y había un olor especial que llegaba hasta la casa. A veces, en Nueva York (como el jueves pasado en Amagansett) encuentro otra vez ese olor: Por unos segundos aparece en mi cabeza la imagen completa de la puesta de sol en la quebrada, el ruido del viento y las hojas, el olor a hierba que me alcanzaba en la mecedora debajo del enramado donde leía alguna novela (¿Rayuela?)

Durante el día (cómo sabían que yo era un inútil para el campo) mientras ellos cosechaban el algodón, ensanchaban o tapaban las zanjas que llevaban el agua, yo tenía permiso para pasearme por el cerro, patear las piedras que resbalaban hasta la acequia, irme caminando hasta el estanque, vagar debajo de los árboles, recordando cómo alguna vez mi abuela cosechaba ahí, al lado del agua, las almendras, mientras sus nietos, colgados como monos de la ramas, abríamos las vainas y nos llenábamos la boca del algodón dulce de los pacaes.

Entonces yo solo apuntaba (No sé qué. Ni siquiera sé dónde quedaron esas libretas de notas. Creo que me fijaba en ciertos detalles de las frutas, del agua que caía en un chorro muy débil por uno de los lados del estanque.) Durante el almuerzo me quedaba en la cocina. Después de cenar me quedaba en el comedor, preguntándoles cómo se llamaba ese maíz que trituraban, mezclaban con azúcar fina y se comían de postre. Quería saber cómo se llamaban esos pájaros que seguían volando entre la paja del techo de la bodega hasta que se cerraba la noche sobre la chacra y sólo se escuchaba el ruido del viento y aparecían las estrellas.

La violencia era solo una sospecha, y nadie entendía por qué mi tío quería volver a ser candidato a alcalde si ese pueblo no tenía salvación.

Cada noche, esos niños con los que no podía competir en el verano porque sabían caminar entre las piedras (descalzos) mucho mejor que yo,  y también sabían sacar mariscos de las rocas del fondo del pozo con una red amarrada a la cintura, mientras alguien les avisaba si la ola venía; se metían al mar con zapatos (jamás pude hacerlo: encontraba tan poco placentero eso de meterme al mar con los pies envueltos), esos niños que vivían en ese pueblo todas las demás estaciones, dormían sabiendo que podía ser la última.  Y a veces se iban al cine, a mirar películas en un televisor de 24 pulgadas. Allí los encontró el ruido de las balas.

Supe que abandonaron todo. Era el año 1990. Yo acababa de ingresar a la universidad y el mundo en que vivíamos se estaba derrumbando sin que supiéramos que se podía hacer algo para salvarlo. Éramos clase media alta y creíamos en eso que dice el himno nacional: seámoslo siempre. Ya nos habían ofrecido emigrar pero estábamos esperando primero a que se hunda el barco. Se hundía de a pocos. Las últimas esperanzas estaban puestas en una elección presidencial que nos había colocado a todos contra todos.

En la universidad, con mis compañeros, recorrimos las cárceles de Lima buscando a gente a quien el pastel les hubiera arruinado la vida por completo: encontramos a algunos cuantos, nos los pusieron enfrente para que los filmáramos: había un tipo que cada semana terminaba en prisión. Otro día nos llevaron a Castro Castro para que le hiciéramos una entrevista a El Padrino, representante legal de los presos. Entramos a Santa Mónica. En cada uno de esos penales éramos recibidos como unos payasos a quienes nadie conoce, que son bienvenidos porque vienen acompañados de los dueños del circo.

Tanta agua debajo del puente.

En esa época leía las historietas de Juan Acevedo, con títulos de ruidos (Trann) en una revista política. Hoy vengo en un tren, al lado de un río, y salen de la memoria esas imágenes. Entonces escribo esto que sale como una flaca corriente de ese riachuelo que bordeaba el estanque, mientras veo que el viento también mueve las hojas por acá.

Hay días en que merece la pena dar gracias. Algún aguafiestas me dirá que siempre hay que dar gracias. Hoy las doy, después de haber visto un video ilustrativo sobre lo que significa el Estado Islámico y otras zonas del universo no tan placenteras donde tal vez me toque reencarnarme, para odiar que las mujeres caminen sin velo, o que mi vecino se emborrache cuando le dé la gana, o que al otro lado de mi cerca, un buen pastor decida que le gusta más la poesía que el Libro Sagrado.

Doy gracias porque con todas las imperfecciones y broncas que nos tocó afrontar en nuestra historia, mi gente sigue libre y yo sigo libre, sentado en un café, haciendo lo que quiero: escuchando a una banda de rock maldecir en vivo, a una mujer de piernas muy largas sorber con lentitud una bebida caliente, a dos jóvenes aburridos pensando en lo que quieren hacer con su vida, decidiendo tal vez en este mismo momento que no quieren hacer nada con ella, que no quieran planificar los próximos veinte años. Para qué.

Sí, claro, señor: estoy muy agradecido.

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Cantata de nueva estación

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¿Para qué sirves, verano? ¿Acaso cumplirás las promesas que dejaste pendientes? Rodeado de abejas que componen sus vidas entre mis ventanas, con las lluvias que hacen crecer las vulvas de las matas ¿A mentirnos de nuevo? Así seremos humanos (otra vez) pendientes del humo entre los árboles y las torres enmascaradas.  Las piernas se extenderán para nosotros, entre el vapor, seremos cruces y clavos en la multitud, camisas abiertas de deseo colectivo.

Los veranos que mejor recuerdo trajeron la agonía de ser nosotros mismos y no los monstruos que creímos. Como si bastara un poco de calor para olvidarnos de aquella que esquivaba nuestra mirada. Como si fuera suficiente desear la playa para tenerla, pisar la arena para germinar, tocar el agua para estancarnos en el tiempo.

Seremos verano de nuevo, y cuando tú lo creas conveniente, nos arrepentiremos: hundiremos nuestros dedos en las huellas que dejará el viento huracanado, nos volveremos compasivos y buenos, ángeles del invierno.

 

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