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Summer Hours (L’heure d’été)

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Sylvie y sus amigos entran en la casa que ya no es más que una cáscara. Se han llevado los muebles, los armarios, los cuadros, los jarrones. Los objetos se han convertido en piezas de museo. «Mi abuela Hélène me dijo que algún día regresaría aquí con mis hijos. Mi abuela ahora está muerta y la casa ha sido vendida», dice Sylvie. ¿Qué queda de una casa cuando se va la gente que la habitaba y los objetos que la llenaban?

La casa donde él está escribiendo fue construída en 1953. Allí vivía una familia que se apellidaba Salvati. El señor Salvati adquirió los lotes adyacentes para tener el terreno necesario y que su hija mayor, Lorraine, y su hijo menor, David, construyeran dos pequeñas casas al lado de la gran casa paterna. Plantó manzanos, peros, arbustos de cerezas. Salvati enviudó en 1990. Dicen los vecinos que por esos días el hijo estaba muy metido en las drogas y que llegaba dando gritos enmedio de la noche, sin importarle que la madre estuviera enferma.

Lorraine se casó y se mudó a una casa en Cold Spring, a 20 minutos de su padre. Lo visitaba todos los fines de semana. A sus gemelas─Claire y Josephine─les encantaba colgarse de las ramas del manzano. Su abuelo las llevaba hacia el parque Blue Mountain por el borde del riachuelo Dickey que lindaba con la propiedad. El último verano las dejaron caminar desde Blue Montain, acompañadas de su perro Hubbert, el Spanish Water que les regaló su padre por su noveno cumpleaños. Cruzaron el riachuelo sobre un tronco podrido y entraron a la casa con Hubbert y sus patas mojadas. El abuelo las reprimió con una sonrisa cansada. Ya sabía que tenía cáncer.

Cuando murió Salvati, Lorraine pasó en esa casa varios fines de semana. Se dedicó a empaquetar los artículos del sótano y del ático, la ropa de cama, las vasijas. Cuando tomó el exprimidor de naranjas que pertenecía a su madre se puso a llorar ahí en la cocina, mirando el arroyo y las hojas de los árboles de color naranja. Ese fin de semana extrañó más que nunca a su padre. El siguiente lunes pusieron la casa en venta.

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Las gemelas acompañaban a su madre. Mientras ella trabajaba se iban con Hubbert hacia la calle Washington y trepaban la loma hacia el parque Blue Mountain. Atravezaban el puente colgante sobre el lago, se metían por los senderos en el bosque y regresaban a la casa bordeando el arroyo.

Un sábado entre los árboles, desde la orilla antes de cruzar el Dickie, vieron al tío David conversando con mamá debajo de un manzano. Casi nunca veían a su tío. Él les preguntó si querían ayudarlo a limpiar el cobertizo. Mientras movía las cosas les contó que vivía con una chica hermosa de Montana que conoció en el verano, que uno de esos días iba a ir con ella a visitarlas en Cold Spring. Les entregó el pequeño balde de metal rosado donde el viejo Salvati guardaba las herramientas que usaban sus nietas cada primavera para mover la tierra y plantar los tomates en la huerta. Les hizo adiós mientras arrancaba su camioneta. «Se parece tanto a papá», pensó Lorraine y se puso triste otra vez.

David fue a visitarlas unas semanas después. Sin su chica porque estaban peleados. Le temblaban las manos. Hablaba como conteniendo la respiración. En un momento empezó a gritar, primero vocalizando y luego como si no pudiera contenerse: «Just sell the fucking house». Se fue de la casa gritando. Por esos días el presidente George W. Bush acababa de anunciar el colapso del mercado de valores y el inicio de la gran depresión. Bancos y grandes compañías de inversión se habían declarado en quiebra. Dorine Giordano, la corredora, había llamado esa mañana para preguntarle a Lorraine si aún quería seguir vendiendo la casa de Salvati: los precios se habían desplomado.

Meses después, a principios de la primavera, Dorine los llamó. Tenían una oferta. Era casi la tercera parte del precio que habían pactado en las oficinas de Coldwell Banker durante el verano. «La otra opción sería esperar. Pueden pasar unos años antes de que los precios regresen a su nivel», dijo Giordano. «Sell the house Lorraine» dijo David cuando su hermana lo llamó para consultar.

summerposter«A le gente le gusta lo tranquilo que se está aquí.También que está a muy poca distancia de Paris» dice el alcalde del pueblo de Valmondois, dando a entender que  la casa encontrará un buen precio en el mercado y que el municipio debe invertir en reparar el cementerio donde enterrarán a Hélène. Su hijo Frédéric detiene el auto en un recodo del camino de regreso a la ciudad porque no puede soportar la desolación ante lo que está por suceder: van a desmantelar la casa en la que ha vivido su infancia, el museo que su madre ha construido en honor del gran amor de su vida, el famoso pintor Berthier.

Cuando el escritor y su esposa llegaron por primera vez a la casa de Salvati lo que más les gustó fue que desde la sala se pudiera escuchar el sonido del arroyo. Les gustaron las plantas de manzanos, el cerco vivo que los separaba de la calle, que la propiedad estuviera en un calle dead end y que la casa no fuera de madera sino de cemento. El ático y el sótano eran enormes. La familia había dejado los pisos alfombrados y algunos objetos de decoración: frente a la chimenea estaba la pequeña mesa de ajedrez donde Salvati solía jugar con su hijo David.

El escritor y su esposa acordaron que se desharían de las alfombras, pulirían los pisos de madera, instalarían una mejor iluminación en los techos y renovarían la cocina. Las ventanas de marco de aluminio tendrían que ser reemplazadas por unas nuevas que ahorraran energía.

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Se observa con cuidado los objetos, se les pone un precio. El Musée D’Orsay los quiere hace bastante tiempo. «No vamos a poder venir a Francia en los veranos, la casa no la vamos a aprovechar», han dicho Jérémie y su esposa, a punto de mudarse con su compañía de Shangai a Pekín. Adrienne anuncia que se casará en Nueva York y que le será difícil acercarse otra vez a ese país del que ya se considera tan distante.  Se descuelgan los cuadros, se sacan los armarios, se apilan las sillas. Éloise, la sirvienta que los hermanos recuerdan desde su niñez, se empina sobre las ventanas y las puertas cerradas y lo único que ve es una cáscara sin vida.

El escritor y su esposa le pidieron a Dorine que  la casa se quedara vacía. Que limpiaran el muro de piedras apiladas al lado de la entrada. Que vaciaran el cobertizo. «Están comprando una casa con una base sólida», les dice Lorraine, el día del cierre, desde el otro lado de la mesa de negociación. No puede evitar llorar mientras firma los papeles que le entrega su abogado. Esa noche David estaciona frente a la casa de Cold Spring y Lorraine le entrega un cheque. Dobla el cheque, se lo mete en el bolsillo del pantalón y se va.

Msummerhours3eses después, la noche de Halloween, golpean la puerta. Son dos niñas. «We used to live here» le dicen al escritor que les ha abierto mientras él mete la mano en una bolsa con golosinas para sacar Snickers y Butterfingers. Se siente incómodo porque no sabe si debe de invitarlas a pasar, si tiene que dejarlas que miren en qué se ha convertido la casa del abuelo: lo poco que queda de la que ellas conocían. Las gemelas le hacen adiós y se van hacia la calle. Detrás del cerco vivo el escritor ve a un perro y la sombra de Lorraine.

Al escritor le gusta su casa sea tan tranquila y que quede tan cerca de Nueva York. «50 minutos en automóvil» les dijo Giordano. Le gusta ver el arroyo desde los altos y escuchar el murmullo del agua desde la mesa donde se sienta por las mañanas a escribir. A veces se pone a pensar en lo que pasará con la casa una vez que ya no esté allí.

Todos los fotogramas de esta entrada pertenecen al magnífico filme Summer Hours (L’heure d’été) dirigida por Olivier Assayas en 2008.

 

 

 

 

 

 

Dos amigos llamados JULES AND JIM. 9 de enero

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Lo intuyes cuando joven. Luego te olvidas y comienzas a pensar no en lo que crees sino en lo que funciona, en lo que se acomoda a un estándar social. De joven la idea de enamorarte de dos o tres mujeres a la vez parece posible, real. Sobre todo cuando te decepcionas la primera vez, cuando el amor idealizado deja lugar a la practicidad del sexo: Me gusta ella y ella…y ella. Pero tengo que elegir. De eso te dicen que se trata la vida antes del matrimonio. Debes elegir alguien con quien te quieras quedar para siempre. Como en el programa del Tio Johny: Una y solo una de todas las cosas que estan allí.

Catherine ha conocido a muchos hombres y es capaz de amar a varios en distintos grados y de diferentes maneras. A Jim lo ama como hombre,  a Jules como amigo, a Ernest como amante ocasional. Cuando se aburre de Jules y de Jim puede recurrir a Ernest. Más aún cuando se cansa de sus juegos machistas y quiere demostrarles que ella no está esperando a que la amen.

Catherine es todo lo que ellos deben amar. Si no quieren amarla a ella, sin amar a nada más, ella no puede entregarse toda tampoco. Si Jules es capaz de proferir sandeces tales como las de la superioridad del hombre en el matrimonio y ante Dios ¿Acaso no puede ella saltar al Sena si se le antoja? Si Jim no es capaz de abandonar a Gilbert y empacar para Alemania de una buena vez: ¿Tiene ella que esperar con los brazos cruzados a que Jim decida?

Catherine─Moreau, bellísima, con esos labios de Rosa─sabe que lo que siente causará problemas y que en la Francia de 1962, una mujer en el cine no puede amar así, sin desenlace fatal. Catherine necesita ser una alma atormentada. Tiene que enloquecer, tomar el arma.

Esta historia pudieron tramarla los griegos. Al final de la película aparecen las dos caras de Jano: Janus Films. Los dioses no distribuyen filmes sino tragedias. Este es un filme exquisito.

Se quedará para siempre en tu memoria la voz del narrador, y la voz de Morau cantando Le Tourbelleine con la guitarra de Bassik. Catherine es como la abuela del personaje de Amelie.

Sin color ni efectos especiales, con diálogos profundos, es como si Truffaut en esta película se hubiera puesto a contarnos un cuento: Érase una vez en Paris, una mujer enamorada de dos amigos, Jules and Jim…

 

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