
Pipino Barrueta se ajustó la bufanda antes de salir de su departamento en Brooklyn. Había que verlo levantando esa chalina, apretándose los anteojos sobre el puente de la nariz e inhalando el aire frío de marzo como si estuviera frente al mar de Puerto Montt y quisiera succionar toda su australidad.
–Tienes que levantarte todos los días y leer a Borges. Subrayar a Borges, copiar a Borges, rezarle a Borges. Solo así conseguirás ser alguien, me dijo Pipino
¡Y yo lo sabía! Pero cómo hacerle caso a Pipino, si yo tenía la semana repleta con lecturas de otras asignaturas para mis exámenes y con el corazón disparado entre una hebrea colorada que leía a Faulkner y que me había despreciado después de hacer gimnasio (y en pantalón de buzo); una china españolísima que me citaba de vez en cuando en el aeropuerto y que a través del teléfono me hacía sufrir; y una colombianita cuatro ojos, lectora voraz de Og Mandino y de Paulo Coelho que despertaba toda mi ternura pero que siempre esquivaba–con delicadeza– mis indirectas.
Pipino no trabajaba, lo cual le daba tiempo suficiente para despaturrarse todo el día sobre su cama-escritorio en el departamento prestado por uno de los amigos del doctorado; para apuntar datos trascendentales en sus libretas; y leer, leer y leer. A Borges supongo–nunca había visto en acción al erudito–, porque los cinco tomos en tapa dura de las obras completas del maese Jorge Luis ocupaban un lugar privilegiado en su habitación, junto con sus discos piratas de Bach.
Esa tarde Pipino me había llamado con urgencia para comernos un chifa y contarme algo importantísimo que había descubierto en un libro de Borges. La idea me fascinó porque yo también había descubierto algo en un libro de Borges, un dato que nadie conocía, que compartí emocionado con Pepino, y que a la larga resultó que ciertamente nada ni nadie conocía, ni siquiera Borges. Algo que yo había soñado. Aquellos percances solían sucedernos entonces, en esas intensas tertulias literarias de invierno y bufanda entre Brooklyn, Manhattan y el Bronx.
Había un resturante chino barato a dos cuadras del brownstone de Pipino. El único problema es que por lo barato, mucha gente le abría las puertas durante el tiempo en que nos terminábamos el chifa, y el frío nos dejaba cual sudamericanos tiritantes, bien envueltos, eso sí, en nuestras bufandas GAP y en nuestros abrigos Banana Republic. Esa noche, mientras yo raspaba los arrocitos finales de mi special fried rice, Pipino me repitió una lista de autores, me llenó de datos y me contó anécdotas, en las cuales, de una u otra manera, ya fueran las secuelas de safaris accidentales en Kafiristán, o las peripecias de un británico disfrazado de peregrino en los burdeles de La Meca; siempre terminó usando como referente al «divino ciego». No a Tiresias, sino al coprogenitor del encarcelado sabueso Don Isidro Parodi.
Había que verlo a Pipino levantando la bufanda mientras devoraba los arrocitos; ensañándose con el dedo levantado contra los malos imitadores de Borges. Pero donde más sufría el pobre Pipino–y yo viéndolo a él–era cuando empezaba a mirar a la chinita que atendía el chifa, una jovencita de intensas trenzas negras, una criatura de sonrisa enigmática, con dedos ágiles para tomar pedidos telefónicos y ensamblar las cajitas donde iban el arroz y los tallarines de los pedidos delivery; que seguro entendía muy pocas palabras de nuestro inglés americano con acento autodidacta.
–A chiquen frairais esmól an a wontonsúp esmól–decía ella en al auricular, mientras armaba las cajitas. Y luego la muchacha giraba hacia la cocina y repetía las órdenes en chino puro y duro.
Sé que Pipino la deseaba con pasión, perdidamente enamorado de su rostro, de su voz y de sus gestos. Era un amor imposible, crudo y sombrío, vasto y oscuro, fundado en una sonrisa al pasar, en cierto brillo en los ojos que él creyo ver la primera vez que pidió un pato pekinés, y que tal vez no supo interpretar. Casi estoy seguro de que Borges, viéndolo en esos trances, hubiera estado orgulloso de él.