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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Ribeyro

Un hombre flaco

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José Muñoz me trajo el libro de España. Se demoró casi 20 minutos en entregármelo. Parecía sentir la obligación de darme primero una relación de lo que le había gustado del texto. Así que allí estuve todo ese tiempo en su despacho, escuchándolo, mientras él me hablaba desde su silla y balanceaba el libro con una mano: Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro de Daniel Titinger. El libro es un perfil periodístico de Julio Ramón Ribeyro, en base a las conversaciones con su esposa, sus amigos y familiares.

Mientras escuchaba a José, resistía la tentación de arrebatarle el libro y largarme a leerlo.

«Se lee en una noche» me dijo José, quien desde que descubrió a Ribeyro hace algunos años no ha dejado de amarlo. Cuando yo ya sostenía el botín y me quería ir a buscar un sitio solitario para empezar la lectura, él me retuvo para seguir hablando de los cuentos que más le gustaban. Me dijo el título de dos de ellos: «Los jacarandás» y «El ropero, los viejos y la muerte». Fue a un armario, abrió unos cajones, sacó unas fotocopias subrayadas y me leyó:

porque sabía que pronto iba a morirse y que ya no necesitaba del espejo para reunirse con sus abuelos, no en otra vida, porque él era un descreído, sino en ese mundo que ya lo subyugaba, como antes los libros y las flores: el de la nada.

José terminó el cuento, suspiró y me dejó ir.

Empecé a leer el libro en el sofá de mi despacho en la universidad. Retomé la lectura en el tren rumbo a casa. Lo seguí leyendo a la mañana siguiente en el subterráneo que me lleva a Manhattan y en el que me regresa al Bronx. Casi lo terminé en un sillón debajo de una lámpara en mi sala. Por fin, tumbado en la cama, llegué a la página 166, al Y no dijo nada más con que Titinger termina.

El libro es un testimonio del cariño de los lectores peruanos al trabajo del escritor y a la figura de Ribeyro. El texto, ese coro de voces que ha compilado Titinger, contribuye a ver al escritor como un todo, con las distintas facetas de su vida agrupadas en la página. Es una fotografía tridimensional de su personalidad.

Desde que leí «Solo para fumadores» en un fin de semana en Pulpos, allá por el año 1992, había quedado conmovido por el mito del escritor que se moría de hambre en París. Es una imagen de Ribeyro que se reforzó con la lectura de sus diarios. Como si se me curara al leerlo una herida muy vieja, sentí alivio al enterarme, gracias a Un hombre flaco, que buena parte de su vida en París Ribeyro la pasó en el departamento de lujo que compró su esposa, que los viernes se deshacía de sus obligaciones de embajador para almorzar y brindar con sus amigos, que se enamoró de una muchacha en Lima y que se la trajo para conocer con ella Nueva York─de donde regresó muy mal─, que murió sin dejar el cigarrillo, pintando y metiéndose al mar al anochecer, celebrando la vida, después de haber sido testigo del principio de la canonización de su obra y haber recibido los aplausos y el cariño de quienes lo leían con entusiasmo.

Un hombre flaco es un libro, primero que nada, para quienes leen a Ribeyro con entusiasmo. Es una obra de amor, escrita para satisfacción de sus lectores.

Vivir

Julio Ramón Ribeyro en Miraflores. Foto de Jorge Deustua.
Julio Ramón Ribeyro en Miraflores. Foto de Jorge Deustua.

¿Qué cosa es vivir? Hoy releía Solo para fumadores y encontraba esta frase genial de Ribeyro (que se la tiene que haber leído a algún francés):  «ese simulacro de la felicidad que es la rutina»

Conversaba a la hora de almuerzo sobre las enseñanzas de Josei Toda, líder budista quien en algún momento fue acusado de blasfemo y apartado de su iglesia por reclamar que «Buda estaba en cada uno de nosotros»; que no era necesario pedirle permiso a ningún monje para encontrar el sendero iluminador del budismo.

Ayer leía en el New York Times la historia de la creadora de la página Brain Pickings, Maria Popova, que había desertado de la vida académica para dedicarse a crear una especie de enciclopedia de «datos inspiradores».  «No vivo tan bien, pero sólo hago esto, que me gusta y me alcanza para vivir con comodidad», declaraba al NYT esta búlgara, residente de Brooklyn.

Hoy volvía a ver, con mis estudiantes, el primer video de Fabián C. Barrio antes de salir a dar una vuelta por el mundo en su moto; parafraseando un texto llamado «Instantes» (falsamente atribuído a Borges); y una entrevista donde declaraba que «lo único valioso que tenemos es el tiempo. Depende de nosotros hacer algo con él.»

Ayer miraba conmovido la entrevista a los fallecidos chefs del restaurante limeño Nanka y veía como Lorena Valdivia lloraba al recordar con gratitud la bondad de su padre para invertir en un restaurante al que ella y su pareja le iban a dedicar su vida.

Esta mañana encontré un cuento que me publicaron en Lima hace ya 6 años y recordaba la intensa pasión con que lo reescribía, cuando en aquel momento no podía salir de los Estados Unidos y la nostalgia me quemaba.

Con mi padre, en el teléfono, recordé un instante en Curitiba en que vi pasar la muerte; y él me recordó otro momento allá por los 80s, cuando mi madre se salvó de ser arrollada por un auto frente a la Clínica San Felipe.

Leo a Julio Ramón Ribeyro, escucho a Fabián Barrio, a Lorena Valdivia, leo a Maria Popova, hablo con mi padre y con mis alumnos. Toco el rostro de mi esposa, salto la verja que impide que el conejo suba a nuestro dormitorio, me siento en una silla y les escribo.

Creo que mi destino, amables lectores, consiste en escribirles–al menos esta noche–sobre mi búsqueda de la vida y la felicidad.

La calle en que yo viví

«Una gozosa gira por 18 años mexicanos». Contra la invocación nostálgica: la reinvención del pasado.

En su cuento Los eucaliptos, Julio Ramón Ribeyro le rinde homenaje al barrio en el que vivió de niño. Es un cuento precioso; y también una estampa bien dibujada, de un mundo que ya no existe.

En los cuentos de Tiempo transcurrido, Juan Villoro también le rinde homenaje a los escenarios de su infancia y adolescencia, pero la descripción se mezcla con sus ganas de describir a los personajes que habitaban en esos escenarios. Muchas veces él mismo es el personaje principal, mezclándose con diferentes tribus urbanas.

Ribeyro describe la personalidad actual del escritor y cómo ésta le debe ciertas características a los paisajes de su infancia. Villoro toma su adolescencia y hace una película. La descripción es buena, pero sólo complementaria. Ribeyro usa las imágenes para construir una percepción poética del paisaje ya desaparecido. Villoro utiliza las áreas urbanas para ironizar sobre el transcurso y desaparición de ellas. En Villoro hay un ritmo ágil, con la agilidad de ciertas películas ochenteras, con saltos perceptibles en la edición. Es una película con mucho corazón, hecha con pocos recursos. No llega a ser una pintura, sólo bocetos. Conocemos a los personajes, pero casi nada; excepto, tal vez, su percepción ante los mexicanos y una imagen que tenía que ver con la cultura popular o las ideas dominantes de otra generación. Es un universo literario pero marcado por la cultura de masas.

En el mundo de Ribeyro la cultura de masas casi no existe. Ese universo de Los eucaliptos parece existir independiente del capitalismo. Las recomposiciones urbanas, asociadas con la movilidad social en Lima y el proceso de mestizaje, son percibidas en la historia pero es más importante el proceso poético del cambio y la decadencia. Ribeyro nos muestra el efecto poético del cambio desde una perspectiva única: la suya. Villoro nos muestra el cambio pero necesita visualizar todos los aspectos externos: la arquitectura horripilante pero práctica, los espacios de diversión con sus colores y significados, los peinados y vestimentas con su carga simbólica dentro de las diferentes tribus de su México DF. Ribeyro ha sido actor en ese paisaje, pero el cuento es contado desde el punto de vista de quien asiste a un acto en el que no tiene nada que hacer. Ribeyro observa y describe. Villoro es el narrador participante, que necesita a la masa junto a él. Las frases de Villoro son ingeniosas, tocan al lector, lo inquietan con cada frase. En el cuento de Ribeyro, la historia te toca lentamente, te envuelve con la reconstrucción poética. Ambos son estilos muy diferentes.

Al escribir Los Duros partí de la lectura de Tiempo Transcurrido. Al leer ese cuento, en la edición de la revista Luvina , Villoro notó la única frase original e ingeniosa que creo que merecía ser notada.  Un crítico español lo leyó, y percibió cierto tono poético que él –me dijo–sentía que había sido tomado de Los eucaliptos. Yo no había leído esa historia de Ribeyro. Mi intención era crear un mundo de personajes moviéndose en un paisaje urbano como el de Villoro.

¿Hay poesía en Los Duros? Muy poca. Primero, porque la calle en la que nací sigue tan fea como siempre. Es cierto que hay una descripción más o menos nostálgica de los alrededores, de esas plantaciones de maíz y fresales que debieron de ser arrasados para edificar lo que ahora es Santa Patricia, la Rivera, Mayorazgo, entre otras urbanizaciones también separadas por rejas y trancas e igual de horribles que la mía. Tal vez lo más poético del cuento sea la descripción de las relaciones de la infancia, cierta pausa intencional a la hora de narrar relaciones entre los personajes de las dos familias: Los Segura y Los Duros. Casi no hay diálogos, y las pocas palabras que puse en la boca de los personajes del cuento (en la edición definitiva que salió publicada en Revista de Occidente) creo que son malas.

La calle en que yo viví aún sigue allí. Sin embargo,  creo que a cualquier parte de mi barrio le faltan unos doscientos años para que pueda tener la calidad poética que tiene el vecindario clasemediero venido a menos en el cuento de Ribeyro.

Si algo me gusta de mi calle–ahora que la puedo visitar una vez al año– es su silencio. No tanto en el verano. El mío es de esos barrios que se disfruta más con la neblina del invierno, caminando despacio sobre sus veredas sin gusto, sus muros altos, sus jardincitos breves.

Lecturas del 2011 recomendadas

Foto de Rachel Olsen

Una pared de azotea que daba al mar. Detrás de la azotea la arena y el agua golpeando contra la pared, mientras yo me deslizaba en otro sueño con mi copia de La promesa del alba de Romain Gary. Había terminado de leer a Bellow y el cambio era justo y necesario. Caminé al amanecer por la orilla con un perro amigo siguiéndome los pasos. Saltaba mientras yo pensaba en ciertas reflexiones de Humboldt’s Gift y me preparaba para el siguiente día. Olor de aracanto y de sal, recostado en una hamaca, solo, esperando que baje el sol. Palpé el dulce papel, lo besé. Se llamaba Freedom de Jonathan Franzen. Me desperté a medianoche para seguir las páginas. En la mañana reescribí un párrafo solo para entender la mecánica. Así se escriben las líneas de una novela. Acá va un punto aparte, acá se sigue de largo. Había leído que Franzen necesitaba estar desconectado y que consideraba la electricidad y el Internet como la condena del escritor moderno. Seguí leyendo y varias hamacadas más tarde lo terminé. En Lima busqué otra novela de Gary pero no hubo suerte. Estaba en una edición de bolsillo al costado de otro libro que leí a medias: Auto de fe, de Canneti. Esas novelitas que te gustaría coger en alemán original. Me acordé que Masa y poder (en inglés) me está esperando. De Lima me llevé Pan de Knut Hamsun y la bellísima La Playa de Cesare Pavese. Llegando a Nueva York, todavía fresco de las vacaciones tomé un libro fascinante: Summertime de Coetzee (cortesía de mi agente Penguin de la universidad que me engríe y me manda los tomos educativos mezclados con los del placer). A mí me gusta Coetzee y me encantan sus ensayos. Summertime es ensayo, novela y biografía. Hay escenas soberbias como aquella cuando el personaje se queda botado en una excursión por las tierras abandonadas y secas del desierto sudafricano, acompañado de un antiguo–y prohibido–primer amor. La mitad del año me la pasé leyendo y escribiendo cosas dispersas. Recuerdo haber releído Los Culpables y habérsela recomendado a varios amigos sin saber que Villoro vendría el siguiente semestre a Nueva York.

Me fui a Yucatán en agosto y allí–con el Caribe y la arena de compañeros– me leí mientras me bronceaba A Visit from the Goon Squad de Jennifer Egan. En marzo, había leído en Hermano Cerdo que Egan le había quitado el National Book Award a la novela de Franzen. Me gustó el estilo, la frescura y la visión de Egan (muy simpática en persona) pero creo que si no le dieron el NBA a Franzen fue o por cojudez o por envidia: Freedom es «la» novela. Claro, aquí podemos ponernos a discutir si la novela mira para adelante o mira para atrás. Si mira para atrás, la mejor novela es la de Franzen, si mira para adelante, la mejor novela es la de Egan. Yo creo que la novela tiene que mirar para atrás y para adelante. Pero Freedom es magnífica y la prosa de Egan–cierta, justa, trabajada–ciertamente me obligó a llenar su libro de arena para seguir las páginas en la playa, pero no a levantarme en la madrugada para seguir leyéndola, como sí lo hicieron las criaturas obsesionadas y los párrafos musicales de Franzen.

Regresando de Yucatán cogí Palmeras de la brisa rápida de Juan Villoro: la mejor guía para el turista no convencional que viene de remojar los pies en Cancún. Villoro tiene el defecto de repetir las anécdotas; pero también la virtud de darles giros distintos, como si estuviera trabajando en encontrar las mil y una posiblidades de contarnos todas las noches, sin aburrirnos, la misma puta crónica. Aprendí mucho sobre guayaberas, los mayas, mitología y folklore yucateca y cómo ser huachito en Mérida y no morir en el intento. De México, además de fotos nadando con los tiburones y soltando tortugas en la playa, también me traje de un Gandhi (cortesía de El Testigo) una versión popular del fce de La Suave Patria (buena) y las Crónicas literarias (mediocres) de Ramón Lopez Velarde.

La segunda parte del año estuvo llena de novelas cortas latinoamericanas porque me metí a un curso revisionista. Las que recomiendo–leídas en larguísimas odiseas de tren por cortesía de los incompetentes de New Jersey Transit son dos: El pozo de Onetti y Estrella distante de Roberto Bolaño. También releí Los adioses, Crónica de una muerte anunciada y La invención de Morel pero se puede ser latinoamericano y cool y vivir sin ellas. No se puede ser muy cool sin haber leído El Pozo y Estrella distante. Es más, no se puede entender las brujerías cancerígenas y bolivarianas de Hugo Chávez, ni los vómitos que provoca la mención de la palabra dictadura o el nombre de Augusto Pinochet sin haber leído esas dos novelitas.

Otra «novela» que tiene que ver con el mismo tema–la dictadura y el poder–vino de España. Me la recomendó un buen amigo en una escena de Long Island con sonidos de fondo de chillidos de gaviotas y reventazón de olas: Anatomía de un instante de Javier Cercas. La leí en pocos días, atrapado por los hechos que agarran viada y se vuelven violentos y circulares como los de un huracán. Con Cercas aprendí mucho del proceso político español y de cómo abarcar la realidad desde la literatura. Después de leer Anatomía de un instante, tropecé casi de casualidad con el mejor cuento que leí este año: «Los eucaliptos» de Julio Ramón Ribeyro. Precioso.

Después de leer novelitas, leí un novelón: El disparo de argón, de Juan Villoro. Me abrió los ojos. El escritor abraza la ciudad y la despedaza, agarra a los personajes y los transforma en marionetas, coge al lector y lo sube a la montaña rusa en carrito sin revisión técnica. El autor es el técnico de rayos X de la sociedad mexicana. Un poco triste que muchos de sus compatriotas solo hayan leído sus crónicas de futból. También hay dos libros de ensayos de Villoro que se deben al menos leer en toda clase seria de literatura: De eso se trata y Efectos personales. Es el mágico truco de hablar de cosas importantes como si no lo fueran. Ensayos literarios envueltos con papel regalo para el viajero frecuente y para el recién llegado.

Ya cuando acababa el año me acordé de Amazon, que me sirvió para regalarme por menos de dos dólares una edición usada de The Sea de John Banville. No es Coetzee, no es Franzen, es otra cosa. Saber que es irlandés y que escribe novelas policiales con seudónimo debería ser suficiente para entender sus influencias y sus aspiraciones. Otro gran autor con el que no me había metido –y que como dice Marc Anthony valió la pena– fue W.G. Sebald. Ya estaba harto de leer sobre Sebald así que con Amazon encargué dos de sus novelas. De las dos decidí empezar con la más antigua: The Emigrants. Una colección de estampas de alemanes que escaparon de Alemania antes o durante el holocausto. Las voces de quienes sobrevieron la pesadilla e intentaron en otros mundos odiar a su país: a los paisajes, a los recuerdos que los hicieron alemanes. Eran judíos y por lo tanto tenían que olvidarse de su germanidad. Olvidarse de todos los susurros de paz antes de la guerra. En especial, a mí me llegó al alma un pasaje del libro en el cual un personaje llega a los Estados Unidos a visitar a una vieja tía. Mientras conduce su auto alquilado por la Palisades Parkway menciona una antigua residencia en Mamaroneck y un departamentito en el Bronx. Ese personaje (¿Sebald?) cuenta también mi historia: Yo llegué a vivir en un edificio en Mamaroneck que se caía a pedazos (fue demolido en 2004) y terminé viviendo en un departamentito en el Bronx.

Allí en mi estante, también de Sebald, esperan el 2012 Austerlitz, The Infinities de Banville, The Elementary Particles (Atomised) de Houellebecq, Istanbul de Pamuk, Historia abreviada de la literatura portátil de Vila-Matas y Cocaine Nights de Ballard. Esos serán, tal vez, mis primeros libros del 2012.

Antes de acabar el año, entre el 30 y el 31 de diciembre, me leí de un porrazo The Art of Fielding de Chad Harbach (el fundador-editor de n+1). Es un novelón que mira para atrás, pero sin la música de Franzen. Son casi 600 páginas de una historia bien estructurada, con las tensiones bien puestas, con mucho Herman Melville y mucha cultura americana (el béisbol sobre todo). Una joyita que con toda seguridad hará una gran película. Una última recomendación para los amantes de las buenas historias.

Si quieres leer a Julio Ramón

Nunca fui fanático de Ribeyro.

Recordaba, con claridad, ciertas imágenes de Por las azoteas, que leí de niño en el colegio; y otras menos claras  de La insignia, Silvio en el rosedalLos gallinazos sin plumas, que releí después de ver la película de Lombardi (Caídos del Cielo) inspirada en el cuento. Pero ninguno de sus cuentos me había impactado como la delirante Muerte de Sevilla en Madrid o Con Jimmy en Paracas de Alfredo Bryce. Así que cuando emigré, mi edición barata de  La palabra del mudo se quedó tomando polvo en una repisa de mi pequeño librero en Lima.

La única vez en que algo escrito por Ribeyro me llenó de emoción fue durante un retiro espiritual alcohólico en una playa del sur. Yo tenía 20 años y entre los pocos libros que encontré para matar el tiempo en una casa donde solo se hablaba de alcohol, de sexo y de cigarrillos fue Solo para fumadores. Me impactó, y alguna vez intenté buscarlo para releerlo, sin suerte. Supongo que tampoco le puse tantas ganas. Como les dije: Ribeyro no era lo mío. Si me preguntaban de cuentistas en español yo me limitaba a repetir que El rostro de tu sangre en la nieve y El verano feliz de la señora Forbes eran los dos mejores cuentos que había leído jamás.

Mi percepción de Ribeyro cambió a fines del 2009. Estaba en la librería del Fondo de Cultura en la Feria Internacional del Libro mexicana, buscando un tomo de ensayos de Alfonso Reyes, cuando de casualidad encontré Antología personal, la selección que Ribeyro realizó y prologó muy pocos meses antes de su muerte en 1994.  La compré. Tal vez porque ya había escuchado hablar demasiadas cosas buenas de Ribeyro, o tal vez porque estaba más viejo y sabía un poquito más.

Me lei Antología personal de un tirón en el avión que me regresaba de Guadalajara a Nueva York, sin pasarme una sola página de los ensayos, de los cuentos, de las prosas apátridas, de los fragmentos del diario y de las obritas de teatro. Me leí todo y todo me gustó. Ahi estaba la apabullante Solo para fumadores, pero también estaba Silvio en el Rosedal que terminé de leer preguntándme como había podido menospreciar a esta pequeña obra maestra en mi adolescencia.

En agosto me publicaron un cuento en una revista universitaria mexicana y un profesor y destacado crítico español que suele interesarse por mis escritos, tuvo a bien leerlo y decirme como si me lanzara un gran elogio: «Me ha gustado. Me hizo recordar mucho al estilo de Ribeyro».

Por supuesto que me sentí halagado pero su opinión no me pareció del todo correcta. Al fin y al cabo lo único que había leído recientemente de Julio Ramón eran esas pocas páginas de su Antología.

Si hubiese alguna influencia en ese cuento, tendría que ser la del librito de crónicas imaginarias de Juan Villoro llamado Tiempo transcurrido porque después de leerlo, mientras me hamaqueaba frente al sol y el mar de Tanaka, recuerdo  haber empezado a jugar con la idea de retratar ese momento épico en que mi padre y el padre de mis vecinos, los Durojeanni, entraron entre los maizales de la entonces casi despoblada Avenida Javier Prado Este, haciéndose camino a machetazos hasta el terreno donde se construiría nuestra urbanización.

Sin embargo unos días después, este profesor que me había sacado en cara la influencia de Ribeyro, me encontró en el pasillo de Lehman College para darme las fotocopias de ese cuento que a él tanto le gustaba y que era el que  más le recordaba el estilo de mi cuento Los Duros. El cuento de Ribeyro se llamaba Los eucaliptos.

Me encerré en mi despacho a leerlo.

Y allí estaba: toda la influencia de un cuento que yo no había leído jamás. Un cuento bellísimo, casi un poema escrito en prosa que tocaba el tema de la transformación de la ciudad de Lima, de las calles y de los personajes que se había atragantado la metrópoli mientras crecía de manera vertiginosa. Allí estaba la clase media limeña lidiando con la hora peruana, la informalidad, la diferencia de clases y la amistad al lado de las huacas, del mar y entre los árboles.

Así que cuando hace una semana decidí prepararles a mis estudiantes de español una clase de comprensión de lectura, no solo escogí un cuento de Ribeyro («El banquete»), sino que durante muchas horas me dediqué a recopilar fotos, videos e información sobre Julio Ramón Ribeyro. Leí todo lo que encontré de su obra en Internet, las muchas reseñas de todo tipo; y me encargué a Lima los dos tomos de La palabra del mudo.

En muchas de las fotos que escogí para las diapositivas que presenté ante mis estudiantes en la clase, Ribeyro  sale con su amigo el cigarrillo, en otras con su amante: la máquina de escribir. En muchas de las fotos él mira a la cámara como si mirara a otro lado, como ese personaje de Los eucaliptos que observa pensativo la calle de un barrio que se ha transformado para siempre frente a sus ojos.

Y me pregunto si así miraré yo a Lima. Con esos ojos que por más que quisieran no podrían olvidar.

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