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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Ideas macabras

Teodoro extraña a Samantha

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Ir a Brooklyn es una experiencia extraña. Para mí es volver al pasado. Una vez, en 2003, después de leer Notes from the Underground, me senté en una silla con vista a la Avenida Atlantic para escribir en un cuaderno una larga y pésima novela sobre ese lugar que–aquí incluir un gran suspiro─ninguno de ustedes leerá. Caminar por la avenida Fulton, frente a las estaciones de metro de la línea azul que me recuerdan tantas pequeñas escenas de mi vida preconyugal, fue tan extraño como el filme que llegamos a ver anoche, a las carreras, vagando semiperdidos, en el BAM.

La película se llama Her. El director es Spike Jonze, de quien recuerdo muy bien Being John Malkovich. Primero: porque la vi en Boston, en algún momento de julio de 2000, en mi recién estrenada faceta de pasajero en trance en los Estados Unidos. Segundo: porque esa primera vez me quedé dormido.

Her, ambientado en una ciudad de Los Angeles maquillada para la ocasión ─con más rascacielos y menos inmigrantes mexicanos─ podría entenderse como una pieza de época. Sus personajes, que parecieran haber salido de un casting en el tren L de Nueva York, me hacen también pensar en Ghost World de Daniel Clowes o en algunas escenas de Frazen: a ratos Amy parece ser la hermana/chef  de The Corrections, a ratos ella y su esposo podrían ser los esposos Berglund de Freedom. Sin embargo, Her es  también una reflexión semifuturista sobre la soledad y las relaciones del hombre con sus máquinas. Alguno de mis amigos la entendió como un canto más a la victoria de la computadora. La película es, sobre todo ─si nos ceñimos al guión, dejando al lado las interpretaciones filosóficas─ una exploración de los diferentes caminos que puede tomar la vida de un hombre cuando se siente solo, no tiene muchas amigas y quien mejor lo comprende es su computadora.

Es una comedia. Podríamos empaquetarla como tal, si no nos encontráramos a nosotros mismos, mirando demasiado a la pantalla, recordando nuestra primera sesión de sexo virtual en el chat, o ─sólo unas horas antes de llegar al cine─ preguntándole a Siri: ¿cómo carajos llego al BAM?

Las conversaciones que puede generar la película son muy interesantes. La nuestra sucedió en un restaurán alemán acogedor, en una calle congelada de Brooklyn que me trajo sus no pocas memorias. Se recomienda ir a verla con compañía inteligente. Si va con su teléfono, aténgase a las consecuencias.

Los mejores actores de la película son Joaquin Phoenix, como Teodoro; y la voz ultrasensual de la computarizada Scarlett Johansson, como Samantha.

De luces

la luz

Si el tiempo fuera sólo  luz. Descansaría en el tiempo y nunca pensaría en las noches grises.

Lo cierto es que no pienso jamás, sólo cuando quiero escribir un verso triste.

Por mis ventanas pasa el tiempo y alegra el dormitorio.

Estamos viajando a la velocidad del tiempo

Apaga el tiempo, que nos lo cobran.

Pon tus tiempos altos, no se puede ver nada.

Estoy lista para dar a tiempo.

Siempre hay un tiempo al final del túnel.

Si en la luz supiera el nombre de todo. Acaso el nombre indique la pregunta.

Generoso: he visto el tiempo en sus ojos.

Y creó el tiempo.

Eres el tiempo de mis días.

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The New York Street

¿Cuántas razones tenemos para no conocer el mundo? Pocos seres humanos se dan el lujo de recorrer las trochas de lugares considerados exóticos, o de deambular por valles que no figuran en el mapa, compartiendo noches con las estrellas, pasando hambre con la ilusión de guardar algún dinero para llegar más allá, para vivir la próxima aventura.

Para algunos de nosotros, la próxima aventura es una entrada apurada en una oficina o en un salón de clase, una cadena de minutos que se suceden desde la hora de entrada hasta la hora de salida. Para otros, aventura es conocer. Perderse entre gente a la que jamás hemos visto, vivir algún tiempo sin ningún plan, dejar que esa gelatina que une a cada parte de lo que existe en el universo nos envuelva y nos haga sentir parte de un todo gigantesco, de un organismo único compuesto por individuos, por naturalezas…

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Momentos incómodos

Siempre me he considerado un idiota con mucha suerte (Foto por shamuclub. Flickr)

Yo también he espiado. A los siete años, por el ojo de una cerradura, a una niña en una noche de Navidad. He entrado a un camarín, con otros muchachos. Abrimos los vestuarios como si fuéramos un ciclón. Ella salió enredada en una toalla, clavándome sus ojos azules.

He jurado para dañar a quien odiaba y no conseguí nada (por eso me tortura ver su sonrisa cada vez que tropiezo con ella). Quise lanzarme de un puente. He sido menos generoso que mis hermanos. Soy un inútil. Eso lo saben mis amigos.  Debo aprender algún oficio (¿electricista, carpintero, albañil?) Hice promesas que olvidé, andé con la suela de los zapatos agujereada sólo para hacerme daño.

Me ha indignado que a quienes yo odiaba me quieran. He torturado (chanchitos de tierra) por el gusto de torturar. Las palabras que hacen daño salieron de mi boca sin que yo quisiera detenerlas. Me he sentido incómodo de incomodar (de allí mi problema de jamás apretar el claxon). He imaginado muertes (siempre mías o de gente que amo, siempre muy literarias o cinematográficas). He perdido el tiempo en sesiones de sexo imaginario con mujeres que jamás me iban a amar. He sudado demasiado, en todos los lugares inconvenientes. Me he meado dentro de una iglesia. He hecho el ridículo al sufrir. He robado cosas sin valor. He pisado una flor.

La niñez

Los Alpes. Nicole Lafourcade (Flickr)

Mi niñez fue aburrida. Qué carajos, ya lo dije. Mi niñez fue una torpeza con blancos y negros y muchos grises. Alguien de niño debió entregarme otro libro que no fuera Un capitán de quince años. Alguien debió darme Joyce, sentarme en un rincón y ponerme a leer que se puede escapar de tu ciudad para ser escritor.

Alguien, alguno de los tantos hombres y mujeres que abusaron de mi infancia para jugar conmigo, para hacerme niño, para reiterar que era incapaz de cosas de grande, debió –seriamente, con mucha boca, con un libro a la mano– disuadirme de engañar al tiempo y empezar a planear mi vocación.

Algún mensajero, de esos de los que están llenos las biografías de los literatos famosos, debió sacarme apurado de ésta y aquella torpeza de cinemas donde comí canchita dulce por primera vez, y  frente al cinematógrafo, explicarme de qué se trataba Ingmar Bergman. Alguien pudo haber reemplazado esos casetes mal grabados con hits del momento con esas piezas clásicas hermosas y trascendentales que hoy escucho y no sé nada.

¿Quiero que aquella sea mi biografía? ¿Prefiero esa posibilidad a la dejadez total que fue mi infancia, a los caminos que encontré después de reventar unos cuantos pares de zapatos? Todo lo que quiero fue posible. Todo lo posible yo lo quiero. Me enredo y desenredo y vuelvo a creer en mí, en la verdad inquieta que me espera mañana.

Mi niñez fue aburrida, pero fue niñez.

Voces

Esa noche de julio un relámpago cortó el cielo en tres partes. Cada una de ellas estaba identificada por colores y estos eran–extraño, muy extraño–el verde, el amarillo y el rojo de nuestra bandera. Esa noche supe, asomado contra el alféizar de la ventana que miraba al río, mientras identificaba la corriente embravecida y la comparaba con el vuelo desordenado de chaucas y arrendajos que chillaban asustados en busca de guarida; que las tormentas a mí me hablaban en un lenguage cifrado (yo había nacido con un huracán). Acababa de cumplir seis años.

Después de aquella noche, mi padre –entusiasmadísimo porque mi autismo se desvanecía cuando el cielo se iluminaba–clavó dos alcayatas cerca de la ventana y de ellas colgó una hamaca para que me pudiera tumbar a observar las tormentas sin empaparme. Aquél se volvió un ritual común durante los veranos, cuando el clima solía ser más violento. Él inclinado sobre los libros que descifraba, y yo interpretando los relámpagos. Vivimos en ese apartamento hasta que cumplí los nueve.

Después de un verano intenso en signos, nos mudamos a una casita en la pampa y allí empecé a mejorar. Mi habitación estaba diseñada con una cúpula transparente: bastaba echarme sobre la cama para presenciar el apocalipsis. Allí las tormentas venían acompañadas con el granizo y descubrí palabras de la tormenta, manifestaciones de la naturaleza comunicándose conmigo. A los 13 ya se había desarrrollado mi lado matemático, me aceptaron en una clínica de la capital para muchachos con capacidades especiales y a mi padre solo lo vi de vez en cuando: él se tenía que quedar en la pampa entre sus libros, agachado entre enciclopedias y tomos cientificos que parecían ser capaces de absorber su memoria con la misma rapidez con la que le entregaban datos complejos y acertijos.

A los 14 volví a a ver María, mi madre, que me había abandonado al nacer, asustada por ciertas marcas en la atmósfera–que ella interpretó con fatalidad–y por la involución de mi padre, desbarrancado en esa «ciencia por la ciencia» que a María–más apegada a la interpretación empírica–la oprimía. Fue muy dulce conmigo. Lloró al borde de mi cama. Me pidió perdón. Fui capaz de desarrollar una fórmula para sentir amor de madre pero aún no podía pronunciarla. Las enfermeras fueron las únicas que se dieron cuenta del cambio significativo y anotaron con delicadeza en mi expediente que aquella noche tuve mi primera erección. Aquél fue el primer síntoma físico de mis facultades.

María se dedicaba a muchas causas. Sobrevivía gracias al dinero de compañías interesadas en la caridad. Ella conferenciaba con los ejecutivos, armada con evidencias como flores muertas, especies dañadas por la exposición al sol y cuadros estadísticos radicales. Después de sus rondas de las mañanas iba a verme a la clínica, almorzaba conmigo, regresaba después de la tarde para contarme cientos de historias. Esas apariciones de mi madre contenían fórmulas extrañas, alegorías que sirvieron para desarrollar mi sensibilidad. Sin ellas jamás habría salido del todo de mi condición.

Llegaron mis 15 años y las enfermeras anotaron más detalles. Mi evolución fue espectacular: me comuniqué a través de gestos, me sonrojé, manipulé a mi madre, mentí a mi padre sobre cosas que eran obvias para que ellas lo anoten, escribí mis primeras fórmulas en un papel.  La comunidad notó mi presencia pero no apareció.

Fueron dos años de cambios. Mi padre aceptó mudarse al lado de la clínica para participar del fenómeno. María abandonaba sus reuniones antes del almuerzo para pasar más tiempo conmigo. Una de las enfermeras se apasionó tanto por mí que perdió la objetividad y los papeles y casi arruina el registro de mi caso. Me mandó flores desde algún laboratorio donde se encerró para olvidarme.

A los 17 años yo ya estaba mejor preparado y la comunidad envió a su primer emisario: un muchacho chino con un cargo menor. Me hizo una pregunta y yo le respondí con una fórmula complicada. Se excusó. Al día siguiente apareció frente a mi cama el presidente de la comunidad (y la prensa se estacionó frente a las puertas de la clínica). El presidente se paró frente a mi cama sosteniendo en un papel las revelaciones que yo había declarado el día anterior. Me hizo saber que aquellas posibilidades aún no habían sido inventadas. Me dio a entender que incluso él, amante de la ciencia, no se había atrevido a jugar con aquellos logaritmos y cifras por miedo a descubrir la naturaleza negativa. Dijo que mi fórmula era bellísima y que si era capaz de escribirla a los 17 años no había la menor duda de que yo era él. Y se fue.

Así supe que yo era él. Amigo de los relámpagos, único entre los únicos. La comunidad me presta mucha atención y me espera. Sabe que ha llegado mi tiempo y que las voces completas pronto serán escuchadas. Aunque para decir la fórmula yo tenga que matarlos a todos. Pero aquél detalle ínfimo poco les importa.

El prisionero, 12 de marzo

Photo: Kusi Semninario/Flickr.

Es una habitación sin luz. Más que un cuarto es una prisión, que huele a tierra mojada, a lodo, a montañas. Afuera, la lluvia no para. El sonido del agua sin control lo atolondra, éste se mezcla con el rugido del viento, con el de truenos y tierra que se desborda y precipita quebrada abajo. Debe ser el ruido del purgatorio piensa él. Allí está él esperando su minuto. De pronto, siente que detrás de la puerta de su prisión, alguien rasca la tierra. Empujan un pedazo de papel que se moja y se queda pegado contra el lodo. El prisionero se acerca gateando y lo coje: un pedazo de papel, un mensaje, piensa.

No ha visto comida ni agua en dos noches; tampoco ha escuchado voces humanas desde que lo empujaron a ese agujero de piedras y cerraron la puerta. Pero allí está el mensaje. ¿Esperanza? ¿de qué? ¿Por qué no abrir la puerta y darle la carta? ¿Por qué no decírselo en la cara? Enmedio de la tormenta, en la noche, un mensaje solo puede significar esperanza. Grita, por si el mensajero aún está allí. Se arrepiente de haber guardado silencio, ya el mensajero se ha ido. Solo escucha otra vez el sonido confuso de la naturaleza anunciando desastres.

El hombre toma el pedazo de papel con manos temblorosas. Sus manos están frías, todo su cuerpo tirita: aún así sufre de angustia. Por más que aguza la vista no puede ver: es en una ratonera, aquí los ojos no sirven. Se arrastra, pega su cuerpo enlodado contra la tierra, acerca el papel contra la ranura debajo de la puerta, por si encuentra ayuda en un rayo. No sucede nada. Solo escucha el sonido de un cauce violento y los troncos, las ramas y las hojas de los eucaliptos batiéndose a duelo contra la tormenta.

Tiene que aguantar su angustia, estirado en el suelo, sintiéndose un animal, consciente de que todo su poder está suprimido: su inteligencia, su buena voz, su capacidad didáctica, su buen juicio, su disciplina, su lealtad. Se aferra otra vez a la hoja de papel y sucede el milagro. Enmedio de las hojas y el viento viene la luz, como un flash consistente e intenso que por unos segundos ilumina, deja ver el arroyo que se mete en su cárcel y define con claridad los caracteres escritos en esa hoja de papel rayada, la letra bien caligrafiada en tinta negra, gruesa:

Chay hatun runakuna niwanchis mana allinkuna kanki nispa.

Paykuna wañuchinakunku ñoqanchisman juchawananchiqpaq.

Llaqtay masiy wayqeykuna chayqa ama t’athqaykisunkichu.

Wakchalla kanchinanchiskama paykunaqa juchachiwasunchis imamantapas.

Llaqtay masi wayqeykuna chayqa ama t’athqaykisunkichu.

Llapallan llaqtanchiskuna ñak’arin chay mana allin runakunawan.

Claros, bien definidos, los signos negros. Signos negros, signos negros: nada más. Siente venir a la desesperanza, cree que no va a poder moverse más aquella noche. Entonces se apaga la luz y aparecen retumbando los truenos que asolan esas sierras y cae por fin toda el agua y se lo lleva. Lo arrasta junto a las piedras y a los eucaliptos que no resisten el embiste, en pedazos, dando tumbos, por todo lo largo y profundo de la quebrada hasta alcanzar el río.

En la selva


En la selva a veces uno se despierta y debajo de la cama se encuentra una serpiente de la talla de una anaconda rondándote los pasadores. Vi los ojos de una tarántula colgada sobre mi cama, a escasos centímetros. Todos los días son distintos. Siendo sinceros, para eso vine: no te puedes aburrir en la jungla.

En eso estaba la mañana del 25 de octubre, del año 2___, escribiendo en la computadora, soplándome el calor de la cabaña, el único lugar donde podía escribir a salvo de los mosquitos. La noche anterior subió el río y se llevó mis botas. Las recuperé, las puse a secar. Estaban colgadas de una liana en una de las esquinas. Fui a cogerlas, creí que había perdido el equilibrio. Toda la cabaña se vino abajo. Ese fue el primer terremoto.

Desperté en una caverna. Sin recuerdos, sin botas, casi desnudo. Calculé el tiempo por el hedor de mi piel y el largo de mis uñas. Hacía calor, a mi costado había quedado un paquete de golosinas. Alguien me estuvo alimentando, pensé. Encontré una vasija con un poco de agua, bebí. Nadie vino ese día, esperé. En la caverna guardaban conservas y galletas. Nadie regresó al día siguiente, exploré los alrededores. Sólo encontré hierba, me perdí, volví a la cueva. Esa noche sin luna fui una mancha negra en la selva.

En esa oscuridad me encontró el segundo terremoto. Conseguí escapar de la caverna, sin ropa, sin comida. Salvé de ser aplastado por un árbol. Tras comprobar la destrucción, empecé a caminar entre la hierba, en un sendero cortado por árboles caídos. No encontré a nadie en mi camino. Vi arañas, serpientes arrastrándose a lo lejos. Recordé nombres de personas que me conocian ¿Dónde estarían? La nostalgia ofrece nada, envuelta como un regalo valioso. Es una ruta solitaria la que uno sigue en la jungla. Por cierto dolor en el cuello supe que había estado herido. Alguien se encargó de curarme. Sentía agradecimiento ¿A quién? En la selva las horas pasan como si nada. Trepé un árbol y arranqué frutas, deseé compartir mi almuerzo. Pensé en la infancia. En un viaje de promoción hasta los límites del universo. Siempre había querido llegar y vivir en la jungla. Difícil aburrirse con este calor.

De joven leí un par de historias de naufragios. Te enseñan a contar los días haciendo marcas en los árboles y a engañar a la mente para no perder la cordura. A usar bien la luz del día y a guarecerte de las fieras y los extraños que aprovechan de la oscuridad para atacar. Todo eso lo apliqué en esos días que vagué entre los árboles. Miraba las alturas, donde se cruzaban las hojas, y entre ellas encontraba pedacitos de cielo azul escurriéndose. Caí enfermo una tarde y no me pude mover.

Arranqué raíces y comí tierra. La lluvia me obligó a seguir viviendo a pesar del dolor. Recordé tardes familiares y el calor del hocico de un perro rozándome la mano. De esa comodidad huí. De ese aburrimiento escapé para perderme en la selva. Enmedio de la oscuridad, deliré recordando ciertas palabras de aliento y una tarde en que terminé un partido de fútbol y me saqué la ropa transpirada.

Desperté al lado de una serpiente que se deslizaba sobre el barro. Podía sentir el frío de su piel sin tocarla. Antes que cayera la noche estuve mejor. Dormí, resistí la tentación de comerme la tierra, la mañana siguiente era capaz de moverme, caminé unos pasos y encontré una fruta que hizo las veces de desayuno. El primero de mi nueva vida. Al mediodía supe que era imprescindible tomar una decisión: Seguir camino o acampar. Sentar cabeza, formar un hogar entre aquellos troncos, cerca de las anacondas y el agua del río. O seguir viaje: buscar salidas en el bosque, escribir un diario y ser esclavo de él, viajar para poder llenar las hojas de hechos y sus detalles. Razoné que necesitaría, algún día, que los nietos se apoyen sobre una almohada y escuchen mis historias. Una voz interior con tos convulsiva me dijo que siga caminando, me dio instrucciones para que no me pierda. Decidí seguir viaje. Vine a esta selva para no aburrirme: lo estaba consiguiendo.

Durante el tercer terremoto estaba desnudo, metido hasta la cintura en las aguas. Vi que toda la jungla se movía. Sin embargo el río seguía su ruta hacia el este, buscando el mar. Unos peces blancos con manchas rosadas me besaron los dedos del pie. En el fondo del agua encontré una moneda. Un halcón se elevó entre los árboles y otra ave más grande y agresiva le saltó encima. Se revolcaron en el cielo hasta perderse a lo lejos entre las copas de los árboles. Unas horas después me percaté de que había sido una pelea silenciosa.

Una nube tenía forma de sexo femenino. Hice como que miraba a través de un telescopio con las manos, y así me quedé hasta que el viento la deshizo. Acampé al lado del río y la siguiente mañana empecé a seguirlo.

¿Sabes a qué sabe la tierra mojada? Tampoco sabía como conversar con las serpientes, ni acariciar el agua. La jungla me enseñó todo esto. Y yo aprendí, con el afán de sentarme alguna vez frente a un papel y escribirlo. En mis sueños me encontraba con seres que me acompañaban a dormir, me arropaban y me daban de comer antes de marcharme a trabajar. Recordé cierta forma de saludar de un buen amigo.

Aquél fue el motor de mi marcha. Idea vaga y asustadiza, que mi doctor hubiera adjudicado a los golpes que me hicieron perder el sentido tras el primer terremoto. Mi siquiatra se hubiera interesado por las medicinas que tomé estando inconsciente y la temperatura que soporté en las jornadas de mi caminata. Ningún día fue aburrido, todos fueron diferentes. Seguí el camino al lado del río y vi fantasmas. Mis deseos los consolé con agua fresca. Perdí el sentido, lo recuperé.

Hasta que se acabó la jungla. El río desembocaba en una bahía pantanosa, al borde de un pedazo de asfalto, con un mirador donde alguna vez las parejas se juntaron para mirar las copas de los árboles. Una señal me indicó una pista quebrada, levantada por las raíces y semitapada por las hojas, la ruta que tenía que seguir para llegar a la ciudad. Caminé por unos días, no pude reconocer la entrada. Entré en la ciudad ya demasiado tarde para ver el humo. Unas cenizas blancas saltaron del suelo cuando las pisé, marcando con profundidad el silencio de mi llegada.

Eviten comerse los unos a los otros

Colgadas sobre aquellas paredes de adobe sin pintar, siempre hay un calendario. Y aquellas camas–catres les decía el abuelo–por lo general necesitan una afinada de los resortes y un poco más de relleno en los colchones.

Ella, la selvática que lo había conducido con delicadeza, hasta con cariño, por las escaleras hacia su habitación, ahora lo estaba mirando como si fuera un estorbo, y parecía suplicarle que la exima del suplicio, que se largue para dejarla dormir. Él–no sabía por qué, tal vez por alguna coincidencia que tenía que ver con esa noche, por toda la chicha fermentada o tal vez por culpa de esas velas que le alumbraban el camino en la iglesia antes de que fueran a buscarlo para traerlo hasta allí–no se venía, y todo el placer que podía haber sentido se le transformaba en culpa. Prestaba más atención al calendario colgado en la pared, a la imagen religiosa dibujada sobre los números del mes, que lo miraba acusándolo, como diciéndole que ya tuvo su oportunidad, o que nunca la tendría; que lo estaban observando fuerzas más grandes que aquellas patéticas maniobras que él hacía en la cama con esa muchacha, con ese culo perfecto en el que buscaba perderse para olvidarse del amor y de su incapacidad para conseguir a la mujer que deseaba.

Amor, palabra manoseada ¿Acaso no amaba también esa fuerza que salía desde el centro de su organismo y la penetraba?¿Acaso no amaba la indiferencia con que podía encaramarse sobre otro cuerpo para simplemente olvidar la imagen que lo torturaba?

Entonces sonaron los golpes en la puerta, anunciando que el valor de sus monedas–sus veinticinco monedas– se había terminado, que debía volver a la calle aún semioscura, a una mañana donde seguía transcurriendo la oscuridad de una relación que jamás entendió bien. Tenía que salir a los pasillos de aquella casa refugiada en el anonimato de las afueras del pueblo, donde el enemigo lo esperaría con aquella media risa de doble filo con que lo había tentado aquella tarde por las calles empedradas de la comarca y lo había abrazado mientras tomaban uno y otro vaso de un líquido fermentado y amargo; demostrándole su absoluto dominio de la situación y lo desatinado de su intromisión en esa vida de pareja construída con sufrimiento, poco a poco, a lo largo de tantos años.

Porque ¿Quién era él para creer que podía venir desde la ciudad, desde donde se habían escapado ellos, a gritarle por su incapacidad para mantenerla? A ella que, para que lo sepas, no solo ha cambiado tu vida sino la mía. En esta aventura somos solo dos y no puedo aceptar ni traiciones ni terceros, ni amenazas de retirada, porque este amor tortuoso pertenece a dos amables y tortuosos individuos. Así que no retires tu mano, abraza tu vaso y en estas calles llénalo otra vez del fermento espumoso, de esta savia que ha enceguecido a una raza durante tantos siglos, para que no entienda que su banco de oro está siendo saqueado, porque mi reino no es de este mundo, indio, mi reino es del oro y de la plata.

Y él se imaginó entonces que incluso el Inca había comprobado como el placer de la chicha cerraba los ojos del pueblo: mientras el Imperio seguía extendiéndose, ellos trabajaban, tomaban sin quejarse y de pronto llegaba a esas tierras la iglesia y lo confundía todo. Se prendían las miles de velas antes de que salieran las andas de la Virgen a caminar por el pueblo y la chicha seguía colmando los vasos y, esa madrugada, la selvática  lo invitaba a darle la mano y seguirlo hasta el segundo piso, para entender el poder de sus juventud, de su semen que –por fin, presionado por los golpes en la puerta que le exigían que cumpla su parte del trato, que deje dormir a la muchacha–se desparramaba sobre su cuerpo como la sangre de un animal herido.

Entonces él se apartó de ella, se vistió y salió otra vez a los pasillos para entender que era un hombre vencido, que tal vez debería acostumbrarse mejor a las derrotas, a los caminos truncos; acostumbrarse a pagarle mejor a esas muchachas que lo jalaban con cariño por las escaleras oscuras hacia sus dormitorios.

Allí en la sala de baile, satisfecho, lo esperaba su enemigo. Lo recibió victorioso, con esa media risa con la que alguna vez le enseñó la media pintura de su vida, la que nunca pensaba terminar y que escondía detrás de unas sábanas descoloridas para que su mujer creyera que vivía con un artista. Le dijo que su vida era el arte, si bien su mejor arte era esa forma de mirarlo, sometiéndolo.

Ahora las luces de la mañana entraban por las ventanas irregulares del prostíbulo, para decirle que otra vez había sido vencido. Alguien, muy dentro de sí mismo, le gritaba una línea que no sabía si atribuirle a la descarga en el dormitorio, a la paciente intoxicación de la tarde, o a alguna tara adquirida en una educación religiosa y larga que nunca servía para vencer al enemigo: «No se coman los unos a los otros».

Los dos cruzaron la pista de baile vacía, aquella donde una hora antes la muchacha apareció reluciente y despertada para conducirlo a su habitación, por algunos minutos, para susurrarle al oído que no todo estaba perdido, que las fuerzas de otros abismos lo iban a sostener mientras durase su peregrinación. Pero que no podían ayudarlo a cruzar el infierno, aquella era tarea de hombres, no de niños.

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