Estos libros que aparecen de la nada, cuyo nombre se te cruza de repente. Como esas llamadas que crees que son spam y las ignoras. Las pasas. Pero claro: al final contestas.
Así fue como llegó El infinito en un junco. Se me antojaba un libro banal. Entonces alguien en el taller lo recomendó. Y alguien más. Lo busqué en Internet. Muy caro. Me encantan los libros de Siruela pero era muy caro. Los costos de envío ya eran más de lo que podía pagar. Hasta que un día en el invierno, tal vez caía aún la nieve (porque este 2022 ha sido muy extraño), ahí estaba a un precio amable. Apreté un botón en la web. Pim. Mañana llega.
Y claro: el disfrute, la sorpresa. Toda esta información junta, de una manera tan hermosa. Busqué la foto de la autora: no era la anciana librera que yo imaginaba sino una chica joven, hermosa, de Zaragoza. Una nerd de biblioteca con ese brillo fantástico en los ojos que parece que nos viene a los humanos como regalo, tras la lectura de ciertos libros. La dicha del conocimiento.
Por esos días en que empezaba con Vallejo, escuché un discurso de Juan Villoro en Michoacán en el que hablaba de la importancia de la lectura. El escritor mexicano me llevó hasta una imagen de San Agustín mirando a San Ambrosio, asombrado de verlo leer en silencio. Vallejo también lo menciona. Leer en silencio: esa revolución.
Después de leer algunos capítulos tuve que abrir La Ilíada y La Odisea, irme a leer lo que dice Plutarco de Cleopatra (en mi querida traducción de Dryden para la Modern Library). Hoy leí una entrevista con Jesús Marchamalo que me recordó que este gusto por lo que ha escrito Vallejo tiene mucho que ver con la fascinación que sentí al leer Ex-Libris de Anne Fadiman.
Aún no termino El infinito en un junco porque–con la escritura de la tesis– es poquísimo el tiempo que me queda para leer por placer. Y sí, es placer. Del mejor.
No tendría que pasar algo así solo en el pequeño pueblo de Uruguay que me encontré en Veneno:
El inmigrante llega a la cantina de su pueblo natal. Los hombres que juegan cartas pretenden no reconocerlo. El personaje, Tapita, pone un billete de diez dólares sobre la barra y el cantinero le dice que se los acepta «solo si ya se va».
«Vivo en Nueva York hace trece años», le dice Tapita a un borracho que lo mira con sospecha y que luego se retira, como si Tapita fuera un apestado, como si algo no estuviera bien en que un hombre de Toledo, ese pueblo de polvo uruguayo, viviera tan lejos de allí.
Tantos lugares que se sienten como pequeños y barridos por el tiempo cuando uno se va. Solo recobran su importancia cuando uno descubre que sin ese lugar no seríamos nada. Tal vez por eso el apuro en sembrarse otra vez, en echar raíces. Porque si no el inmigrante se siente como un árbol al que han arrancado de la tierra. Un tronco que no consigue estar de pie.
Si bien el evento que da forma a la novela es el asesinato de un uruguayo acusado de incendiar un hotel en Texas, el tema principal de la historia es el desarraigo. Esa palabra tan dolorosa alrededor de la cual Fontana teje la historia del asesino Tapita.
Tómbolas del alma en que, a dedo, dos capitanes te designaban como el malazo. Primero escogían a los que tiraban bola. Después a los más o menos. Al final: el relleno. El grito de victoria cuando te vinieron a buscar, un sábado. Necesitaban uno más, te traían el short y la camiseta rojas. Corrieron hacia la canchita del colegio Lisson. Fue un mal partido, haces lo que puedes. Tu corazón palpita, aceptas: No sirves para el fútbol.
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Los viejos de Yi eran dueños de la bodega donde comprabas figuritas para el álbum de moda: Érase una vez el hombre, Sankuokai, El porqué de las cosas. Yi, y los que se juntaban contigo en la esquina de Los Mineros con Los Mecánicos, eran tres o cuatro años más grandes. Tú los escuchabas. Se te ocurre decirle a Yi que no diga «mierda», que no diga «putamadre». Tus viejos te han enseñado a no decir malas palabras. La cara con la que te mira. Eres una lorna.
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Al maricón de César no le gustaba perder. Sacaba pa fuera el poto fofo que ya tenía a los ocho años. Su mamá, en asquerosa complicidad, lo llamaba. «Cesiiiiiitar, a comeeeer», gritaba la vieja desde la casa y el pavo triste se iba corriendo. Y nosotros teníamos que quedarnos con uno menos en el equipo. A veces era su pelota y se la llevaba. No le gustaba perder al huevón. Por eso una vez en su casa, me robó mis canicas. Se llevó mis dos cholones y varias ojo de leche. No dije nada. Supuse que a los tramposos les llega la venganza en algún momento. Tal vez hoy.
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«Agárrate uno, si este huevón tiene varios», dice Bolvo. Y tú le crees porque el papá de Edmundo es político y seguro que le sobra la plata. Y después llega Edmundo y dice «¿Quién se ha choreado un casete? Habían seis» y tú tienes que comerte la vergüenza y sacar el casete de la maleta donde lo habías metido. Y Bolvo se caga de la risa.
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Dicen que su papá es gerente de los caramelos Ambrosoli, pero al Loco Güili lo único que le vacila es la droga y la hermana del Tío Chivo. Hace tiempo que no lo ves, pero esa tarde en que estás en la redondela del parque con tu amigo de la universidad, el Loco Güili aparece. Quiere invitarte un preparado en un botellón de Coca Cola, casi vacío. Se ve feo y caliente. Cuando ustedes dicen que pasan, Güili les grita que «si se creen más que él». Se calma y les pide 20 soles para ir a comprar unos quetes a Santa Felicia. No tienes plata pero tu amigo le da un billete de 20. Güili jura por su madrecita que va a regresar, compra al toque y ya viene. Ya viene.
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Javier te cuenta que se corre la paja con el sostén de su mamá. Y te mira preguntándote si tú también. Lo más normal. No sé qué cara habrás puesto. Tú te corrías la paja con las calatas en blanco y negro de Caretas que colocabas en fila sobre la alfombra de tu casa. Y con la última página de la revista Zeta que Rucho escondía bajo el colchón del catre en Jaquí. Además, la vieja de Javier es muy fea y muy gorda, piensas «¿Cómo va a ser?»
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La pobre Blanca se fue sin decir chau. Quién le manda contarle a la novia de tu hermano que eran enamorados. Que si podían ir al cine los cuatro. Tenías muy presente la historia del primo tuyo al que la empleada acusó de haber embarazado. Blanca te quería quitar el jebe cada vez que te lo ponías. Unos años después volteaste tu cama y encontraste un corazón de lapicero del tamaño del colchón, con tus iniciales y la de ella. Extraño es el amor.
José Muñoz me trajo el libro de España. Se demoró casi 20 minutos en entregármelo. Parecía sentir la obligación de darme primero una relación de lo que le había gustado del texto. Así que allí estuve todo ese tiempo en su despacho, escuchándolo, mientras él me hablaba desde su silla y balanceaba el libro con una mano: Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro de Daniel Titinger. El libro es un perfil periodístico de Julio Ramón Ribeyro, en base a las conversaciones con su esposa, sus amigos y familiares.
Mientras escuchaba a José, resistía la tentación de arrebatarle el libro y largarme a leerlo.
«Se lee en una noche» me dijo José, quien desde que descubrió a Ribeyro hace algunos años no ha dejado de amarlo. Cuando yo ya sostenía el botín y me quería ir a buscar un sitio solitario para empezar la lectura, él me retuvo para seguir hablando de los cuentos que más le gustaban. Me dijo el título de dos de ellos: «Los jacarandás» y «El ropero, los viejos y la muerte». Fue a un armario, abrió unos cajones, sacó unas fotocopias subrayadas y me leyó:
porque sabía que pronto iba a morirse y que ya no necesitaba del espejo para reunirse con sus abuelos, no en otra vida, porque él era un descreído, sino en ese mundo que ya lo subyugaba, como antes los libros y las flores: el de la nada.
José terminó el cuento, suspiró y me dejó ir.
Empecé a leer el libro en el sofá de mi despacho en la universidad. Retomé la lectura en el tren rumbo a casa. Lo seguí leyendo a la mañana siguiente en el subterráneo que me lleva a Manhattan y en el que me regresa al Bronx. Casi lo terminé en un sillón debajo de una lámpara en mi sala. Por fin, tumbado en la cama, llegué a la página 166, al Y no dijo nada más con que Titinger termina.
El libro es un testimonio del cariño de los lectores peruanos al trabajo del escritor y a la figura de Ribeyro. El texto, ese coro de voces que ha compilado Titinger, contribuye a ver al escritor como un todo, con las distintas facetas de su vida agrupadas en la página. Es una fotografía tridimensional de su personalidad.
Desde que leí «Solo para fumadores» en un fin de semana en Pulpos, allá por el año 1992, había quedado conmovido por el mito del escritor que se moría de hambre en París. Es una imagen de Ribeyro que se reforzó con la lectura de sus diarios. Como si se me curara al leerlo una herida muy vieja, sentí alivio al enterarme, gracias a Un hombre flaco, que buena parte de su vida en París Ribeyro la pasó en el departamento de lujo que compró su esposa, que los viernes se deshacía de sus obligaciones de embajador para almorzar y brindar con sus amigos, que se enamoró de una muchacha en Lima y que se la trajo para conocer con ella Nueva York─de donde regresó muy mal─, que murió sin dejar el cigarrillo, pintando y metiéndose al mar al anochecer, celebrando la vida, después de haber sido testigo del principio de la canonización de su obra y haber recibido los aplausos y el cariño de quienes lo leían con entusiasmo.
Un hombre flaco es un libro, primero que nada, para quienes leen a Ribeyro con entusiasmo. Es una obra de amor, escrita para satisfacción de sus lectores.
Queremos que México salga adelante. ¿Díganme cómo? Así laboriosos: haciendo que gire la rueda de la fortuna con pistoleros contratados: muerte: ponte la venda, no mires, te llevamos a un pueblo llamado San Gregorio: te soltamos a bordo de una camioneta BMW para que te encargues de la familia Montaño, de esos muchachos Martina y Candelario, de ese Valente: insolente, que después de laborar, vuelve a su humilde hogar: ambición desmedida: una pizzería para el pueblo de San Gregorio. Mata al prójimo: muéstranos el camino.
Dice Francisco Goldman que el torrente de palabras con que describe a México Daniel Sada, lo tenemos que poner a contraluz de la escasez con que Rulfo describía los inhóspitos desiertos mexicanos. Rulfo tenía toda la intención de hacernos llorar de pena. Sada quiere que nos desternillemos de risa. El humor dramático: risa sanadora, curativa.
Juan Villoro dice que Sada ha plantado exhuberancia en el desierto abandonado. Sus frases son como baldes de agua. Entramos a San Gregorio y un paisano quiera darnos la bienvenida. Nos sienta y nos dice: tómate un vaso de cerveza y ahora te cuento: esto pasa en mi Mágico querido.
Ante Sada no es posible tomarnos todo en serio, es mejor pensar que se ha dedicado a recrear en la sequedad de la arena mexicana aquella escena en la que Leopoldo Bloom le daba vueltas a la estatua desnuda frente a la gran biblioteca, buscando la respuesta a la pregunta que lo torturaba: ¿esculpieron el ano, sí o no? En Sada también se da esta venia al descalabro como motivo de risa y reflexión. Sólo así podemos entender que un padre y un hijo que han sido capos de la droga se droguen durante varios días, se queden duros esperando el futuro en la casa de un narco en los Estados Unidos. Solo así tiene sentido ese Candelario Montaño que quiere ver el mundo. Ese muchacho que deja la pizzería del padre para irse a fumar marihuana con su mejor amigo, para pedirle trabajo al padre en eso que los ha hecho ricos, equivale al “Welcome ¡Oh life!” con que Stephen Dedalus se va a ver el mundo en el final de A Portrait of the Artist as a Young Man”.
Sada ha sido influenciado por los clásicos: por Virgilio, por Homero (Sada siempre quiso ser poeta, hasta que llegó al DF y le dijeron que los poemas ya no eran como en la época del Ciego. Ahora eran abstractos y muy cortos: Sada se cambió a la prosa) y por Joyce. Su preocupación fue instalar un lenguaje moderno en el territorio donde se plantó a contarnos el mundo. Su mundo es el mundo de las culebras que se arrastan bajo el sol del desierto. Yendo de un ambiente a otro, de una cabeza a otra, burlándose de la realidad que les ha tocado vivir a sus compatriotas del campo, así se escribe El lenguaje del juego. Su esposa dice que se encerraba 12 horas a escibir, después del desayuno, y que salía para la cena con una sonrisa satisfecha, encantado de un territorio que creaba frase a frase, mientras inventaba una lengua nueva.
La publicación de La ciudad y los perros en Barcelona, en 1963, supuso el inicio de un período esencial para la literatura latinoamericana. Era la primera vez que una novela peruana se escribía con técnicas que se venían anunciando en textos de algunos precursores, y en Borges.
El auge de la doctrina marxista, la fértil discusión ideológica en París, revoluciones, dictaduras y gritos independentistas, fueron la materia prima con la que los escritores latinoamericanos, calcando a los intelectuales franceses, se convirtieron en protagonistas de la lucha política activa. Varga Llosa tuvo alumnos aplicados: Javier Cercas y Antonio Muñoz Molina, por citar sólo dos ejemplos, jamás han evitado mencionar la importancia que tuvo en su carrera la lectura de La ciudad y los perros. Vargas Llosa ha estado vinculado, ya sea por su palabra o por sus letras, a los eventos intelectuales y políticos de los últimos 50 años.
Sin embargo, desde hace algún tiempo, las casas editoriales han estado buscando a su reemplazo.
En apenas dos años, el nombre del Nóbel ha sido utilizado como carnada para atraer a los lectores hacia las novelas de dos escritores. Entre los peruanos, la influencia es más terrible y por eso el juego de las semejanzas para profetizar a una figura central de nuestras letras se da con mayor frecuencia y fracasa con mayor ruido.
Diego Trelles Paz y su novela Bioy, cargaron en el 2012 el peso de aquella comparación: «Si Vargas Llosa tuviera treinta años y sus orígenes fueran otros pero la potencia narrativa la misma, podría haber firmado este libro. La ciudad y los perros 2.0» decía el escritor Gabi Martínez en la contraportada, marcando desde el inicio el viaje del lector por sus páginas. Trelles, recién terminados sus estudios de doctorado en los Estados Unidos, apareció en los medios peruanos con esa promesa de satisfacer al destino. Algunas críticas fueron demoledoras. «Incapacidad para crear personajes…la historia se va deshaciendo sin solución…hegemónica banalidad» son algunas de las puyas lanzadas por el crítico Yrigoyen desde la revista literaria buensalvaje. Lo que parecía molestarle a muchos no era tanto la calidad de Trelles para contar su historia sino un aspecto que Yrigoyen también mencionaba en su reseña:»precedida por una hábil campaña publicitaria». La habilidad, consistía en la facilidad con la que Planeta sugería una similitud entre Bioy y La ciudad y los perros. A Trelles Paz se le juzgaba por la mentira marquetera de querer comparar a un escritor novel con un Vargas Llosa ya consagrado. La novela sufre desde el principio en los rangos académicos –que tienen que lidiar con una comparación planteada para hablar de Bioy. La estrategia es útil para posicionar a un autor en el mercado. Luego, éste tiene que defender su calidad midiéndose con la vara del Nóbel.
Así llegamos a fines de 2013 y, utilizando una agresiva campaña de medios, Mondadori junta a Vargas Llosa y al escritor Jeremías Gamboa en los salones repletos de la Feria del Libro de Guadalajara para proclamar la llegada del sucesor. La estrategia es una copia–más ambiciosa y con mayor presupuesto–de la de Planeta con Bioy. Ahora el lector, interesado en leer a Gamboa, se ve enredado desde antes de entrar a las páginas de la novela, por una sola pregunta: ¿Se parece o no se parece?¿Es Gamboa el nuevo Vargas Llosa? La respuesta es no.
El crítico, a quien también se le ha preguntado lo mismo, tiene que responder y acusar el mismo descubrimiento de Yrigoyen: «precedida de una hábil campaña publicitaria». Luego sucede lo que tiene que suceder. Empiezan las reseñas negativas, las que se lanzan en contra del libro, acusando una estafa promovida por la editorial: «507 páginas que defraudan las promesas del departamento de ventas» dice Guillermo Espinosa Estrada en su comentario en El Universal.
¿Tenía que suceder? Las comparaciones con Vargas Llosa son innecesarias. Muchos escritores peruanos necesitamos medirnos con el héroe que nos entregó La ciudad y los perros. Sin embargo, el intelectual que floreció en aquel mundo donde París era una luz y Odría era la personificación de una sociedad abyecta, no puede germinar del mismo modo en una ciudad que mira hacia Nueva York, desde barrios que, por más periféricos que sean–todas las combis de Lima terminan en Santa Anita–están conectados al universo vía Claro, Cable Mágico y Movistar.
Gabriel Lisboa, el protagonista de Contarlo todo, merced a ese departamento de ventas de Mondadori, tal vez permanezca algunos años más en la memoria de unos cuantos miles de lectores engañados por la comparación. Sin embargo, a quienes nos gusta sentirnos orgullosos de nuestros héroes literarios, lamentaremos que se pretenda coronar a un escritor sólo con las armas del mercado. Es cierto que el escritor tiene que comer. Es verdad que resulta penoso que algunos de nosotros tengamos que estacionar automóviles, atender mesas o congelarnos sin calefacción para seguir escribiendo. Sería ideal que las fuerzas del mercado pudieran hacer realidad (todos los meses) el sueño del novel escritor con talento que puede sólo escribir bien y vivir con holgura entre Lima y Londres, mientras espera que se le conceda el Premio Nóbel. La realidad es que así no es.
No habrá otro Vargas Llosa. Los escritores que vengan, los que pretendan convencernos de su calidad, como Gamboa o como Trelles Paz, pueden asumir su figura como reto. Pueden apoyar sus ambiciones políticas en la carrera de Vargas Llosa, si bien necesitan empezar el camino midiéndose con otros nombres, invocando otros universos, alejados de ese padre creador del Jaguar, El poeta y El esclavo.
Richard Harris, el actor principal en «Viajes de Gulliver», filme de 1977.
En las calles del pueblo, de noche. No teníamos que alejarnos demasiado. Era terrible pensar que de pronto, entre las matas de los olivos, en alguna acequia estrecha por donde era necesario pasar (o saltar) podía aparecer
La mujer de blanco
Siempre me gustaba recordar los consejos de mi padre: «Témele a los vivos, no a los muertos». Creo que he aplicado su consejo en muchas ocasiones, optando por el sentido común, derrotando a las suposiciones y a los misterios inexplicables ¿Pero cómo vencer, en la niñez, a esos ojos fijos de tus primos que te narran la terrorífica historia que le ha sucedido a alguno de tus parientes, a uno de aquellos chiquillos que tú conoces, caminando de noche por las carreteras que llevan al pueblo, tropezando de pronto con
La mujer de blanco
Es verdad que después aligerábamos la tensión replicando–a la luz del lamparín de queroseno o de aquellas Petromax con bombilla de tela, que iluminaban como el mejor florescente, los techos de troncos, las paredes de adobe recubiertas de cal– lo que le haríamos, si la viéramos, a la mujer de blanco. Y nos reíamos simulando las proezas (a veces violentas, otras veces eróticas) a que someteríamos a su cuerpo de tela, a esa representación cuyo propósito era ahuyentarnos, impedir que nos aventuremos en los cerros donde probablemente se agazapaban animales y peores destinos que la mesa con luz donde matábamos el tiempo contándonos historias o jugando a las cartas.
No había electricidad ni alumbrado. De eso se trataba la proeza de seguir diciéndonos aventuras de miedo. El sol desaparecía a las 7 y si bien algunos –tal vez mi abuelo desde su cuarto, o algún vecino, sentado en una banca de la plaza– se distraía de la oscuridad jugando con la radio a transistores, escuchando la onda corta que botaba emisiones en japonés, en ruso, en francés corrompido por la estática, el resto era oscuridad y silencio.
Por eso recuerdo tan bien la tarde en que llegó el cine, la polvorienta camioneta con un parlante oxidado amarrado al techo, dándole vueltas a la plaza y anunciando el programa: Los viajes de Gulliver. Ya de noche, caminamos desde la casa hasta el cinema –una sala de pintura descascarada al lado de la iglesia– cargando nuestras sillas y nos pusimos a ver los periplos del enano\gigante\huésped de los yahoos que inventó Jonathan Swift. Mis primos, que sabían demasiado de ese pueblo (yo era de Lima, un turista que sólo visitaba en los veranos) se reían y gritaban desde el techo, donde se echaban para ver la función entre las rendijas, entre los agujeros que ellos mismos le hacían a la quincha.
También recuerdo el circo, con sus payasos vulgares y estrafalarios que nos hacían reír, mientras el pueblo oscurecía y el cementerio –a dos cuadras de la casa– se ocultaba en la sombra de la noche. Ya muy lejos, desde el corral a donde íbamos cuando sentíamos urgencia de usar el baño, se veían las luces del «Casino», una casita con varias lámparas de queroseno, donde algunos hombres se pasaban la noche al ritmo de apuestas y cuentos subidos de tono.
Mi padre nunca fue al casino. Él era de Lima y pensaba que los del pueblo, los parientes de su mujer, lo iban a esquilmar. Ellos, quizá, pertenecían a ese grupo de vivos a los que había que temerles mucho más que a los muertos.
Fue otra noche, en una tienda, esa que quedaba en una esquina, en la parte de arriba del pueblo, cerca del camal, alguna vez en que mi madre aceptó ir conmigo y mis hermanos a comprarnos un alfajor o unas rosquitas de yema de huevo, cuando escuché de la boca de algún cliente, sentado sobre los costales (en el mismo rincón oscuro donde otras veces escuché rumores sobre ataques terroristas y la inminencia de una toma), de la boca de un peón que saludaba a todos los que ingresaban a la tienda con respeto, que apoyaba la espalda en uno de esos calendarios con dibujos de animales de granja que repartía Nicolini, que algo extraordinario pasaba muy arriba de la quebrada, entre cerros y fundos magnificos de los que yo sólo había oído hablar pero que aún no conocía:
«En San Luis, en la mina abandonada, han descubierto oro», dijo.
Aquellos fueron los últimos días de la mujer de blanco.
«Es preciso que todos lo comprendan de una vez: mientras más duros y terribles sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que lo una a él. Porque en el dominio de la literatura, la violencia es una prueba de amor.»
Mario Vargas Llosa, La literatura es fuego
Es un poco complicado comunicarme con un tipo que cree que Charles Bukowski hizo literatura. Páginas para masturbarse, tal vez. Robert Crumb ¡Él sí! creó situaciones y personajes más perturbadores que los del viejo Chinaski: Mr. Natural. Eso es literatura. En todo caso la que a mí me gusta. Al fin y al cabo, todo se podría resumir en gustos ¿Por qué negarle la etiqueta literaria a un libro de Harry Potter o a una novela de Tolkien? Pueden convivir en el mundo de la literatura los Onettis y las Allendes, los Bolaños y los Coelhos. Ese escritor que te pone a llorar en el momento en que una puerta se abre y aparece una anciana, después de cien páginas en lo que único que ha pasado son descripciones lindas –estoy hablando de Sebald– tal vez te sorprendería diciéndote que relee cada vez que puede alguna de las historietas de Hergé y que se pone a llorar de risa con las peores comedias en blanco y negro mexicanas.
La literatura alcanzará el final de los tiempos. «La literatura es un juego en el que un autor se juega todo» dice Javier Cercas. También dice: «Leí a los 15 años a Borges y no me fascinó: me volvió loco». Yo leí a Borges por primera vez en francés, un libro que conseguí en la biblioteca de la Alianza Francesa de Miraflores: Le livre de sable, me acuerdo. Nadie en mi familia fue capaz de prestarme a Borges en castellano. No existía en la biblioteca del colegio ¿Pueden creerlo? En ese libro de cuentos en francés, Borges pasó ante mí indiferente. Aquél detalle, justificará en el futuro, ante los críticos, estoy convencido, que mis novelas sean menos interesantes que las de Cercas.
La liiteratura es como un círculo de hermanos. A veces una cofradía de vanidades, un frasco lleno de egos. Los escritores, a través de las letras, le comunicamos nuestros sueños a los desconocidos.
Nuestra vida está construída sobre las ficciones que leemos. Sin los grandes personajes de ficción no hubieran existido los discursos que revolucionaron al mundo. Claro que en el fondo, todos los escritores queremos una estatua. Nos duele reconocerlo pero a eso aspiramos, a la pose perfecta en que una fotografía nos eternizará en la contraportada de nuestro libro más leído. Es el caso de Kafka en Praga, de Marai en Budapest, del Goethe sentado en una calle de Vienna, de ese Vallejo, con los zapatos cruzados y sosteniendo el sombrero, en Santiago de Chuco ¿Dónde estará mi monumento? Se tiene que preguntar el hombre o mujer que cree que ha trascendido, el hombre de letras que cree que ha dejado obra.
Hombres y mujeres pretenciosos: la literatura es un juego, combinación que sólo un espíritu noble puede tomar como ejercicio válido. Todo es mentira: juguemos. Hay mejores cosas que hacer que escribir. Hay oceános por cruzar y montañas que faltan escalar.
El mundo de las letras: una bóveda. Oscura y helada, una página que, para quienes viven mucho y leen poco, no significa nada.
Cosas que recuerdo de Strand (18 miles of books):
1.Encontrar una primera edición de un libro de Richard Burton (y comprármelo a precio huevo)
2.Hallar la edición de Anábasis, la segunda traducción de T.S. Eliot
3.Leer las notas al Génesis de la edición original de la Biblia de Jerusalem y las menciones a los cíclopes.
4.Los libros de la Historia de la religión, El mito del eterno retorno y los diarios personales de Eliade
5.Todos los ensayos de Ezra Pound
6.The Western Canon de Harold Bloom
7.La biografía de Oscar Wilde
8.Buscar libros de drama griego y encontrar una edición traducida de los Comentarios Reales
9.Los versos de Yates
10.Los dramas de Shakespeare
11.La colección de la Everyman Library
12.Los ensayos de Montaigne en tapa dura
13.Los libros Taschen a 10 dólares (Fotografía siglo XX, Iconos del siglo xx, Forbidden Erotica)
14.Las mujeres entre los libros
15.Sobre las escaleras buscando entre los libros pegados al techo
16.Las miradas
17.Los laberintos del sótano
18.Las horas.
19.Un libro sobre la historia del blues por Robert Crumb
20.Los ensayos de E.B. White, recomendados por Iwasaki
21. Un libro viejísimo de Joseph Conrad
He leído más en los Barnes and Noble. De aquellas librerías tengo recuerdos más placenteros (de labios, de sonrisas, de escotes, de caminatas de atardecer, entre las sillas de alguna presentación). Tengo además el autógrafo de Zadie Smith, el de James Ivory, el buen trazo de la firma de Art Spiegelman y la de Frank Miller en Sin City.
Además, he escrito cosas importantes pegado a las ventanas de Broadway. El ambiente espacioso y moderno de B & N se presta más para la lectura que los atestados pasillos, los estrechos pasadizos y el excesivo calor de los locales de Strand.
Sin embargo, me sucede algo difícil de explicar. De los Barnes and Noble recuerdo el placentero silencio de mi lectura. Entre los libros viejos de Strand, siempre me parece estar escuchando una prolongada conversación.