Recuerdo a un compañero de escuela que el primer día de clases siempre me contaba acerca de sus vacaciones esquiando. Recuerdo las narraciones de mis primos, sobre las ciudades europeas que visitaron. Alguna vez pregunté a mi padre si podríamos irnos de viaje y la respuesta fue que no había dinero suficiente. No me estoy quejando de mi infancia. Disponía de más comodidades que las del peruano medio y mis vacaciones eran al lado del río de la pequeña chacra de mis abuelos y el mar helado de la costa arequipeña, entre la calidez pueblerina de los parientes de mi madre. ¿Pero que había más allá de las fronteras de mi país? Esa era mi gran pregunta.

En 1987 mi padre empezó a hacer más trabajos independientes. De repente hubo dinero para «El viaje». Toda la familia, los cinco. No en avión sino en autobús. Nos iríamos hasta Buenos Aires, a visitar a Betty, la madrina mi hermana Carolina.

Cruzamos el desierto hasta Santiago en un bus de la Flota Barrios, escuchando Soda Stereo que era el grupo de moda. Atravesamos los Andes con un viejo taxista mendocino, escandalizado al escucharnos decir «Estamos entrando a la tierra del rock». Mi padre tuvo que sobornar al vendedor de los boletos de la estación ferroviaria para conseguir cinco pasajes en un tren de Mendoza a Buenos Aires que iba casi vacío. Vivimos en la casa de la comadre en Buenos Aires y volvimos en el autobús, haciendo escala en Antofagasta, en Iquique y en Arica.

En 1992 volví a hacer el viaje por tierra a Buenos Aires pero me seguí de largo hasta Río de Janeiro. Me anunciaron por teléfono la muerte de mi abuelo, un recuerdo que acompaña siempre mi descubrimiento de los hilos dentales de Copacabana y la noche previa al Carnaval en un club de Ipanema. En un bus de Paraná hacia Rio Grande, una rubia de senos implacables me enseñó a darle placer guardando el más completo silencio. Aprendí portugués en el litoral de Sao Paulo y las playas de Florianópolis y gasté tres rollos de fotos deslumbrado con las Cataratas de Iguazú. Pasé miércoles de ceniza con unos amigos en una playa cerca de Porto Alegre, crucé a pie la frontera con el Paraguay y volví a mi tierra en un bus de la tarde, haciendo una escala en Chile para comparar las olas de Viña del Mar con los recuerdos de mi primera visita.

En 1993 hice el mismo viaje a Brasil, esta vez cruzando el paisaje boliviano, enfrentando la desesperante pasividad de los campesinos de Desaguadero, el silencio bruto de los paceños que me negaron un baño limpio, el clima meridional de Cochabamba y la tropical y emergente Santa Cruz. El tren bala boliviano–que de bala nada–me brindó los mejores recuerdos del Pantanal del Brasil, asomado a ellos sobre el borde de una puerta del vagón, junto a la que se convertiría en mi mejor compañera de viajes, Rossana–alias la Roca–Díaz.

Me la encontré en el andén de la estación de tren de Santa Cruz y viajamos juntos hasta Sao Paulo donde nos encontramos con un brasilero que partía de aventuras a Inglaterra y la India. Me perdí unos días en la europeizada Curitiba; volví a Iguazú y a la sofocante Buenos Aires antes de regresar en un Ormeño–de oferta–, directo a Lima.

En 1995 el Perú estuvo en guerra con el Ecuador y se frustró una bien planeada expedición a Bogotá. Rossana me convenció a partir con ella hacia Santiago. Cogimos el tren al sur hasta la isla de Chiloé, bañándonos en las playas heladas de todos los pueblos grandes entre Valdivia y Castro. En mi memoria permanece magnífico el recuerdo del volcán de Osorno y el viento del tramo en barco hasta el desembarcadero de Ancud.

Regresamos a Santiago para el concierto de los Rolling Stones, que por primera vez en su 25 años de historia posaban sus pies en Sudamérica. Luego de los Rolling, aprendí con Rossana a vivir de mochilero en 15 días de aventura por las carreteras, tirando dedo hasta Buenos Aires y de regreso hasta Lima, sobreviviendo con 40 dólares en los bolsillos. Es interminable la lista de camiones, autos y camionetas que se compadecieron de la peruana con pinta de argentina rockera, pidiendo que la jalaran al borde de las recién privatizadas carreteras argentinas. Dormimos en una estación de bomberos en un pueblito cercano a Luján, en los sillones de la estación de policía de Tocopilla, en un bulín prestado en San Martín, y sobre un colchón hippie bajo el ruido de una granizada apocalíptica en las afueras de San Luis.

En 1996 fui hacia el norte. Un video de Mano Negra reavivó los deseos de conocer Colombia. Meses antes había conocido en Lima a la vocalista de Los Aterciopelados y me atolondró con el recuento del Rock al Parque, que se realizaba cada año en Bogotá. Ese fue el pretexto. Con 180 valiosos dólares en una época de fructífero desempleo, tomé un bus directo a Tumbes y de allí me las ingenié para cruzar Ecuador y llegar a Ipiales en Colombia. En el bus desde la frontera hasta Quito, una terramoza gentil de majestuosas nalgas morenas se me entregó alrededor de la medianoche. Fueron tres intensas horas en el último asiento del autobús, mientras por las cortinas oteaba un interminable paisaje de plantaciones de bananos.

En Bogotá, además de llenarme la cabeza de nombres de bandas colombianas, me enamoré de una mujer de Villavicencio que decía llevar en el estómago tenias voraces desde muy niña. Recuerdo su cuerpo apenas cubierto con una minúscula tanga blanca, caminando entre las sombras de una habitación frente a la plaza del Chorro de Quevedo en La Candelaria. Allí conocí también al Divine, un tablista de lenguas barbas y largo cabello lacio, que sonreía con la misma paz que una vez me sorprendió en Lima el hijo menor de Bob Marley. El Divine caminaba siempre flanqueado por dos sacerdotisas: mujeres de rostro angelical que le seguían por las calles del centro, alrededor de la Carrera 13, suplicando donaciones para que el Divine financiara los porros de marihuana y el vino con el que me agasajaron en un salsódromo, una casita minúscula cerca de la Avenida Jiménez llamado El Goce. Recuerdo el grafitti garabateado en la pared del baño: «El país se derrumba y nosotros…de rumba».

Luego de volver a Lima, tres viajes al Cuzco con un amor intenso y no correspondido, de aquellos que todo lo transforman en cenizas, viajé a Europa.

Para entonces había conseguido tres trabajos y tenía el dinero para intentar conocer el continente a bordo de los trenes, en mis primeras vacaciones de 30 días. Era 1999 y ya se empezaba a percibir en el país un olor a podrido proveniente de las economías del Asia. Creía que aquella sería mi última oportunidad para recorrer Europa así que quise conocerlo todo. De París hasta Burdeos (para hacer el amor doucement con una poeta, en el estrecho colchón de un cuarto de estudiantes en la ciudad universitaria, escuchando a lo lejos las guitarras de los gitanos); y luego a Italia: Roma, Florencia, Nápoles, Sorrento, Pompeya y Venecia. Atravecé Suiza por Berna hasta Frankfurt en Alemania y de allí a España, desde Galicia hasta Barcelona y la parada final para tomar el avión de regreso en Madrid. Se me quedaron las ganas de ir a Holanda e Inglaterra, pero los trámites de visa, en Europa, demoraban más de una semana.

En 2000 tuve otras vacaciones de un mes. La crisis asiática había contaminado todo y la economía se caía a pedazos. Todos hablaban del temido desempleo, a lo que se sumaba la inestabilidad política generada por las luchas por el poder previas a las elecciones generales. Un sábado por la tarde decidí empezar mis vacaciones con una amiga fotógrafa, manejando mi camioneta hasta el Ecuador. La vida era muy barata y muy tranquila. Conocimos Guayaquil, Santo Domingo de los Colorados, Quito, el ídilico albergue de Tongoyape, las playas azules de Esmeralda y por algunas horas la Cuenca histórica de apariencia virreinal. Regresé a Lima preparado para aconsejarle a todo el que me preguntara que realizara aquél viaje. El último tramo lo manejé desde Pimentel hasta Lima parando esporádicamente para beber un café y merendar algún bizcocho. Recuerdo haber conversado con los paisanos en los restaurantes de la carretera, diciendo que iban a votar por Fujimori, pero sin convicción. Se empezaba a percibir entre ellos el torbellino generado por la lucha entre los poderes políticos y económicos que terminaría por arrebatarle el poder al señor dictador.

En Lima ya no tenía sino un empleo y aquél no me ofrecía lo mismo de antes. Me imagino que mi historia no es peor que las muchas historias de quienes abandonaron el país. Mi jefe era un tipo insoportable y enfermizo al que le interesaban nada los horarios normales de trabajo. De lunes a sábado, de siete de la mañana a diez de la noche. A veces más. Empecé a sentir un dolor en la espalda cada mañana que ahora asocio con el comienzo de un ataque de estrés. Los proyectos que me habían ofrecido al contratarme en 1998 estaban todos archivados a la espera de tiempos mejores. Decidí partir. El dueño de la compañía, al que aprecio como el mejor de los amigos, me aconsejó lo mismo.

El 10 de julio de 2000 salí de Lima. Mi plan era volver a Europa, donde mi amiga Rossana me había ofrecido armar una productora y ponernos a trabajar en proyectos de cine. Como algunas veces sucede, aquél «proyecto» era sólo eso.

Viajé con ella y su esposo alrededor de Galicia. Luego de un mes de abusiva vagancia, con el dinero escaso, ella me sugirió partir. Me fui de mochilero hasta Lisboa, durmiendo en calles, caminando de noche para ahorrarme el dinero del alojamiento, o esperando a la puerta de las estaciones de trenes, que abran para dormir la mañana en una de sus bancas de madera. A la salida de un teatro en el centro histórico de Porto, donde yo trataba de conciliar el sueño sentado sobre el borde de la vereda y apoyado en mi mochila, una mujer elegante y cubierta de pieles me miró con desprecio.

Un camionero de gorda sonrisa, que conocí llegando a Lisboa, me ofreció un trabajo de ayudante en un viaje de dos semanas hacia Nuremberg en Alemania. Transportaba bajo la lona de la tolva un aparatoso cargamento de corchos para embotelladoras de vino francesas y una rueda de tren monumental destinada a una planta de la Siemens en Alemania. Fueron 15 días de instructivo camino por las ordenadas autopistas de Portugal, España, Francia y Alemania, bebiendo vino portugués y alimentandonos con improvisadas parrilladas a la vera de las rutas locales, conversando con otros camioneros solitarios que se ganaban la vida por las carreteras europeas.

Llegando a las afueras de San Sebastián me despedí de mi amigo camionero. Pasé una semana en una casa a media hora de la playa de La Concha, escuchando el mar que reventaba contra el hierro del Peine del Viento, disfrutando del clima de fin de verano y del ambiente de fiesta del famoso festival de cine de esta capital del País Vasco.

Al volver a Galicia una periodista que había conocido en mi primer mes en Coruña, me ofreció trabajar como encargado de la página de cine, televisión y espectáculos de La Opinión, una aventura editorial que no tenía ni dos semanas de historia y que pretendía convertirse en la alternativa de los coruñeses ante el todopoderoso La Voz de Galicia. Hice muy buenos amigos allí y junté el dinero que necesitaba para seguir viaje.

Al cumplirse el tiempo de mi visa europea (tres meses) me quedaban dos opciones. O quedarme de ilegal en España o seguir hacia Londres. Mi amiga Rossana, que había sufrido recientemente todas las visicitudes de la ilegalidad, me sugirió partir. Su piel blanca la había librado de la discriminación y del racismo de la policía, pero incluso así había sufrido crueles experiencias en las manos de los servicios de inmigración.

Así que el día que cumplí 28 años, 1 de noviembre de 2000, aterrizaba con escasos dólares y una maleta cansada en el aeropuerto de Heathrow. Los amigos de La Opinión me habían despedido con interminables copas de champagne y dos de ellos se habían tomado la molestia de recibir mi cumpleaños en un bar de Santiago de Compostela antes de acompañarme al aeropuerto.

En A Coruña los españoles me habían comentado lo sencillo que era conseguir trabajo en Londres así que iba allí con esa esperanza. Descubrí que era relativamente fácil para los europeos, pero no para los sudamericanos sin permiso de trabajo. Mi magra bolsa de viaje con la que pensaba sobrevivir holgadamente al menos durante el primer mes, se agotó en menos de dos semanas. Sólo conseguí un trabajo para repartir revistas en una salida del subterráneo.

En un estado de desesperanza económica, fueron las visitas a los museos, gratuitos, y la lectura de libros en la sala de la biblioteca de Londres, los que aliviaron un poco mi pena.

Me veo aún boquiabierto ante la exposición de los frisos del Partenón, expuestos en el célebre museo del Imperio Británico. Y recuerdo mi descubrimiento, casi por casualidad, de la vitrina blindada donde, solitaria, se exponía la brillantez oscura e hipnótica de la Piedra de Rosetta.

Dejé Londres, tapizado de hojas amarillas, el 27 de noviembre de 2000. Por si no había sido suficiente mi breve experiencia londinense con el temprano invierno del hemisferio norte, el avión hizo escala en Islandia, para que comprobara como lucía un país sepultado por la nieve. Era una noche fría de otoño, y mi avión aterrizaba, dejándome ilusionado y quebrado en el aeropuerto Kennedy.

En septiembre del año 2001 vi por primera vez el humo cubriendo la ciudad desde una esquina entre Park Avenue y la calle 34; en 2002 me mudé a Brooklyn y compartí mi habitación con una mujer asombrosa, reflejo de la mezcla de nacionalidades de Nueva York. Posee tres pasaportes: europeo, cubano e israelí. A punto de vencerse el término de su estadía de tres meses, Rachel consiguió un empleo en el departamento de español de las Naciones Unidas y aún sigue allí.

Estudié inglés por dos años, terminando la escuela ingresé a la universidad Lehman en el Bronx, donde terminé una segunda especialidad en periodismo. El año 2004, a pocas semanas de graduarme, el decano me ofreció trabajo como profesor. A fines de agosto de este año 2005, tras varios meses de intensas lecturas y dueño de un renovado amor por las letras, empecé mis estudios de maestría en literatura inglesa.

Han pasado 17 años desde que crucé las fronteras hacia Arica y cinco años desde que vi por última vez el cielo color gris de Lima. Y al recontar mis viajes y experiencias experimento la dulce y amarga sensación de saber que aún hay lugares que no conozco como otros a los que deseo volver.

Y me agrada todavía definir mi situación como la de un pasajero en trance, a medio camino, viviendo en Nueva York.