Las puertas del parque deshojado, tiritan valientes pero sometidas bajo el peso de la de nieve. Sus formas resbalosas han soportado el embate de la noche y permanecido firmes, solemnes; como los soldados a la puerta del palacio, ataviadas de brillo al amanecer.
Me recibe su silencio ceremonioso, entrecortado a veces por el sonido de los carros quita-nieve, de los andantes que han madrugado para verlas: inquietos retratistas algunos, ciudadanos con perros urgidos otros; los menos, simples enamorados del mar blanco.
Pero entre esos arcos regulares, bajo esos lienzos que se dejan levantar por el viento y regresan a su lugar con espartana sobriedad, todos los visitantes compartimos el rostro de turistas.
Así me lo hace entender una veterana de gruesos espejuelos verdes «Gracias por venir a Nueva York», me dice luego de acceder a fotografiarme al lado de uno de los senderos. Le respondo cortesmente que yo vivo en esta ciudad y aquella respuesta parece desilusionar su ensayada cordialidad neoyorquina.
Entre la tela de neblina, pasan algunos rayos. Insuficientes para serenar la avidez de los copos asustados, pero justos para empezar la tarea de reconstruir el paisaje original, el de las copas calvas, el del suelo salpicado de tintes apagados.
Empujado por un vigor inusitado, enrumbo hacia otro destino fascinante. Al llegar a Coney Island, la playa de frontera de Brooklyn, la marea ha deshecho parte de la tormenta y la orilla nevada se ha replegado unos treinta pasos tierra adentro, junto con ramitas y algas, que picotean algunas gaviotas, caminando resolutas sobre la arena revestida de tintura blanca.
Hace exactamente dos años, en un articulo para Europa, escribía sobre la codicia de Occidente sobre las calles de Bagdad y el clima de paralisis en una ciudad acostumbrándose a las siluetas y las sombras que se cernían sobre sus calles, proyectadas por los hambrientos perros de la guerra.
Veinticuatro meses despues, la historia ha escrito varias páginas, asumo que algunas de ellas trascendentales en el horóscopo que han trazado los astrólogos, sobre el destino de este parque, de estas puertas, de esta playa, de este mundo.
Pero las puertas ni las gaviotas saben de la modesta propuesta de un presidente ni de lo que han escrito en el oriente sus yahoos desbocados.
Sospecho que de saberlo, así como yo me he asombrado ante el modo voraz como el tiempo devora los vestigios de la memoria, las puertas azafranadas no lucirían tan solemnes; tal vez empezarian a desvanecerse o se caerían todas en una especie de cataclismo simultáneo y, las gaviotas que deambulaban esta mañana con calma, bajo el perfil de la montaña rusa y de la rueda de la fortuna, al enterarse del nombre de la isla y del carácter de sus habitantes, alzarían vuelo al instante, muy asustadas.
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