El mar me ilusiona. Recuerdo haber estado caminando por Madrid, observando un punto «donde tenía que estar el mar». Al no encontrarlo sentí que la geografía había fallado. No me parecía posible vivir bien en una ciudad lejos del océano. En Ubatuba una argentina me dijo que conocía Lima. Su avión se quedó una noche de más y la mandaron a dormir a un hotel en el mugroso centro de los años 80s. Le pregunté si se había asomado por la Costa Verde, si había camnado por los malecones de Miraflores y Barranco. Me respondió que no sabía que Lima estaba al lado del mar. Casi le digo «¿cómo se te ocurre?».

En el invierno, mi hermano y yo íbamos a bogar en La Punta. Usualmente los ejercicios sucedían en un pedazo de mar calmo y estancado detrás de los rompeolas. Lo más riesgoso era darse la vuelta, mojarse y perder los remos en la maraña de plantas bajo el agua. Pero un sábado con sol nos lanzaron a competir en las regatas a mar abierto. Tenía 9 años y fue la primera vez que sentí con intensidad la fuerza del océano.

Tenía tal vez 15 cuando seguí a mis primos y salté desde una peña enorme que miraba hacia el mar abierto. Desde allí arriba parecía sencillo nadar en esa inmensidad y regresar. Sin embargo, allí adentro, demasiado consciente de que solo contaba con mis brazos para volver hasta las peñas, nunca me abandonó la idea de morir ahogado.

Alfonso Reyes tiene un buen ensayo en que escribe sobre los griegos y el mar. Se llama «Un dios del camino» y está incluído en una bella antología de sus estudios helénicos, editado por Fondo de Cultura: Junta de sombras. Allí Reyes desmitifica la imagen del griego que se trepa apenas puede a su barquichuelo y se va a navegar en busca de aventuras. «A ser dable, se prefería rodear los golfos y radas, mejor que cruzarlos», dice Reyes.

Estando en camino a Puerto Montt conocí un ferry. Es un crucero breve pero rodeado de automóviles y familias ruidosas. En Nueva York, el ferry gratuito que cruza hasta Staten Island es una experiencia que siempre recomiendo.

En Lima manejaba de más solo para poder encaramarme con mi refrigerio–un taco, un sánguche–sobre esas rocas al lado del Salto del Fraile, observando el mar. Cuando llego a una ciudad me llama el agua. Ese mundo líquido me promete en silencio, me lleva a otros mundos sin que yo me haya movido.