Se llamaba Mami. Vivía en un caserón virreinal, bello pero endeble. Luego de tantos terremotos uno se preguntaba por qué jamás se había venido abajo. La mami era adinerada, decían, pero vivía con medios bastante discretos en aquella mansión desde donde daba consejos. Se la entregó en consignación un cusqueño millonario que la conoció en Lima. Al poco tiempo de vivir en ella, la Mami convirtió a esa casona en un refugio: allí llegaban muchachos que iban al Cuzco buscando la energía mística de la ciudad imperial. Mami los recibía en su habitación, apoyada contra las almohadillas, sobre una cama de metal dorado sobre la cual se amontonaban una capa sobre otra de sábanas y edredones de seda; telas de colores–tesoros familiares que ella heredó de sus antepasados franceses–que a Queso le evocaron dormitorios de realezas europeas.

La primera vez que fueron a verla–casi antes de la medianoche–, Yuyo entró a su habitación, mientras Queso y la Gringa esperaban sentados en dos sillitas de una antecámara. La Gringa intentaba resolver un problema de hilos enredados de la chompa que tenía puesta, mientras Queso observaba con ansiedad los desperfectos del piso de madera negra y de los rincones donde se juntaban las paredes con los techos altos.

Queso no se había recuperado aún del todo de su excursión de la tarde a las chicherías de la ciudad. Tenía el estómago descompuesto, y hubiera preferido echarse a dormir, pero ya estaba hecha la cita con la Mami, y tanto la Gringa como Yuyo querían que la conozca.

Se escuchó una carcajada en la recámara y unos pasos lentos y graves que se acercaban a la  puerta. Esta se abrió con una fuerza medida. La Mami tenía un ímpetu atemperado, demostraba interés y franqueza sin dejar de lado una cuota de misterio, que le serviría de recurso–pensó Queso–cuando le tocara dar consejos sin haber comprendido el problema del todo. Tenía ojos muy grandes y azules. Su ropa parecía la continuación de su cama: trozos de telas vaporosas, combinaciones de colores superpuestos según el ánimo de su espíritu. Su edad era bastante indefinida. Podía tener 60 como 40 y tantos. Su piel delataba muchos cuidados, sin embargo cuando sonreía–después de cada breve frase, de cada consejo rápido–saltaban todas las arrugas alrededor de su boca y de  sus ojos. La piel de sus manos era la de una anciana. Sus dedos se veían frágiles: volaban en gestos cuando ella hablaba, daban la sensación de abandonarse al destino.

Salió de su habitación para darle un abrazo redondo a la Gringa, sin decir palabras; y otro en triángulo al Queso, bendiciéndolo y dándole la bienvenida al Cuzco

–¿Quieren cerveza? dijo después de saludarlos.

Sin esperar la respuesta, avanzó hasta el umbral que daba al patio y dijo un nombre. Apenas terminaba de resonar su voz, cuando chirriaron los goznes de una de las tantas puertas que rodeaban el patio. Desde ella apareció un muchacho de aspecto bellísimo: cabello largo, rizado y muy claro, con anteojos de borde negro; que se acercó corriendo para saludarla. Le dijo a la Mami que ya se había acabado la cerveza, que solo quedaban unas botellas de whisky y de vodka. La mami volvió al cuarto. Desde donde estaban parados la vieron abrir uno de los cajones de su mesa de noche y regresar con un billete. Despachó al muchacho con instrucciones para un six pack de cerveza: «Cusqueña por favor, y trata de que te la den helada. Nunca tienen cerveza helada en estas tiendas». Después los hizo pasar a su cuarto. El Queso y la Gringa se acomodaron al lado de las esquinas de la cama y Yuyo se dejó caer de espaldas sobre el colchón, muy cerca de la Mami. Ella le acariciaba el cabello, y él parecía gozar del cariño de sus dedos largos:

–A veces–dijo la Mami–uno se va al mercado en busca de un mandado. Un tomate, digamos. Salgo en busca de un tomate, así y asá, un tomate perfecto para preparar una ensalada, digamos. Entonces uno se va hacia el mercado, cruzando la plaza de lado a lado, pensando en el tomate. No se fija en el cielo azul, bellísimo después de toda la temporada de lluvias. Tampoco se fija en la Catedral, en la complejidad de su piedras talladas que arrojan unas sombras preciosas bajo el sol. Uno se va a buscar el tomate perfecto, y en el camino al mercado no ve ni las piedras incaicas, ni las flores que parecen abrirse para él, ni la señorita de ojos grandes y dulces que lo mira pasar, que hace un gesto de acercarse, pero que lo ve pasar tan rápido en busca de su tomate que se detiene y ya no lo saluda. Entonces uno llega al mercado y se va al puesto de los tomates, y no se fija ni en las lechugas, ni en los rábanos, ni en las hogazas de pan recién hecho, ni en las frutas deliciosas que esperan ser cogidas, mordidas y entregarle a tu boca toda su dulzura. No. Digamos que uno estira la mano y coge su tomate y se regresa feliz a la casa, apurado sin mirar a ningún lado, a nada, a nadie. Así es nuestra vida a veces. Está llena de cosas interesantes, de descubrimientos, de aventuras excitantes, que no vemos, que ignoramos, que desperdiciamos por tener un solo objetivo en la cabeza. Es una vida pobre. No porque tenga que ser así, sino porque nosotros lo decidimos así, cuando nos negamos a fijarnos en nada más que en lo que queremos.

Lllegó el six pack de Cusqueña y la Mami destapó cervezas para todos, incluso para el joven de anteojos de borde negro que se acomodó con las piernas cruzadas sobre la alfombra del dormitorio.

–Así era la vida de Sandro–dijo la Mami, señalando a ese muchacho. En Buenos Aires, recibido de doctor en energía nuclear, listo para ser un genio de la ciencia a los 21 años. Entonces se dio cuenta que todo lo que había hecho en la vida era estudiar. Que era un extraño en su familia, que sus hermanos no sabían cómo tratar con él, que para las muchachas parecía un idiota que sólo sabía de ciencia y de números. Se dio cuenta de que tenía todo lo que había deseado y que eso no lo hacía sentirse mejor. ¿Entonces qué hiciste, Sandro?

–Mami, tuviste que decir además que yo pesaba 250 kilos–dijo Sandro.

–No tiene mayor importancia.

–Para mí sí, Mami. Era una pelota de playa. Me había empezado a fijar más en mi cuerpo y lo odiaba. La noche en que me recibí de ingeniero entré en una gran crisis. Me encerré en el baño, me deshice del diploma mientras cagaba, lo partí en pedacitos y lo pasé por el water. Luego me corté las venas. Entonces Sandro les enseñó las dos muñecas con el rastro apenas visible de los dos tajos.

–Y cuando despertó en el hospital dos días después, sus objetivos eran otros–dijo Mami.

–Quería vivir. Me fui de mi casa, encontré amigos–no los mejores, es la verdad. Empecé a hacer cocaína. Perdí muchísimo peso, me fui a vivir con una muchacha adicta, al norte de Argentina. Nueve meses después de mi primer intento de suicidio me internaron otra vez en un hospital donde estuve en coma por una semana. Al salir de allí, tenía pocas esperanzas. Entonces vi a una enfermera, una muchachita trigueña y muy delgada, quien me observaba desde detrás del mostrador del hospital, cuando yo estaba saliendo. Ella me miraba como si me estuviera estudiando. Era una mirada de una compasión aterradora. Yo no me había visto en un espejo en mucho tiempo y no podía juzgar mi apariencia. Sin embargo ya entonces mi peso estaba por los 90 kilos y mi ropa era la que había empacado cuando salí de Baires y pesaba 250. Pero la cocaína me había arrasado el rostro, le había quitado la vida a mis ojos. Estaba listo, otra vez, para matarme. Entonces me detuve a mirar a la enfermera. La tengo que haber mirado con infinita devoción, porque ella se acercó y me dio un número de teléfono. “Si lo llamas, él te va a ayudar. Tu vida al fin tendrá sentido”, me dijo ella.  Pensé que me estaba dando el número de una iglesia, de algún cura. Recuerdo haber metido el papelito con el teléfono en el bolsillo de mis jeans pensando que me iba a decepcionar otra vez. Sin embargo no tenía grandes opciones. Estaba esperando el autobús. Me iba a buscar a la muchacha adicta que lo primero que iba a hacer sería enseñarme de dónde robarnos el dinero para comprar la coca. Yo sabía que no podría hacer aquello por más tiempo. Que después de hacerlo tal vez una vez o dos veces más, agarraría el valor para cortarme las venas o para lanzarme frente a las llantas de un camión. Así que me moví del paradero y me fui hasta un teléfono público en la puerta del hospital. De allí llamé. No era el teléfono de un cura, sino de un chamán.

Sandro miró alrededor. Sabía que su pequeña audiencia estaba intentando imaginarse cómo ese ingeniero nuclear con las muñecas tajadas y 250 kilos llegó a convertirse en lo que era ahora.

­­–El chamán me dijo que estaba esperando mi llamada. No solo eso. Me dijo que mis padres habían muerto en un accidente. Que no debía regresar a Buenos Aires porque mis hermanos estaban trancados en una batalla de mala sangre por el dinero de la herencia y las propiedades. Dijo que iba a recogerme, que lo esperara en dos horas en la gasolinera de la carretera 9. Lo fui a esperar. No solo por lo que sabía de mí–creo que en otro momento de mi vida aquella información me habría hecho huir–; sino porque me dio confianza su voz y porque, como ya dije, mis opciones eran mínimas. En ese momento me chocó percatarme de lo poco que me interesaba mi familia. Palabras como «padres» o «hermanos», que para muchos tienen un contendido sentimental muy fuerte, para mí eran solo sílabas unidas entre sí. Entendí que lo que necesitaba era llenar mi vida de sentido y que ese chamán me iba a indicar el camino.

Él llegó puntual,  en una camioneta amarilla y un poco oxidada; una pick up Ford de una cabina. Se llamaba Julián. Además de ser trigueño (extraño color para nosotros los porteños, pero que era tan normal en aquella región alrededor de Jujuy), Julián era alto y con contextura de ropero. Tenía una barba semigris y cuidada, el cabello completamente blanco, muy largo y amarrado en una colita. Lo primero que hizo fue darme un abrazo. Entonces empecé a llorar. Por un rato largo, consciente y muy avergonzado de estar mojándole el hombro con mis lágrimas, pero incapaz de contenerlas. Julián me dijo que allí se acababa una vida y empezaba otra. Me preguntó si no me importaba dejar las propiedas y el dinero–al menos por ahora, dijo–mientras me concentraba en un objetivo más trascendente. Si no me molestaba vivir entre las montañas, lejos de la gente. Le dije que quería cambiar, que no me importaba nada, que quería vivir, pero de otra manera.  Me dio un beso en la frente y me subí a su camioneta. Vivía solo. Yo iba a ser su asistente. Meses después le pregunté por qué me había escogido a mí y no a otro. Me contestó que yo era su misión. Cada cierto tiempo tenía misiones como la mía, que se las mandaba la madre naturaleza. Era energía descompuesta que tenía que ser reparada y puesta en marcha otra vez. Julián me enseñó a leer el cielo, a escuchar a las montañas, a ver ciertas cosas en los ojos de la gente. Estudiábamos al aire y a la tierra. Julián tenía una colección enorme de rock de los 70s y no era raro que nos quedemos por la noche escuchando a Led Zepellin y tomando cerveza. Una noche de esas, me contó cómo se convirtió en chamán. Tuvo una esposa y una niña, pero los perdió por culpa del licor. Entonces vivía en Córdoba. Conoció a una turista norteamericana que viajaba hacia el Perú. Después de pasar una noche juntos, ella lo invitó a acompañarla. Cruzaron Bolivia en un par de semanas, se alojaron unos días en una isla en el Titicaca y al final llegaron al Cuzco. Julián dijo que para entonces ya no eran pareja. Él había vuelto a tomar, dormían en el mismo cuarto pero en camas distintas, y Julián se emborrachaba tanto que ni distinguía a los hombres que se acostaban con la mujer. En un pueblo del valle del Urubamba, un indio lo encontró tumbado a la salida de un bar y se lo llevó cargado. Julián me dijo que despertó de la borrachera en casa de este hombre y pensó en huir. El indio sólo hablaba quechua pero de una manera tan clara que Julián entendió todo. Ese día parecía que iba a granizar y las siembras de su gente estaban a punto de ser cosechadas, el hielo las iba a arruinar. El indio lo estaba invitando a que sea su ayudante y lo acompañara. Julian aceptó. Le dijo que iría con él pero que después se largaría. Así que ambos subieron a un monte cercano donde el indio preparó una infusión con mezclas de hierbas y hojas de coca. Julian me contó que se arrodillaron y el indio empezó a rezar. El indio besó la tierra y abrió el pequeño morral que cargaba cruzado sobre el pecho. Sacó una vara. Se levantó con lentitud y alzando la vara hacia el cielo, hizo un movimiento brusco de un lado a otro: las nubes que tapaban el cielo se movieron, se disolvieron y brilló el sol. Julián se quedó helado. Atribuyó el milagro a su resaca, a las hojas de coca, a las hierbas de la infusión. Sin embargo al regresar, la sala de la humilde casa del indio estaba repleta de las ofrendas: sacos de todo tipo de grano; tamales y otras comidas; gallinas y cuyes amarrados a las patas de las sillas; y porongos repletos de chicha. Julián le dijo al indio que quería aprender. Éste le señaló un cuero de llama tirado sobre la tierra del suelo: su cama . Julián se quedó allí, durante algunos años, como aprendiz.

–Por eso es que cuando yo pude salir; después de aprender, de vivir con Julián durante casi tres años, después de olvidarme de aquella pesadilla que fue mi vida, listo para regresar a Buenos Aires y recomenzar–de cero, sin carga–lo primero que quise hacer, antes de volver, fue venir al Cuzco. Y acá, encontré a la Mami.

–¿Y has buscado al chamán que le enseñó a Julián?–preguntó la Gringa

–Se murió hace varios años. Julián ya me lo había dicho porque al parecer conversan de vez en cuando. Sin embargo fui a su tumba y dejé un regalo.

–Chicos: mañana vamos a ir al valle porque es noche de luna llena–dijo la Mami. Vamos a hacer una sesión de San Pedro ¿Quieren ir?