Una maleta más que entra en la sala, la puerta a la Quinta Avenida, el cortaviento empapado. Breve caminata desde la 35. Son solo 31 minutos desde Kingsbridge Road. A la sombra del Empire State. Y antes cogía el 4 pero el D es mejor, mucho mejor. Siempre hay asiento, hoy he venido bien sentado leyendo a Ellmann y a Gilbert. Una chica miraba la portada del libro bien agarrada a su cartera.

Epstein se arrastra desde su oficina en estos pasillos del cuarto piso del Graduate Center con diseño dedicado a Borges. 4432 en la pared, doblar a la derecha, puerta abierta. Uno siempre se pierde. Felizmente hay una pintura que señala con un dedo. Pasamos el dedo.  Allí están todas las cabezas de siempre, preparadas para la entrada de Hamlet, las teorías de Stephen. Comenzamos:»La escena es la oscuridad» dice Epstein. Su teoría del espacio oscuro: fantasmagoria. Este es el segundo capítulo en un interior oscuro. No sé por qué recuerdo una casa en las afueras de Chaclacayo. Te asomabas a la oscuridad y los murciélagos empezaban a volar, como esas imágenes de Gravity’s Rainbow: Rocketman entrando a la ciudad destruída, a un sótano donde se ve la caca de los murciélagos sobre el piso de madera y El hombre cohete se pasea entre los sobrevivientes…

Epstein y la luz.  Parece no incomodarle el andador, la semana pasada lo vi entrar al baño sin dificultad. La semana pasada les dije a mis estudiantes un chiste tonto y uno de ellos sabía el acertijo de la esfinge. Epstein empieza a describir al portero de la Biblioteca Nacional de Dublín. Un cuáquero. Es amable pero quiere demostrar que ha leído tal o cual libro, darse aires frente a los literatos que se reúnen a conversar sobre Hamlet: el tema del día. Todo el capítulo 9 del libro alrededor de la teoría del artista adolescente peleando con sus argumentos contra las seis cabezas de Escila, los naturalistas, los platónicos, a los que Stephen opone Aristóteles y su visión del mundo real: más importante que el espiritual. «¿Cómo te atreves a hablar de lo espiritual si no has entendido la realidad?»

La biblioteca está igual que cuando Bloom y Dedalus llegaron allí; Bloom venía del museo, después de cerciorarse si las esculturas de las diosas desnudas tenían o no un agujero en el ano. «No se habla mucho de esto, dice Epstein, pero Joyce tenía una gran idea del estilo de composición de Beethoven» (¿exagera Epstein?). Todo el libro está escrito siguiendo el método que utilizó Beethoven para componer su Novena Sinfonía. Ayer leyendo Gravity’s Rainbow: la gente ya no va a los conciertos porque ahí va una sarta de ignorantes que prefieren una sencilla melodía de Rossini que algo más elaborado de Beethoven. La música debe llegar al alma no solo al oído, la buena música tiene que tocarte el corazón. Y recuerden que en Shakespeare todos los personajes buenos tienen un gusto musical. Claro que Joyce consideraba a Ibsen mejor dramaturgo que a Shakespeare.

A Epstein le encanta interrumpir la clase para recitarnos: tal o cual verso libre de la época en que Joyce escribía, canciones populares, rimas con doble sentido. Mi mujer es descendiente de este personaje, apunta esa página: un crítico literario dublinés que leyó lo primero que publicó Joyce y todo ese grupo retratado en las salas de la biblioteca. Esos naturalistas contra los que Stephen desenvaina su espada, tratando de probar que Shakespeare ha sido engañado, que su esposa le ha sacado la vuelta con sus propios hermanos: de allí viene la decisión de ponerle a sus villanos los nombres de sus hermanos de sangre. (Nada en su teoría disparatada que Dedalus sea capaz de probar,  pero suficientes argumentos como para establecerse una reputación en los círculos intelectuales de la ciudad). El fantasma del rey estaba en el purgatorio (los protestantes no creen en el purgatorio, por eso el 90% de los ingleses que vio el primer montaje de Hamlet creía que el fantasma del rey era el Diablo. Tenía que ser él, de otor modo no se explicaba que andara vagando por Dinamarca). Pero la única manera de que el rey, muerto mientras dormía, supiera que lo habían envenenado era porque alguien se lo dijo después.

La rabia de Shakespeare, el artista, alimenta sus primeras obras, esas obras sobre la rabia que siente, alimentan la obra escrita acerca de la obra con rabia y esta nueva obra rabiosa sobre sus obras creadas con rabia genera una rabiosa obra de rabia sobre rabia. Todo un torbellino de Caribdis donde Stephen podría ahogarse solo, tratando de esquivar a Escila–sus propios fantasmas–que lo persigue desde el lecho de su madre moribunda. Ganar por ganar, argumentar por el placer de argumentar. «Tiene que haber conocido el Tractatus Coislinianus–dice Epstein–, lo debe haber leído cuando estaba en París. Solo así se explica que Joyce utilice el diminutivo de Sócrates (Socratididion) para generar una risa, el placer más directo e instantáneo, según el estudio perdido sobre la comedia de Aristóteles. Mucho antes que Umberto Eco hablara de ese manuscrito perdido en El nombre de la rosa. Y allí está también en las páginas la figura  del hombre oscuro, el arreglista, poniendo frases, cambiando estilos, para que las cabezas que hablan contra Stephen tengan voces de los tiempos isabelinos».

La luz insuficiente del cuarto de reuniones, varios vasos de café sobre la mesa, las ediciones de Gabler siendo interrogadas, subrayadas. Mi reino por una canción de Epstein sacada de los tiempos de Joyce. James era un buen tipo, que puso a sus enemigos en fila y con nombre propio en el capítulo 9 de su novela. Allí empezó el verano de su alegría. Los comentarios breves–algunos muy acertados– y algunas risas, las perlas que son sus ojos clavados en el texto, en esa letras negras sobre papel blanco (bueno, crema paliducho); como ese paseito de Stephen por la playa Sandymount Strand,  en un día jueves que escribo estas líneas, porque tiene que ser un jueves, 16 de junio de 1904, cuando sucede todo.

Porque ese poema de Vallejo–quien ya había pasado su midway on our life’s journey– no es sino un enorme homenaje a Stephen Dedalus, imaginando versos en Sandymount Strand, colocando piedras negras sobre piedras blancas, letras negras sobre un pedazo de papel arrancado de una carta, solo al lado del mar, decidiendo su destino, como una imparable corriente que fluye–como la orina sobre la playa–desde su subconsciente, una marea que abarca ese momento, todas sus dudas sobre Dios y la inmortalidad, la evolución del hombre; y también los fantasmas que lo acosan, que lo obligan a crear cosas, a tener sueños; como lo hacen también con este muchacho dublinés, este poeta que imagina versos en Dublín, mientras piensa y camina con dirección a París.