«Sólo maldecías que el mundo no girara alrededor tuyo y que no se te permitiera hacer lo que te diera la gana»

Tú te despertabas llorando ( o secándote dos o tres lágrimas). Sobre todo en el invierno. Entonces te maldecías por dormir en una habitación fría, porque el maricón del dueño apagaba el calefactor cada vez que la temperatura subía un grado.

Pensabas «Es enero en Lima» y te imaginabas el calor virulento de la ciudad. Pero esa humedad pegajosa de Lima–aquella ciudad a la cual creciste llamando «la horrible»–no te provocaba volver. Era más complicado. No llorabas porque extrañaras el infierno. Ni siquiera extrañabas a tu familia–a pesar de todo lo que dijeras después y las excusas que inventaste para justificar tu regreso. Sólo maldecías (en sueños, porque despierto eras un turista más atorado en Nueva York; sólo en tus sueños te comportabas interesante) que el mundo no girara alrededor tuyo y que no se te permitiera hacer lo que te diera la gana, que básicamente era: volver como héroe de tu autodestierro, pasar unos días reviviendo tu infancia, encontrarte con ella; y seguir viviendo como si nada hubiera pasado. Mejor dicho: como si lo que pasó– tus cinco años en Estados Unidos–hubiera sido un capítulo biográfico que te merecías: solo un escape de las líneas quebradas de tu adolescencia.

Es cierto que cinco años no son demasiados en estos tiempos de la ultra conexión electrónica. Si hoy «¿En qué momento se jodió el Perú?» hubiera sido un Tweet, habría pasado desapercibido entre tanto peruano interpretando la realidad desde la distancia. Pero tú estabas convencido de que los peruanos «nunca cambiamos ni cambiaremos» y esa convicción te permitió creerle a esa inocente bestia que te notaba afligido, y te escribía por e-mail «el Perú siempre va a estar allí». Como si sólo se tratara de subirse al tren unas estaciones más adelante.

Una mañana de enero,  tú te levantaste en tu cuartito helado de Brooklyn y encontraste un nuevo mensaje. Lo leíste unas diez veces antes de pensar en nada. «Voy a visitarte. No te vayas a ninguna parte en febrero ¿Ok?» En unos segundos, cogiste calor. Tenías legañas y una lágrima seca; y lo primero que hiciste fue apretar el almohadón contra tu vientre.  «Puede caer una tonelada de nieve entre esta mañana y febrero–pensaste–, pero por ti, resistiré».