Tenía una forma de mover el cuerpo y la boca que nos volvía locos. Tal vez era el maquillaje o su cabellera que se iba de un lado para otro mientras apretaba el micrófono y cantaba como si estuviera a punto de alcanzar el orgasmo. Susurraba, casi comiéndose el micro mientras hablaba de sexo. De deseo, de cópula y de masturbación. Era 1986 y nosotros nunca habíamos visto nada parecido. A nuestros quince años, Gustavo Cerati ya nos tenía cogidos de los huevos.

No sé en qué momento empezó la fiebre. Jorge Sayón, un amigo del colegio que vivía en Santa Leticia–ese barrio cruzando la Avenida Constructores que mis padres juraban que estaba lleno de drogadictos y de putas–; me dijo que lo acompañara hasta su casa y me prestaba el disco. Jorge se vestía de negro, usaba chancabuques y tenía un peinado a lo Cerati de color oxigenado amarillo caca. Con cierta reserva–la pintada de cabello lo había vuelto menos popular de lo que ya era–, lo acompañé a su casa. Me ofreció entrar para ver los posters de Soda que había pegado en la pared de su cuarto, pero guardé la calma y dije que ahí nomás lo esperaba, paradito en la calle : «Es que estoy apurado». Jorge salió minutos después con el disco metido en una bolsa negra –para que a nadie se le ocurriera robármelo. Regresé a casa ansioso, a paso ligero.

Además del Vita-Set, un popurrí fabricado por las radios, yo no había escuchado nada de Soda. Ese LP fue una revelación. Desde la portada me miraban Cerati, Zeta y Alberti, con los ojos bien delineados. Me vino la fiebre. Le tuve que devolver el disco a Jorge, pero pronto empezó a circular la droga musical por la radio: Sobredosis de TV, Nada personal, Cuando pase el temblor . Así me hice un Sodafán. Junté unas cuantas camisas negras (no hubo plata para el pantalón); incluso agarré el delineador e hice una mala raya debajo de uno de los ojos. Salpicó y me pasé los dos siguientes días con el ojo derecho irritado. Di explicaciones evasivas y por primera vez mi padre sospechó que yo era fumón.

Me paraba frente al espejo del baño de mis padres y daba saltos. Mi cabello no era lo suficientemente largo. ¡Mierda! no estaría listo antes del concierto. Así como lo oyen: Soda venía a Lima; y el padre de Jorge Sayón, que hacía espectáculos para los dueños de Radio Panamericana, conseguiría entradas gratis, preferenciales, para el Coliseo Amauta, para que su hijo Jorge y su mejor amigo fueran a encontrarse con sus ídolos. «Tal vez nos dejen pasar detrás del escenario para saludarlos», dijo Jorge antes de colgar, muy excitado.

Fueron días de ansiedad. Pensé en maquillarme antes del concierto y hasta en soltarme un poco de agua oxigenada sobre la cabeza, pero era demasiado peligroso. A Jorge Sayón el pelo color caca no le quedaba muy bien. Decidí que yo sería un Sodafán con personalidad: me memorizaría todas las letras para que Cerati me viera cantarlas a viva voz pero mi cabello seguiría negro y corto. Ya lo decía ese gran rocanrolero llamado Palito Ortega: La pinta es lo de menos.

Llegó el día y Jorge con su padre pasaron a recogerme en un agresivo Lada Niva de color rojo, con el mataperros más grande y el cromado más brillante que había visto en mi vida. Don Miguel «Chapulín» Sayón era un típico emigrante exitoso. Llevaba unos lentes oscuros un poco más grandes que el tamaño de su cara, sobre una nariz muy aplastada, parecida a la de Jorge. Sin embargo Don Miguel tenía el cabello muy negro, muy cortito y parado como sólidas púas; como si en lugar de echarle gel lo hubiera metido en un balde lleno de pegamento.

«Tú también eres Sodafán ¿di?», me preguntó don Miguel. Y empezó a conversarme–durante el largo recorrido hasta el coliseo Amauta–de su vida junto a lo más graneado de la cumbia tropical peruana. Mencionaba nombres de cantantes que al parecer causaban furor en los pueblos y ciudades a donde él viajaba casi a diario. «En este negocio las mujeres se te pegan como moscas», decía don Miguel, mientras le daba una palmada furiosa al hombro de su hijo. Una palmada que más parecía un gancho de box. El señor Sayón me miró detrás de aquellos lentes muy negros y pareció–¿o sólo me dio la impresión?–que quería echarse a llorar; mientras que Jorge siguió con la mirada fija en el camino, inmutable.

No le hizo muy bien a mi popularidad escolar aparecer frente al Amauta con Jorge Sayón. Como teníamos entradas preferenciales y el padre de Jorge nos dejó–por error– en la entrada de popular; tuvimos que dar la vuelta al estadio por las calles aledañas, y encontramos en la fila a casi todo el colegio. Noté que algunos me saludaban muy rápido y se daban la vuelta. Algunos de mis compañeros me veían de lejos y preferían hacerse los distraídos. Jorge Sayón era un gorila de pelo amarillo, con 1.80 metros y unos 100 kilos de peso. Nadie podía no verlo. Sucedió algo peor cuando llegamos a las entradas para tribunas preferenciales: allí, en una colita que se formaba disciplinada frente a la entrada principal, estaban juntas las únicas tres chicas del colegio que a mí me importaba impresionar. Se llamaban Rossella, Morella y Fabiola: las tres gracias.  Las tres estaban demasiado arregladas para un concierto popular, muy rubias y estiradas, con los jeans perfectos y al cuete. Estaban con otra muchachita tan rubia y perfecta como ellas tres, que yo no conocía. Asumí que era de otro colegio. Todos estábamos muy cerca frente al portón de entrada y las cuatro tuvieron que haber visto al corpulento Jorge Sayón, moviéndose más disforzado que nunca, bamboleando de un lado a otro su pelo color amarillo caca; gritándole a los vigilantes con vozarrón de fan enamorado que lo dejaran pasar porque él era el hijo de Chapulín Sayón. «A mí y a mi amigo» dijo muy fuerte. Y detrás de él, sin querer averiguar por qué los guardias se hacían a un lado y arrimaban a todos para que pase Jorge, sintiendo una pizca de arrepentimiento por no haber pensado ni un minuto en lo que le esperaba a mi reputación escolar después de aquel concierto, yo lo seguí.

Fue un loquerío. Después de la primera canción (Satélites) Jorge Sayón estaba delirando, como un loco, saltando y agarrándose el cabello como si fuera la reencarnación de Cerati, cuando la marea popular empezó a descolgarse  de las tribunas más altas y nos empujó de golpe contra la masa de gente que cantaba apretada contra el estrado. La marea de gente había empujado a Jorge contra mí. Entonces noté que éste, a pesar de que había cierto espacio para maniobrar enmedio de la locura que eran 20,000 personas gritando Sobredosis de TV, se había pegado demasiado a mi espalda y seguía allí, apretado, sin intentar moverse. Escuchaba su vozarrón cantándome en la oreja y en un segundo supe lo que tenía que hacer.

Delante mío, enmedio de aquella marea de muchachos arrastrados por la corriente humana, había visto a la muchacha rubia que acompañaba a mis tres gracias. En el caos que siguió a la invasión de las tribunas populares, Rossella, Morella y Fabiola se habían separado violentamente de su amiga, y ella había terminado delante mío, en parálisis total, en clarísimo estado de tensión y de alarma, muy similar al que me estaba provocando el cuerpo de Jorge Sayón apretándose contra mi espalda y cantándome al oído. Saqué ambas manos–que había mantenido rígidas frente a mi cuerpo, para no chocar con los demás–y con un pequeño impulso, todo el que me permitía el estrecho espacio que me separaba, con los dedos abiertos y golosos, le metí la mano en el poto. Salté hacia un lado y me di la vuelta. Por el rabillo del ojo, ví la violencia con la que Jorge Sayón, paralizado, recibió la primera cachetada. Luego otra. Y otra.

Hace unos días me encontré con una de las tres gracias originales, en el Skype; y me dijo que casi se había olvidado del incidente. Dijo que su amiga le metió un rodillazo en el centro mismo de su masculinidad y que entre la bulla, el laberinto y el pánico, le juró que lo iba a denunciar a la policía. «Y todos pensábamos que era maricón ¿te acuerdas? ¡Tremendo sapazo el Sayón!»

Yo me fui a un rincón del Amauta, pegado a las cortinas.  Cuando Soda terminó de tocar, conseguí colarme hacia los vestuarios mostrando mi pase preferencial y fui hacia Cerati. Grité «¡Eres un grande!» Y Gustavo Cerati –quien fuera de escena parecía menos grande y mucho más flaco– levantó la mano y me gritó «gracias».

Jorge Sayón no fue a clases el lunes, faltó toda la semana. Cuando regresó tenía el cabello corto, negro y muy trinchudo. Nunca me volvió a hablar.