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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

octubre 2012

Lima parada

En esta toma de la pantalla del CanalN, un caballo de la policía montada limeña, –con una pierna destrozada–intenta abrirse paso entre la turba de delincuentes del barrio de La Parada.

Ella, que desde la oscuridad me acusaba de ser un ocioso, de inventar excusas para no presentarme a clase, me llamó una tarde sólo para decirme que había estado leyendo la novela y le había chocado mucho uno de los párrafos.

«Yo no puedo ir al Perú hace años, pero cuando llegué a esa línea…era como si tú estuvieras describiendo la imagen que yo tenía de Lima en mi cabeza.»

Yo temo sus llamadas porque con bastante frecuencia las usa para lanzarme críticas o decir alguna estupidez que–por motivos extraños–siempre me afecta. Así que le dije que siguiera leyendo, que me comentara cuando acabara de leerla. En unos meses ella iba a regresar a Lima después de vivir 10 años en Nueva York y yo sabía que le iba a chocar.

«¿Cómo es?¿Cómo se siente volver a ver todo lo que has dejado atrás?» me preguntó.

Me hubiera gustado tener, en aquel momento, la paciencia para describirle la angustia previa. Pero con ella nunca tengo paciencia, o temo que entienda mi paciencia como debilidad y la utilice para burlarse de mis defectos. Así que sólo le dije «No pasa nada».

Durante ocho años, mi pesadilla recurrente era la de volver al Perú y descubrir que ya no podía regresar. Había terminado mi novela apresurado, con la convicción de que si volvía a ver Lima se iba a arruinar la fotografía que yo tenía de ella. Las imágenes que yo guardaba de mi ciudad–me convencí–no iban a coincidir con ese monstruo en permanente transformación que era la Lima del siglo 21.

Tenía razón–en parte–pues el camino desde el aeropuerto hasta mi casa había sido recuperado al polvo y al descuido. Sin embargo, bastaba salirse algunas cuadras de ese «callejón imaginario de progreso» para encontrarse con la misma ciudad de antes.

La ciudad a la que me refiero, no tiene que ver con las tiendas y los túneles nuevos, si no con algunas actitudes limeñas. Ciertas maneras que tiene el misio para pararse en una esquina, ciertas actitudes que mantiene el achorado para caminar al borde de la calzada, cierta forma de mirar del choro, el delincuente–atento, pero como si lo que hicieran los demás no le interesara.

Vi en Lima una sensación de orden endeble. Como si se le hubiera aplicado al caos una primera mano de pintura, pero aquella primera capa solo sirviera para disfrazar la precariedad. En los viajes siguientes esta sensación se ha ido debilitando. Al parecer ya vamos por la tercera o cuarta capa de orden. Conforme pasen los años es posible que de la Lima de 1999 ya no quede nada.

Los desmanes de La Parada son el recuerdo de lo que sigue mal.

Cuesta creer que esas pandillas de delincuentes vayan a desaparecer de un día para otro. La violencia que vi en la televisión, me hizo recordar la energía negativa de la que yo mismo participaba cuando me metía en el estadio: el ritual delincuencial de la tribuna (del que yo formaba parte por unas cuantas horas) que para muchos barristas significa una forma de vida.

Esa gente del barrio de San Pablo y esos jóvenes que crecen en el cerro El Pino, deben tener una imagen bastante distorsionada de «nuestro» futuro limeño. ¿Son en realidad una minoría? Porque el discurso formal–y la opinión pública–parecen apuntar a que el comercio formal y el modelo económico Gamarra es lo que ambiciona un pequeño negociante. La Parada sería «el pasado». No sé que tan cierto sea este diagnóstico.

La precaria Lima sin reglas parece estar cediendo el paso a una comunidad integrada alrededor de leyes parecidas a las que sostienen modelos urbanos civilizados. Para que se redondee la ecuación, tal vez también tendrían que desaparecer los negocios que hacen dinero violando la propiedad intelectual (Conseguí 300 canciones de rock en español, en dos CDs, por 2 dólares ) pero dado que la piratería se realiza de modo similar en ciudades del primer mundo–si bien no tan abiertamente como en Lima– ese podría ser un problema no tan estrechamente relacionado con la precariedad limeña.

La cultura es el siguiente paso. Ahí también hay avances.

Fui al teatro después de muchos años. Las caras en el escenario y en la tribuna son multiraciales. Y basta con encender la televisión para comprobar que desde el canal nacional público hasta los privados del cable, la oferta televisiva es mayoritariamente local, las producciones nacionales–sean copias de programas extranjeros o proyectos peruanos originales–van en el camino de crear una identidad nacional reflejada en la oferta televisiva. Es decir: el limeño ve al limeño. El limeño juzga al limeño, se ríe del limeño, odia e idolatra al limeño.

No sólo los artistas locales se están beneficiando de mayores oportunidades de ingresos. Es de esperar que los guionistas se alejen poco a poco de los clichés importados. Así discrepemos con los productores sobre el valor de estupideces mediáticas como Combate o Esto es guerra; el peruano está viendo a peruanos en su pantalla, se está enamorando de las piernas y de los muslos de personas con las que podría cruzarse en la calle. No están muy lejos los tiempos en que lo más inteligente y lo más estúpido de la televisión venía enlatado o que todas las caras en la televisión nacional tenían rostro blanco y ojos claros.

A ella la voy a ver mañana. Estoy seguro que me va a preguntar lo que pienso acerca de La Parada.

Me dijo que le habían robado la cartera (y con ella mi novela) así que no espero ningún comentario constructivo sobre mi escritura. Con suerte habrá leído esta entrada, y antes de hacerme una pregunta, conocerá la dirección y el tono de mis reflexiones.

Le recordaré el párrafo que me mencionó hace algunos años. Creo que será inútil: ella ya estuvo en Lima dos veces, y después de verla, las fotos del pasado tienden a evaporarse.

Quiero pensar que este fenómeno es bueno: que el tiempo borrará–también–el dolor asociado con aquella ciudad.

Lima parada

En esta toma de la pantalla del CanalN, un caballo de la policía montada limeña, –con una pierna destrozada–intenta abrirse paso entre la turba de delincuentes del barrio de La Parada.

Ella, que desde la oscuridad me acusaba de ser un ocioso, de inventar excusas para no presentarme a clase, me llamó una tarde sólo para decirme que había estado leyendo la novela y le había chocado mucho uno de los párrafos.

«Yo no puedo ir al Perú hace años, pero cuando llegué a esa línea…era como si tú estuvieras describiendo la imagen que yo tenía de Lima en mi cabeza.»

Yo temo sus llamadas porque con bastante frecuencia las usa para lanzarme críticas o decir alguna estupidez que–por motivos extraños–siempre me afecta. Así que le dije que siguiera leyendo, que me comentara cuando acabara de leerla. En unos meses ella iba a regresar a Lima después de vivir 10 años en Nueva York y yo sabía que le iba a chocar.

«¿Cómo es?¿Cómo se siente volver a ver todo lo que has dejado atrás?» me preguntó.

Me hubiera gustado tener, en aquel momento, la paciencia para describirle la angustia previa. Pero con ella nunca tengo paciencia, o temo que entienda mi paciencia como debilidad y la utilice para burlarse de mis defectos. Así que sólo le dije «No pasa nada».

Durante ocho años, mi pesadilla recurrente era la de volver al Perú y descubrir que ya no podía regresar. Había terminado mi novela apresurado, con la convicción de que si volvía a ver Lima se iba a arruinar la fotografía que yo tenía de ella. Las imágenes que yo guardaba de mi ciudad–me convencí–no iban a coincidir con ese monstruo en permanente transformación que era la Lima del siglo 21.

Tenía razón–en parte–pues el camino desde el aeropuerto hasta mi casa había sido recuperado al polvo y al descuido. Sin embargo, bastaba salirse algunas cuadras de ese «callejón imaginario de progreso» para encontrarse con la misma ciudad de antes.

La ciudad a la que me refiero, no tiene que ver con las tiendas y los túneles nuevos, si no con algunas actitudes limeñas. Ciertas maneras que tiene el misio para pararse en una esquina, ciertas actitudes que mantiene el achorado para caminar al borde de la calzada, cierta forma de mirar del choro, el delincuente–atento, pero como si lo que hicieran los demás no le interesara.

Vi en Lima una sensación de orden endeble. Como si se le hubiera aplicado al caos una primera mano de pintura, pero aquella primera capa solo sirviera para disfrazar la precariedad. En los viajes siguientes esta sensación se ha ido debilitando. Al parecer ya vamos por la tercera o cuarta capa de orden. Conforme pasen los años es posible que de la Lima de 1999 ya no quede nada.

Los desmanes de La Parada son el recuerdo de lo que sigue mal.

Cuesta creer que esas pandillas de delincuentes vayan a desaparecer de un día para otro. La violencia que vi en la televisión, me hizo recordar la energía negativa de la que yo mismo participaba cuando me metía en el estadio: el ritual delincuencial de la tribuna (del que yo formaba parte por unas cuantas horas) que para muchos barristas significa una forma de vida.

Esa gente del barrio de San Pablo y esos jóvenes que crecen en el cerro El Pino, deben tener una imagen bastante distorsionada de «nuestro» futuro limeño. ¿Son en realidad una minoría? Porque el discurso formal–y la opinión pública–parecen apuntar a que el comercio formal y el modelo económico Gamarra es lo que ambiciona un pequeño negociante. La Parada sería «el pasado». No sé que tan cierto sea este diagnóstico.

La precaria Lima sin reglas parece estar cediendo el paso a una comunidad integrada alrededor de leyes parecidas a las que sostienen modelos urbanos civilizados. Para que se redondee la ecuación, tal vez también tendrían que desaparecer los negocios que hacen dinero violando la propiedad intelectual (Conseguí 300 canciones de rock en español, en dos CDs, por 2 dólares ) pero dado que la piratería se realiza de modo similar en ciudades del primer mundo–si bien no tan abiertamente como en Lima– ese podría ser un problema no tan estrechamente relacionado con la precariedad limeña.

La cutura es el siguiente paso. Ahí también hay avances.

Fui al teatro después de muchos años. Las caras en el escenario y en la tribuna son multiraciales. Y basta con encender la televisión para comprobar que desde el canal nacional público hasta los privados del cable, la oferta televisiva es mayoritariamente local, las producciones nacionales–sean copias de programas extranjeros o proyectos peruanos originales–van en el camino de crear una identidad nacional reflejada en la oferta televisiva. Es decir: el limeño ve al limeño. El limeño juzga al limeño, se ríe del limeño, odia e idolatra al limeño.

No sólo los artistas locales se están beneficiando de mayores oportunidades de ingresos. Es de esperar que los guionistas se alejen poco a poco de los clichés importados. Así discrepemos con los productores sobre el valor de estupideces mediáticas como Combate o Esto es guerra; el peruano está viendo a peruanos en su pantalla, se está enamorando de las piernas y de los muslos de personas con las que podría cruzarse en la calle. No están muy lejos los tiempos en que lo más inteligente y lo más estúpido de la televisión venía enlatado o que todas las caras en la televisión nacional tenían rostro blanco y ojos claros.

A ella la voy a ver mañana. Estoy seguro que me va a preguntar lo que pienso acerca de La Parada.

Me dijo que le habían robado la cartera (y con ella mi novela) así que no espero ningún comentario constructivo sobre mi escritura. Con suerte habrá leído esta entrada, y antes de hacerme una pregunta, conocerá la dirección y el tono de mis reflexiones.

Le recordaré el párrafo que me mencionó hace algunos años. Creo que será inútil:  ella ya estuvo en Lima dos veces, y después de verla, las fotos del pasado tienden a evaporarse.

Quiero pensar que este fenómeno es bueno: que el tiempo borrará–también–el dolor asociado con aquella ciudad.

Noche cerrada

Fuente en el Palacio Belvedere (Viena)

¿Y si La Noche está cerrada

qué vamos a hacer?

Tus ojos serán mis ojos y nuestra pierna nos perderá por estas calles

tan vacías de camino.

Somos Noche, mujer. Somos Noche, hombre

Girasol encerrado en una calle soñolienta:

¡Espía lo que hace el sol!

Quisiéramos algo más/ Farolas viejas…

Porque dos ojos que se miran

Sólo se miran

Y un par de manos que se vuelven a tocar cierran el Círculo

No te necesitamos esta noche, Noche mía.

Mandaremos sobre el humo

¿Más de una cerveza? ¿Un chilcano de pisco para montar guardia?

La señora que ilumina el bar nos tiende dos soles tendidos: tiene acento europeo,

Pero cobra como limeña vieja, contra ese ángulo de la pared

Donde no llega

La pintura/ Ni el ruido de nuestros pasos.

Nos tambaleamos de alegría frente a los Diablos Rojos…

Se nos ha cerrado La Noche

¿Qué haremos?

Desharemos el día a partir de hoy,

Nos reiremos

Y en la risa vendrá la paz.

¡Comenzaremos un calendario bisiesto!

Mujer de La Noche, Hombre de La Noche.

Siempre estaban en lo cierto:

No importa La Noche cerrada,

Fuera de sus puertas, envolvente

Tú serás el Centro.

Aquella salsa

Las canciones de Marc Anthony me hacen recordar la Panamericana Sur. Especialmente una curva en la carretera, a la altura de la quebrada de Agua Salada, donde recibí mi primera lección de salsa:

Escucha hijito. Ésto es música–dijo mi prima, mientras sonstenía el timón de su auto con una mano y con la otra trataba de hacer funcionar la casetera.

La carretera iba al borde de un precipicio. Desde la tapa me miraba un flaco de lentes y despeinado. No recuerdo si fue una sensación cercana al vértigo, ni si aquella tuvo que ver con la fuerza con que aquella música se fijó en mi memoria. Sólo sé que años después–muchos años después–aún escucho cualquier canción de Marc Anthony y vuelve a repetirse en mi cabeza aquella carretera al borde de los acantilados. ¿A dónde íbamos? La Panamericana Sur, que estuvo a punto de desaparecer durante los 80’s, había sido completamente reparada. Las líneas amarillas y blancas brillaban sobre el nuevo asfalto. El viaje entre la playa de Silaca y el puerto de Chala duraba la mitad que cuando la carretera estaba parchada de agujeros. Por lo tanto, no pudieron ser más de cuarenta minutos de música.

No me importa su vida sexual (ni con Jennifer López ni con Miss Puerto Rico);  pero lo escucho y aquella carretera aparece en mi memoria con la música de fondo y un Tercel azul que chilla en las curvas a casi 100  kilómetros por hora…

Jamás fui salsero: un salsero sabe bailar y yo no lo sé. Mi torpeza se extiende hasta la pubertad (¿14 años?), hasta la espalda de una muchacha que me tuvo que detener porque en medio de un quinceañero, sin darme cuenta de nada, siguiendo el ritmo de la salsa con mis dedos en su espalda, estaba a punto de desabrochar su brassiere.

Mis mejores memorias: sentado sobre una silla Comodoy, pegado a la pared, en el salón de la casa de mis primos, durante las fiestas de año nuevo familiares, viendo a tíos y a tías bailando Fuma el barco y Caballo viejo.

También están los recuerdos incómodos: una y otra mujer queriendo enseñarme a mover los hombros, las caderas, a enderezar lo que parecía no enderezable.  Mi madre forzándome a bailar con ella, mi hermana forzándome a bailar con ella. Y en otras ocasiones me veo feliz, ebrio, aprendiendo a dar vueltitas, a repetir el mismo paso una y otra vez, o marchando abrazado al tren interminable mientras los parlantes anunciaban que yo dejé mi corazón que sólo vive, en un mágico rincón de mi Caribe.

Pero si escucho: Yo que te conozco bien, me atrevería a jurar que vas a regresar que tocarás mi puerta... la memoria viaja hacia una geografía específica y a un tiempo específico de mi adolescencia.

Creo que se debe a cierto tipo de barrera inconsciente: a mí me gustaba andar con los chancabuques altos y la camisa de franela. No me gustaba el sistema. Me gustaba el rock subterráneo y no la salsa, porque la salsa era parte del sistema. Todo lo que sucedía en la radio era parte del sistema. Y para aquel muchacho que era yo, el iluso que creía marchar a los márgenes de la sociedad, Marc Anthony no podía pasar aquella barrera.

Sin embargo, él la pasó.

Hoy lo escucho en el auto mientras marcho a comprar lo que necesito para sobrevivir al desastre. Por estas calles de troncos caídos, su voz sigue llevándome a una época en que la música y el amor eran lo más importante. Avanzando con cautela hacia una tienda A&P, sin querer pensar en otra cosa que una lista de víveres, aparece su voz y mi mente viaja hacia el pasado, hacia aquella carretera donde Llegaste a mí.

Austerlitz o la balada del niño del tren

A Sebald hay que leerlo varias veces y en la altura ¿Qué tan alto? A 40,000 pies. En un avión. Es más, en varios aviones de este a oeste, de norte a sur y de sur a norte. Hay que leerlo con los oídos tapados por la presión y con una lamparita de luz blanca fija en la página. No existe otra forma de leer a Sebald y entender la magnitud de su libro: Austerlitz. El hombre que mira hacia el futuro y no entiende nada, hasta que el pasado le pasa la factura. Austerlitz: el niño estúpido, el viejo sabio, el ignorante, el excéntrico; el inglés, el checo y el francés; el experto en arquitectura, en historia y en arte; el erudito, el ermitaño, el desamparado.

Un libro para que contenga a todos los libros: como el anillo. Unas páginas que contengan a todas las páginas que se han escrito sobre las consecuencias del holocausto.Una novela que te ponga –a mitad del libro– en la situación de decidir si es mejor seguir leyendo o ponerse a vomitar, a llorar o a escupir al cielo. Un álbum lleno de fotos, con un niño-anciano que las recorre como camina Europa y describe la insensatez de levantar fuertes indestructibles o magníficas estaciones de tren. Una tertulia que se extiende por un número indefinido de años: que marcha de los franceses, a los ingleses; de los alemanes a los checos, de un edificio en Antwerp hasta un campo de concentración en Terezin.

Una novela que intenta explicar la locura y la barbarie sin gritar. Una historia que se resume (tan bien) en esas manos arrugadas de una mujer que se cubre los ojos –porque no puede creerlo– y pregunta «¿Eres tú Jacques?«.

Hay que leerlo, bajo las condiciones establecidas. Porque intenté acabarlo antes y no me pareció lo mismo. Porque sólo lejos del suelo firme parece entenderse el tamaño de la reflexión. Max Sebald, muerto antes de los 60: alemán y escritor. Austerlitz: batalla, Austelitz: librazo.

Ciudadano de tal

Los dientes de Guillermo son muy blancos. Hace años que se convenció de que era la única parte de su rostro que podía transformar (podría haber pagado una cirugía, pero aquello lo hubiera convertido en el punto de las burlas de sus amigos).

No sé qué es lo que hace a Guillermo tan feo. Tal vez sean las convenciones de lo que llamamos simétrico o asimétrico. O quizá es alguna condición genética. Su rostro es como un boceto de rostro. Es una obra en la que al creador le faltaron minutos para poner todos los elementos en orden. Su cara es una cosa cubista, y dentro de aquél cubo, sus dientes brillan. Además de los dientes, Guillermo tiene una voz perfecta. Jamás la ha trabajado, fluye como si perteneciera a otro. La ha usado para el mal: es cierto. No son pocas las mujeres que han caído atrapadas en sus discursos ingeniosos y sus trampas telefónicas. De joven –cuando el teléfono aún era la forma más común de comunicarse entre los jóvenes y Guillermo tenía más tiempo porque no trabajaba 80 horas a la semana en el empleo que ahora le permite pagar 200o dólares por blanquearse los dientes–, planeaba sus incursiones telefónicas con la misma astucia conque los muchachos guapos planeamos nuestros encuentros cara a cara. A nosotros nos preocupaba lo visual: Guillermo vivía obsesionado con los detalles auditivos.

Caminaba por Lima en búsqueda de números telefónicos. Las presas más fáciles eran las secretarias que atendían en tiendas y oficinas. Si le gustaban, conseguía los números en la guía y las llamaba. Una vez que las tenía en la línea era sencillo engatusarlas. Sabía cómo ordenar sus palabras, como modificar el timbre de voz para generar confianza, intriga, convicción y esperanza. Prometía amor y le creían. Después de tres o cuatro largas conversaciones en la oficina, ellas le confiaban el número de sus casas. Prometían estar solas en la noche, con el teléfono muy pegado al cuerpo para escuchar lo que la voz les ofrecía. Y a solas, él les prometía lo que jamás se iba a atrever a decirles cara a cara. «Su voz» pensaban ellas, mientras la electricidad les bajaba por el espinazo y las cruzaba de dicha «¿Cuándo te veo mi amor?» decían ellas y si él se aburría de su insistencia decidía olvidarlas.

Intentó ser locutor, pero en la conversación masiva su voz era fragil. Su talento se apagaba si la conversación no era de uno a una, si más de un oído recibía su mensaje.

Al terminar la secundaria consiguó un trabajo estable y pudo pagarse las prostitutas que le aliviaron la sensación pecaminosa de masturbarse demasiado al teléfono. Intentó vendar a  una de ellas, pero el resultado no fue el mismo:ella sabía que aquella voz provenía de una cara deforme. No se entregaban con la misma pasión de las muchachitas telefónicas. Guillermo también intentó con una muchacha ciega pero aquella vez lo consumió la autoculpa. Cuando la muchacha le pidió que la tocara, él no se atrevió. Por más que quería, no se le paraba.

Por esa época, cuando casi no le interesaba conocer mujeres porque creía haberse acostumbrado a su dieta semanal de putas,  conoció a una satipeña con los dientes blanqueados y le asombró que por prestarle demasiada atención a la dentadura se demoró en percatarse de ciertos defectos del rostro que otras veces le hubieran resultado inaguantables. Se le ocurrió una estrategia combinada : la magia de los dientes blancos serviría de droga de acercamiento. Sería una pantalla que bloquearía la primera impresión desafortunada que siempre provocaba su rostro. Los dientes le comprarían el tiempo necesario para hablar. En los segundos posteriores al encontronazo, mientras la blancura cegadora bloqueaba los otros sentidos de la víctima, Guillermo trabajaría la entrada al corazón de ellas con su voz. «Será hipnotismo puro», pensó Guillermo entusiasmado, mientras se lavaba los dientes.

Consiguió los números de los especialistas. Se inscribió en un tratamiento intensivo que incluía blanqueo y detalles estéticos. En unas semanas estuvo listo. Marcó un número telefónico al que le venía dando vueltas en la cabeza desde hacía algunos meses. Se llamaba Mariana: puta de alto vuelo. Carraspeó en el auricular, habló sin entonar, cortando las palabras, negoció el precio y el tiempo antes del encuentro. Ella llegó a su departamento y él abrió la puerta: 5, 10, 15, 20, 25 segundos….un pequeño destello antes de que Mariana pusiera ese gesto de rechazo que Guillermo conocía tan bien. Ella dudaba pero era una profesional. Él le apretó la cintura y le dejó saber que se trataba de un buen cliente.

Guillermo, con paciencia, perfeccionó su técnica. En los 25 segundos, de alguna manera conseguía sacar su rostro del ángulo de visión de las muchachas. Acercaba la boca a la oreja, ponía las manos (gruesas, ásperas, intimidantes, calurosas) en el cuello de ellas, al comienzo de la espalda. Entonces tenía otros 15 ó 20 segundos adicionales para hipnotizarlas. Y eso era todo lo que necesitaba.

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