Buscar

The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

diciembre 2012

The New Year in Lima

limafuegos

It was another New Year’s Eve.

My parents left around 10 p.m. They looked happy. They were laughing and celebrating already, waving goodbye from the car. We were waving goodbye from the house’s balcony.

They were going to their traditional party at  Club Rinconada and we knew waht that meant: They would stay dancing all night by the pool, to the music of some famous band. They would receive the New Year drinking champagne, yelling ¡Feliz año! surrounded by friends.

And we would stay there, every year in the same balcony, looking towards the horizon, waiting for the usual events :

10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1…..

Blackout!

The sound of  fireworks (cuetes, ratablancas, rascadores, etc.) would interrupt the usual darkness in Lima, when welcoming the new year.

Immediately, we climbed the staircase to the house’s roof, and we stayed over there, fixing our eyes as far as we could,  trying to find out how big was the darkness covering Lima…

Sometimes,  we could still see the light and hear the violent noise made by some new explosions: Somewhere in the mountains surrounding Lima, the designated soldiers of the  Shining Path would use dinamite to bomb as many as possible of the towers that carried the electricity to the capital. The Shining Path-and his leader: Abimael- loved to remind us of the war they were fighting against the government, not too far away from Lima.

We stayed asleep until everything looked dark and calm, and then we went to bed.

Some yearsa maid was in charge, she made sure that we were sleeping. Sometimes it was a cousin who lived nearby and came to stay for a while with us. I was maybe 11, my brother 10 and my sister 7. We knew that Rinconada had a generator and that a total blackout was not going to ruin my parent’s wish to celebrate. They worked very hard the whole year. My father had 2 jobs during the weekdays and was starting a business with my mother’s olive trees during the weekends. We were very excited to see them staying out all night.

The next morning I was awake very early. I loved to be the first to see their white Toyota station wagon from the house’s balcony. Sometimes my dad honked loudly.  He opened the door,  my mom looking sleepy but smiling, still wearing the yellow hat and making noise with the pitos and matracas from Rinconada. They usually had breakfast with aguadito at 5 inthe morning, danced a little bit more and were some of the last ones to leave.

After their arrival, I used to go outside, to the silent street during the first hours of the new year. I liked to search in the front yard of my neighbors for cuetecillos that hadn’t explode. I got matches and make the cuetecillos explode on the sidewalk, just to make some noise. My mom and dad gave us then a big hug ( I don´t know where did they get the energy), and offered us to get ready to go out to have some breakfast, to celebrate together the arrival of the New Year.

The streets were quiet and I was extremely happy.

Fábula de Lima

Vivo en esta ciudad, rodeado de gente generosa

Vivir con un pie en dos universos distintos, algo que yo he conseguido (no sé muy bien cómo) creo que equivale, forzándolo un poco, al género fantástico. Es una experiencia que requiere reglas nuevas, precisa procesar y aprender nuevas posibilidades de error. El tema se me aproxima porque esta semana dos personas de zonas diferentes de mi vida, ambas radicando en el Perú, me han preguntado si Lima me gusta y si yo podría regresar a vivir en ella.

La respuesta, me parece que bastante aproximada a la verdad, es que Lima me encanta pero prefiero vivir en los Estados Unidos.

Si yo tuviera en Estados Unidos una situación económica estable (digamos un gran trabajo, una familia formada y un grupo numeroso de amigos) esta respuesta tendría bastante lógica. Una lógica basada en las posibilidades de encontrar la felicidad, de superarme profesional y personalmente, etc.

Pero no es mi caso. Si bien mis trabajos me gustan, ambos son tan inestables como los que algún día llegué a tener en Lima. El dinero, lo digo convencido y crédulo, no es una de mis motivaciones principales en la vida. Me parece que en breve podría acomodarme a las condiciones de esta sociedad que me abraza con afecto. Me siento a gusto en estas calles. Tan o más a gusto que en Nueva York, en Peekskill, en el Bronx, o en Brooklyn, los espacios donde me ha tocado sobrevivir la mayor parte de mi vida en los Estados Unidos.

Mi esposa, mi mitad, la persona que me falta cuando viajo solo, como esta vez; ha sido tan bien adoctrinada en los usos de los peruanos, ha concientizado tan bien la enfermiza costumbre de atribuirnos infinitas cualidades atribuibles meramente a nuestra nacionalidad que me imagino que sería capaz (en una eventual mudanza) de acoplarse a Lima. Esta ciudad, cuya desigualdad e inseguridad me espantaban hace muy poco, tal vez merced a mi periódica aproximación, se ha convertido otra vez en la metrópoli asombrosa por la que yo transitaba, sin reclamarme otra, durante mis primeros 28 años.

Y no. No me gustaría vivir otra vez en Lima. No me parece ninguna tragedia aquello de no ser «ni de aquí ni de allá». Mas bien me parece que  aquella característica, ese igrediente, es el que yo buscaba al partir. De algún modo, aquella cualidad -que muchos considerarían un defecto y una tragedia-se ha vuelto parte importante de mi personalidad.

Esta semana, también me he forzado en dos ocasiones, ante dos amigos diferentes, a reconocer mi egoísmo. Ese reconocimiento, que duele, pero que necesitaba; me pone a distancia de las personas que amo en este país, las que me conmueven cuando converso con ellas, cuando las abrazo o las hago reír: Ellos son tan generosos. Me hacen amar Lima. Sus actitudes me recuerdan esa parte de mí que a veces salta convencida de que se puede ser cariñoso, caluroso, amoroso y sentimental. Yo también, a veces, puedo ser así.

Este fin de año, por primera vez, me podría poner encima una camiseta que dijera Yo amo a Lima. Y subiría a sus omnibuses repletos, manejaría con paciencia observando con curiosidad los rostros congestionados y renegones por el espejo retrovisor. Mantendría mi distancia de los camiones que botan humo negro y me haría un poco de la vista gorda ante las desigualdades que aún nos aquejan. Comería con ganas. Tal vez llegaría al colmo de mantenerme a dieta, en Lima, para verme bien en ella, como parte de su paisaje: un limeño más sin panza entre sus calles.

La generosidad de mi familia y mis amigos son las que me definen. Sin embargo, yo no soy como ellos. Adoro vivir con ellos (¡Quién no!) pero un carácter cerrado, que adora la individualidad y que aún se cree capaz de avanzar por el mundo a solas (un egoísta) se siente más a gusto, creo entenderlo así, en el otro universo, en Nueva York.

Los artistas que se venden

El paraíso del diablo, de Christian Bendayán. Premio nacional de cultura 2012.
El paraíso del diablo, de Christian Bendayán. Premio nacional de cultura 2012.

Nos estamos quedando sin espacios para el arte, dicen los que saben. Es un tiempo sombrío para la literatura de autor, dice alguien que sabe lo que es trabajar durante años y años en un proyecto para que te maleteen apenas lo publicas; nuestra cultura debería de darnos asco, dicen las pintas en los muros del Facebook; el pueblo se está acostumbrando al espectáculo y desacostumbrándose a pensar, dice el Premio Nobel.

Sin embargo, visto desde el exterior, pareciera que en el Perú hay una saludable movida cultural. La aparición –uno tras otro– de espacios de discusión en Internet, más lo que se mueve entre  las redes sociales y las páginas de quienes empiezan a trabajar o prosiguen con sus diferentes ambiciones artísticas;  presenta la ( ¿ilusión?) de que el arte está más presente que nunca entre los peruanos. Gran parte de este impulso viene del contacto: viajamos más, miramos más hacia afuera (y mezclamos con lo de adentro), nos preparamos más; y poco a poco la mediocridad que antes campeaba en muchos de los productos artisticos, donde se solía premiar lo peruano por ser peruano y siempre tomar en consideración los escasos recursos y el esfuerzo titánico del pobre artista, empieza a perder espacio.

Tal vez quienes más se quejen sean quienes estemos acostumbrados (o deformados) por una visión estrecha de lo que es el arte.

Me explico: buscando arte en el Perú yo veo historietas, ilustraciones,  revistas de crónicas, teatro de improvisación, fotografía urbana, publicaciones varias, de todo tema y en formatos novedosos; estampados en camisetas y grafitis en lugares públicos, pinturas que retratan las diferentes personalidades de nuestra patria y que se distancian de los patrones occidentales del arte, animación, videos experimentales, películas no comerciales que tocan temas tabú, o que se enfilan hacia el cine bien hecho de corte ultra comercial: los espacios viejos desaparecen pero se crean nuevos géneros, los peruanos creamos. De otra manera, pero seguimos creando. Incluso los nuevos espacios de crítica y discusión en Internet son una muestra saludable de que tenemos temas de los cuales hablar: poetas que criticar, novelistas que maletear, blogueros que pisotear,  pintores que lamentar.

Si bien, muchas veces, estos artistas no llegan a aparecer en su pantalla chica–porque los buenos artistas muchas veces son pésimos vendedores–la verdad señores es que, comenzando el siglo XXI, pareciera que el Perú sí tiene talento.

Y que siga la función.

Memorias pre-navideñas: El 2005, hacía frío pero no tanto. Una amiga de padre católico y madre judía me invitaba a pasar la Nochebuena con su familia. Esta era mi quinta Navidad fuera del Perú.

The New York Street

Port Washington, Long Island, 24 de diciembre de 2005

No hace frío. Regresando de Port Chester, de mandar dinero a Lima, de olvidarme tres veces la misma caja de vino alguien se queja detrás mío en la cola subiendo las escaleras de Fordham «I want the Fucking Snow, this is Christmas». Navidad sin nieve y todos felices. Demasiado calor diría yo así que el abrigo está de más. Almuerzo con Francisco en Chinatown, Mamadou no ha querido despertarse. El huarique que recomendó Francisco no es bueno. Te lanzan las servilletas, te sirven tarde la comida, cortan los tallarines de la lasagna. Ni más. Compro algunos detallitos en Mulberry, un cajoncito bacán para Stephanie, incienso que nunca está de más. Me iba a comprar la espada de Kill Bill. Está por todos lados. La mejor era una de acero fintero por quince dólares. El mueble de madera también está fintero. Walter…

Ver la entrada original 438 palabras más

El significado de la Navidad

Los cuetes no podían faltar en la Nochebuena de Lima.
Los cuetes no podían faltar en la Nochebuena de Lima.

Mi tío Santiago. ¡Qué seriedad! Con esos anteojos de marco dorado, y esas cejas semifruncidas, pareciera que estaba a punto de gritarnos o reclamarnos algo. Y de pronto,  aparecía en el jardín, parsimonioso. Con el cigarrillo encendía un paquete rojo de cohetecillos; y paso a paso, sin miedo, esperaba que la mecha estuviera en el punto preciso para lanzar el paquete al jardín donde los cuetes, todos al mismo tiempo, empezaban a reventar.

¡Feliz Navidad!

Por más que he leído crónicas y escuchado testimonios de otras gentes, de otras latitudes; por más que he participado en la celebración con otras familias con otros credos, más regalos y muchas más fotos; no soy capaz de entender la Navidad sin esa explosión  simultánea. Ese jolgorio empaquetado en China. Hasta los 27 años pasé 26 Nochebuenas con mi familia, en Lima. La única fuera de Lima, la recibí en Jaquí, Arequipa. Y la noche tal vez hubiera sido tan memorable como las otras, si al sonido de las 12 campanadas que anunciaban la medianoche no hubiera yo entrado corriendo a la casa y colisionado frente contra frente con mi hermano que salía. Después, los otros años, allí estaba el tío Santiago en el jardín,  con sus múltiples paquetes de cohetecillos chinos.

Y el tío Pancho, con otro estilo: cogiendo el cartucho de las bolas de colores apuntando al cielo. Esperando que empezaran a volar una por una, que la oscuridad limeña se coloreara para él y su familia. Y también, como si la Navidad fuera una competencia de valentía, el tío era experto en reventar cuetes en la mano. Prendía uno con la punta del cigarrillo y lo sostenía entre dos dedos, con el brazo estirado.

¡Pum! Qué valiente que es mi tío.

Navidades: música de villancicos, olor a chocolate caliente; sabor de panetón. Y en mis memorias instantáneas, las peleas fingidas con mi padre, agarrando cada uno una pierna de pavo–a lo Picapiedra–, listos para el duelo de las 12. Las guirnaldas en el árbol, el nacimiento con un pedacito de algodón cubriéndole el rostro a la pequeña figura de Jesús. ¿Los regalos eran importantes? Supongo que sí. Sólo así se explica el misterio con que se escondían los obsequios en la casa de mis primos vecinos; sólo así la preocupación de mamá y papá por ordenar con mucho tiempo el último de los placeres: el Atari (o las bicicletas, o el futbolín de mano)

De vez en cuando me encuentro con personas que sobreviven a la Navidad con melancolía. Para ellos, los recuerdos no les obligan a nada bueno. Tal vez soy un buen destilador de malas memorias. Si he llorado por quienes estaban lejos, no lo recuerdo.

Me sentiré afortunado si podemos estar otra vez, juntos a la medianoche. Entonces, guardaré con cariño los recuerdos, para que me acompañen cuando no estemos todos. La Nochebuena es la ocasión inventada para probarme que tengo fe. Es mi fiesta consagrada a la memoria selectiva; una excusa–válida–para recordar que, como decían las Azúcar Moreno: sólo se vive una vez.

Rastas

Marley (2012) documental del mismo director de The Last King of Scotland.
Marley (2012) documental del mismo director de The Last King of Scotland.

Vivimos rodeados de mitos y medias verdades. Nuestras creencias están fundamentadas sobre muchas cosas que «creemos» que son de determinada manera. A veces, basta con que le dediquemos un poco de tiempo a informarnos mejor para que nuestras medias verdades colapsen.

Una de aquellos falsos mitos en los que yo creía –semiconstruído cuando era estudiante de la secundaria– tenía que ver con la muerte de Bob Marley. Yo creía que Marley no había querido operarse del cáncer por un tema religioso; que la muerte le había llegado como consecuencia de algún tabú que le impedía luchar contra su enfermedad, por su desconfianza de hombre espiritual ante la ciencia.

A Bob Marley me lo presentó un compañero a la salida del colegio. Yo estaba sentado en una banca y él vino a mostrarme un casete con la foto en la portada de un hombre negro sonriente, de pelo rasta, bajo el título: Legend. Dijo que era un grupo de canciones extraordinarias. Me grabó una copia en su doble casetera y la tarde siguiente escuché reggae por primera vez. Yo no sabía nada del rastafarismo ni del papel de la marihuana en ese estilo de vida. Tampoco sabía mucho inglés; sin embargo, las melodías eran cautivantes y las letras hablaban de amor universal en un idioma que parecía ser honesto.

Sospecho que alguien me contó el mito acerca de Marley y su cáncer; y yo lo tomé como cierto. En esa media verdad yo creía, hasta ayer que vi el último documental del director escocés Kevin Macdonald: Marley.

Bob Marley no sólo recibió tratamientos de quimioterapia en hospitales de Estados Unidos–para enfrentar una enfermedad que fue detectada demasiado tarde; también hizo un viaje desesperado a una clínica en Alemania, donde un famoso médico intentó sanarlo. Y si Marley no se había tratado a tiempo de un melanoma que le apareció dos años antes en el dedo gordo del pie, no fue por un tema religioso, sino porque la pérdida o mutilación del dedo le hubiera impedido jugar al fútbol y bailar: dos de las actividades que el rey del reggae tanto quería.

Hasta ver el documental, yo tampoco sabía que el padre de Marley era un inglés blanco, que al parecer se hacía pasar como enviado de su majestad. Menos aún, que Marley había vivido un intenso y publicitado romance con la Miss Jamaica/ Miss Mundo 1976, la jamaiquina-canadiense Cindy Breakspeare. Tampoco que ella era la madre de uno de los tantos hijos de Marley: Damian, nacido en 1978.

El documental es un reportaje bastante completo a la historia de la independencia de Jamaica; a los orígenes de Bob Marley and The Wailers; a su iniciación en la música espiritual, apoyada en el rastafarismo, una religión que creía que el Rey de Etiopía era el hijo de Dios: el prometido que llegaría después de Jesucristo. La historia viene bien acompañada con fotos, grabaciones de audio y videos de aquellos años en que Bob Marley era un ídolo juvenil, pero aún no el símbolo más famoso de su país.

Hay entrevistas a sus amantes, amigos, políticos y músicos que lo conocieron; detalles sobre un intento de asesinato, y sobre sus primeros años de emigrante en Delawere en los Estados Unidos, ayudando a su madre.

Gran mérito de Mcdonald: Al terminar este documental, queda bastante claro que la historia real de Bob Marley es mucho más interesante que su mito.

El comunista

obama-comunista

«Acuérdate de lo que te digo, hijo. Todas las personas que te encuentres en la vida y que te digan que son de derechas, son unos hijos de puta».

Esas fueron las palabras –creo recordarlas casi iguales después de casi 21 años–con la que un ciudadano español, compañero de asiento en un bus de Flota Barrios camino a Santiago de Chile, me dio mi primera lección de política internacional. Era mi primer viaje solo, fuera del Perú. Cuando le dije mi nacionalidad, el hombre me resumió en tres ideas, lo que para él representaba a mi país: «Sendero Luminoso, Alberto Fujimori, el cólera».

He ido por muchos caminos; y si bien recuerdo el énfasis con que este compañero de ruta atacaba a las derechas; me ha tocado ver mi cuota de desastres en las izquierdas. Y he conocido gente excepcional en ambos lados del espectro político. Creer que la justicia social es la tarea más importante que tiene en este momento el Perú;  desear que todos tengamos igualdad de oportunidades económicas; desear que el estado intervenga más para dotar a todos de mejores servicios de salud y educación; tal vez me ponga más a la izquierda que a la derecha, pero no podría etiquetarme con un color o una esquina; menos aún con el símbolo de un partido.

En Audacity of Hope, el segundo libro publicado por el entonces senador Barack Obama; el hoy presidente hace una precisa reconstrucción de las divisiones que impiden la conversación entre republicanos y demócratas; entre conservadores y liberales. Hijo de una madre liberal que fue producto de los años 60s; pero nieto de unos abuelos demócratas pero conservadores hasta el punto de haber votado por Nixon (hecho que su hija jamás les perdonó); Obama cree entender que dentro de las divisiones entre una y otra posición política; el ciudadano promedio de los Estados Unidos lo que añora es un país con cierto orden y estabilidad; con ciertas reglas que les permitan pisar seguros y presagiar el destino del país. Este orden se resquebrajó después de la intervención en Vietnam, cuando los jóvenes gritaron que no iban a pelear más guerras por otros; y la contracultura empezó a reclamar derechos para los grupos que hasta entonces habían permanecido más o menos en silencio, respetuosos del status quo: los gays, los latinos, los negros, los defensores del aborto, entre otros.

En un viaje por el estado de Illinois, que puede ser muy azul en Chicago pero bastante rojo en las zonas rurales; Obama creyó haber visto las imágenes de su madre y de sus abuelos; de los vecinos con los cuales creció. Gente que solo quiere paz para trabajar y un estado que les permita saber que si algo pasa no están completamente desamparados.

La prosa de Obama es simple, sin adornos. Sin embargo; siempre mantiene un ritmo entusiasta, tan convincente como el mejor de sus discursos. Describe sus primeros encuentros con los votantes; su primera visita a George W. Bush; la primera jornada de votación en el Congreso; con una vívida descripción de la Casa Blanca y del Capitolio, con el interior de las carpetas de los asientos garabateadas con los nombres de los senadores que antes se sentaron en ellas.

Obama describe el estilo político usado por republicanos y demócratas como un torneo pugilístico a lo «todo vale»; donde no es importante encontrar o trabajar hacia el encuentro de concordancias; sino demoler al adversario. Aprovechar sus flaquezas–y algunas veces su ingenuidad y buenas intenciones– para destrozarlo y ganar puntos para su partido.

Es un libro muy bien escrito. No sólo una guía para su plan político–y ya vemos hoy lo difícil que le ha resultado conseguir buena voluntad de un congreso que desde el primer momento manifestó que «su único objetivo era que Obama no fuera reelegido presidente en 2012″– sino también un testimonio de esperanza; un proyecto para quien quiera construir una carrera en política.

Obama describe en este libro las estrategias de desprestigio usadas contra otras iniciativas o candidatos demócratas;  las mismas que utilizó la maquinaria republicana–entre 2008 y 2012–desesperada por demoler su imagen.  Menciona los comentarios de demócratas escandalizados por la bajeza y rudeza de los insultos inferidos en programas conservadores; y también su réplica, casi convencido de que estos individuos en control de los medios ultra conservadores dicen lo que dicen para aumentar su sintonía y vender más ejemplares de sus libros.

No creo que los peruanos hayamos caído aún en este grado de violencia  y enfrentamiento entre bandos. Creo que la pobre democracia que tenemos; esa multitud de partiditos y personalidades que cada elección apuesta por la lotería del Congreso; tiene muchas deficiencias, pero aún permite, en casos precisos, en temas esenciales, convergencia de opiniones basadas en el sentido común y en el bienestar del país ¿O tal vez soy un ingenuo y no es así? Pasados los años del carpetazo, creo que las bancadas políticas tienen un poco más de apertura para apoyar o condenar incluso a los miembros de su propio partido. Tal vez sea un pequeño signo positivo de un sistema político que desde todos los otros ángulos no es más que una catástrofe.

Dicho esto, tras sólo haber leído el 10% de su libro; lo que me queda bastante claro es que el presidente de los Estados Unidos es un hombre que no sólo está muy bien preparado para el cargo que ostenta; sino que también sigue creyendo en lo que lo atrajo a la política: crear oportunidades para todos; apoyar desde el gobierno a quienes lo necesitan; defender la libertad económica y religiosa del individuo; pero oponiéndose con toda su alma a que siga siendo la clase media trabajadora–y no la pequeña clase privilegiada quien pague con sacrificios una deuda fenomenal, adquirida tras el desmanejo económico y las aventuras bélicas promovidas por el gobierno de George W. Bush.

Obama no es un comunista. Él cree en la mínima intervención del estado. Pero no estará jamás del lado de una minoría de privilegiados si se trata de sacrificar los privilegios ganados y las victorias políticas de la clase media, la clase trabajadora y las minorías.

Allí, en esa posición, también estoy yo.

La importancia de balbucear

Hilary Mantel, la pluma de Inglaterra
Hilary Mantel, la pluma de Inglaterra

A veces, cuando estoy nervioso y quiero decir algo, balbuceo.

En aquellos momentos, me siento víctima del terror: el cerebro –leal amigo–me podría fallar en algún momento de mi vida; entonces tendría que lidiar con el universo a ciegas, sin él.

Hilary Mantel conversaba con The New Yorker, hace ya algunas ediciones. Decía que un escritor sólo es tan bueno como el próximo párrafo que sea capaz de escribir. Así se liberaba de cualquier orgullo,  de esa obra que ella consideraba apenas un regalo; porque al sentarse a escribir  un libro nunca sabía con seguridad lo que iba a ser capaz de poner en un papel.

La escritura es un don. Nos sentamos con la idea de decir algo. Es obvio que balbuceamos y luego empieza a aparecer el universo, la conjunción feliz de palabras, imágenes, sonidos, puntos y comas que se enlazan como si fuera por arte de magia: se nos dibuja una sonrisa, el mundo se llena de color. Escribimos porque nos gusta y nos hace felices.

Hilary Mantel alguna vez fue una muchachita muy pobre, viviendo con su madre y el amante de su madre; sospechando de las escuela y de sus maestros.

Terminados sus estudios, Mantel consiguió un trabajo que no le agradaba. Entonces, abrigó la idea revolucionaria de dejarlo todo para escribir un libro sobre los revolucionarios franceses.

Lo hizo y el libro no se vendió. Nadie entendía que su novela, para el mercado de ficción histórica, llegaría más allá de los consabidos lugares comunes a los que suele estar acostumbrado el lector de este tipo de libros (intrigas de dormitorio, traiciones, romances que pasaron desapercibidos pero que fueron trascendentales para la historia, etc.) Fue un largo balbuceo para el cual Mantel se había preparado; leyendo durante meses todo lo que pudo sobre Robespierre, Danton y los héroes de la revolución.

Mantel se puso gorda, sin querer; y siguió escribiendo porque todos los días se sentaba y las palabras e imágenes que aparecían escritas sobre el papel la maravillaban. No creía merecerlas. No había hecho nada: salvo sentarse y comenzar a balbucear sobre un papel.

Este año, después de ganar el Man Booker Price–la novela Wolf Hall, una ficción histórica sobre la figura de Oliver Cromwell, oscuro político inglés, odiado por muchos y respetado por algunos; la sacó del montón y la puso en la línea de los escritores trascendentes–Mantel se dio el lujo de mudarse a un pueblito a tres horas de Londres. A la casa donde siempre quiso vivir hasta retirarse, lejos del ruido y de las obligaciones de los «escritores que no escriben» como dice ella; de aquellas distracciones editoriales que hasta ese momento consideraba que iban pegadas a su trabajo de escritora.

Ahora sigue balbuceando frente a una página en blanco, lejos del mundo, en su propio espacio; y dice satisfecha: «me lo he ganado».

Una novela extraordinaria: Bajo el volcán

The New York Street

He pasado tantas veces frente a ese libro en Strand y jamás asocié su nombre con la de aquella película en la que Nicolas Cage agota su vida consumiendo licor en un motel barato. Otra prueba de que los libros muestran una cara y esconden otra. Otro dato firme de que la literatura te transforma la vida. Esta tarde he leído en voz alta unos pasajes que ciertamente transmiten toda la belleza de una caminata entre las ramas de una trocha de tierra afirmada, por el campo de México. Así que he recordado los caballos alrededor del pueblo y al mismo tiempo al pescador inglés que me hablaba hace unos meses de matrimonio, acerca de un pueblito cerca de Cabo San Lucas, donde se puede vivir sin que la civilización se entrometa.
Es sol y es playa y es cena a la luz del sol, mirando el jardín, descubriendo si…

Ver la entrada original 238 palabras más

Crea un blog o un sitio web gratuitos con WordPress.com.

Subir ↑

A %d blogueros les gusta esto: