
Para la última parte de mi novela, necesitaba crear a un personaje que se pareciera a la pintora argentina esbelta, morocha, judía y un poco loca que se me cruzó una noche en un albergue estudiantil del barrio de Botafogo. Se llamaba Paula. Creo que su nombre y gran parte de su personalidad pasaron sin ningún cambio a las páginas del Capítulo Cuatro.
Paula vivía en las cercanías de Buenos Aires. Era maestra de escuela primaria y tenía un novio enfermo celoso que se apellidaba igual que yo. Fumaba marihuana y tenía unas amigas más locas que una cabra, incluída la que llamó la primera noche que me quedé en su casa, para contarle que se iba a sucidar (Paula, con diez minutos de gritos al teléfono, la disuadió).
Paula jamás quedó embarazada, pero me parece que –en mi subconsciente– yo tenía unas ganas tremendas de hacerla madre. Pero no sé cómo mi deliciosa morocha –que se suponía que en algún momento de la novela tenía que intentar arreglarle la vida a Marcelo– empezó a convertirse en un estorbo y a exigir que me deshiciera de ella y que la convirtiera en víctima de la cobardía de Marcelo Carbajal.
Los mafiosos brasileños existieron, pero en otro año y en otro viaje. Eran dos Fonzarellis guapos enchaquetados en cuero–uno rubio y otro muy alto de cabello negro– que fungieron de pirañitas de poca monta girando cheques sin fondo y haciéndole pasar susto a dos amigas peruanas que se enamoraron de ellos.
En beneficio de Paula –la mal creada– debo decir que yo andaba enamorado. Me parece que cualquiera de ustedes se hubiera enamorado–a los 19 años–si hubiera visto el estilacho con que Paula se abría con las dos manos el vestido amarillo vaporoso con el que tomaba sol en Ipanema para mostrar la erisipela que le ardía entre las tetas.
Es también exacto que a medio camino hacia Copacabana (para mirar bailar a las semicalatas de las escuelas de samba), Paula pasó sobre una rejilla por donde soplaba el aire, y el vestido hizo unas piruetas elegantes en el aire, convirtiéndola –por unos segundos– en la mejor copia al carbón de Marilyn Monroe.
También es verdad que regresé un año y medio después a Buenos Aires, llevándole de regalo una novelita de Alfredo Bryce. La recibió su mamá. Ella me juró haberle dado mi mensaje, pero Paula, sabiendo que yo andaba en Liniers esperándola, jamás me llamó (al parecer estaba en amores con un brasileño que también conoció en Río). La mamá–a quien yo he pintado bastante mal en las brevísimas líneas donde aparece, sólo porque separó mis platos para echarles pastillitas contra el cólera–se convirtió en mi amiga telefónica, de tanto llamar a Paula sin poder encontrarla nunca.
¿Qué habrá sido de Paula?
Hace unos meses terminé de leer The Sense of an Ending de Julian Barnes y cada vez que me encontraba con la descripción de Verónica, la primera enamorada de Tony Webster (el narrador), pensaba–y aún pienso–en la creación de mi Paula ficticia: aquella santa muchacha de muslos divinos, a quien mi banal acercamiento sexual y el machismo de Marcelo, mi alter-ego y personaje principal de la novela, terminan destruyendo mal, sin aprovecharla lo suficiente. Sucio pecado de escritor principiante.
Estoy seguro que de haberla conocido, Bukowski la hubiera convertido en la diosa de alguna de sus novelas; Nabokov la hubiera consagrado como un símbolo sexual entre las callecitas de San Telmo; y Bryce hubiera inventado algún pelele peruano con buen sentido del humor, borrachito e incapaz, para que llorara de amor por ella.
Yo no Paula. Tan tarado: yo te maté.
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