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Los pocos animales que tenían los siguieron por la quebrada silenciosa mientras el fuego les quemaba la cara y la policía apuntaba los rifles hacia los campesinos, parados como postes contra el cielo enrojecido.

Haberse deshecho de los invasores lo llenaba de júbilo. No importaba si la tarde se había impregnado con el aroma profundo, manchado de kerosene, de los trastos quemados que inundaron el cielo de la quebrada. Tampoco si había visto mujeres y hombres –macizos, manos encallosadas– llorando. Ésos eran los invasores que por años se habían beneficiado de sus campos, de su fértil tierra bordeando el río.

La justicia estaba hecha. Augurto podría empezar esa misma noche a planificar el destino de su propiedad. Llevaría vacas y caballos desde sus haciendas, sembraría olivos y algodón, papas, camotes y caña para destilar cañazo. Augurto, sereno, escuchaba con atención el informe del capitán:

Él y treinta hombres habían enfrentado la violenta resistencia de los campesinos. Habían respondido con perdigones a las pedradas y, sin causar ninguna muerte, se habían abierto camino entre las mujeres y los niños que entorpecieron el desalojo.

El fuego había consumido las chozas desparramadas sobre el fundo Bella Aurora. Los invasores jamás quisieron dar marcha atrás. Creyeron que con hondas y machetes podrían combatir al contingente armado que apareció por la tarde en la quebrada, tras un cansado viaje desde la capital de la provincia, para desalojarlos.

No nos quemes nuestras cosas señor policía: recuerda el capitán. La voz llorosa de aquella mujer que lo insultaba en quechua, que se lanzó a cogerlo del pantalón, de la chaqueta, que intentó morderlo, hasta que la desprendieron a las patadas. Mujer de mierda, vete ya, ya perdieron. Las tierras son de Don Augurto.

Sus pocos animales los siguieron por la quebrada silenciosa, mientras el fuego les quemaba la cara y la policía apuntaba los rifles contra los campesinos vencidos, quietos como postes contra el cielo enrojecido. Detrás de ellos estaba la sombra de los cerros yertos: era el paisaje del infierno.

A pesar de la sequía, de la necesidad y de la guerra que taparon con pobreza y con violencia aquella década maldita, esos invasores le habían sacado provecho a la tierra. Habían cosechado hasta en los rincones de piedras donde Bella Aurora sólo alardeaba de su resequedad.

Las tierras, una vez más, son de usted Don Augurto. Hemos cumplido con nuestro trabajo.

Así es, precisamente capitán: con su trabajo.

Ahí, en ese momento, le cambió la cara.

Siempre has sido un mezquino. Las tropas cansadas pero satisfechas, silenciosas, esperaban en la tolva del camión, las veinte horas de regreso hasta Caravelí. Uno de los peones salió por la puerta de la residencia de Augurto y les empezó a repartir los quesos.

–¿Qué clase de broma es ésta?

–Augurtito ¿por qué has hecho eso? Si les ofreciste 30 soles a cada uno y 200 soles al capitán ¿por qué no pagarles? Augurtito, eso no se hace.

–Sobrino, ellos sólo están cumpliendo con su trabajo.

El sombrero de paja sobre el rostro ancho, sonrojado y mofletudo, los ojos de azul tacaño debajo de dos cejas blancas y bien espesas. La pistola en el cinto, erguido, con las piernas como si estuviera a punto de encaramarse sobre su caballo.  Augurto ya tiene 70 años: el hijodeputa de siempre.

–Mire usted Don Juvenal. Don Augurto nos ofreció 30 soles a cada uno y ¿qué nos ha dado?: un queso. Ni siquiera hemos comido en toda la tarde ¿es eso justo?

Así que Juvenal, que sólo cruzaba el pueblo con sus obligaciones de alcalde, miró a la tropa y le ordenó que enfile para la pollería.  Les iba a invitar pollos a la brasa. Pidan nomás.

Así no es, Augurtito, así no es. Ya sé que es su trabajo, pero tú les has ofrecido

–Gracias sobrino. Pero no te metas. Esos cholos de mierda deberían darse por bien pagados.

Y la tropa se terminó los pollos en el restaurante de Trifina, bromeó con Josefa (la hija menor, que estaba agarrando forma y era coqueta como la madre.

Meses después, Josefa se fugará con un camionero y a éste lo mataría el río (si bien antes tendrían tres hijos,  cada cual más hermoso que el otro. No en Jaquí sino frente al mar, en Lomas).

Esta noche el cielo es negro y sin embargo se puede ver la Cruz del Sur sobre las calles en tinieblas de Jaquí, bajo la sombra encorvada de una palmera espectacular, mientras el camión con la tropa sonriente rebota contra el suelo afirmado de la entrada del pueblo, levanta el polvo frente a los olivares y se va para cruzar Malpaso, pegado a la banda, hacia la pampa de Yauca. Augurto se trepó a su camioneta y se fue a dormir para la chacra.

No pasaron ni dos meses cuando llegó la noticia: docenas de hombres han vuelto a tomar Bella Aurora. Han sorprendido a los peones. El mayor de los hijos de Augurto, el cojudo de Marquitos Javier, juró que regresaba después de la fiesta de octubre y se perdió durante días, en Ica, con una negra que conoció en la kermese.

Quién sabe, tal vez era una puta pagada, en complicidad con los invasores.

Marquitos Javier que persigue a la única mujer con la que se casó su padre, que detiene su caballo frente a ella, en las chacras, para amenazar con quitarle lo que le corresponde y además matarla. Marquitos Javier que siempre deja la hacienda abandonada y a los peones sin dinero ni comida.

Augurto maneja otra vez hasta Nazca para reiniciar la querella. Ese día le empieza la gastritis que lo matará, porque entre el abogado y el juez –que son compadres– le están sacando todo el dinero.

Se aprovechan porque tengo 500 reses en la sierra y buena parte de la quebrada es mía.

Además, Augurto es mujeriego. Su única señora –la que debería de cuidarle las tierras y las espaldas– lo ha abandonado, y ahora se dedica a la iglesia, a prenderle velas a los santos, a conversar con el cura. Porque Augurto, además de tacaño, le pega a sus hembras.

Otra vez le sacaron todo el dinero, pero ahí entró de nuevo a Jaquí, jubiloso, con la segunda orden de desalojo firmada por el juez. Caminó hasta la oficina del teléfono y le ordenó a la muchacha (Isabela, la telefonista) que lo comunicara inmediatamente con Caravelí.

El capitán responde que con mucho gusto Don Augurto, pero hoy no porque las tropas están ocupadas y a él le falta gente. Esta semana no Don Augurto, me va a disculpar Don Augurto.

Te vas joder viejo de mierda porque ni este año ni el próximo, ni nunca conchatumadre.

Hasta que morirás, Augurto.

Y serás velado en una casita que se llevó a pedazos el terremoto. Estarás rodeado por tus nueve mujeres, a quienes tu única señora les servirá el café, mientras ellas se preguntan si te quedará dinero. Y será tu señora quien te pagará un traje y una corbata nueva (porque ya sabe que no te quedó nada)  para que no luzcas tan mezquino como siempre cuando te vayan a enterrar.

Y Bella Aurora, para siempre, será de nosotros.