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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

marzo 2013

Sobre los Underwood y House of Cards

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Netflix era sólo un sobre rojo. Lo encontré por primera vez en un kiosko promocional, en un centro comercial de San Francisco. «¿DVDs en sobres?«,  la idea me parecía descabellada.

Unos meses después, era un adicto. Perdía muchas horas en acomodar mis películas en la lista de espera, sabía de memoria la rutina del cartero, metía al sobre el disco recién visto y corría hacia el buzón más cercano.

Ahora Netflix es un control remoto con un botón rojo que lanza menús, reprograma películas favoritas y depende de una señal de Internet. En mi casa, por lo general, la conexión es rápida.

Netflix fue mi adicción de invierno en Brooklyn. Se complementaba con mi primer reproductor de DVD comprado barato en Circuit City, y con una tele Samsug liviana, con pantalla más ancha que alta, color aluminio, colocada sobre un ropero blanco de IKEA que al mudarme al Bronx se terminó de romper en pedazos. Allí lo vi a Bergman, Kurosawa, Renoir, Kubrick, Allen, Wilder, Ford, Huston, Ozu, Coppola, Welles, Truffaut, Godard, Wilder, Antonioni, Peckinpah, Almodóvar, Fellini, De Sica, Miyazaki, Scorsese, Leone, Yimou, Fassbinder, Lang, Hitchcock, Griffith, Chaplin, Kusturica, Von Trier, Wenders, Ivory, Coen, Yimou, Olivier, Tarantino, etc. Esos son los directores cuya obra conocí, muchas veces por primera vez, gracias al sobre rojo. Aquellas experiencias están registradas en este diario de mi vida en Nueva York.

Recuerdo, por ejemplo, la larga cola de espera por  La batalla de Algiers, la llegada de ambos sobres de Kill Bill; la frustración porque se posponía eternamente una reedición de The Dead; la aparición bajo la puerta de Withnail and I.

Con el disco de Tokyo Story aprendí sobre los «tatami shots» de Ozu; con el comentario de Ugetsu, sobre la putanesca vida de Mizoguchi; con The Hidden Fortress, sobre la influencia de Kurosawa en la Guerra de las galaxias de George Lucas. Vi como un director puede crear violencia sin mover la cámara, en la larga temporada televisiva de Escenas de la vida conyugal.

Estas últimas dos semanas, omnipresente encima de la chimenea, convertido en competencia de los canales de cable, Netflix me ha presentado a Kevin Spacey en House of Cards.

Los esposos Francis y Claire Underwood, desde las calles de Washington D.C., representan al animal hambriento de poder en el Bestiario de los Estados Unidos: controlan las cuarenta versiones de su futuro político, toman sus decisiones con las armas modernas del contagio electoral: Twitter, el iPhone y los radares políticos subterráneos del periodismo investigativo en Internet.

Es una historia vieja y está contada en los 13 episodios que completan la primera temporada. A pesar de la circularidad y del final –algo previsible– nos contagia con la pregunta «¿Así será el poder?»

La ficción nos obliga a creer que sólo en este Capitolio falso  y en esta Casa Blanca de mentiras, la política puede crear tantas aventuras. Los Underwood y sus colaboradores organizan su vida para conseguir una sola recompensa. Los espectadores ya sabemos que lo conseguirán, con el saco de mentiras mal escondido en la oscuridad de Washington, bajo la amenaza permanente de unos periodistas hambrientos por más pistas ¿Pero cómo? Ahí está el detalle.

Harvest of Empire ( o las consecuencias de la intervención de EEUU)

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Los padres de Rigoberta Menchú pidieron asilo en la embajada de España en la Ciudad de Guatemala. Ellos y otros cientos de campesinos, amenazados por la ira de un gobierno financiado por los norteamericanos. La policía, al no poder aprehenderlos, les prendió fuego.

Nosotros, testigos en la oscuridad del cine, presenciamos las imágenes originales de la televisión guatemalteca mientras se consumen en llamas las oficinas de la embajada.»¡Hagan algo, se están quemando!» Dice un ciudadano que se atreve a gritarle a la cara del soldado impasible, que previene que nadie se acerque a ayudar.
El documental Harvest of Empire, basado en el celebrado libro del periodista neuyorriqueño Juan González, es la narración de acontecimientos históricos de ciertos países latinoamericanos cuyo presente no puede entenderse si se olvida la intervención de los EEUU –política, económica y armada.

La película es una muy bien informada descripción de cómo la intervención de los EEUU ha contribuído a la inestabilidad social de aquellas democracias, y cómo la inmigración de millones de latinoamericanos es una consecuencia directa del tramado de intrigas urdido por la política exterior de los EEUU.

País por país, con testimonios tan fuertes como el de Junot Díaz –quien asegura que su padre no hubiera emigrado a los EEUU si los Estados Unidos no hubieran desembarcado en 1965 en su país para derrocar al gobierno democrático de Juan Bosch e instalar al pelele del asesinado Trujillo–, y la misonera Teresa Alexander, quien describe con detalle el día que tuvo que reconocer los cuerpos de cuatro misioneras, amigas suyas, violadas y asesinadas por las fuerzas represivas en El Salvador, un grupo de militares entrenados por los Estados Unidos.

Para quienes crecimos en Sudamérica en los 80s, con nuestras propias historias de violencia, represión y desaparecidos; los acontecimientos en México y en Centroamérica eran una constante música de fondo de balas, golpes de estado e invasiones militares. El dinero de los Estados Unidos y su ambiciosa tarea de mantenernos libres de la influencia del comunismo también ha dejado sus cicatrices en nuestras democracias. Vladimiro Montesinos fue un militar entrenado por los EEUU. La CIA sigue vigilando la política antinarcóticos en la selva del Perú y el dinero de su colaboración económica es un botín que se disputan los políticos, y no se olvidan de recordarle al pueblo cada vez que les conviene para su beneficio electoral. Chile, que no pudo mandar a prisión a Augusto Pinochet, ya encontró los papeles secretos que confirman lo que la derecha negó mientras Pinochet mandaba matar a sus adversarios: Estados Unidos, coludido con empresarios de derecha, invirtió en la propaganda y las manipulaciones del mercado destinadas a desestabilizar el gobierno de Salvador Allende. Una vez creado el caos, financió el golpe y la dictadura.

Hoy  que ya no amenaza la Unión Soviética, los norteamericanos aún permanecen vigilantes, ante los capos de la droga, para agrado de la opinión pública y de las transnacionales, que siguen produciendo dinero. Si queremos capitalismo, Estados Unidos es nuestro mejor aliado: él es El capital. Esta es la guerra por el poder y por el dinero y en ella siempre habrá un mercenario dispuesto a matar, siempre habrá funcionarios a la espera de una bolsa de billetes.

Harvest of Empire (el libro hace diez años y ahora este documental) pone las pruebas sobre la mesa. El objetivo es que los conservadores xenófobos e intransigentes, comprendan que esos indocumentados que cruzan la frontera no huyen de un país que no han sabido construir, sino de una economía y sociedad inestable, que la política exterior de los Estados Unidos ha hecho posible.

«They never teach us in school that the huge Latino presence here is a direct result of our own government actions in Mexico, the Caribbean and Central America over many decades» -From Harvest of Empire.

Cambiar de lugares

La primera novela de la "Campus Trilogy" del escritor británico David Lodge.
La primera novela de la «Campus Trilogy» del escritor británico David Lodge.

En un lugar de Pound Ridge,

Fetuccines y gnoccis, una mesa semioscura

Cuatro profes reían, sobre

Una novela.

En ella cruzan dos aviones: uno rumbo a EEUU

Otro, camino a Inglaterra.

No se habla de letras, sino de las contradicciones

De quienes viven por ellas y para ellas.

Dos ciudades, dos rumbos:

El intelectual consagrado

El que dicta dando tumbos.

El que planea los ascensos con cuidado

El que enseña sin rumbo

¡Oh se divierten!¡Oh se ríen!

Changing Places de David Lodge

Es el pretexto,

Atrás de la ventana, la nieve cubre nuestro mundo

I want to tell you, once…procede a la anécdota

A esa religión llamada vida literaria

A esas corridas noveladas entre el Cielo, la Tierra y el Infierno

¿Acaso no es la vida, gran inspiradora de la comedia?

Vivir entre notas, entre frases y palabras subrayadas

Transcurre el tiempo como en un drama

Con personajes que se suman en el camino

Y uno –tal vez dos– personajes principales

At that time...dice la oradora, la intelectual que se ha limpiado

La salsa de tomate, delicadamente, con el borde de una servilleta

The game of humiliation, Oh my God!….

El siguiente orador completa una historia

La del pudor del estudiante y el Doctor (PhD)

Es acerca de Shakespeare.

Llega la medianoche, prenden la luz, aparece la cuenta

Salimos al frío, imaginamos una crónica, tal vez un cuento

¡No!

Fue una noche especial, nos perdimos en el bosque,

El recuerdo es más intenso que el momento, había estrellas:

Es un poema.

La pobreza en el Perú

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Ayer, 21 de marzo, en la página editorial del New York Times , Marie Arana escribió un artículo acerca de las desigualdades sociales en el Perú («The Peru kids left behind by the Boom»). Tal vez resulta ocioso insistir en este tema. Sin embargo, me es imposible evitar la tentación de insistir –machacar, refregar, llámenlo como quieran– sobre el problema más urgente de nuestro país .

Si bien la economía sigue creciendo («booming»,  escribe Arana) este crecimiento ha beneficiado mayormente a Lima, pues para los 20 millones de peruanos que no son limeños, la falta de oportunidades aún es un problema grave.

¿Vamos a hacer algo para cambiarlo? Me parece que el gran atractivo que tenía la elección de Ollanta Humala, era la posibilidad de que se invirtiera la riqueza en programas de desarrollo a largo plazo, entre la población más vulnerable y en múltiples regiones del país.

En 2008, mi regreso a Perú después de 8 años, la gente de los lugares que visité me hizo notar que cerca de la próspera ciudad del Cuzco o de la floreciente costa piurana, una parte significtiva de la población aún vive en extrema pobreza, no tiene acceso a una buena educación y depende de ingresos mínimos e informales para subsistir.

En la misma Lima, cerca del cerro El Agustino, un tío sacerdote, comprometido en una misión jesuita, me señaló las disparidades entre la Lima floreciente y la gris realidad de sus parrroquianos.

Somos una sociedad injusta, pero la percepción era que avanzábamos para olvidarnos de ella ¿Hemos aprendido la lección?¿La mezcla racial, de la cual nos enorgullecemos, nos solidarizará con quienes aún tienen muy poco, o la vida limeña –con su cada vez más bulliciosa economía, oportunidades de inversión y oferta cultural– nos volverá insensibles a las carencias de quienes viven muy cerca de nuestras casas?

La bonanza económica no durará para siempre. El dinero debería generar desarrollo sostenible. Hoy hay más programas de apoyo social; el gobierno y la empresa privada parecen trabajar en esa dirección. Sólo me preocupa que no se haga lo suficiente, que estemos dejando para después un tema que necesita solucionarse ahora.

Piropo a Buenos Aires

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La siguiente nota ha aparecido publicada en la revista Suburbano de Miami

«Señorita secretaria ¿se ha muerto un santo en el día de hoy?» «¿Por?» «Porque veo a un ángel vestido de luto»

Así va la escena en que la secretaria del juez, la señorita Irene Hastings, recién egresada de Cornell y con su primer trabajo en los tribunales de Buenos Aires, pasa delante del escritorio de Benjamín Espósito, el hombre enamorado, el que estará dispuesto a revivir las ardientes cenizas del pasado y de un caso inconcluso (el de la violación y el asesinato de Natalia Coloto) para no quemarse con los recuerdos que lo persiguen después de haberse jubilado de una vida dedicada a las leyes.

Y en ese momento, a punto de meterme en la trama de la película de Campanella, me toman por sorpresa las imágenes de una mañana bonaerense.

Es 1992. Tenemos una avenida ancha y los negocios que acaban de abrir. Por la vereda camina una mujer espigada con unas hermosas piernas y el cabello  largo y rubio que danza al compás de sus pasos, detrás de su cuello. No hay mucho tránsito, yo soy un espía que acaba de aterrizar y camina por Buenos Aires antes de regresar a Lima. Por la vereda del frente, marcha un muchacho delgado y con un terno fino, marrón y de saco extendido, que le queda bien. Va con dos amigos, conversando, les hace un gesto que yo apenas si alcanzo a distinguir como un «espérenme» y mirando con rapidez a ambos lados de la calle, cruza la avenida a paso ligero. No es una de aquellas avenidas limeñas angostas y descuidadas que tientan al claustrofóbico, más bien una ancha, larga y elegante, la glotonería de algún urbanista.

El muchacho trota hasta acercarse a la sombra de la muchacha y empieza a conversarle. Se acerca con respeto, sin pretender rozarla, sin estorbarle el camino. Marcha a su lado con una sonrisa y las manos en los bolsillos en posición desarmada. La muchacha sonríe y sigue caminando, pareciera que los ojos miran a las nubes mientras ella disfruta aquella arquitectura de palabras, eso que llamamos un piropo.

Los tenderos, que a esa hora ya son unos cuantos, colorados y panzones,  miran la escena y alientan al muchacho cuando pasa por el frente. «Vamos, macho» escucho a uno. Es una escena adorable. El sol parece salir con un poco más de fuerza por una de las esquinas de la avenida y el muchacho mira otra vez con rapidez el tráfico aún detenido y cruza ágil, en diagonal, hacia donde siguen caminando su amigos. Sigue hablando con ellos. Miro a la muchacha que sigue caminando, sin modificar la postura, tal vez con un gesto vago, nuevo, en el rostro, que yo quisiera creer que es una sonrisa.

«Piropo» Escribo en la pizarra. Entonces procedo a explicarle a mis estudiantes la escena que les he contado. «Así como algunos cuando están aburridos matan el tiempo jugando con el Play Station, en algunos países se mata el tiempo dando piropos». Insisto en que la calidad de aquellos elogios pueden definir a la sociedad que los produce.

En la pantalla del proyector, sobre la pizarra de la clase, en una escena congelada, Benjamín Espósito le propina un puñetazo a Romano, su enemigo de la Secretaría 18 «a dos perejiles agarraste» le grita. Y así sigue.

Entre tropiezos propios de la burocracia y una andanada de insultos que bien podrían resumir el dilema de la nación que los profiere, la procesión de verdades que definirán la tragedia que Benjamín y Sandoval –su compinche, su amigo– habrán de presenciar; también encontramos la singularidad de un detalle tan sencillo, cuya fama, al menos en mi memoria, asociada a la mención de una ciudad y de sus habitantes, también podría calificarse como un piropo.

Tenue, velado y casi olvidado: un piropo a Buenos Aires.

Sábado 9 de marzo

Los momentos con buenos amigos siempre son gratos. Lo inusual es recorrer tres estados en un día para verlos.

Rescataré el placer de cruzar una y otra vez los puentes que conectan ambos lados del Hudson. Desde Peekskill en Nueva York hasta Dumont y Hasbrouck Heights en New Jersey y Pound Ridge en Connecticut. Vino aireado en la mañana, cerveza en botella por la tarde con carne recién sacada de la parrilla y champagne en copas de cristal, con panes con queso blando, antes de la medianoche.

Nos desviamos entre autopistas y avanzamos por senderos agotados por las señales que previenen que cruzan los animales. Pasamos entre desaliñadas calles suburbanas y por caminos embellecidos con bosques. Charlamos sobre la indigestión de los bebés,  arneses, cables y el miedo al vacío en museos científicos, cacería de venados –infructuosas– con flechas  en la penumbra, proyectos para importar faisanes por Fedex, estrategias para invadir un pueblo con gallinas que comen garrapatas; y poner a pastar alpacas en el jardín de nuestras casas.

Recibimos el autógrafo de una primera novela, ayudamos a voltear la carne en una parrillada de un sábado cálido y soleado. Nos llenamos la cabeza con imágenes en lagunas de Wisconsin, castillos en Dobbs Ferry y caminatas a solas por Venecia.

Discutimos sobre David Lodge, King Lear, los impuestos, los niños y la recuperación del mercado inmobiliario. Conocimos a tres perros: Fergus, Reagan y Duke. Vimos a dos gatos, ambos inexpresivos y distantes, merodeando por sus territorios sin consultarle a nadie.

La conversación con los amigos expande los límites de un fin de semana, promueve planes e invita a nuevos viajes.

De luces

la luz

Si el tiempo fuera sólo  luz. Descansaría en el tiempo y nunca pensaría en las noches grises.

Lo cierto es que no pienso jamás, sólo cuando quiero escribir un verso triste.

Por mis ventanas pasa el tiempo y alegra el dormitorio.

Estamos viajando a la velocidad del tiempo

Apaga el tiempo, que nos lo cobran.

Pon tus tiempos altos, no se puede ver nada.

Estoy lista para dar a tiempo.

Siempre hay un tiempo al final del túnel.

Si en la luz supiera el nombre de todo. Acaso el nombre indique la pregunta.

Generoso: he visto el tiempo en sus ojos.

Y creó el tiempo.

Eres el tiempo de mis días.

Bye

hugo chavez

¿Si Hitler se hubiera muerto de cáncer, antes de ser derrotado, lo hubieras lamentado?

La política, tierra que se alimenta de la polémica, ha creado individuos cuya percepción suele exagerarse, en ambos sentidos: para bien o para mal. El poder, esa materia radiactiva, tarde o temprano termina por contaminar (y destruir) a quien lo ostenta por demasiado tiempo. Los ejemplos abundan.

El caso de Hugo Chávez nos toca más porque hemos vivido, demasiados años, asustados por el fantasma de su influencia. Es mentira que los peruanos no podamos (o no debamos) opinar acerca de su muerte «porque sólo le concierne a los venezolanos». No es cierto. La posibilidad de que el Perú tomara una alternativa de desarrollo similar, modelada en base al sistema aplicado en su país por el presidente Chávez siempre estuvo ahí, dándonos vueltas.

Quienes creemos en la la posibilidad de desarrollar un país basándonos en la contribución de muchos y en el diálogo, no podemos sino alegrarnos de que ese fantasma se aleje, tras su muerte, definitivamente. Nos duele que un hombre muera a los 58 años. Pero no nos duele tanto si ese hombre es Hugo Chávez. Por muchos motivos.

Chávez, quien se adjudicó la banderola de salvador del pueblo venezolano contra la dictadura de los ricos, ha pervertido la idea de un socialismo responsable. Enemistarse con los creadores de riqueza y repartir beneficios gratuitos a los pobres nunca ha sido una buena opción para crear desarrollo o generar crecimiento.

Respeto al pueblo venezolano que eligió a su presidente en varias ocasiones.

Ese pueblo no es bruto, como quisieran hacernos creer los enemigos más idiotas de Chávez. La clase política que precedió a Hugo Chávez demostró tanta incapacidad y corrupción que la elección de una opción política que los denostara, que los anulara, se hizo inevitable. No se puede enarbolar la bandera de la democracia venezolana y también sacar del cuadro a los presidentes rateros e incapaces que precedieron a Hugo Chávez.

Me imagino que para algunos, quienes lo van a llorar en Venezuela y en el mundo, Chávez estaba haciendo socialismo. Por eso lo apoyaban.

Al apoyarlo servían mal al socialismo. Porque el experimento que ha planteado Hugo Chávez en su país no ha generado ningún signo positivo de desarrollo y, por el contrario, ha generado expectativas basadas en los favores y los regalos. No ha fomentado la competencia y el esfuerzo sino la innoble –tanto para el rico como para el pobre– guerra de clases.

He leído algo sobre lo que pasa en Venezuela. Generalmente los informes y perfiles de John Lee Anderson –un yanqui al que se le puede acusar de algunas cosas pero jamás de simpatizar con el capitalismo–, y lo que sucedía en Venezuela, la obra de Chávez, linda con el desastre. Ningún país que aspire a la justicia social con desarrollo económico debería fijarse en el modelo de Chávez. El socialismo es otra cosa. Amar a los que menos tienen es otra cosa.

Hugo Chávez tenía derecho, como todo político, a hacer lo que le daba la gana con el poder que le daba el pueblo. También tenía derecho a engañarlo. ¿Una elección indecente? No soy venezolano para juzgarlo, pero sí observo la política, veo las otras opciones que tiene hoy por hoy un presidente latinoamericano en el poder y me adjudico el derecho a opinar. Quien cree que Venezuela es un ejemplo de algo bueno, está equivocado.

Me he reído, como muchos, con algunas tonteras de Chávez. Me ha sorprendido su coraje para decirle algunas cosas a los que se creían intocables (Bush, el rey español, Alan García, entre otros). Me duele que muera un hombre que sólo tenía 58 años. Sin embargo me parece más doloroso que muera dejando a un pueblo con tantas tareas incompletas, en similar estado de incertidumbre política al que nos dejara a los peruanos el fax de Fujimori; y en parecido descalabro económico al que nos dejara el Apra de García en 1990. Lo malo es que a los venezolanos, el finadito les ha dejado ambas calamidades juntas: desastre institucional y económico en un solo paquete.

Ojalá Venezuela entierre a su presidente muerto con respeto al líder por quienes los venezolanos votaron. Y que luego abra los ojos al desastre, ponga manos a la obra y empiece la reconstrucción. Porque ¡ah! venezolanos,  desgraciadamente, hay hermanos, muchísimo que hacer.

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