La Rucoleta: no sé dónde escuché por primera vez ese sobrenombre derivado del nombre de mi colegio. Supongo que al finalizar la secundaria. En nuestros retiros espirituales todos los colegios de Lima pasaban por la paleta creativa y eran rebautizados.

Años después, una noviecita se me ofendió cuando le dije que ella había estudiado en el Regina Pachis. Supongo que por la misma experiencia habrá pasado mi hermana y sus amigas mujeres, cuando los enamorados «listos» de otros colegios les preguntaran si ellas eran estudiantes de La Rucoleta. Es que en la escuela secundaria, todas nuestras conversaciones tenían que girar o entrar de lleno en una deliciosa charla monotemática: el sexo.

Era el tiempo del descubrimiento del desodorante,  de las confrontaciones hormonales y el bigotito ralo, cuando la jungla negra se apropiaba de todo el espacio vacío de nuestra ropa interior. Recuerdo mi pavor intenso cuando después de varias horas de vigoroso ejercicio, de improviso brotó algo caliente y mi cama se cubrió de vergüenza.

En aquella época–difíciles 80s–era difícil encontrar material educativo. Me llenan de nostalgia las fotografías de algunas muchachitas hermosas en revistas del hogar que coleccionaba mi madre (¿Se habrá dado cuenta de que le faltaban ciertas páginas?) La imaginación era la más intensa productora de imágenes. Estas  servían para calmar aquella etapa de locura temporal llamada pubertad.

Era un proceso complicado. Por ejemplo: recuerdo a una compañera que se sentaba frente a mi carpeta. Entre sonrisa y sonrisa creí estar enamorándome de ella. Una vez se puso un clavel en la oreja y volteó a preguntarme si me gustaba. Me gustaba. Por esas tardes, en una conversación informal de hora de almuerzo–masticando alguna salchipapa con bastante ketchup y mostaza–escuché que uno de mis compañeros contaba que mi musa se le ponía a los más bravos de su barrio. «Es una ruca. Se la ha chupado a varios» dijo él –jurando con los dedos cruzados sobre la boca, para que no quedaran dudas. Cuando volví a ver a la muchacha, lo que me interesaba de ella ya no era el destello que despedían sus ojos, sino esas curvas debajo de la blusa, aquellas formas redondeadas debajo de la falda gris. No podía mirar su boca sin que me diera calentura.

Durante algunos meses mis noches eran ella. Hasta que en algún recreo, otro compañero desvió mi atención. Me pidió que me sentara junto a él (¡caleta, caleta!) sobre una banca de madera: frente a nuestra banca, cruzando el patio; con los tirantes sueltos, las medias bajas y las piernas completamente abiertas, una de mis compañeras nos invitaba a prestarnos unos prismáticos y meternos de cabeza en la zanja prometida. ¿Cómo podía hacernos esto? A nosotros, a quienes la genética tenía condenados a ser–siglos después de la invención de la civilización–marionetas de nuestro instinto de conservación. Agarrados a la banca con ambas manos, pretendiendo ensayar distintas poses para ver mejor sin llamar su atención, observábamos muy agudos aquellas piernas largas que se abrían de par en par. Interpretábamos la sonrisa de la muchacha como una propuesta cochina. Su sonrisa sería la luz en la oscuridad de nuestra habitación: contra esa boquita de 13 años iría–entre sueños–el intenso chorro blanco de nuestra desesperanza.

Una tarde nos avisaron que se realizarían examenes médicos obligatorios. Nos formaron en grupos y nos hicieron esperar al lado de la oficina del tópico. Los compañeros que salían del tópico nos daban claves de lo que nos iba a pasar: nos desnudarían, nos tocarían, examinarían nuestro recto y nos harían preguntas incómodas. Recuerdo que un compañero dijo que el doctor le había preguntado si se masturbaba: «¿Qué es eso?», dije yo, genuino ignorante. «Si te corres la paja» me explicó el compañero, y yo comprendí, muy avergonzado, que aquél día me harían confesar el delito, el crimen al que había forzado mi cuerpo durante quién sabe cuantas miles de ocasiones. Llegado mi turno, ya desnudo, noté que el doctor, tras examinarme, hacía aspas o cruces al lado de una lista de palabras en jerga médica. Entonces me preguntó: «¿Te masturbas?» Y yo, sin saber nada aún de mis Derechos Miranda, negué enfáticamente. El médico marcó una cruz al lado de una frase inescrutable y yo supe ( o creí saber) que había descubierto mi mentira.

Tiempo después, casi al terminar la media, un amigo me mostró lo que había escrito contra la madera de su carpeta. Ya habíamos discutido mucho el tema y habíamos concluído–solo en base a su larga experiencia–que el único colegio con mujeres realmente bellas, era uno al cual él, por intemedio de un primo con las hormonas más alborotadas de Lima, tenía acceso casi ilimitado. Eran todas rubias, delgadas y maravillosas, como las modelos de piernas abiertas de Penthouse que su padre escondía bajo un montón de ropa en un armario. Mi amigo había escrito en la carpeta: «Más vale correrse un pajazo en la carpeta, que tirarse a una chica de la Rucoleta».

Recuerdo bien la risa estúpida con la que él celebraba su rima original y consonante.  También recuerdo mi cara cojudísima celebrando su eslógan (¿por qué mi amigo siempre tendría tan malas notas en literatura?) y la baba que tragué cuando me ofreció que él y su primo–que ya los conocía todos–podían invitarme a un prostíbulo.

No acepté. Hasta hoy me arrepiento (a pesar de que a mi amigo le conocí épocas oscuras en las que se le pegaron bichos y debió afeitarse de los pies a la cabeza). No acepté por miedo. También, por cierta creencia estúpida de que mi primera experiencia tendría que ser sin pagar, con una chica bonita como aquella que se sentaba delante mi carpeta; o una que al menos me abriera las piernas con una sonrisa de gusto, como aquella en el patio del recreo.

No fue así. Poco tiempo después acabó el colegio y yo–tímido y desesperado–robé cien viejos soles del bolsillo de mi padre y me fui de putas.