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The New York Street

Un blog lleno de historias

fecha

10 febrero, 2012

La Rucoleta

La Rucoleta: no sé dónde escuché por primera vez ese sobrenombre derivado del nombre de mi colegio. Supongo que al finalizar la secundaria. En nuestros retiros espirituales todos los colegios de Lima pasaban por la paleta creativa y eran rebautizados.

Años después, una noviecita se me ofendió cuando le dije que ella había estudiado en el Regina Pachis. Supongo que por la misma experiencia habrá pasado mi hermana y sus amigas mujeres, cuando los enamorados «listos» de otros colegios les preguntaran si ellas eran estudiantes de La Rucoleta. Es que en la escuela secundaria, todas nuestras conversaciones tenían que girar o entrar de lleno en una deliciosa charla monotemática: el sexo.

Era el tiempo del descubrimiento del desodorante,  de las confrontaciones hormonales y el bigotito ralo, cuando la jungla negra se apropiaba de todo el espacio vacío de nuestra ropa interior. Recuerdo mi pavor intenso cuando después de varias horas de vigoroso ejercicio, de improviso brotó algo caliente y mi cama se cubrió de vergüenza.

En aquella época–difíciles 80s–era difícil encontrar material educativo. Me llenan de nostalgia las fotografías de algunas muchachitas hermosas en revistas del hogar que coleccionaba mi madre (¿Se habrá dado cuenta de que le faltaban ciertas páginas?) La imaginación era la más intensa productora de imágenes. Estas  servían para calmar aquella etapa de locura temporal llamada pubertad.

Era un proceso complicado. Por ejemplo: recuerdo a una compañera que se sentaba frente a mi carpeta. Entre sonrisa y sonrisa creí estar enamorándome de ella. Una vez se puso un clavel en la oreja y volteó a preguntarme si me gustaba. Me gustaba. Por esas tardes, en una conversación informal de hora de almuerzo–masticando alguna salchipapa con bastante ketchup y mostaza–escuché que uno de mis compañeros contaba que mi musa se le ponía a los más bravos de su barrio. «Es una ruca. Se la ha chupado a varios» dijo él –jurando con los dedos cruzados sobre la boca, para que no quedaran dudas. Cuando volví a ver a la muchacha, lo que me interesaba de ella ya no era el destello que despedían sus ojos, sino esas curvas debajo de la blusa, aquellas formas redondeadas debajo de la falda gris. No podía mirar su boca sin que me diera calentura.

Durante algunos meses mis noches eran ella. Hasta que en algún recreo, otro compañero desvió mi atención. Me pidió que me sentara junto a él (¡caleta, caleta!) sobre una banca de madera: frente a nuestra banca, cruzando el patio; con los tirantes sueltos, las medias bajas y las piernas completamente abiertas, una de mis compañeras nos invitaba a prestarnos unos prismáticos y meternos de cabeza en la zanja prometida. ¿Cómo podía hacernos esto? A nosotros, a quienes la genética tenía condenados a ser–siglos después de la invención de la civilización–marionetas de nuestro instinto de conservación. Agarrados a la banca con ambas manos, pretendiendo ensayar distintas poses para ver mejor sin llamar su atención, observábamos muy agudos aquellas piernas largas que se abrían de par en par. Interpretábamos la sonrisa de la muchacha como una propuesta cochina. Su sonrisa sería la luz en la oscuridad de nuestra habitación: contra esa boquita de 13 años iría–entre sueños–el intenso chorro blanco de nuestra desesperanza.

Una tarde nos avisaron que se realizarían examenes médicos obligatorios. Nos formaron en grupos y nos hicieron esperar al lado de la oficina del tópico. Los compañeros que salían del tópico nos daban claves de lo que nos iba a pasar: nos desnudarían, nos tocarían, examinarían nuestro recto y nos harían preguntas incómodas. Recuerdo que un compañero dijo que el doctor le había preguntado si se masturbaba: «¿Qué es eso?», dije yo, genuino ignorante. «Si te corres la paja» me explicó el compañero, y yo comprendí, muy avergonzado, que aquél día me harían confesar el delito, el crimen al que había forzado mi cuerpo durante quién sabe cuantas miles de ocasiones. Llegado mi turno, ya desnudo, noté que el doctor, tras examinarme, hacía aspas o cruces al lado de una lista de palabras en jerga médica. Entonces me preguntó: «¿Te masturbas?» Y yo, sin saber nada aún de mis Derechos Miranda, negué enfáticamente. El médico marcó una cruz al lado de una frase inescrutable y yo supe ( o creí saber) que había descubierto mi mentira.

Tiempo después, casi al terminar la media, un amigo me mostró lo que había escrito contra la madera de su carpeta. Ya habíamos discutido mucho el tema y habíamos concluído–solo en base a su larga experiencia–que el único colegio con mujeres realmente bellas, era uno al cual él, por intemedio de un primo con las hormonas más alborotadas de Lima, tenía acceso casi ilimitado. Eran todas rubias, delgadas y maravillosas, como las modelos de piernas abiertas de Penthouse que su padre escondía bajo un montón de ropa en un armario. Mi amigo había escrito en la carpeta: «Más vale correrse un pajazo en la carpeta, que tirarse a una chica de la Rucoleta».

Recuerdo bien la risa estúpida con la que él celebraba su rima original y consonante.  También recuerdo mi cara cojudísima celebrando su eslógan (¿por qué mi amigo siempre tendría tan malas notas en literatura?) y la baba que tragué cuando me ofreció que él y su primo–que ya los conocía todos–podían invitarme a un prostíbulo.

No acepté. Hasta hoy me arrepiento (a pesar de que a mi amigo le conocí épocas oscuras en las que se le pegaron bichos y debió afeitarse de los pies a la cabeza). No acepté por miedo. También, por cierta creencia estúpida de que mi primera experiencia tendría que ser sin pagar, con una chica bonita como aquella que se sentaba delante mi carpeta; o una que al menos me abriera las piernas con una sonrisa de gusto, como aquella en el patio del recreo.

No fue así. Poco tiempo después acabó el colegio y yo–tímido y desesperado–robé cien viejos soles del bolsillo de mi padre y me fui de putas.

Ciudad de los Reyes

Foto de Edgar Asensio.

Mi recuerdo más antiguo en la ciudad de Lima es una foto en blanco y negro en el Parque Washington en 1972, donde mi madre–con un peinado que le debía demasiado a la moda nuevaolera  (una peluca como aquella que lucían las coristas de B-52)–sostiene entre sus brazos una manta de tela con la que arropa a un bebé rollizo, llorón y con pelo muy negro estilo puercoespín. A un lado está mi padre, con los botones de la camisa a punto de explotar, aún mostrando ese grueso bigote colorado que llevó toda mi infancia y que se afeitaría cuando el cabello se le empezó a llenar de canas.

El Parque Washington es una pequeña plaza en en el barrio de Santa Beatriz, a la altura de las primeras cuadras de la Avenida Arequipa, entrando a lo que se conoce como el Centro Histórico. Allí mi padre, que se había recién graduado de ingeniero y trabajaba para el Ministerio de Vivienda, alquiló un pequeño departamento durante un año, mientras esperábamos que se terminara la construcción de la que sería nuestra casa de siempre: un lote de la calle Los Químicos en la Urbanización de la Cooperativa de Ingenieros, en el entonces muy aislado distrito de La Molina, al este de la ciudad.

No queda ninguna otra fotografía de aquellos días, ni  tengo otro recuerdo de aquel parque (a no ser por aquellas tardes de domingo, ya adolescente, en las que junto a mi hermano y amigos huíamos en turba, seguidos por las cachiporras de los policías, al término de algún clásico del fútbol jugado en el Estadio Nacional). Mis siguientes memorias de la ciudad son casi todas de La Molina, de aquel barrio entre campos de cultivo: Mi madre entraba conduciendo su escarabajo blanco hasta la casucha del guardián de un terreno a la espalda de nuestra casa. Allí comprábamos fresas. Era tierra zanjada y las frutas se recogían directamente de las zanjas. Nos la pesaba en una balanza de metal azul oxidada (recuerdo los dedos callosos del campesino jugando con la pesita mientras mi madre reclamaba o regateaba el precio y la calidad de las fresas);  y luego mi madre manejaba las dos cuadras hasta la casa para enseñarnos que antes de comer una fresa debíamos remojarlas en agua yodada en el lavatorio de la cocina. En ese fresal, años después, se contruiría el edificio central de las oficinas de la IBM del Perú, al cual nuestro barrio le debe, en el lapso de nueve años, dos ruidosos atentados senderistas.

Tal vez porque las mañanas en La Molina siempre suelen estar acompañadas de un sol brillante, mi otro recuerdo permanente de la ciudad–por contraste–está asociado al cielo oscuro de la costa. A mamá le gustaba llevarnos a las playas de la Costa Verde,  donde se tumbaba a leer bajo la sombrilla mientras nosotros hacíamos agujeros y castillos en la orilla. Antes de regresar a casa, nos acompañaba a cruzar la rotosa pista del circuito de playas, para que nos desprendiéramos de la arena en los chorrillos de agua que caían por los acantilados. Era verano, pero recuerdo muy bien esa neblina espesa: trepada, abrazada a los edificios más altos de Miraflores. Era una visión a la que se llegaba conduciendo por la recién construída Via Expresa, que entonces todos llamábamos por su apodo: el Zanjón.

Mi siguiente recuerdo de Miraflores es el de la Avenida Larco. Era un edificio oscuro y era invierno. Avanzaba por unos pasillos angostos con paredes de color blanco oscuro y allí estaba ese olor penetrante de los cuartitos de las nebulizaciones, que mi madre necesitaba para que no empeoraran sus ataques de asma. En una de las esquinas de Larco había un local del Banco Hipotecario y muchas veces estuve allí, esperando en el auto, mientras mi madre retiraba o depositaba dinero, observando detrás del parabrisas a los viandantes: miraflorinos de pantalones setenteros y apretados; o  mujeres de chompas hasta el borde del cuello y lentes oscuros grandazos de tonos pardos.

Al Centro de Lima solo entrábamos por las mañanas para dejar a mi padre en su trabajo. Él ya se había convertido en uno de los ingenieros de la sección de tasaciones del Banco de la Vivienda. Su entrada a las 8 de la mañana siempre iba acompañada por prisas entre el peaje de la Avenida Circunvalación (donde yo y mi hermano nos disputábamos por quedarnos con los coloridos tickets de peaje en forma de billetes que entregaban en la caseta) y la entrada al Centro, por una callecita empedrada y muy estrecha. De esos viajes recuerdo sobre todo el cielo negro y los cerros, donde se apiñaban las casuchas. No conocía a nadie que viviera allí. La única palabra que asociaba con ese paisaje, era «pobreza».

En la zanja de la Avenida Circunvalación se amontonaba la basura. Eran cerros de desperdicios entre los que deambulaban perros y gente. Había muchos niños correteando entre aquellos montículos hediondos (siempre cruzábamos esa zona con las ventanas bien cerradas). A veces los chiquillos cruzaban la pista, corrían entre los automóviles sin dejar de sonreir: bajo el humo oscuro del cielo, con el paisaje al fondo de los cerros negros y las fábricas de color negro donde se acumulaba el fierro oxidado.

De vez en cuando los papeles flotaban en el aire, entre los autos. Y yo los miraba, sin pensar en nada.

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