
Una pared de azotea que daba al mar. Detrás de la azotea la arena y el agua golpeando contra la pared, mientras yo me deslizaba en otro sueño con mi copia de La promesa del alba de Romain Gary. Había terminado de leer a Bellow y el cambio era justo y necesario. Caminé al amanecer por la orilla con un perro amigo siguiéndome los pasos. Saltaba mientras yo pensaba en ciertas reflexiones de Humboldt’s Gift y me preparaba para el siguiente día. Olor de aracanto y de sal, recostado en una hamaca, solo, esperando que baje el sol. Palpé el dulce papel, lo besé. Se llamaba Freedom de Jonathan Franzen. Me desperté a medianoche para seguir las páginas. En la mañana reescribí un párrafo solo para entender la mecánica. Así se escriben las líneas de una novela. Acá va un punto aparte, acá se sigue de largo. Había leído que Franzen necesitaba estar desconectado y que consideraba la electricidad y el Internet como la condena del escritor moderno. Seguí leyendo y varias hamacadas más tarde lo terminé. En Lima busqué otra novela de Gary pero no hubo suerte. Estaba en una edición de bolsillo al costado de otro libro que leí a medias: Auto de fe, de Canneti. Esas novelitas que te gustaría coger en alemán original. Me acordé que Masa y poder (en inglés) me está esperando. De Lima me llevé Pan de Knut Hamsun y la bellísima La Playa de Cesare Pavese. Llegando a Nueva York, todavía fresco de las vacaciones tomé un libro fascinante: Summertime de Coetzee (cortesía de mi agente Penguin de la universidad que me engríe y me manda los tomos educativos mezclados con los del placer). A mí me gusta Coetzee y me encantan sus ensayos. Summertime es ensayo, novela y biografía. Hay escenas soberbias como aquella cuando el personaje se queda botado en una excursión por las tierras abandonadas y secas del desierto sudafricano, acompañado de un antiguo–y prohibido–primer amor. La mitad del año me la pasé leyendo y escribiendo cosas dispersas. Recuerdo haber releído Los Culpables y habérsela recomendado a varios amigos sin saber que Villoro vendría el siguiente semestre a Nueva York.
Me fui a Yucatán en agosto y allí–con el Caribe y la arena de compañeros– me leí mientras me bronceaba A Visit from the Goon Squad de Jennifer Egan. En marzo, había leído en Hermano Cerdo que Egan le había quitado el National Book Award a la novela de Franzen. Me gustó el estilo, la frescura y la visión de Egan (muy simpática en persona) pero creo que si no le dieron el NBA a Franzen fue o por cojudez o por envidia: Freedom es «la» novela. Claro, aquí podemos ponernos a discutir si la novela mira para adelante o mira para atrás. Si mira para atrás, la mejor novela es la de Franzen, si mira para adelante, la mejor novela es la de Egan. Yo creo que la novela tiene que mirar para atrás y para adelante. Pero Freedom es magnífica y la prosa de Egan–cierta, justa, trabajada–ciertamente me obligó a llenar su libro de arena para seguir las páginas en la playa, pero no a levantarme en la madrugada para seguir leyéndola, como sí lo hicieron las criaturas obsesionadas y los párrafos musicales de Franzen.
Regresando de Yucatán cogí Palmeras de la brisa rápida de Juan Villoro: la mejor guía para el turista no convencional que viene de remojar los pies en Cancún. Villoro tiene el defecto de repetir las anécdotas; pero también la virtud de darles giros distintos, como si estuviera trabajando en encontrar las mil y una posiblidades de contarnos todas las noches, sin aburrirnos, la misma puta crónica. Aprendí mucho sobre guayaberas, los mayas, mitología y folklore yucateca y cómo ser huachito en Mérida y no morir en el intento. De México, además de fotos nadando con los tiburones y soltando tortugas en la playa, también me traje de un Gandhi (cortesía de El Testigo) una versión popular del fce de La Suave Patria (buena) y las Crónicas literarias (mediocres) de Ramón Lopez Velarde.
La segunda parte del año estuvo llena de novelas cortas latinoamericanas porque me metí a un curso revisionista. Las que recomiendo–leídas en larguísimas odiseas de tren por cortesía de los incompetentes de New Jersey Transit son dos: El pozo de Onetti y Estrella distante de Roberto Bolaño. También releí Los adioses, Crónica de una muerte anunciada y La invención de Morel pero se puede ser latinoamericano y cool y vivir sin ellas. No se puede ser muy cool sin haber leído El Pozo y Estrella distante. Es más, no se puede entender las brujerías cancerígenas y bolivarianas de Hugo Chávez, ni los vómitos que provoca la mención de la palabra dictadura o el nombre de Augusto Pinochet sin haber leído esas dos novelitas.
Otra «novela» que tiene que ver con el mismo tema–la dictadura y el poder–vino de España. Me la recomendó un buen amigo en una escena de Long Island con sonidos de fondo de chillidos de gaviotas y reventazón de olas: Anatomía de un instante de Javier Cercas. La leí en pocos días, atrapado por los hechos que agarran viada y se vuelven violentos y circulares como los de un huracán. Con Cercas aprendí mucho del proceso político español y de cómo abarcar la realidad desde la literatura. Después de leer Anatomía de un instante, tropecé casi de casualidad con el mejor cuento que leí este año: «Los eucaliptos» de Julio Ramón Ribeyro. Precioso.
Después de leer novelitas, leí un novelón: El disparo de argón, de Juan Villoro. Me abrió los ojos. El escritor abraza la ciudad y la despedaza, agarra a los personajes y los transforma en marionetas, coge al lector y lo sube a la montaña rusa en carrito sin revisión técnica. El autor es el técnico de rayos X de la sociedad mexicana. Un poco triste que muchos de sus compatriotas solo hayan leído sus crónicas de futból. También hay dos libros de ensayos de Villoro que se deben al menos leer en toda clase seria de literatura: De eso se trata y Efectos personales. Es el mágico truco de hablar de cosas importantes como si no lo fueran. Ensayos literarios envueltos con papel regalo para el viajero frecuente y para el recién llegado.
Ya cuando acababa el año me acordé de Amazon, que me sirvió para regalarme por menos de dos dólares una edición usada de The Sea de John Banville. No es Coetzee, no es Franzen, es otra cosa. Saber que es irlandés y que escribe novelas policiales con seudónimo debería ser suficiente para entender sus influencias y sus aspiraciones. Otro gran autor con el que no me había metido –y que como dice Marc Anthony valió la pena– fue W.G. Sebald. Ya estaba harto de leer sobre Sebald así que con Amazon encargué dos de sus novelas. De las dos decidí empezar con la más antigua: The Emigrants. Una colección de estampas de alemanes que escaparon de Alemania antes o durante el holocausto. Las voces de quienes sobrevieron la pesadilla e intentaron en otros mundos odiar a su país: a los paisajes, a los recuerdos que los hicieron alemanes. Eran judíos y por lo tanto tenían que olvidarse de su germanidad. Olvidarse de todos los susurros de paz antes de la guerra. En especial, a mí me llegó al alma un pasaje del libro en el cual un personaje llega a los Estados Unidos a visitar a una vieja tía. Mientras conduce su auto alquilado por la Palisades Parkway menciona una antigua residencia en Mamaroneck y un departamentito en el Bronx. Ese personaje (¿Sebald?) cuenta también mi historia: Yo llegué a vivir en un edificio en Mamaroneck que se caía a pedazos (fue demolido en 2004) y terminé viviendo en un departamentito en el Bronx.
Allí en mi estante, también de Sebald, esperan el 2012 Austerlitz, The Infinities de Banville, The Elementary Particles (Atomised) de Houellebecq, Istanbul de Pamuk, Historia abreviada de la literatura portátil de Vila-Matas y Cocaine Nights de Ballard. Esos serán, tal vez, mis primeros libros del 2012.
Antes de acabar el año, entre el 30 y el 31 de diciembre, me leí de un porrazo The Art of Fielding de Chad Harbach (el fundador-editor de n+1). Es un novelón que mira para atrás, pero sin la música de Franzen. Son casi 600 páginas de una historia bien estructurada, con las tensiones bien puestas, con mucho Herman Melville y mucha cultura americana (el béisbol sobre todo). Una joyita que con toda seguridad hará una gran película. Una última recomendación para los amantes de las buenas historias.
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