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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Onetti

Lecturas del 2011 recomendadas

Foto de Rachel Olsen

Una pared de azotea que daba al mar. Detrás de la azotea la arena y el agua golpeando contra la pared, mientras yo me deslizaba en otro sueño con mi copia de La promesa del alba de Romain Gary. Había terminado de leer a Bellow y el cambio era justo y necesario. Caminé al amanecer por la orilla con un perro amigo siguiéndome los pasos. Saltaba mientras yo pensaba en ciertas reflexiones de Humboldt’s Gift y me preparaba para el siguiente día. Olor de aracanto y de sal, recostado en una hamaca, solo, esperando que baje el sol. Palpé el dulce papel, lo besé. Se llamaba Freedom de Jonathan Franzen. Me desperté a medianoche para seguir las páginas. En la mañana reescribí un párrafo solo para entender la mecánica. Así se escriben las líneas de una novela. Acá va un punto aparte, acá se sigue de largo. Había leído que Franzen necesitaba estar desconectado y que consideraba la electricidad y el Internet como la condena del escritor moderno. Seguí leyendo y varias hamacadas más tarde lo terminé. En Lima busqué otra novela de Gary pero no hubo suerte. Estaba en una edición de bolsillo al costado de otro libro que leí a medias: Auto de fe, de Canneti. Esas novelitas que te gustaría coger en alemán original. Me acordé que Masa y poder (en inglés) me está esperando. De Lima me llevé Pan de Knut Hamsun y la bellísima La Playa de Cesare Pavese. Llegando a Nueva York, todavía fresco de las vacaciones tomé un libro fascinante: Summertime de Coetzee (cortesía de mi agente Penguin de la universidad que me engríe y me manda los tomos educativos mezclados con los del placer). A mí me gusta Coetzee y me encantan sus ensayos. Summertime es ensayo, novela y biografía. Hay escenas soberbias como aquella cuando el personaje se queda botado en una excursión por las tierras abandonadas y secas del desierto sudafricano, acompañado de un antiguo–y prohibido–primer amor. La mitad del año me la pasé leyendo y escribiendo cosas dispersas. Recuerdo haber releído Los Culpables y habérsela recomendado a varios amigos sin saber que Villoro vendría el siguiente semestre a Nueva York.

Me fui a Yucatán en agosto y allí–con el Caribe y la arena de compañeros– me leí mientras me bronceaba A Visit from the Goon Squad de Jennifer Egan. En marzo, había leído en Hermano Cerdo que Egan le había quitado el National Book Award a la novela de Franzen. Me gustó el estilo, la frescura y la visión de Egan (muy simpática en persona) pero creo que si no le dieron el NBA a Franzen fue o por cojudez o por envidia: Freedom es «la» novela. Claro, aquí podemos ponernos a discutir si la novela mira para adelante o mira para atrás. Si mira para atrás, la mejor novela es la de Franzen, si mira para adelante, la mejor novela es la de Egan. Yo creo que la novela tiene que mirar para atrás y para adelante. Pero Freedom es magnífica y la prosa de Egan–cierta, justa, trabajada–ciertamente me obligó a llenar su libro de arena para seguir las páginas en la playa, pero no a levantarme en la madrugada para seguir leyéndola, como sí lo hicieron las criaturas obsesionadas y los párrafos musicales de Franzen.

Regresando de Yucatán cogí Palmeras de la brisa rápida de Juan Villoro: la mejor guía para el turista no convencional que viene de remojar los pies en Cancún. Villoro tiene el defecto de repetir las anécdotas; pero también la virtud de darles giros distintos, como si estuviera trabajando en encontrar las mil y una posiblidades de contarnos todas las noches, sin aburrirnos, la misma puta crónica. Aprendí mucho sobre guayaberas, los mayas, mitología y folklore yucateca y cómo ser huachito en Mérida y no morir en el intento. De México, además de fotos nadando con los tiburones y soltando tortugas en la playa, también me traje de un Gandhi (cortesía de El Testigo) una versión popular del fce de La Suave Patria (buena) y las Crónicas literarias (mediocres) de Ramón Lopez Velarde.

La segunda parte del año estuvo llena de novelas cortas latinoamericanas porque me metí a un curso revisionista. Las que recomiendo–leídas en larguísimas odiseas de tren por cortesía de los incompetentes de New Jersey Transit son dos: El pozo de Onetti y Estrella distante de Roberto Bolaño. También releí Los adioses, Crónica de una muerte anunciada y La invención de Morel pero se puede ser latinoamericano y cool y vivir sin ellas. No se puede ser muy cool sin haber leído El Pozo y Estrella distante. Es más, no se puede entender las brujerías cancerígenas y bolivarianas de Hugo Chávez, ni los vómitos que provoca la mención de la palabra dictadura o el nombre de Augusto Pinochet sin haber leído esas dos novelitas.

Otra «novela» que tiene que ver con el mismo tema–la dictadura y el poder–vino de España. Me la recomendó un buen amigo en una escena de Long Island con sonidos de fondo de chillidos de gaviotas y reventazón de olas: Anatomía de un instante de Javier Cercas. La leí en pocos días, atrapado por los hechos que agarran viada y se vuelven violentos y circulares como los de un huracán. Con Cercas aprendí mucho del proceso político español y de cómo abarcar la realidad desde la literatura. Después de leer Anatomía de un instante, tropecé casi de casualidad con el mejor cuento que leí este año: «Los eucaliptos» de Julio Ramón Ribeyro. Precioso.

Después de leer novelitas, leí un novelón: El disparo de argón, de Juan Villoro. Me abrió los ojos. El escritor abraza la ciudad y la despedaza, agarra a los personajes y los transforma en marionetas, coge al lector y lo sube a la montaña rusa en carrito sin revisión técnica. El autor es el técnico de rayos X de la sociedad mexicana. Un poco triste que muchos de sus compatriotas solo hayan leído sus crónicas de futból. También hay dos libros de ensayos de Villoro que se deben al menos leer en toda clase seria de literatura: De eso se trata y Efectos personales. Es el mágico truco de hablar de cosas importantes como si no lo fueran. Ensayos literarios envueltos con papel regalo para el viajero frecuente y para el recién llegado.

Ya cuando acababa el año me acordé de Amazon, que me sirvió para regalarme por menos de dos dólares una edición usada de The Sea de John Banville. No es Coetzee, no es Franzen, es otra cosa. Saber que es irlandés y que escribe novelas policiales con seudónimo debería ser suficiente para entender sus influencias y sus aspiraciones. Otro gran autor con el que no me había metido –y que como dice Marc Anthony valió la pena– fue W.G. Sebald. Ya estaba harto de leer sobre Sebald así que con Amazon encargué dos de sus novelas. De las dos decidí empezar con la más antigua: The Emigrants. Una colección de estampas de alemanes que escaparon de Alemania antes o durante el holocausto. Las voces de quienes sobrevieron la pesadilla e intentaron en otros mundos odiar a su país: a los paisajes, a los recuerdos que los hicieron alemanes. Eran judíos y por lo tanto tenían que olvidarse de su germanidad. Olvidarse de todos los susurros de paz antes de la guerra. En especial, a mí me llegó al alma un pasaje del libro en el cual un personaje llega a los Estados Unidos a visitar a una vieja tía. Mientras conduce su auto alquilado por la Palisades Parkway menciona una antigua residencia en Mamaroneck y un departamentito en el Bronx. Ese personaje (¿Sebald?) cuenta también mi historia: Yo llegué a vivir en un edificio en Mamaroneck que se caía a pedazos (fue demolido en 2004) y terminé viviendo en un departamentito en el Bronx.

Allí en mi estante, también de Sebald, esperan el 2012 Austerlitz, The Infinities de Banville, The Elementary Particles (Atomised) de Houellebecq, Istanbul de Pamuk, Historia abreviada de la literatura portátil de Vila-Matas y Cocaine Nights de Ballard. Esos serán, tal vez, mis primeros libros del 2012.

Antes de acabar el año, entre el 30 y el 31 de diciembre, me leí de un porrazo The Art of Fielding de Chad Harbach (el fundador-editor de n+1). Es un novelón que mira para atrás, pero sin la música de Franzen. Son casi 600 páginas de una historia bien estructurada, con las tensiones bien puestas, con mucho Herman Melville y mucha cultura americana (el béisbol sobre todo). Una joyita que con toda seguridad hará una gran película. Una última recomendación para los amantes de las buenas historias.

Mal día para pescar

Escena de la película uruguaya Mal día para pescar (2009)

Toco una tecla de la computadora y siento el dolor de cabeza instalándose. Como si una idea quisiera acampar allí, como si existiera un sueño al que le provocara quedarse en ella.

Nevó hace una semana, muy inusual. Desde entonces ha mejorado el clima pero aún quedan restos de nieve. He empezado un nuevo año de vida, vi esta mañana una rendija más en mi frente: una arruga. Descubro que los anteojos de sol cubren las patas de gallo y los ojos cansados. No sé por qué se me ocurre ahora que siempre he tomado mis mejores fotografías con la luz del día. Una asociación entre mi vida y mis fotografías. Las fotografías hablan de mí, eso lo sabemos todos. Y hablan de lo que no me gusta mostrar. Creo disponer de cierto talento para elegir lo que debería salir de la foto. Y ese es el mejor secreto de toda buena composición.

Volvamos a Onetti. He leído «El pozo». En un tren a Princeton después de aburrirme de «Los adioses». Descubro allí una oscuridad que se supone que puede descomponerse. Camino conversando sobre Onetti. Mi intelocutor me dice todas las cosas que un escritor puede aprender de él. «Tal vez él lo haya conocido», pienso yo. Tal vez en la misma ciudad de Santa María: en ese pequeño infierno. Casi como un Jaquí más grande. ¿Les conté? Casi les dije todo en la novela, pero sospecho que solo en mi cabeza tienen sentido las imágenes de esa mujer abandonándonos a los dos con el polvo, caminando hacia la pampa o hacia la bodega, calle arriba, sílaba por sílaba, haciendo las pausas para que no se nos pierda nada: «Donde hubo fuego, cenizas quedan». ¿Qué habrá pensado ella, mi ex? Desde entonces no hemos hablado. Por medio de terceras personas sé que está bien, que tuvo tantos hijos (¿Ven? ya lo he olvidado. No puedo recordar ni cuántos) Y al fin y al cabo en este cuento, en esta crónica, en esta memoria, en esta mezcla de géneros no sé ni siquiera si tenga sentido decirles que así era Jaquí: como esos días en que me iba detrás de la loca de la tía que tenía en su casa fotonovelas porno. Las escondía debajo del colchón, pero siempre nos dejaba un pedacito de la esquina visible, para que sepamos, sin que nos los diga, que había una revista nueva. Se iba con algún pretexto y nos dejaba a solas a mí y a su hija, libres para inspeccionar su cuarto, levantar el colchón y leer un par de veces sus revistas.  Después volvía y nos hablaba de Dios y de la iglesia. De lo mucho que la necesitaban los curas porque ella vivía en olor de santidad. Me pregunto si será cierto que la iglesia–el terreno y la construcción–fueron donaciones de mi abuelo. Les dio una catedral y un cementerio, para que los jaquinos vivamos en paz con los dormitorios eternos de arriba y de abajo. Con el bien y con el mal.

Leí «El Pozo» y me impactó. Me llenó de ganas de ser un buen escritor, de inventar recursos como los que crea Onetti mientras recita una historia cruda y sencilla como cualquier otra que hemos escuchado en la calle polvorienta del pueblo o en los periódicos amarillentos. Una mujer casi violada. Un hombre a quien le perturba la idea de que tal vez en ese momento, lo mejor para ella era que lo hubiera hecho. Que esa mujer rechazada jamás se lo iba a perdonar. Reconstruir esos momentos toma toda la vida. Tal vez uno empieza a querer repararlos ni bien los ha destrozado. Tal vez es como la escena de «Solo para fumadores» en la que apenas si se ha deshecho de los cigarrillos y ya Ribeyro siente que debe lanzarse por la ventana a recogerlos. Tal vez las imágenes desesperadas sean  por las que yo me mataré toda mi vida.

(Un poema ¿por qué ya no escribo poemas?)

Es cierto que fui yo quien me asomé detrás de ella. Es cierto que fui yo quien empecé a tocarla. Pero también es verdad que era un niño y que ella era una niña y que después de besarme fue ella la que se me entregó. ¿Esa imagen me torturará? No siempre. Hay veces en que cierro los ojos y me provoca una sonrisa, ensueños en los que yo soy un personaje y ella guía mi mano y después–mucho después–me arrincona contra una pared, me besa con rabia y me pregunta ¿por qué ya no me buscas? Y si la hubiera buscado ¿Dónde estaría yo ahora? Estaría como el Príncipe Orsini en esa película que he visto hoy: «Mal día para pescar»; estaría fumando un cigarrillo en una calla de Santa María e imaginándome todo lo que pudo pasar, las cosas que pude haber hecho con mi vida.

Pude. Jamás lo hice. Tendré que darme crédito por haber tomado algunas buenas decisiones, por no haberme dejado embaucar en torpezas lamentables, como por ejemplo: las de tener un hijo con ella. Ella, que me suplicaba que no me pusiera nada, que la hiciera suya.

Otros errores: haberme largado con ella, o haberme quedado en el pueblo a pescar, a ser uno más. Otros errores posibles: malacostumbrarme a sufrir. Si me hubieras visto llorando al regresar de su casa o sentado en esa silla donde imaginaba que me tocaba morir hubieras entendido de lo que hablo. Pero no me viste. Solo me vi yo y me vio mi hermano. Y mi hermano me hizo alguna broma, me hizo pensar en lo estúpidas que pueden volverse las cosas cuando uno tiene diecinueve años y cree estar enamorado.

Otro error: no haber llegado más temprano y más tarde, un par de veces que me quedé dormido, como aquella en que ella era rubia y me miraba y nos estábamos pudriendo de la risa. O esa otra en que dirigí mi mano debajo de su pantalón y no seguí. O aquella en que me rehusé a besarla cuando ella se me puso de frente, en la oscuridad;  y levantó su camiseta. Errores de ignorancia, pero quién sabe. Tal vez es cierto y nunca hubo nadie tan triste como ella.

Salud con Onetti.

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