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The New York Street

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James Salter, All That Is y la vida a los 80

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A los 87 años, Salter ha escrito una de las mejores novelas publicadas en los Estados Unidos.

¿Cuántos escritores publican su mejor novela a los 87 años?¿Cuántos pueden decir que dejaron de frecuentar a Saúl Bellow porque éste era demasiado condescendiente con ellos? James Salter nació en 1925 y 87 años después ha publicado una novela brillante: All That Is. La historia (de amor, para decir que es de algo y que no lo abarca todo, como las grandes novelas) comienza con varias escenas de guerra y de mar, entre ellas la de un oficial de la marina de los Estados Unidos saltando al agua, por error, entre el bombardeo de los kamikazes japoneses en el Pacífico.

Para mí, la experiencia de mi lectura de All That Is comenzó con la foto de Salter en la tapa. Allí estaba el octogenario, sin parecerlo: el expiloto de caza bombarderos, el ex amigo de Bellow y compañero de carpeta de William Buckley y de Jack Kerouac, el ex guionista de Robert Redford.

En The New Yorker acaban de publicar un perfil sobre Salter. «Es un escritor de escritores» dicen los que lo admiran y no se sorprenden de que no muchos hayan escuchado su nombre. «Un escritor de escritores acerca de escritores» dice Joyce Carol Oates que lo considera su amigo. En la contraportada, entre los elogios están los nombres de John Banville y de Julian Barnes. No me extraña: dos escritores a quienes todavía les importa mucho no sólo lo que se dice sino el cómo se dice. Banville te puede conquistar diciéndote como los dioses observan a un adolescente (The Infinities), Barnes te puede atrapar para siempre al describirte una escena en un colegio rural, cuando parecía que Europa nunca llegaría a la mayoría de edad (The Sense of an Ending). Salter te puede atrapar de varias formas: en el aire (The Hunters), en la cama (A Sport and a Pastime) y ahora en el agua (All That Is). A mí me atrapó cuando lo leí por primera vez, esta semana, en una historia sobre una supuesta muerta y dos amantes descubiertos ( Last Night).

Al escribir una nota de un libro, uno se da cuenta que tan inútil es tratar de reducir una historia bien contada a unas cuantas palabras. De lo que se trata –como decía Muñoz Molina, hace muy poco, en una nota sobre Salter publicada el 13 de abril de 2013 en El País– es de recomendarlo, de ponerlo en la vitrina, de decirle a otros escritores que están buscando la luz: léete a Salter.

Otras cosas que dice The New Yorker sobre Salter: la mayor desgracia de su vida fue la muerte de su hija adolescente, quien murió electrocutada en la ducha en una cabaña, al lado de Salter, en Colorado. También dice: a quienes lo conocen más, les ha costado acostumbrarse a que Salter siempre toma notas: mientras conversa, en reuniones, en una cena formal. Salter siempre está tomando notas debajo de la mesa.

La nota también dice que escribía con seudónimo cuando apareció su primer libro sobre un grupo de aviadores en la guerra de Corea: por miedo a que sus amigos lo consideraran un intelectual inútil.

En The New York Times, hace dos días, publicaron un artículo sobre las apuestas que se hacían entre los libreros de Park Slope en Brooklyn, a propósito de los candidatos al premio de ficción. El año anterior, el desastre fue que lo declararan nulo, obviando la pequeña obra maestra de Denis Johnson, la novelita Train Dreams. El 2013 no creo que haya un mejor candidato que Salter. Todas las apuestas a All That Is.

Las estrellas y las olas

silaca

Nos sentamos frente al mar. El cielo era una franja blanca separada de la franja azulísima del mar. La franja azul era como de tela arrugada, con muchas marcas, una al lado de la otra. Por aquella franja blanca iba descendiendo un disco brillante. El reflejo del disco caía sobre el agua y pronto ese disco estaba reflejado por completo en el agua y las olas lo cortaban, avanzando incontenibles hacia la orilla.

Era una tarde fresca y yo acababa de descubrir tus ojos claros, enormes. ¿De qué hablábamos? Quisiera saberlo, pero mis recuerdos son mudos. Nos veo a los dos intercambiando miradas, nos veo descalzos y disforzados, apretados sobre un asiento de concreto, junto a los otros. Por un rato éramos parte del grupo, prestábamos atención a los otros. Ellos también se portaban disforzados, pasando la botella de cerveza y el único vaso; alimentando las horas con conversación banal, esperando a que cayera el sol; que la noche inundara las casas pues el generador no funcionaba y la playa sin él volvía a ser como antes: cuando tú y yo éramos niños y marchábamos por aquí y por allá, entre las piedras; correteando a las lagartijas; esquivando las piedras calientes camino a las pozas, saltando y haciendo equilibrio; sumergiéndonos uno detrás del otro en las pozas de agua helada.

Veo eso en mis recuerdos, pero no escucho nada. Sé que miraba el sol porque lo hacíamos tantas veces, a la misma hora, siempre el mismo grupo de chiquillos, verano tras verano, tarde tras tarde. Sé que era la primera vez que te veía tan grande, porque a esa edad todos solemos dispararnos de pronto hacia la madurez.

Veo ese universo en mis recuerdos y veo la llegada de la noche. Entonces ya éramos sólo tú y yo; y sólo le prestábamos atención a nuestros detalles y a nuestros olores; ésos que aparecen cuando dos cuerpos adolescentes están más cerca el uno del otro, cuando las manos comienzan a tocarse y de repente nuestros labios.

Yo estaba entrando a la plaza y llegaba la camioneta con ella. Era de día. Julián, Ramiro y yo regresábamos del mar, yo cargaba dos costalillos de lapas. Mi tía Cecilia estaba de copilota y el tío Alejandro manejaba. Ella iba en el asiento de atrás, pegada a la ventanilla, con el cabello largo y rubio.

Todos me conocen. Saben que yo estoy solo en la playa porque mis padres… Bueno, a mis padres todos los conocen y saben de mis hermanos también. Y si bien a mí no me importa, también saben que uno de ellos está en la cárcel por romperle la cabeza a un jaquino en una pelea. Tal vez también me pongan otros apodos porque saben, o empiezan a darse cuenta, que yo no hago lo mismo que sus hijos hacen. No me extrañaría si a mis espaldas mis tíos me llaman «fumón»; o les piden a sus hijas que presten más atención cuando estén conmigo. Me siguen tratando igual, hasta donde yo puedo percibir.

La tía Cecilia me vio con los costalillos. Acababan de llegar de Lima. Ella dijo que me acercara y nos dimos un gran abrazo; salió mi prima de la camioneta, a ella sí no la veía hace unos tres años. El tío saludó pero sin ser tan efusivo. Siempre ha sido así el tío, lacónico y poco expresivo; pero nadie me puede culpar por sospechar de él. Creo que se portó así, medio distante, porque le han contado. De todos modos, nos dimos un abrazo y les dije que podía sacar más lapas la mañana siguiente, si querían, porque mis costalillos ya tenían dueña.

La tía Amparo iba a hacerme un picante de lapas, porque la tía Amparo está con la cadera mala, se cayó de la yegua en el cerco. Cocina rico y si yo le llevo lapas, mi tía me prepara un picante y sopa y al día siguiente puedo ir a tomar desayuno y la tía no me mira de ningún modo diferente, creo que es porque sabe que su nieto también…que los dos somos muy amigos. En fin. Mi tía Amparo ha tirado un colchón en el asiento de cemento, frente al mar. Allí puedo dormir, al fresco. Allí puedo sentarme a jugar cartas. La he invitado a mi primita para que vaya más tarde, cuando termine de instalarse en la casa: Carmen.

Carmen. Carmen. Carmen. Tengo que memorizarme su nombre porque me ha gustado cómo me miró. Allá en Lima ella sigue de novia con Juanillo, pero Juanillo nunca viene a la playa (a veces, tal vez para la yunza).  Carmen podría ir conmigo a la yunza este verano. Y esta tarde, cuando baje el sol, nos sentamos todos los primos afuera de la casa de la tía Amparo a conversar, a jugar cartas. No dije «a tomar» porque el tío estaba demasiado cerca, pero ya lo saben igual. Allá te espero, dije.  Y Carmencita sonrió y la tía Cecilia dijo «yo la mando».

Me gusta venir a pescar. No me importa la manejada: 7 horas. Lo hago sin pensar. Salgo de la oficina el viernes, meto ropa para el fin de semana, mis cosas de pescar; en la noche –solo, con mi hermano, o con algunos de  mis primos, si quieren ir–manejo de corrido hasta la playa.

Sólo paro un poco antes de Ica. Hay un quiosco donde se detienen todos los camioneros. Me tomo un buen caldo de gallina y llego a la playa al amanecer. Me gusta llegar bien de mañana porque el olor del mar entra en mis poros. El camino de bajada a la playa no es bueno; si estoy solo, prefiero bajar a mirar. A veces está lleno de grietas, sobre todo al principio de la temporada; después le pasan la cuchilla y para febrero está mucho mejor y puedo bajar sin pararme; a veces incluso a velocidad.

A mi novia no le gusta venir. Ella casi no toma y le molesta verme tomando. También le gusta pescar; y yo le he dicho que así siempre ha sido y que nunca me ha visto borracho. No entiende. Ella ha crecido en Lima pero también tiene familia en Paramonga y dice que allá chupan pero no tanto como acá. Se van a la playa, tampoco hay electricidad, tienen casitas al lado del mar; pero que cuando se apaga la luz no se quedan tomando hasta el día siguiente.

Su papá es un borracho y ella tiene miedo que yo sea igual que él. Las peores bombas han sido con su padre. Las únicas veces en que he regresado a casa a vomitar bilis han sido con él. Mi suegro es un fuera de serie pero toma demasiado. «No tomo como él, mi amor», yo le digo. Ella no puede distinguir las cantidades ni entender la diferencia entre esas borracheras y esta manera tan ligera de tomar: acá en la playa compartimos la botella y el vaso; mis primos casi no tienen dinero y siempre soy yo el que pone la cajita el sábado en la noche. «Es el único día que tomo mi amor. Ese es todo mi vacilón», le digo; pero ella no entiende.

Yo voy el fin de semana a la playa, sólo a pescar. El sábado duermo un rato en la casa de la tía Mirabel, a veces toda la mañana; almuerzo algo ligero y me voy de pesca. Eso me aloca: la pesca trepado en las peñas, lanzando el cordel a las olas, viendo el mar que revienta contra las rocas; el mar azul que me calma, que me hace sentir que la vida vale la pena.

Espero morir después de haber vivido todos mis veranos entre estas rocas. Quiero, si es posible, pescar hasta el último día de mi vida. Morir regresando de pescar, con mi cuerpo todavía oliendo a mar.

Esta noche no ha sido distinta de las otras. Mis primos son muy divertidos, son todos menores que yo, ninguno carga mucha plata y todos me gorrean. A mí me gusta invitarles la caja de cerveza. Me hace sentir muy bien. Al Peto que tiene sus padres pero como si no los tuviera; al primo Carlos que viene desde Lima y que casi nunca veo porque va muy poco al pueblo y éste es el primer verano en que viene todos los fines de semana; al primo Ramiro, siempre tan calladito.

Hoy lo he visto a Ramiro un poco alterado porque se apareció la primita, la hija de la tía Cecilia que está muy linda. Tiene los mismos ojos de la tía y su cabello es rubio, medio rojo como son muchas de las primas Guardia; y la chiquilla es muy coqueta. El pobre Ramiro no sabe ni cómo conversarle. Le temblaba la mano cuando tenía que pasarle el vaso y la botella, porque él estaba parado al final del asiento y ella estaba al otro lado y Ramiro tenía que darse toda la vuelta para llegar hasta ella; y yo podía ver cómo se ponía nervioso Ramiro cuando ella le coqueteaba al recibir la botella y el vaso.

Mala suerte para Ramiro. Ahí estaban los otros dos pegados a Carmen como lapas. El primo Carlos que la vio desde que se acercaba y de frente se sentó al lado de ella y empezó a conversarle; y eso le gustó a la chiquilla. El Peto se fregó porque él también estaba dando vueltas y conversándole; pero desde que Carlos se sentó a su lado, Carmen sólo le hablaba a él. A Ramiro eso lo tenía medio celoso, pero qué vamos a hacer. Lástima que sea la única chiquilla de su edad en la playa, porque también están las hijas del potón Carmelo pero ésas vienen recién en febrero para la yunza.

Y poco a poco se fue toda la luz y nosotros seguimos tomando hasta que se acabó la caja. Y no sé si fue mi idea, yo creo que escuché que pasaba algo entre ellos, pero es imposible ver nada cuando se va la luz en la playa. Es imposible. De todos modos ya estaba pensando en irme a dormir; para ir a pescar temprano, que es lo que me gusta hacer los domingos, antes de empezar, otra vez, la manejada para Lima.

De noche todo se inunda de estrellas. Carmen nunca había tenido 16 años en la playa y yo nunca había estado con una chica de ojos tan claros como los de Carmen.

Nos besamos. Estábamos aún pegados uno al otro y a mi lado estaba el primo Julián y al lado de ella estaba parado el Peto que seguía hablando de la fiesta de la yunza. De vez en cuando escuchaba que el primo Ramiro se paraba y venía por el otro lado y le alcanzaba a ella el vaso. Mientras se lo terminaba, ella me besaba.

No puedo escuchar nada, mis memorias siguen siendo mudas. Puedo ver a Carmen, que en la oscuridad dirigía mis manos hacia su cuerpo y, levantándose la blusa, me ofrecía que la bese y yo la besaba. Mi lengua estaba caliente pero más caliente era la piel de Carmen. Ramiro se fue primero y Julián siguió. También se fueron los dos chiquillos García y al final se fue Peto, que hablaba hasta por las orejas. También se despidió y me alcanzó su mano de dedos nudosos en la oscuridad; se la apreté y me dijo «Adiós primo».

Ofrecí acompañarla a su casa y, en el silencio de la playa, ella me dijo que estaba con Juanillo; que también era nuestro primo; pero como su madre se había casado en Lima con un piurano ya no eran tan primos como ella y yo.

¿Nosotros somos primos? Bueno, tu mamá y mi mamá son primas en segundo grado. En realidad el parentesco venía por el lado de los abuelos. En la época de los abuelos, el mundo de la playa era mucho más limitado que hoy. Eran sólo cuatro familias las que venían a pasar la temporada, desde la Navidad hasta marzo. Las cuatro familias tendían a mezclarse entre ellas. «Nosotros vivimos en Lima. Somos distintos».

Las estrellas estaban salpicadas en la oscuridad, como granos de sol. No alumbraban; sus destellos alcanzaban apenas para darnos ánimos o para enseñarnos que cada momento que vivíamos era como ellas. Eran estrellas íntimas, pequeñas.

Esos momentos siguen allí en nuestra memoria.  Miramos al pasado y los vemos: desparramados como estrellas. Siguen vívidos, coloridos y silenciosos; con su pequeña luz propia; aún hermosos.

(Este cuento ha sido publicado en diciembre del año 2012 por la revista SUBURBANO de Miami)

Lecturas del 2011 recomendadas

Foto de Rachel Olsen

Una pared de azotea que daba al mar. Detrás de la azotea la arena y el agua golpeando contra la pared, mientras yo me deslizaba en otro sueño con mi copia de La promesa del alba de Romain Gary. Había terminado de leer a Bellow y el cambio era justo y necesario. Caminé al amanecer por la orilla con un perro amigo siguiéndome los pasos. Saltaba mientras yo pensaba en ciertas reflexiones de Humboldt’s Gift y me preparaba para el siguiente día. Olor de aracanto y de sal, recostado en una hamaca, solo, esperando que baje el sol. Palpé el dulce papel, lo besé. Se llamaba Freedom de Jonathan Franzen. Me desperté a medianoche para seguir las páginas. En la mañana reescribí un párrafo solo para entender la mecánica. Así se escriben las líneas de una novela. Acá va un punto aparte, acá se sigue de largo. Había leído que Franzen necesitaba estar desconectado y que consideraba la electricidad y el Internet como la condena del escritor moderno. Seguí leyendo y varias hamacadas más tarde lo terminé. En Lima busqué otra novela de Gary pero no hubo suerte. Estaba en una edición de bolsillo al costado de otro libro que leí a medias: Auto de fe, de Canneti. Esas novelitas que te gustaría coger en alemán original. Me acordé que Masa y poder (en inglés) me está esperando. De Lima me llevé Pan de Knut Hamsun y la bellísima La Playa de Cesare Pavese. Llegando a Nueva York, todavía fresco de las vacaciones tomé un libro fascinante: Summertime de Coetzee (cortesía de mi agente Penguin de la universidad que me engríe y me manda los tomos educativos mezclados con los del placer). A mí me gusta Coetzee y me encantan sus ensayos. Summertime es ensayo, novela y biografía. Hay escenas soberbias como aquella cuando el personaje se queda botado en una excursión por las tierras abandonadas y secas del desierto sudafricano, acompañado de un antiguo–y prohibido–primer amor. La mitad del año me la pasé leyendo y escribiendo cosas dispersas. Recuerdo haber releído Los Culpables y habérsela recomendado a varios amigos sin saber que Villoro vendría el siguiente semestre a Nueva York.

Me fui a Yucatán en agosto y allí–con el Caribe y la arena de compañeros– me leí mientras me bronceaba A Visit from the Goon Squad de Jennifer Egan. En marzo, había leído en Hermano Cerdo que Egan le había quitado el National Book Award a la novela de Franzen. Me gustó el estilo, la frescura y la visión de Egan (muy simpática en persona) pero creo que si no le dieron el NBA a Franzen fue o por cojudez o por envidia: Freedom es «la» novela. Claro, aquí podemos ponernos a discutir si la novela mira para adelante o mira para atrás. Si mira para atrás, la mejor novela es la de Franzen, si mira para adelante, la mejor novela es la de Egan. Yo creo que la novela tiene que mirar para atrás y para adelante. Pero Freedom es magnífica y la prosa de Egan–cierta, justa, trabajada–ciertamente me obligó a llenar su libro de arena para seguir las páginas en la playa, pero no a levantarme en la madrugada para seguir leyéndola, como sí lo hicieron las criaturas obsesionadas y los párrafos musicales de Franzen.

Regresando de Yucatán cogí Palmeras de la brisa rápida de Juan Villoro: la mejor guía para el turista no convencional que viene de remojar los pies en Cancún. Villoro tiene el defecto de repetir las anécdotas; pero también la virtud de darles giros distintos, como si estuviera trabajando en encontrar las mil y una posiblidades de contarnos todas las noches, sin aburrirnos, la misma puta crónica. Aprendí mucho sobre guayaberas, los mayas, mitología y folklore yucateca y cómo ser huachito en Mérida y no morir en el intento. De México, además de fotos nadando con los tiburones y soltando tortugas en la playa, también me traje de un Gandhi (cortesía de El Testigo) una versión popular del fce de La Suave Patria (buena) y las Crónicas literarias (mediocres) de Ramón Lopez Velarde.

La segunda parte del año estuvo llena de novelas cortas latinoamericanas porque me metí a un curso revisionista. Las que recomiendo–leídas en larguísimas odiseas de tren por cortesía de los incompetentes de New Jersey Transit son dos: El pozo de Onetti y Estrella distante de Roberto Bolaño. También releí Los adioses, Crónica de una muerte anunciada y La invención de Morel pero se puede ser latinoamericano y cool y vivir sin ellas. No se puede ser muy cool sin haber leído El Pozo y Estrella distante. Es más, no se puede entender las brujerías cancerígenas y bolivarianas de Hugo Chávez, ni los vómitos que provoca la mención de la palabra dictadura o el nombre de Augusto Pinochet sin haber leído esas dos novelitas.

Otra «novela» que tiene que ver con el mismo tema–la dictadura y el poder–vino de España. Me la recomendó un buen amigo en una escena de Long Island con sonidos de fondo de chillidos de gaviotas y reventazón de olas: Anatomía de un instante de Javier Cercas. La leí en pocos días, atrapado por los hechos que agarran viada y se vuelven violentos y circulares como los de un huracán. Con Cercas aprendí mucho del proceso político español y de cómo abarcar la realidad desde la literatura. Después de leer Anatomía de un instante, tropecé casi de casualidad con el mejor cuento que leí este año: «Los eucaliptos» de Julio Ramón Ribeyro. Precioso.

Después de leer novelitas, leí un novelón: El disparo de argón, de Juan Villoro. Me abrió los ojos. El escritor abraza la ciudad y la despedaza, agarra a los personajes y los transforma en marionetas, coge al lector y lo sube a la montaña rusa en carrito sin revisión técnica. El autor es el técnico de rayos X de la sociedad mexicana. Un poco triste que muchos de sus compatriotas solo hayan leído sus crónicas de futból. También hay dos libros de ensayos de Villoro que se deben al menos leer en toda clase seria de literatura: De eso se trata y Efectos personales. Es el mágico truco de hablar de cosas importantes como si no lo fueran. Ensayos literarios envueltos con papel regalo para el viajero frecuente y para el recién llegado.

Ya cuando acababa el año me acordé de Amazon, que me sirvió para regalarme por menos de dos dólares una edición usada de The Sea de John Banville. No es Coetzee, no es Franzen, es otra cosa. Saber que es irlandés y que escribe novelas policiales con seudónimo debería ser suficiente para entender sus influencias y sus aspiraciones. Otro gran autor con el que no me había metido –y que como dice Marc Anthony valió la pena– fue W.G. Sebald. Ya estaba harto de leer sobre Sebald así que con Amazon encargué dos de sus novelas. De las dos decidí empezar con la más antigua: The Emigrants. Una colección de estampas de alemanes que escaparon de Alemania antes o durante el holocausto. Las voces de quienes sobrevieron la pesadilla e intentaron en otros mundos odiar a su país: a los paisajes, a los recuerdos que los hicieron alemanes. Eran judíos y por lo tanto tenían que olvidarse de su germanidad. Olvidarse de todos los susurros de paz antes de la guerra. En especial, a mí me llegó al alma un pasaje del libro en el cual un personaje llega a los Estados Unidos a visitar a una vieja tía. Mientras conduce su auto alquilado por la Palisades Parkway menciona una antigua residencia en Mamaroneck y un departamentito en el Bronx. Ese personaje (¿Sebald?) cuenta también mi historia: Yo llegué a vivir en un edificio en Mamaroneck que se caía a pedazos (fue demolido en 2004) y terminé viviendo en un departamentito en el Bronx.

Allí en mi estante, también de Sebald, esperan el 2012 Austerlitz, The Infinities de Banville, The Elementary Particles (Atomised) de Houellebecq, Istanbul de Pamuk, Historia abreviada de la literatura portátil de Vila-Matas y Cocaine Nights de Ballard. Esos serán, tal vez, mis primeros libros del 2012.

Antes de acabar el año, entre el 30 y el 31 de diciembre, me leí de un porrazo The Art of Fielding de Chad Harbach (el fundador-editor de n+1). Es un novelón que mira para atrás, pero sin la música de Franzen. Son casi 600 páginas de una historia bien estructurada, con las tensiones bien puestas, con mucho Herman Melville y mucha cultura americana (el béisbol sobre todo). Una joyita que con toda seguridad hará una gran película. Una última recomendación para los amantes de las buenas historias.

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