Mi amigo amaba a Melville. Puso cara de cojudo elegante frente a su tumba, se ajustó los anteojos con solemnidad y apretó el sobretodo más que por el frío para que se viera su copia de la Norton de Moby Dick (una copia de una edición hindú, un poco más pequeña y más barata que consiguió en Alibris) mientras yo le tomaba la foto. Detrás de él se ve un poco de nieve.
Fue el 31 de diciembre de 2005. Nos habíamos encontrado para almorzar cerca de Lehman College y habíamos tomado el tren hasta Woodlawn. Yo ofrecí caminar –me gusta el frío y la caminata– pero mi amigo era comodón y vago. Deambulamos por las calles del cementerio buscando la lápida gris y mohosa. Mi amigo recitaba las líneas de uno de los capítulos que se había aprendido de memoria (en español): «The Lee Shore». Quise enseñarle la tumba de Armstrong pero él se opuso. Quería que esa experiencia se limitara a Melville y solo a Melville.
Después nos fuimos a comprar champán barato. Recogimos a una amiga rumana que aceptó acompañarnos y que caminaba con dificultad por un jalón en la pierna durante sus clases de flamenco (así es Nueva York, a todos nos da por reinventarnos). Yo estaba fresco de haber terminado mi primer semestre de literatura inglesa y mi amigo quería recibir el año mirando a Manhattan desde el malecón de Brooklyn Heights.
Estábamos a un paso de las oficinas donde hace poco más de un siglo Whitman trabajó de periodista. Hacía mucho frío. Nos quedamos allí pasadas las doce, contando las bengalas que explotaban en los botes que circundaban la bahía y admirando el despliegue de luces dentro de los rascacielos donde alguna mano mandaba que las oficinas se incendieran intermitentemente desde el piso uno hasta el 97 y desde el 97 hasta el uno como si fueran cubitos de tetris cayendo desde lo más alto.
Conversación sobre Berlín dividido en McNally. Juan Villoro y Soledad Marambio
Video de la presentación del libro de crónicas Berlín [dividido] en la librería McNally Jackson de Manhattan. Conversación entre Juan Villoro y Soledad Marambio, el 8 de diciembre de 2011. Puedes ver el video presionando sobre la foto del evento.
Siempre me he considerado un idiota con mucha suerte (Foto por shamuclub. Flickr)
Yo también he espiado. A los siete años, por el ojo de una cerradura, a una niña en una noche de Navidad. He entrado a un camarín, con otros muchachos. Abrimos los vestuarios como si fuéramos un ciclón. Ella salió enredada en una toalla, clavándome sus ojos azules.
He jurado para dañar a quien odiaba y no conseguí nada (por eso me tortura ver su sonrisa cada vez que tropiezo con ella). Quise lanzarme de un puente. He sido menos generoso que mis hermanos. Soy un inútil. Eso lo saben mis amigos. Debo aprender algún oficio (¿electricista, carpintero, albañil?) Hice promesas que olvidé, andé con la suela de los zapatos agujereada sólo para hacerme daño.
Me ha indignado que a quienes yo odiaba me quieran. He torturado (chanchitos de tierra) por el gusto de torturar. Las palabras que hacen daño salieron de mi boca sin que yo quisiera detenerlas. Me he sentido incómodo de incomodar (de allí mi problema de jamás apretar el claxon). He imaginado muertes (siempre mías o de gente que amo, siempre muy literarias o cinematográficas). He perdido el tiempo en sesiones de sexo imaginario con mujeres que jamás me iban a amar. He sudado demasiado, en todos los lugares inconvenientes. Me he meado dentro de una iglesia. He hecho el ridículo al sufrir. He robado cosas sin valor. He pisado una flor.
Portal de entrada de la librería Rizzoli en la calle 57. Foto de Jim in Times Square (Flickr)
La calle 57 de Manhattan es como la Larco de Miraflores. Es casi tan elegante y de alto vuelo como la Quinta Avenida –que no tiene equivalente limeño ( si alguna vez la tuvo supongo que fue en aquellas épocas de trompo con huaraca cuando el Jirón de La Unión era el Perú y los yuntas de Colónida compartían el rapé y la mulita de pisco en el Palais Concert). La 57 es una calle con fachadas elegantosas, intercaladas con uno que otro Diner, entreveradas con galerías de prestigio, restaurantes cinco estrellas, pizzerías y oficinas.
En una de las cuadras de la 57, en una casona de tres pisos con el número 31, queda Rizzoli.
Entre paredes recubiertas de roble, pintados con una iluminación acogedora, aguardan en sus estantes los libros, discos, almanaques y otros objetos a la venta en esta librería especializada en arte y literatura italiana. No es tan raro que los eventos de Rizzoli empiecen en los salones de la librería y terminen con los invitados, el queso y los vinos, en las salas o estudios de los artistas que viven en alguno de los edificios cerca de Rizzoli.
Llegué hasta sus puertas buscando comprobar el chisme que me llegó hace una semana en los pasillos de Lehamn: en el tercer piso, en uno de aquellos ambientes alfombrados y lujosos de Rizzoli, se había armado una de las mejores colecciones de oferta de libros español de la ciudad. Parecía mentira que entre las cantaletas del «nadie lee», haya en Nueva York quienes todavía se tomen el delicado trabajo de organizar un rincón dedicado a los libros. Literatura, filosofía, historia, éxitos de ventas y libros para niños en castellano. Son libreros de cuatro niveles, con un nivel inferior donde reconozco a Muñoz Molina, a Javier Marías, a Vila-Matas. Ellos están al lado de clásicos: Castalia, Cátedra, Alianza Editorial (me pareció un poco exagerado ver tantos libros juntos de Benito Pérez Galdós).
Tomé al azar un libro de Vila-Matas.»Él único que tenemos de él» reconoció el librero, que se acercó con discresión a indagar si necesitaba algo. Se llama Pedro, es un muchacho con acento caribeño. Me contó que acababan de empezar, que están pensando en organizar actividades, que aceptan pedidos de profesores, que pueden ayudarme a conseguir los textos necesarios para una buena clase.
Metí la nariz en el libro de Vila-Matas y ésta se quedó allí. El libro se llama Dietario voluble y es una especie de diario que cubre algunos años de la última década. Me hace pensar en los desordenados y egocéntricos diarios de Dalí: confiesa haber estado sentado en el café de una plaza con el único propósito de ver pasar a Catherine Deneuve, reconoce haber espiado desde su mesa de restaurante a John Banville, combinando impresiones al vuelo sobre su apariencia con elogios a su prosa; describe su primera caminata sobre el puente de Brooklyn para ver el crepúsculo neoyorquino, y haber metido la pata en una conferencia con franceses.
Encontré unas líneas donde se refiere a sus caminatas al azar por calles y plazas. Allí entresaca un comentario en un blog peruano y repite con fascinación los nombres de barrios limeños que no conoce y por los que aún no ha caminado: Chacarilla y Magdalena.
Vila-Matas me obliga a pensar en esas horas de recorrido entre asombrado y pensativo que algunos escritores de tendencia urbana, solemos combinar con otra caminata solitaria: la lectura. Ayer estuve haciendo eso: caminar por la 57 después de salir del tren 4, con una idea muy vaga de llegar al Met. Decidí seguir hasta Colombus Circle, solo porque por esas avenidas podía respirar imagenes de Manhattan. Coger el tren a Prince St, caminar hasta otra librería, volver a meter la nariz en otro libro, en fin: vivir.
Emir Kusturica como Sergei Gregoriev en la película francesa "Farewell"
Unión Soviética, 1985
Vamos a entregarte la lista con los nombres a cambio de un par de casetes de Queen, un disco de este cantante romántico que tanto me gusta y un walkman para mi hijo. Y nada más. Este país necesita un cambio. La revolución que nos hizo salir de la edad media y que en menos de cincuenta años nos llevó a poner un hombre en el espacio necesita un remezón para que los rusos volvamos a ocupar el lugar de vanguardia que siempre hemos tenido. Los rusos ¿Qué sería del mundo sin los rusos? ¿Se imaginan? Literatura, pintura, música, política, ciencia y ajedrez. Todo lo que nos ha legado el bloque soviético. Un adornito me mira desde mi mesa de noche y me recuerda ¿El Kremlin? También una foto de Vallejo en Moscú y un bolero que llega desde algún rincón del pasado : La Plaza Roja desierta, la nieve dibujaba un tapiz, tenía un lindo rostro mi guía: Natalí.
Kusturica, Emir
Imposible perderlo de vista. Este cara de loco, esos ojos que nos sugieren que tomemos distancia. Kusturica es como uno de esos personajes salidos de una carpa de los gitanos –irrepetible– o de una pintura de Macondo ¿José Arcadio Buendía? Abraza a su hijo, le miente a su esposa y a su amante, convence al francés disminuído pero entusiasmado de que solo ellos dos son capaces de hacer lo que están por hacer: decirle a los Estados Unidos que sus mejores secretos nunca lo fueron.
Ronald Reagan, la caricatura
Reagan mira una película y hace comentarios tontos sobre el cine, sobre los franceses y los rusos. Caricaturizar a los Estados Unidos: pasatiempo favorito de los franceses. Así hubiera sido nuestra imagen de los norteamericanos, si Hollywood hubiera filmado en París y no en California. Así como para nosotros los rusos eran Iván Drago–aquella estatua de hielo que se daba de guantazos con Rocky en una pelea a doce asaltos–para los franceses Reagan era el vaquero que arengaba con frases hechas. Hasta Willem Defoe luce grosero como el agente de la CIA. Imagínense qué papel para este actor que crucificaron en La última tentación de Cristo. El único que no salta las alarmas del estereotipo es Kusturica.
Una vida, una bala
En la Siberia, nada menos. En esa planicie blanca por donde se tambaleaba Dersu Uzala. Allí llega Kusturica, traicionado por su traición, sin chance alguno. Hace un gesto inigualable con las manos para decirle al pelotón que proceda. Que Rusia siga, sin él.
Finlandia
Hay países que aparecen de la nada, tal como Finlandia aparece en Farewell. Es como esa Islandia repentina en un poema de Borges. Llega como sinónimo de libertad. Ese es el clímax: allí está la intensidad de la huída, el rostro de la esposa recordándonos todos los reproches y todos los riesgos.
Mi niñez fue aburrida. Qué carajos, ya lo dije. Mi niñez fue una torpeza con blancos y negros y muchos grises. Alguien de niño debió entregarme otro libro que no fuera Un capitán de quince años. Alguien debió darme Joyce, sentarme en un rincón y ponerme a leer que se puede escapar de tu ciudad para ser escritor.
Alguien, alguno de los tantos hombres y mujeres que abusaron de mi infancia para jugar conmigo, para hacerme niño, para reiterar que era incapaz de cosas de grande, debió –seriamente, con mucha boca, con un libro a la mano– disuadirme de engañar al tiempo y empezar a planear mi vocación.
Algún mensajero, de esos de los que están llenos las biografías de los literatos famosos, debió sacarme apurado de ésta y aquella torpeza de cinemas donde comí canchita dulce por primera vez, y frente al cinematógrafo, explicarme de qué se trataba Ingmar Bergman. Alguien pudo haber reemplazado esos casetes mal grabados con hits del momento con esas piezas clásicas hermosas y trascendentales que hoy escucho y no sé nada.
¿Quiero que aquella sea mi biografía? ¿Prefiero esa posibilidad a la dejadez total que fue mi infancia, a los caminos que encontré después de reventar unos cuantos pares de zapatos? Todo lo que quiero fue posible. Todo lo posible yo lo quiero. Me enredo y desenredo y vuelvo a creer en mí, en la verdad inquieta que me espera mañana.